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Día 11

Había vuelto la niebla. Unas nubes espesas recorrían La Isla de norte a sur y cuando Tim se asomó por los barrotes de la celda donde dormía, le provocó el efecto óptico de que ésta había soltado amarras y, por fin, el gran barco pirata que seguro fue una vez se había despegado de la tierra y se dirigía mar adentro rodeado de histéricas gaviotas.

Esa mañana estaban inquietas. Aparecían de la nada, lanzándose en picado sobre la isla, para remontar y desaparecer de nuevo dentro de las nubes con un golpe seco, empolvado.

Había llegado el momento de la verdad, se dijo el pequeño, empuñando como un cetro el catalejo que le hacía capitán, mientras era escoltado por dos guardias para ser interrogado de cara al inminente juicio de su padre.

Todos estaban inquietos en la isla de Blacwell esa mañana.

La tarde anterior, Anne Radcliffe les había informado uno a uno de que el momento de la verdad se acercaba y les había dado una clave para avisarse en el caso de que estuvieran en presencia de otras personas: «Va a salir el sol», ésa era la clave. Toda una metáfora del alumbramiento que, dado el aspecto que el cielo tenía esa mañana, sonaba cuando menos optimista. No se había atrevido Anne, sin embargo, a comunicarles que en breve tendría que dejar La Isla.

Y dejar La Isla suponía dejarlos a ellos.

Su única esperanza era que la historia de Darcy Moore fuera verdad. Acusar a miss Grady sin tener pruebas sólo empeoraría las cosas y tan sólo contaban con dos días hasta que volviera Scraugh y fuera informado de todo. ¡La única forma de silenciarla era conseguir esas pruebas!

Tomó aire y su pecho blanco se inflamó dentro del corsé.

Había pasado toda la noche despierta con los ojos fijos en dos pequeñas acuarelas que colgaban de la pared de su habitación. Reproducían paisajes de la isla: el edificio medieval de la prisión, el asilo de hombres y el de mujeres, con sus galerías acristaladas, el imponente manicomio con su torre octogonal y, por supuesto, el faro, rodeado de niebla, como si fuera un inmenso cigarro consumiéndose sobre el río. Al fondo, por la playa, en ambas pinturas se intuían pequeñas figuras errantes que habían sido reducidas a una pincelada suave y diestra sobre el paisaje.

A pesar de todo, echaría de menos aquel infierno, se sorprendió, y se entretuvo observando cómo la luz del amanecer empezaba a dar volumen a los muebles. Echaría en falta al pequeño Tim y los momentos en que redactaba las cartas a escondidas con Ada en la enfermería, echaría en falta cuidar a Lili, a cada una de las personas a las que había intentado dar calor al desembarcar en ese muelle donde sus vidas se instalaban en un presente continuo; pero ahora, ahora también iba a echar de menos a Charles y su cuento de Navidad por entregas. Porque, a pesar de todo, aquélla estaba siendo la Navidad más verdadera que había vivido; porque, por primera vez, alguien se molestaba en intentar concederle uno de sus deseos.

Nunca supo quién pintó las acuarelas. Puede que una vieja enfermera que ocupó antes que ella esa habitación a quien empezara a adelgazarle la memoria y no quisiera que el paisaje de Blackwell se le olvidara. Uno de los lienzos se vencía siempre hacia un lado cada vez que daba un portazo y le provocaba la sensación de que fuera a vaciarse el río sobre su cama. Se levantó, enderezó el cuadro y sintió que muy pronto ella también se convertiría en una de esas pinceladas sin rostro atrapadas sobre el paisaje.

A través de las altas galerías de cristal del asilo, Florita también contemplaba la niebla y pensó que aquello facilitaría las cosas. Necesitaban que ese día la naturaleza estuviera de su parte.

Había llegado el momento.

Estaba segura. Lo supo porque la tarde anterior había lanzado uno de los zapatos de la señorita Lili y había caído boca arriba, lo que quería decir que el parto estaba cerca. Florita sacó un pañuelo de su bolsillo y dentro brillaron unos cantos de río de distintos tamaños. Los agitó y volvió a abrir la mano. «¡Ahuacatl!» Se pilló la lengua con los labios durante unos segundos. Asintió con cara de sospecha.

Todo eran señales y debía estar preparada.

Durante meses había velado por la salud de aquel bebé y de su madre y no permitiría que nada les hiciera daño. Había sido especialmente escrupulosa en alejar a Lili de ciertos árboles, en especial de higueras y parras. A las mujeres de su aldea ni siquiera se las dejaba tender la ropa en ellas. Si lo hacían, se corría el riesgo de que el niño naciera loco o de mayor fuera borracho. Claro que en Blackwell no había ni uno solo de esos árboles, pero tuvo que recorrerla entera dos veces para cerciorarse.

Volvió a agitar las piedras ahora dentro de su mano. Las tiró de nuevo como si fueran unos dados y rodaron enloquecidas por el pasillo. Se sonrió de forma extraña.

Durante aquellos meses le había hecho a Anne Radcliffe muchos encargos: una vez naciera el niño y para que fuera afortunado, tendrían que cortarle las uñitas por primera vez detrás de una puerta y guardar todos sus dientes de leche para que tuviera suerte en la vida. Además, y esto último era fundamental según la opinión de Florita, deberían guardar el cordón umbilical como amuleto para proteger al niño. En su aldea solían dejarlo bien escondido, sin que la persona lo supiera, en algún bolsillo o repliegue del forro de su ropa. Por si alguna vez lo necesitaba. Como si ese cordón guardara, de alguna manera, el secreto de la vida. Supersticiones o no, Anne Radcliffe nunca se atrevió a mofarse de ellas.

La anciana recogió sus piedras y se echó la toquilla de lana azul medio deshecha por los hombros. Aspiró profundamente los olores que le traía la naturaleza. «Cocone…», suspiró en alto, y pensó en sus hijos; pipiotzin, recordó que les llamaba cuando eran recién nacidos, porque le parecían pollitos con el pelo de punta.

De pronto sonrió. Algo muy dentro de su corazón de madre le dijo que estaban bien, igual que supo que aquel día sería el último que traería una criatura al mundo.

El preso Marley fue sin duda el que había comenzado la jornada con peor pie porque, de camino al trabajo en la cantera, comprobó alarmado que en la puerta del observatorio no estaba la pila de recipientes vacíos de combustible que servirían de transporte del bebé. Marley dio dos vueltas al edificio y no pudo encontrarlos. Maldito farero, ¿por qué precisamente esa mañana tenía que cambiar su rutina de los últimos nueve años? Y chocó sus cadenas tras aullar de rabia, como habría hecho su fantasma. Ahora no quedaba más remedio que buscar otra solución cuando llegara el momento.

Más al sur, Charles caminaba a tientas entre las gruesas nubes intentando calentarse las manos con el vaho que escapaba de su boca. Tenía que encontrar la capilla de San Nelson donde había quedado con el grupo para relatarles la última entrega de su cuento. Allí recibiría noticias del estado de Lili. Una llama se abrió paso entre la niebla y pronto apareció Tom bajo ella, con sus lentas zancadas de paquidermo. Charles se sorprendió al comprobar que no se había retirado la corona de acebo de su cabeza desde el día anterior y los carámbanos colgaban ahora también de su pelo. Allí venía su fantasma de las Navidades Presentes, que al verle se acercó y le bendijo con su antorcha.

—¿Adónde quiere que le acompañe? —dijo, como si ya no le hablara a él sino a Scrooge y se dispusiera a llevarlo volando a cualquier parte.

—A la capilla, Tom. Vamos a la capilla de San Nelson —le contestó. Y se aventuró tras él en aquella nada en la que sin embargo sabía que estaba oculto el desenlace de su historia.

Darcy Moore había vuelto a pasar la noche en la prisión donde miss Grady ordenó que la llevara el Gigante, pero éste no apareció. Se quedó en su cabaña sentado en el camastro, velando su antorcha apagada durante toda la noche como habría hecho un caballero con su espada, y se prometió que nunca más llevaría a nadie otra cosa que la buena suerte.

Aun así, la jefa de enfermeras agarró a la mujer del brazo y la acompañó ella misma en medio de la noche hasta el penal. Cuando alcanzaron el puesto de guardia ya advirtió la cara de aprensión con la que la contemplaba el vigilante.

Nadie tocó a Darcy Moore aquella noche. «¡No está limpia!», se advertían unos a otros, «que no os toque esa fulana o no lo contaréis». Y la irlandesa durmió tranquila en un camastro donde su dueño no se atrevió a acostarse en muchos meses.

El Ratón había pasado toda la noche acurrucado bajo la cama de Lili como si fuera una extraña mascota. Así se lo había pedido Anne Radcliffe. Por eso fue el primero en saber que había empezado a quejarse ya de mañana. Luego la escuchó cantar una nana que de cuando en cuando se interrumpía, como si le faltara el aliento o la letra de la siguiente estrofa, que luego retomaba. El Ratón cerró los ojos y quiso pensar que aquella canción de cuna era para él. Luego se imaginó el futuro de aquel bebé. Uno para el que todos los que estaban allí ya habían llegado tarde. Y sintió celos y orgullo y miedo y rebeldía. Todo a la vez. Quiso imaginarse que el niño que iban a sacar de la isla era él, y que estrenaría una vida con unos padres que le adoraban. Pero entonces descubrió su rostro albino y demacrado en el cristal de la ventana. Nadie le había mirado nunca sin sentir grima. Sólo la bella y mágica Lili le había cantado una nana antes de dormir.

Cuando se despertó ya penetraba luz por la ventana. Se había quedado dormido y se inquietó, ahora le sería más difícil descender por la celosía sin ser visto. Aún podía ver desde abajo cómo el colchón cedía con el peso de la mujer, pero hubo algo que le alarmó: un líquido que se derramaba desde la cama y caía por un extremo, dejando un gran charco en el suelo. Aquélla era la señal de la que le había hablado Anne. Salió gateando de debajo del camastro. Lili estaba tumbada boca arriba con un indescriptible gesto de dolor y ambas manos agarrando su vientre.

Era el momento de demostrar que podía cumplir con una misión. Y corrió lo más veloz que pudo para propagar la noticia entre sus compañeros.

—No te preocupes, Lili, apóyate en mí —le indicó Anne cuando entró en la habitación.

Había secado con unos trapos el suelo a toda prisa y Lili, ahora contra la pared, empezaba a tener contracciones cada vez más fuertes. Sujetándola como pudo, se encaminó a la enfermería de la planta baja, a la zona destinada a cuarentenas. Una vez allí le restregó un ungüento que le había fabricado Florita por un brazo y por las mejillas, y enseguida adquirieron un color rojo muy alarmante. La miró impactada. Quizás se había pasado de la dosis, temió, cuando el rostro de Lili empezó a presentar unos restregones granates. Menos mal que era sólo tinte, suspiró aliviada. Acto seguido, se fue a avisar al jefe médico de la posible enfermedad infecciosa de la paciente.

Unos minutos después y desde la puerta, el doctor Angelopoulos y miss Grady escuchaban los síntomas mientras miraban a la chica con dentera.

—En verdad parece que suda mucho —observó el médico arrugándose entero—. Desde aquí se aprecian los eccemas, y si usted ya la ha reconocido y dice que se extienden por todo el cuerpo…

—En ese caso creo que la señorita Radcliffe debería atender a la enferma —sentenció miss Grady rechinando los dientes con satisfacción—. O podría acabar propagándose a todo el hospital. Que se quede a su cuidado y en un par de días veremos de qué se trata.

Lili, desde la cama y bajo varias mantas, les sonreía empapada en sudor, y sus ojos verdes inyectados en rojo empezaron de nuevo a ver más allá de aquellas paredes. Había llegado el momento, se dijo Anne, intentando disimular sus nervios, impaciente por que miss Grady y el médico volvieran a sus tareas. Tom debería estar ya en la puerta.

Nunca se les olvidaría aquella imagen. Fue a la hora del paseo con la niebla aún cerrada. Habían sido avisados uno a uno por el Ratón, quien corrió por la isla como un endemoniado gritando un «¡va a salir el sol!» que a todos confundió, sobre todo a miss Grady, quien, cuando lo oyó gritar bajo la ventana de Anne Radcliffe y comprobó la masa de nubes que les rodeaba, pensó que aquel joven pálido tenía todas las papeletas para pasar del reformatorio al manicomio. Loco u optimista, poco a poco consiguió que todos los interesados se fueran encontrando en la entrada del observatorio. Hasta McCarthy se asomó desde su faro preguntándose qué hacían todas aquellas personas reunidas entre la niebla.

En sus rostros, la incredulidad y la esperanza de quien espera un milagro. Parecían una gran familia que se hubiera congregado para dar la bienvenida a un nuevo miembro.

Y entonces apareció Tom con Lili en brazos.

Delante de ellos, como si fueran una extraña procesión, caminaba Anne alumbrando el camino con su antorcha y Ada, cargando con toallas. Habían aprovechado que el edificio se quedaba vacío para trasladarla.

—Tepeu nos ha bendecido con estas nubes tan bajas —dijo Florita.

Y tras poner su mano seca sobre el vientre de la chica, la anciana se giró hacia los demás y sólo dijo solemne: «¡Ihzaz!».

Pasaron casi cuatro horas en las que los hombres caminaron como sonámbulos y las mujeres, encerradas en el edificio, atendieron a la parturienta. No se escuchó un solo grito. El silencio era tan espeso que costaba respirar. Si las circunstancias no hubieran sido tan extrañas, si aquella familia no hubiera estado formada por presos, huérfanos, locos y mendigos, si los gritos de las gaviotas no hubieran competido con los de Lili, Charles habría descrito aquella escena como un alumbramiento tradicional.

Alumbrar era traer luz.

Y aquel nacimiento traía luz al mundo, y aquellas personas, apoyadas en la fachada, mascando tabaco, dibujando con una muleta en la tierra o contando los eslabones de sus cadenas, esperaban un prodigio.

Cuando por fin se abrió la puerta del observatorio, Tom, el Ratón, el pequeño Tim y Charles corrieron hacia el edificio. Tras ella apareció Anne, secándose las manos con una toalla, el rostro fatigado y un fino tirabuzón pegado a su frente. Pero cuando intentó articular una palabra, rompió a llorar.

Todos se quedaron de piedra, angustiados, sin saber qué decir.

—¡Anne, por el amor de Dios, habla! —le gritó Charles sin poder contenerse.

Ella respiró hondo, tragó saliva y por fin consiguió decir:

—Es una niña preciosa.

La escena parecía la representación de un extraño belén. En el interior olía a vida y a sangre. Lili, recostada en el sillón al lado del fuego, rodeada de libros, planetas y mapas, parecía una musa de la ciencia. A su lado, Ada le secaba el sudor de la frente.

La anciana Florita cotorreaba sin parar trayendo y llevando cuencos de agua al fuego; era una niña tan bonita que habría que protegerla del mal de ojo, dijo. ¿Mal de ojo?, preguntó el Ratón, ¿y eso qué era? La anciana se rascó una axila, era un mal que venía de la mirada de algunas personas que podrían quedarse prendadas de la belleza de la niña. ¿Y cómo se evitaba?, quiso saber Darcy Moore. ¿El mal de ojo?, pues haciendo lo que siempre se había hecho, respondió Florita: colocándole unos lazos rojos, sin apretar, en las muñecas, pero de momento se las apañarían vistiéndola del revés, que también era un buen remedio.

Charles buscó la mirada de Anne, quien, sentada en el respaldo del sillón, miraba entre los brazos de Lili donde una mancha rosada se removía con pequeños espasmos. Cuando estuvo frente a ella, Anne retiró la larga melena pelirroja de la nueva madre que, como el telón de un teatro, ocultaba a la criatura. Charles sintió un estremecimiento.

Allí estaba, recién llegada del que sería el viaje más largo de su vida, una larga migración de nueve meses flotando en un océano cálido e inexplorado.

Un milagro surgido de un mundo que había perdido la fe.

Una delicada flor que había crecido entre el fango.

Tan perfecta. Tan nueva.

El escritor dejó su dedo manchado de tinta en el interior de aquella manita que lo agarró con la misma fuerza con la que ya se agarraba a la vida.

Durante un rato no pudieron hacer otra cosa que felicitarse unos a otros, riendo y llorando, por aquella criatura que era un poco de todos, mientras Florita la acunaba susurrándole «coneatzintli… coneatzintli…», algo así como «bebito» en su idioma.

Por fin llegó Marley. Había podido escabullirse en uno de los descansos de la…, dijo, y enmudeció. Paso a paso, fue acercándose a Lili, quien le pareció más bella y más frágil que nunca, como una orquídea, sí, como una orquídea que él quería cuidar. Aunque no entendiera nada de flores. Y casi sonámbulo, extendió los brazos. Ella, sin pensarlo dos veces, le entregó al bebé.

Y entonces Marley lloró.

Lloró mucho al sentir el peso caliente de aquel bultito de carne con vida propia que sintió que le miraba.

Durante un lapso de tiempo, velaron el sueño de Lili y al preso Marley dejaron de pesarle sus cadenas, al pequeño Tim se le olvidaron sus muletas, a Florita los dolores de sus huesos y a Ada sus guerras. Incluso Darcy sintió por primera vez que su vientre se encogía reclamando la vida. Hasta que bien entrada la mañana, Lili abrió los ojos, se incorporó un poco y los fijó en una de las ventanas, mientras acariciaba la calva y blanca cabecita.

—¿La habéis visto? —Su rostro alucinado parecía traspasar la ventana tras la que sólo se adivinaba un resplandor blanco—. Era… era ella. Se estaba asomando por la ventana y ha visto a mi bebé. La gran dama del río… Y le he dicho que aún no puede llevárselo. Que no ha llegado el momento.

La había visto irse, estaba segura, caminando sobre el agua, arrastrando su túnica blanca hecha de bruma… hasta que desapareció detrás de Manhattan, en un lugar donde desaparecían los límites entre el mar y el cielo.