23

La noticia de la inminente marcha de Anne Radcliffe caería como una bomba en La Isla y llegaba justo en el momento en que los acontecimientos iban a empezar a precipitarse. El caminar despatarrado y veloz de la jefa de enfermeras hacia ella, atravesando la pradera con la mano derecha cerrada sobre su manoseado crucifijo, no podía ser más que un mal presagio. Tampoco era buena señal que el Ratón, que había sido enviado para comprobar el estado de Lili, aún no hubiera vuelto.

Aquella mañana, en que por primera vez se escucharon en Blackwell risas entre la nieve, Anne Radcliffe iba a recibir la peor de las noticias.

—Sé lo que ha hecho —le escupió miss Grady, mientras su boca exhalaba una fumarada.

En su mano, las cartas. Aquellas dos cartas. Con los ojos fijos en aquellas dos sentencias Anne repasó mentalmente el contenido de las últimas, las únicas que no había destruido. «Por Dios, qué he escrito en ellas, Dios mío», dijo en alto cuando pudo recordarlo. Y sus invisibles pestañas le abrigaron los ojos. Si había una que no debería haber encontrado era la de Tim. En ella, su hipotética madre le recomendaba no testificar contra su padre.

Miss Grady la observaba con una glotonería grotesca.

—Esto es muy grave, señorita Radcliffe. No sé si es consciente —otro salpicón de saliva salió—: Falsificación, daño psicológico a los pacientes, manipulación de un testigo… Pero querida, ¡no ha dejado usted nada para los demás!

Unos metros más allá, mientras los celadores iban disolviendo al grupo que empezaba a ser conducido a sus respectivos edificios, Charles observaba la escena con el ceño fruncido.

Algo no andaba bien. Desde luego, algo no andaba nada bien…

Miss Grady le anunció que en cuanto regresara el señor Scraugh de Manhattan, irían las dos a verle y, dicho esto, la vieja gaviota se retiró saciada después de dedicarle a Darcy Moore un «buenos días» que sonó como una sentencia de muerte.

Poco después, Anne entraba a paso rápido en la ermita de nuevo seguida de la prostituta, que se había convertido en su sombra. Al entrar, el escritor encontró a la enfermera abatida en uno de los bancos con la mirada fija en el crucifijo que colgaba como un insólito pescado entre las redes.

—Qué vamos a hacer ahora, Charles —dijo, tragando saliva, intentando no romper a llorar.

Allí sentados, le contó que había sido descubierta. Dos días después, cuando Scraugh regresara, le comunicarían su despido. Quién sabe si no iría a la cárcel. A su lado, Darcy le acariciaba la mano rítmicamente hasta que Anne la retiró como si le quemara. ¿Y qué iba a ser de aquellas personas si se iba?, miró a Charles, con el rostro deshecho. ¿Se quedarían solas a merced de miss Grady y de su rebaño de idiotizadas ovejas…?

—Tiene que haber algo que yo pueda hacer —se angustió Charles, desfilando por el púlpito como si hubiera tomado el relevo al predicador. Y de pronto dio un gran golpe con el puño sobre el altar que la sobresaltó. Se giró hacia ella—. Esto no puede terminar así, Anne. No ahora. Yo no habría terminado así esta historia… No la habría escrito así, no tiene sentido. —Otro golpe con el puño cerrado.

Y bajó los escalones de un salto. Se desplomó en un banco. Sujetó su cabeza entre las manos. No, estaba harto de escribir tragedias. Necesitaba que aquel cuento terminara bien. Anne, conmovida ante su desesperación, se levantó del banco despacio. Charles sintió su mano fría sobre el pelo.

—Mi pobre Charles…, mi querido Charles. —Le acarició como si fuera uno de sus niños perdidos—. ¿No te das cuenta de que hace mucho que esta historia está fuera de tu control? Lo dijiste tú mismo, esto es la vida, Charles. —Se rió de sí misma—. Y pensé, ingenua de mí, que quizás yo…, con tu ayuda, podía reescribirla. Pero no es así. Las cosas son como son. Ha sido una arrogancia por mi parte y ahora voy a pagar por ello. Y te he metido en algo, os he metido en algo que ahora no sé cómo resolver. Lo siento tanto…

Él tomó su mano justo cuando una voz les recordó que no estaban solos.

—Señorita Radcliffe —dijo de forma casi inaudible, trémula.

Ambos siguieron su estela hasta descubrir a Darcy Moore, ahora apenas una sombra de la descarada y rolliza mujer que había abordado al escritor nada más bajarse del bote.

Se acercó a ellos.

—Yo sé algo de miss Grady que nadie sabe.

Y entonces esa mujer con los labios gruesos y grises que alguna vez fueron rojos, les reveló algo que nadie podía imaginar. Algo que se convertiría en la única tabla a la que agarrarse en medio de aquella tempestad.

Esa tarde, en el segundo piso del manicomio, la señorita Lili escuchaba de boca de Ada la suerte que había tenido de no haber acudido a la misa. ¡Habían sido sorprendidos por un ataque por sorpresa de la flota enemiga!, ¿podía creérselo?, que por suerte, explicoteaba la mujer mientras guardaba una a una sus historiadas joyas en una cajita, por suerte no había causado bajas importantes; a continuación, se retiró el velo de papel con delicadeza y lo dejó sobre su camastro.

—Qué bien que hayas venido a visitarme, querida —continuó con una mirada de gratitud—. Cada vez vienen a verme menos amigas. Por la distancia, será. Esta casa parece tan vacía cuando Paul está de viaje…

Lili la escuchaba o eso parecía, abrazada a su propio vientre con los ojos hinchados de sueño y su pelo naranja deshebrado dentro de una larga trenza que le caía hasta la cintura. De repente sentía que respiraba mejor y un peso desconocido se había instalado en su pubis. No se imaginó las razones médicas para ello, pero sí que pronto aquella criatura que estaba encarcelada dentro de su carne se liberaría de ella. Así se sentía Lili con respecto a su pequeño. Su mente, cabalgando aún entre la razón y la locura, había segregado un nuevo instinto que se imponía al maternal.

El instinto de la libertad.

Y por eso no ansiaba retener a su criatura con ella. Igual que su vientre ya estaba preparado para conducir hasta la tierra a su ingrávido pasajero, sus delgados brazos estaban dispuestos para acunarlo y dejarlo partir. Sus labios finos estaban prevenidos para dar un beso que sería de bienvenida y de adiós, para cantar una nana que lo dejaría dormido antes de despedirse. En algún rincón de su memoria, Lili sabía que lo más valioso que podía darle a otro ser humano era su autodeterminación. Y aunque no era del todo consciente del entramado que se había generado a su alrededor, sí sabía que alguna vez, cuando aún no había cruzado las ciénagas de la locura, escogió a la persona que se encargaría de su pequeño.

La única que la había creído cuando aún estaba cuerda: Anne Radcliffe.

Cuando el Ratón subió trepando por la celosía se encontró a las dos mujeres hablando. Le llamaron la atención las ojeras de Lili y su forma de protegerse el vientre. Ada le había servido uno de sus tés imaginarios que a Lili le resultó reconfortante. Parecían estar dentro de una luminosa burbuja que no perteneciera a esa escena. Al trasluz y a su alrededor, algunos enfermos describían movimientos pendulares, otros hablaban con las siempre solícitas paredes, otros babeaban sobre sus manos, otros habían perdido su mirada en un lugar, más allá del techo. Pero para el Ratón, aquellas dos mujeres se convirtieron en dos damas de esas a las que espiaba cuando tomaban el té en primavera para celebrar un embarazo.

Qué distinta era la atmósfera de los que se sentían felices.

Y feliz era como se sentía John McCarthy cuando volvió al trabajo. Podía averiguarse porque su cuerpo delgado y nervudo caminaba más ligero que de costumbre y porque canturreó todo el camino hasta su torre y al hacerlo, por primera vez, no sólo escuchaba su voz. Desde que la de aquella mujer se entrelazó con la suya, la escuchaba cada vez que cantaba. Cuando Darcy se unió por primera vez a la melodía de su violín, en su madera vieja brotaron verdes tréboles y sus cuerdas engordaron hasta transformarse en los bosques mágicos de los druidas. Nunca antes había escuchado una voz que le devolviera tanto a su infancia. Por eso, cuando llegó al faro, mientras recogía las cajas vacías de combustible y las apilaba en su interior —estaba seguro de que iba a llover—, empezó a tararear los primeros acordes de una canción que sería perfecta para aquella voz. Una que compondría durante su primera noche de guardia y que hablaría del mar que siempre habían cruzado los irlandeses, pero en aquella tonada navegarían en dirección contraria. Entró en el faro, sacó su violín de la funda y se acercó a la estufa para templarlo. Quizás soñó John McCarthy, mientras tensaba las cuerdas en busca de afinación, que un día serían otros los que emigrarían a su Irlanda natal, ya rica y soberana. Que en su país de desposeídos, de sin tierra, llegarían a ser dueños de sus casas, y con ellas construirían grandes ciudades como Nueva York, y en sus puertos desembarcarían miles de personas buscando una nueva y verde patria. Pellizcó una de las cuerdas que le devolvió un re sostenido. En su aislamiento, no sabía el farero que en una era de prodigios y crecimiento, cuando aún se acunaba al liberalismo en Inglaterra y Estados Unidos, su Irlanda había empezado a morirse de hambre rodeada de la opulencia. No sabía el farero que la mitad de su población dejaba sus costas, como un goteo triste que pronto sería una hemorragia, para no volver. Tiempo habría para demostrar que cualquier nación libre, razonablemente dirigida, prosperaba. Qué indolentes y holgazanes eran los esclavos a los ojos de los propietarios, pensó McCarthy recordando el yugo de los ingleses. Qué poca alegría al trabajar la tierra, qué indolentes eran aquellos que no tenían nada.

Subió los empinados escalones del faro de dos en dos. Salió a la terraza. Alguien había pintado el cielo de colores. Respiró hondo y se acodó en la barandilla. Ya no le importaba que aquel inglés hubiera llegado a La Isla, porque hasta ellos habrían tenido tiempo para recapacitar. Ahora respetarían a una Irlanda fuerte y libre, pensó.

Pero el mundo real circulaba por la otra orilla y a veces la ingenuidad era la más poderosa de las armas para el creador. Nada, ni siquiera el motor incansable de la Historia, pudo evitar que aquel viejo ilusionado compusiera una nueva canción esa noche. Tampoco podía imaginar McCarthy que la mujer responsable de haberle despertado la nostalgia de su patria no se llamaba en realidad Darcy Moore ni que estaba a punto de desvelar uno de los secretos mejor guardados de la isla de Blackwell.

Darcy Moore no siempre se había llamado Darcy Moore. Ése era el apellido de su marido, el señor Moore, ¡Dios lo tuviera en su gloria! Se acomodó el pecho como si aún llevara aquel escote con el que sedujo a todos los marineros de Nueva York. Y después de mojarse los labios, continuó: el viejo Moore había sido uno de sus clientes cuando tocó fondo en el pozo profundo que era Five Points. Estaba recién llegada como muchas irlandesas jóvenes que habían escogido Estados Unidos soñando con un futuro mejor. Pero al bajar de aquel barco, Nueva York le dio un zarpazo y aprendió muy pronto que Five Points, la jungla humana en el sur de Manhattan, era un lugar donde podía ser devorada.

Al principio probó suerte cantando en una humilde taberna de Bowery donde el dueño, un alemán con la envergadura de un barril de cerveza, le ofreció actuar todas las noches y quedarse las propinas, a cambio de alojarla gratis. En las paredes de la taberna colgaban, recordó con cierta nostalgia, los retratos de George Washington, la reina Victoria de Inglaterra y el Águila americana. Y como los navegantes frecuentaban estos bares, había cuadros marítimos de despedidas entre los marineros y sus amadas, y nunca faltaban clientes solitarios con ganas de olvidarlas. Ella entonaba la famosa balada de Susan, canturreó un poco, sonrió a Charles y a Anne como si estuviera actuando, y luego aprendió la de Paul Jones el Pirata, vigilada por los ojos pintados de la reina Victoria y de Washington, y presumía de no haber tenido nunca un público más ilustre. Hasta que un día, continuó Darcy, tirándose de la ropa como si no soportara llevarla encima, el dueño tuvo una mala racha jugando a las cartas y le exigió que le pagara la habitación en la que había estado viviendo. De nada sirvió que le recordara llorando que ése no había sido el trato. El tabernero la amenazó con llamar a la policía si no pagaba, aunque, claro, había otras formas de arreglarlo.

La prostituta mudó su sonrisa por unos labios rígidos, inexpresivos. Aquel hombre la acompañó a visitar un lugar que le aseguró que no podría haber fabricado en la peor de sus pesadillas. Por las calles el fango le llegaba hasta los tobillos e iban esquivando delgados cerdos que corrían en todas las direcciones. Subieron unas escaleras que gruñían en cada escalón hasta unas habitaciones oscuras que iluminó con una cerilla. Y a la luz de aquella llama, no podrían creerlo, vio cómo unos montones de harapos empezaban a moverse y a levantarse y pudo comprobar que eran mujeres negras que estaban durmiendo en el suelo hacinadas, ¡lo podía jurar, señor Dickens!, ¡Anne, era aterrador!, los blancos dientes les castañeteaban, y los ojos brillantes les vigilaban con sorpresa y temor. Tosían aquí y allá por culpa de la estufa humeante. Olía a ropa chamuscada y a carne, y de cada esquina salían figuras que se arrastraban medio dormidas, como si fuera el juicio final y cada tumba putrefacta entregara a sus muertos.

Y de entre aquel infierno surgió ella.

Darcy hizo una pausa. Tragó saliva. Se refugió en sus propios brazos.

Una mujer de la que nunca olvidaría el rostro. Tenía la mandíbula grande y la nariz larga y amenazante. «Miss Gretel, aquí le traigo a otra que no paga», recordó que dijo el tabernero. Y aquella inquietante mujer, después de buscarle piojos entre el pelo y comprobar la calidad de sus dientes, le levantó la falda e introdujo uno de sus dedos sucios dentro de su cuerpo. «Me sirve», sentenció.

Anne meneó la cabeza hacia los lados. Charles cogió aire.

—Y así empecé a venderme en aquel antro hasta que mi pobre Moore me rescató. —Darcy sollozó y se santiguó dos veces—. Viví los diez mejores años de mi vida a su lado en Nueva Orleans, pero el muy egoísta se me murió pronto. Alguna mala lengua me acusó, ya sabe, de darle más amor del que su viejo corazón pudo soportar —soltó una risilla agria—, y… se paró. Entonces decidí volver a Manhattan a ganarme la vida actuando en las tabernas del puerto donde de vez en cuando cantaba en privado, ya me entiende. Pero en Bowery era otra cosa… Cuando volví a Five Points el edificio del burdel ya no existía. Me contaron que había ardido por culpa de la cantidad de personas que vivían en él y las condiciones de las estufas. Miss Gretel estaba huida y la buscaba la policía por proxenetismo.

Charles y Anne, que habían escuchado atentamente a la mujer, se miraron sin comprender.

—Pero Darcy —se impacientó la enfermera—, ¿qué tiene que ver esto con…?

—¿Es que todavía no se han dado cuenta? —Darcy sonrió con su boca desdentada—. Esa mujer, lo juro por mi santo marido que en gloria esté, era miss Grady.

Anne y Charles se miraron sin pestañear, luego la enfermera se levantó y agarró a Darcy Moore por los hombros, ¿estaba segura de eso?, le insistió hasta zarandearla, ¿estaba segura? Y la mujer repitió que nunca se le olvidaría aquel rostro, ¿cómo iba a olvidarlo? ¿Olvidaría los rojos cuernos del demonio si los hubiera visto? Pues tampoco había podido olvidar aquel feo lunar peludo que tenía en su cuello. Mientras, en la mente de Charles aquel personaje, el de miss Grady, se iba levantando como un monumento a la crueldad ante sus ojos. Sí, para él era del todo verosímil. Su obsesión con la redención, su fijación con las prostitutas, el querer castigarlas.

Miss Grady no salía nunca de la isla durante los días de permiso. Miss Grady se había refugiado en un lugar donde nunca buscarían a un huido. En una cárcel.

—Yo sí la creo —sentenció entonces Charles, y las dos mujeres enmudecieron—. El único problema es que nadie más la creerá…

A no ser… Y entonces le vino a la mente aquel obsequioso periodista del New York Times, Friedman, al que aún tenía que invitar a conocer La Isla.

Le escribiría, sí, le escribiría.

Pero antes había que hacerse con la ficha de miss Grady, podrían enviársela, animó a Anne desaforado, y que hiciera las comprobaciones. Pero había que darse prisa. Sólo tenían un par de días antes de que volviera Scraugh y de que Grady le enseñara las cartas y la despidieran…

Fue Anne quien interrumpió aquel entusiasta monólogo: no llegarían a tiempo, sollozó; el correo era cada dos días y había salido esa mañana…

Los tres se quedaron de nuevo en silencio, hundidos, sentados en el banco, con la mirada fija en ninguna parte y un gran cansancio se apoderó de sus cuerpos hasta que una voz que tronó como la del mismísimo Neptuno surgió tras las redes del púlpito.

—Yo no puedo violar el secreto de confesión…, pero nada me impide entregar una carta.