Isla de Blackwell, 1867
Los tres se asomaron por la ventana del observatorio convencidos de haberla visto también, incluso caminaron a paso rápido hacia el faro donde una última estela de nubes reptaba fuera de la isla. Margaret, con el rostro turbado y el río lamiéndole el dobladillo de la falda, se giró hacia Dickens, que llevaba a la pequeña Nellie de la mano.
—Entonces fue aquí, en el observatorio, donde Lili tuvo a su niña —confirmó Margaret con fascinación.
Charles asintió, quizás el único bebé que había nacido rodeado de felicidad en esa isla, dijo y acarició los ásperos tirabuzones de Nellie, que seguía buscado a la dama blanca sobre el río. Charles no pudo evitar imaginarse al bebé de Lili con su edad y se preguntó si habría heredado el pelo rojo de su madre, si hablaría con su voz de criatura marina, mientras en ese momento, en las aún más frías tierras de Austria-Hungría, un monje agustino católico que había aprendido de su padre a hacer injertos en árboles frutales, se hacía preguntas parecidas e intentaba responderlas ante sus colegas de la gélida Sociedad de Historia Natural de Brünn, observando cuatro guisantes. Gregor Mendel hubiese dado unas cuantas pistas al atribulado Dickens en ese momento, pero pasarían treinta años hasta que la comunidad científica se percatara de que aquel científico amante de las legumbres acababa de escribir una línea en la historia de la ciencia sólo comparable con las leyes de Newton en el desarrollo de la física.
Ajenos a todo este ajetreo científico, en la isla de Blackwell, Charles Dickens, Margaret y Nellie emprendían el camino de vuelta hacia el manicomio. Durante aquel trayecto, Margaret le contó que no había llegado a conocer la capilla de San Nelson aunque había oído hablar de su leyenda. Al parecer, un huracán se la llevó un verano dejando sólo unos tablones desperdigados por la playa. Era domingo y hacía poco que el predicador había muerto de viejo. Una noche en su casa de Brooklyn —donde había decidido terminar sus días rodeado de brújulas y catalejos—, se fue a dormir un poco más temprano y ya no se despertó. Cuando el huracán se llevó la capilla, todos en La Isla dieron por hecho que el marinero había vuelto a por su barco y se había hecho a la mar. Incluso, los domingos que había viento, las enfermeras aseguraban que los dementes decían oír una alegre campana en esa zona de la playa.
Al que sí había llegado a conocer fue a Tom el Gigante, recordó Margaret mientras caminaba con aquella elegancia natural por la playa. Con su antorcha encendida recorriendo La Isla, cada vez más viejo. Bendiciendo a cada alma que se encontraba, sonrió incrédula y guiñó un ojo a Dickens, pero, claro, nunca se imaginó de dónde le venía tan extraña costumbre. Ella misma tuvo que esconderle cuando se desataron las revueltas de los reclutamientos. Durante tres días la ciudad de Nueva York estuvo sumida en el caos. Lincoln tomó la decisión de empezar a reclutar soldados entre los dieciocho y los treinta y cinco años para el ejército de la Unión. Y la chispa saltó cuando se corrió la noticia de que todo el que pudiera pagar 300 dólares se libraría de ir al frente y otro sería enviado en su lugar. Era tan injusto… Aquello dividió a Nueva York más que nunca entre ricos y pobres. Los irlandeses y los negros vieron cómo eran sus hijos y sus maridos los únicos que darían la cara por el ejército de la Unión. Aquello no podía ser, y claro, fue la chispa que encendió la hoguera.
Margaret bajó la voz para evitar que la escuchara Nellie, quien correteaba delante de ellos, y siguió recordando esos días: hordas de emigrantes enfurecidos atacaron las casas de los ricos del norte de Manhattan, y lo peor de todo fue que la rabia se desató también contra la población afroamericana, a la que culparon de la guerra.
—Eran linchados en plena calle —recordó Margaret llevándose la mano al pecho—, hasta que una noche llegó una barca a Blackwell. Querían llevarse a los negros que hubiera allí, lo dijo el portavoz de un grupo de hombres armados. A Tom lo tuvimos escondido en el faro durante una semana. El único lugar que el señor McCarthy, por ser irlandés, consiguió que no registraran. ¡Aunque no se privó de dispararles dos tiros muy persuasivos desde la terraza mientras su mujer vaciaba un orinal desde el otro lado! —Y rompió a reír.
—Toda una declaración de intenciones, ya lo creo —bromeó Dickens—. Sí, el viejo McCarthy… como si lo viera, pero… ha dicho… ¿casado?
Margaret continuó sin escucharle:
—Al finalizar la guerra, el nuevo gobierno hizo una inspección en La Isla y dictaminaron que Tom había sido tratado como un esclavo. Así que sancionaron al director de entonces, que ya no era Scraugh, y le obligaron a abandonarla. La ironía estaba en que Tom no quería irse. Más bien, no tenía adónde ir. —Margaret sonrió con ternura.
El Gigante se dedicó a malvivir en la zona de Five Points durante un tiempo, en una posguerra en la que los negros liberados suponían una amenaza, continuó la maestra, porque ahora eran mano de obra barata que competía con los blancos. También Barnum intentó reclutarlo de nuevo con un mínimo sueldo. Cuando se le quemó su museo en Manhattan decidió crear un gran circo ambulante con el que se estaba haciendo de oro.
Barnum…, recordó el escritor mientras se paraba un momento para coger aliento. El aire era tan frío que le dolían los pulmones. Pobre Tom, pensó. Al final había tenido que encontrarse con todos sus fantasmas. Anne le había hablado del pánico que tenía el Gigante a aquel nombre.
—¿Y qué fue de Tom, entonces? —preguntó Dickens.
—Lo último que supieron de él fue que cargaba mercancías en el puerto y asustaba a los chiquillos que se dedicaban a tirarle cáscaras de castañas. —La maestra meneó la cabeza—. Bueno, ya sabe cómo son los chiquillos.
Y del resto de los miembros de aquella «resistencia», como él la llamaba, tenía noticia sólo de algunos. Sería muy difícil saber el paradero de todos ellos, le confesó Margaret, y una extraña tristeza pareció nublarle los ojos. Quizás podrían consultar sus fichas, pero muchas de ellas fueron quemadas durante la guerra para evitar problemas si ganaban las fuerzas de Lincoln.
Todo lo que ocurría en Blackwell debía quedar en Blackwell. Tendrían que haber dado demasiadas explicaciones.
—Quien sí terminó sus días aquí fue miss Grady —le reveló Margaret con amargura—. Y esto quiere decir, según lo que me ha contado, que no pudieron demostrar todas las atrocidades que hizo.
Dickens se peinó la barba y levantó una ceja.
—Bueno, querida —dijo ofreciéndole el brazo—. Las cosas no son blancas o negras como antes de la guerra. Ahora podemos ver toda una gama de grises, ¿no cree?
Nellie le tiró de una mano.
—¡La dama del río! —chilló con su lengua de trapo, y se alejó correteando y saltando como un cabritillo.
—¡No te alejes mucho! —le advirtió Margaret sobresaltada. Luego se giró para que Dickens no pudiera ver que, sin poder evitarlo por más tiempo, sus ojos se habían llenado de lágrimas.
Él no lo advirtió porque estaba concentrado en la carrera de Nellie en busca de aquel fantasma, y mientras la veía miniaturizarse ante sus ojos, Charles se acordó de una conversación que había tenido unos días atrás con un francés circunspecto en el barco que les trajo a Nueva York. O más bien había sido un monólogo de Dickens que el tal Auguste había presenciado. Era un hombre extraño que podía pasarse horas sin hablar en la cubierta del barco. Moreno, delgado, con una espesa barba negra y la carne tan blanca como la de una merluza.
A Charles siempre le habían inquietado las personas que miraban sin pestañear. Y el tal Auguste lo hacía, con los ojos pequeños y negros muy abiertos, lo que confería a su mirada cierto aire tiburonesco. Por qué venía a su mente en aquel momento ese hombre, no lo supo. Las conexiones mentales siempre eran para el escritor un misterio. Pues fue precisamente aquello de lo que no conversaron la razón de que acudiera ahora a su recuerdo.
El aparentemente insípido Auguste guardaba sin embargo una historia fascinante. Lo único que había conseguido arrancarle después de mucho esfuerzo y tras un mes de viaje le convertía, a ojos de Dickens, en un curioso personaje: Auguste era escultor y viajaba a Nueva York porque su amigo, el jurista y político francés Eduardo Laboulaye, había tenido la feliz idea de que Francia ofreciera un regalo a Estados Unidos como obsequio para la conmemoración del centenario de su independencia. Le habían encargado una estatua que debería estar terminada para dicha efeméride. Esto alegraría al país, pensó Laboulaye, que seguía dolorido y en plena reconstrucción tras la segunda gran guerra de su breve Historia.
Pero a Auguste Bartholdi no se le ocurría nada.
Tenía que ser algo grandioso sólo comparable con el Coloso de Rodas, le habían advertido, de modo que decidieron enviarle a conocer aquel país en busca de inspiración. Quién iba a decirle al francés que no le haría falta ni bajarse del barco para encontrarla. La casualidad quiso que viajara en el mismo vapor el famoso Charles Dickens, quien se dirigía a hacer un gran tour de lecturas por Estados Unidos. Su fama de gran contador de historias hacía que fuera donde fuera siempre se encontrara rodeado de una pequeña audiencia que le escuchaba embelesada.
Y allí, en la cubierta, cuando estaban llegando a América, le escuchó contar una leyenda con tal verosimilitud que cualquiera habría dado por cierta. Según les relató, en un islote cercano a Manhattan donde convivían los presos, los huérfanos, los pobres y los lunáticos, conoció a una mujer que los días de niebla aseguraba ver a una dama blanca que caminaba sobre el río. Ahora eran cada vez más los que la veían. Pero este espíritu no les daba temor, sino esperanza.
El francés no pudo sacarse nunca más aquella imagen de la cabeza, igual que Nellie, que estaba convencida de que alguna vez conocería a aquella gran dama y que llegaría por mar, aunque ni siquiera su mente infantil fue capaz de figurarse que lo haría en 214 cajones transportados en un buque de la marina francesa.
¿Llegaría aquel francés a construir su ciclópea estatua?, se preguntó Dickens mientras contemplaba cómo la diminuta figura de Nellie volvía a agrandarse ante sus ojos cansados. Al llegar hasta él se detuvo y decidió reproducir sobre la arena alguna de las palabras que había aprendido esa tarde para que no se le olvidaran. Empuñó su rama mágica y dibujó en mayúsculas una ele, luego una i… y estuvo un rato remoloneando mientras dudaba entre escoger una be o una uve.