22

Había decidido que la siguiente entrega de su cuento de Navidad iba a comenzar con un gran banquete que el avaro Mr. Scrooge encontraría materializado en su salita al salir medio dormido del dormitorio. Esta idea nunca habría nacido de él. De hecho, le habría parecido cruel, dadas las circunstancias en las que vivía su audiencia. Contra todo pronóstico había sido una sugerencia de Florita, quien pidió hablar con él después de la misa. Desde el participativo encuentro de la entrega anterior, Charles estaba experimentando un desconocido placer en preguntarles a los miembros de su entusiasta público qué elementos les gustaría que aparecieran en el relato, y él disfrutaba del reto de tener que encajarlos como piezas de un puzle desconocido y darles una verosimilitud y una utilidad dentro de la trama.

Y una de las peticiones que a Charles más le sorprendió fue la de Florita. Había solicitado que apareciera en el siguiente episodio un gran banquete de Navidad. Al principio, cuando se lo pidió con sus ojillos hundidos y agarrándose la falda, a Charles le vinieron a la cabeza las largas colas que se formaban en el exterior del asilo, todos aquellos ancianos famélicos esperando su tazón de té y el pellizco de pan del día, y se vio incapaz de complacerla. Sin embargo, al comentarlo con Anne se sorprendió más aún cuando ésta le confirmó que le parecía una gran idea. Al parecer, una de las conversaciones preferidas de los habitantes de Blackwell era la comida. Podían pasarse horas describiendo sabores, olores y lo que comerían si estuvieran fuera de La Isla.

La enfermera tenía una teoría al respecto. Su motivación era la misma que impulsaba en épocas de crisis a la gente a conocer la vida de los ricos: gozaban descubriendo cómo era el interior de sus casas y sus viajes, los detalles de sus armarios, el tipo de perfume que vaporizaban en sus cuellos. En una época como la que vivía Nueva York, si un periódico multiplicaba sus páginas de sociedad vendía el triple. En el fondo, funcionaban los mismos mecanismos que cuando jugaba un niño: ¿vale que ahora soy un temido pirata?, y de golpe y porrazo se convertía en aquel legendario pirata durante un día.

Soñar era barato.

Y era mejor poder vivirlo en su imaginación que no vivirlo en absoluto, concluyó Anne. Además él, con su prodigiosa memoria, sería capaz de reproducir cada detalle: los olores, los colores, incluso la textura de esos guisos con una verosimilitud que seguro les haría disfrutar como si lo estuvieran viviendo. Y eso mismo se disponía a hacer en la capilla de San Nelson, no sin antes sentir una punzada de culpabilidad y miedo a que Anne y Florita se estuvieran equivocando. Charles los observó allí sentados en los primeros bancos de esa ermita, anhelantes, y se sintió un predicador más que fuera a repartir esperanza en forma de humo.

—Y Scrooge, ya de madrugada, y tras la visita del fantasma de las Navidades Pasadas de la noche anterior, no podía creerse lo que mágicamente se había materializado en su salón cuando aún vibraba entre sus paredes la campanada de la una…

Y Charles se subió las mangas de la levita como si temiera mancharse con aquellas delicias y comenzó a enumerarlas: pavos, gansos, piezas de caza, aves de corral, carnes… Les describió grandes trozos de viandas, lechones, largas ristras de salchichas, pasteles de picadillo… Se entretuvo dando detalles sobre los bizcochos de pasas, barriles de ostras y castañas asadas mientras contemplaba al Ratón cerrar los ojos extasiado y al predicador rugiéndole el estómago como si se hubiera tragado una morsa.

—Y en medio de aquel festín… —el escritor hizo una pausa teatral y se fijó en Tom, que seguía sentado al fondo, cabizbajo—, en medio de aquel banquete se encontró sentado a un alegre gigante de agradable aspecto, con una resplandeciente antorcha en la mano muy similar al cuerno de la abundancia.

Uno a uno, todos fueron girándose hacia Tom y éste, por primera vez en aquella mañana, levantó la vista. Charles caminó hacia el fondo de la ermita, sin dejar de mirarle, como si su mente lo hubiera convertido en negra arcilla y ya estuviera dándole forma: los ojos del espíritu eran amables, iba vestido con una simple túnica verde intenso, ribeteada de piel blanca…

Y en ese momento, Anne y Ada se levantaron divertidas y, con ayuda del predicador, recogieron los restos de una vela de barco que había en el suelo, la arrastraron por toda la sala hasta el Gigante y se la colgaron sobre un hombro; una estampa que Ada culminó cuando, tras desaparecer por unos segundos, regresó con una rama congelada que entre sus manos lucía como una tiara de diamantes.

A continuación y con gran ceremonia, coronó al estupefacto Gigante. El escritor continuó en un susurro:

—Y sobre su cabeza no llevaba más que una corona de acebo sembrada aquí y allá de relucientes carámbanos…

La estampa era, de verdad, imponente. Sobre todo cuando Tom se levantó solemne y caminó por el pasillo central de la ermita arrastrando la vela de barco como una gigante novia. Los carámbanos helados goteaban sobre la mata negra de pelo y los ojos de aquel gran hombre, que siempre habían recelado de todo lo que no perteneciera al mundo tangible, traspasaron el horizonte de la realidad por unos segundos, mandándole a su cerebro la orden de ver y creer todo lo que aquellas palabras le ordenaban.

Y entonces el escritor levantó un dedo como si se le hubiera olvidado algo.

—Ah —dijo—, y a todo el que bendecía con su antorcha encendida le llevaba la suerte y la abundancia.

Ahora era el preso Marley quien había tomado la iniciativa y, ayudándose con una vela del púlpito, prendió la tea del Gigante mientras Charles, atrapado él también por la materialización de otro de sus personajes, se sentía de nuevo arrastrado por el relato.

El espíritu le decía a Scrooge que tocara su túnica y de este modo se transportó para ver cómo celebraban la Navidad sus conciudadanos.

Charles hizo una intrigante pausa. Todos le miraban con extrema atención.

—¿Y dónde se llevó el espíritu a Scrooge, señor Dickens? —exclamó John McCarthy quien ya estaba capturado por la historia como un crío.

Charles, sorprendido y entusiasmado a partes iguales, le observó durante unos instantes: su rostro duro y delgado, las arrugas de su frente se habían suavizado, y el violín sobre sus rodillas. Y luego a Anne abrazada a Darcy Moore, al gigante y negro Tom vestido con su túnica, al preso Marley y al pequeño Tim sin apenas futuro, a Ada…, todas aquellas personas cuyas voces no sabían nadar y se ahogaban antes de cruzar el East River…, y se le ocurrió una idea.

—Bueno —dijo Charles mientras se levantaba y subía un escalón del púlpito—. Lo cierto es que podría habérselo llevado a muchos lugares, y ahora mismo no soy capaz de tomar una decisión adecuada yo solo, por lo tanto… pienso que lo más acertado es que hagamos una votación.

«¿Una votación?», dijeron varias voces. «¡Una votación!», comentaron incrédulos otros y en voz más baja. ¿Y no estarían haciendo algo ilegal? Hubo un pequeño revuelo que incluso atrajo al farero, quien se sentó tímidamente entre el grupo: «Pero… ¿cómo es eso? Yo nunca lo he hecho», reconocieron algunos; «Yo es que estoy preso», se excusó Marley; «¡Y yo no tengo edad!», chilló el Ratón. «Señor… señor Dickens…», advirtió Tom con humildad a su espalda, «yo es que… soy negro».

Sin embargo, Anne permanecía en silencio. Sólo sus ojos, como dos tajos azules, no se apartaban de los suyos, sin poder dar crédito a lo que ese mago inglés estaba a punto de hacer por ella.

Y aquel grupo de doce personas decidió a mano alzada por primera vez en su vida, convirtiendo a la isla de Blackwell en el primer rincón del planeta en haber votado por sufragio universal.

Así, convinieron por mayoría simple que Scrooge, agarrado a la túnica del gigante y volando sobre un páramo, se dirigiera, ¿adónde? ¿No sería al mar? Sí, al mar. Para horror de Scrooge, continuó Charles alzando los brazos, el anciano vería, mirando hacia abajo, el final de la tierra firme: una espantosa hilera de peñascos que quedaba tras ellos. Y sus oídos ensordecían al oír el trueno del agua, ¿lo oían?, les preguntó Charles, cada vez más eufórico, aprovechando que unas rachas de viento se estrellaban ahora contra los ojos de buey de la ermita… Un mar que se agitaba y rugía y bramaba —ahora Charles imitaba la voz del temporal—, hasta que divisaron a una legua o así de la costa…, construido sobre un arrecife de rocas resbaladizas…, corroído y golpeado por las aguas a lo largo de los años borrascosos, se alzaba…

—¡¡¡Un faro!!! —gritó McCarthy para asombro de todos, aportación que fue aplaudida de inmediato.

—¡Vinieron a Blackwell! —gritó el pequeño Tim.

Charles rió a carcajadas. ¿Ah, sí? A ver, manos arriba los que querían que viajaran a Blackwell…, y una clamorosa mayoría absoluta desembocó en un excitado aplauso.

—Así que viajaron hasta un faro solitario —confirmó Charles ante su ilusionado público—. Grandes cantidades de algas se adherían a su base.

Pero incluso allí, les aseguró, dos hombres, encargados de cuidar el faro que lanzaba un rayo de luz sobre el tenebroso río, unían sus callosas manos deseándose felices Pascuas.

—Y uno de ellos, el de más edad —continuó el escritor mientras vigilaba las reacciones del atónito John McCarthy—, el farero más mayor cuyo rostro estaba tan ajado como el mascarón de proa de un viejo navío, cuando el espíritu le bendijo con su antorcha, empezó a entonar una vieja canción irlandesa con tal vigor que más bien se asemejaba al sonido de una galerna.

En ese momento, el viejo farero, sin pensarlo dos veces, tomó el violín que estaba abandonado en el púlpito y empezó a tocar. Tocó aquel antiguo villancico irlandés que muchos escuchaban a lo lejos cuando lo traía el viento. La canción que solía acompañar a Charles durante sus caminatas nocturnas hacia el observatorio. Aquella nana que a Anne siempre le recordaría al escritor y a sus encuentros clandestinos. Y todos los allí reunidos le escucharon, como si él mismo fuera una aparición y también estuvieran acompañando a Scrooge y al gigante fantasma de las Navidades Presentes.

Sobre los acordes de aquella melancólica melodía, el escritor siguió tejiendo su historia: Scrooge y el fantasma verían mucho y visitarían a muchas personas, y siempre con un desenlace feliz. ¿Y adónde más irían?, se impacientó el pequeño Tim, a lo que el escritor contestó haciendo volar sus manos que penetraron los muros de orfanatos, hospitales y cárceles, y el espíritu fue acercando a las camas de los habitantes de Blackwell su antorcha encendida para rociarles con la suerte, les aseguró Charles, y de pronto ocultó su boca con la mano como si fuera a contarles un secreto: a los enfermos los alegraba, a los presos aliviaba su conciencia, a los ancianos les curaba la nostalgia y a los niños les devolvía la esperanza…

Tan absorto en su relato estaba el escritor que no se percató, hasta que lo tuvo encima, de que el Gigante había ido caminando pesadamente entre ellos, acercándoles su antorcha, uno por uno, de una forma ritual, como si los fuera purificando con un incensario.

Pero al llegar al pequeño Tim, se detuvo.

La gigante figura del fantasma pareció agrandarse sobre el niño de mimbre cuyo esqueleto de hierros rechinaba al balancear las delgadas piernas que colgaban desde el banco. Sus ojos desproporcionados chorreaban agua. Nunca antes parecía haber estado más triste.

—¿Y puede ser, señor Dickens, que Scrooge y el fantasma llegaran hasta una casa donde quizás vivía un niño con muletas? —preguntó Anne, suplicante.

Charles se dio una palmada en la frente.

—¡Claro! ¡Se me había olvidado! ¡De hecho es lo que ocurrió! —continuó, y la sonrisa del niño se abrió como una ostra cocida.

Cuando volvía el espíritu volando con Mr. Scrooge agarrado de su túnica, Charles les relató cómo se detuvo en el umbral de una puerta para bendecirla con las aspersiones de su antorcha.

—Aquí vive un buen hombre con muchas deudas cuyo nombre es… —Y al escritor, por primera vez, se le quebró la voz. Por un momento pensó que no podría continuar y le escoció el pecho porque había estado a punto de pronunciar un nombre que no cabía en aquel relato. El nombre de su propio padre.

Sintió los ojos alarmados de Anne. Olió la expectación de su audiencia. El corazón le retumbó en la cabeza. Se miró las manos. Le sudaban, como cuando se quedó en blanco durante su primera conferencia.

—Cratchit —chilló Tim Cratchit, loco de alegría—. ¡Era la casa de Bob Cratchit!

Y así fue como Tim tomó ese día el relevo de la historia. La expulsó como si fuera un hueso de pollo que llevara demasiado tiempo atascado en su garganta. Una historia que había llevado dentro durante dos meses, que pesaba mucho más que los hierros que enderezaban su esqueleto y que no había podido digerir. Comenzó relatando la forma en que vivía la Navidad su familia, la familia Cratchit, que a partir de ese momento fue absorbida para siempre por el remolino de ficción que surgía del cuento.

La madre, les contaba Tim, vestida con la falda del revés pero engalanada con cintas, empezaba a poner la mesa, ayudada por Belinda, sí, Belinda, así se llamaba la segunda de sus hijas. El penúltimo, Peter Cratchit, metía un tenedor en la cazuela de patatas que golpeaban la tapa furiosas, como si quisieran salir de allí y ser peladas, continuó Tim, relamiendo ese recuerdo. Los dos pequeños Cratchit, niño y niña, entraban corriendo y gritando que habían reconocido a su ganso por el olor que despedía. Y todos corrían, lo hacían siempre, explicó el pequeño riendo, corrían a esconderse al grito de «¡que viene papá!» como todos los días de fiesta. Bob Cratchit llegaría también como siempre con pocas monedas en el bolsillo, pero qué feliz por ir cargando a hombros al menor de sus hijos, dijo con orgullo el pequeño Tim.

Aquel día, recordó el niño dejando sus bracitos caer sobre el banco, aquel día su padre arrastraba los pies más que otros. No se lo diría a sus hijos ni a su mujer, no, pero Tim ya sabría por qué llegaba triste. No había conseguido el dinero suficiente para comprar las medicinas de su hijo y había hecho lo que nunca se hubiera imaginado hacer. Lo que nunca había hecho en su vida, insistió Tim, casi gritando. Las había robado. En un descuido del boticario. Su hijo pequeño, sobre sus hombros, lo había visto todo pero se había hecho el distraído.

Y por ese motivo, esa noche más que nunca, el pequeño Tim golpeó la mesa con el mango del cuchillo y gritó «¡hurra!», como siempre hacían sus hermanos cuando su madre empezaba a trinchar aquel delicioso ganso demasiado pequeño.

—¡Hurra, hurra, hurra! —gritó desesperado el niño ante los rostros emocionados de sus compañeros.

Para que el ruido no dejara pensar a su padre.

Para que ahuyentara su conciencia al menos durante aquella noche de Navidad. La última que pasarían todos juntos antes de que unos guardias llamaran a su puerta.

Los allí reunidos escucharon por fin la declaración del pequeño testigo. Ésa que aún no había hecho ante nadie. Ésa que los guardias querían sacarle a toda costa y el motivo por el cual seguía viviendo en Blackwell.

—Yo tuve la culpa —balbució el pequeño, y de nuevo estalló en lágrimas.

Anne se arrodilló ante él y su falda se plegó como una flor tierna sobre el suelo. Lo abrazó: «No, cariño», le dijo besándole las mejillas, los ojos, la nariz fría, «no, no, no, tú no tienes la culpa, cariño…». Pero fue el Gigante quien, con su mano ahora benefactora cubrió la cabeza del niño y acercando su antorcha susurró con convicción: «Que Dios te bendiga». Sólo en ese momento el pequeño Tim levantó la vista y sonrió detrás de sus redondos y veloces lagrimones.

Cuando esa tarde salieron de la capilla de San Nelson, se encontraron por primera vez con un sol inesperado, y Charles sintió un atisbo de calor en su cuerpo. El predicador, que había seguido la historia borracho de fe y esperanza, como si fuera el mejor sermón que había escuchado en su vida, le estrechó la mano al salir con tal energía que casi le descoyuntó el brazo.

—Es usted un buen hombre, Dickens —le dijo, tras aquella gruesa barba blanca—. Y está haciendo usted algo muy importante por estas personas.

Por unos momentos a Charles le pareció ver en los ojos de Curtis las agitadas aguas del Atlántico.

Entonces soltó su mano, se puso la gorra y en aquel instante Charles comprendió una cosa. Si todos los habitantes de La Isla se confesaban con él, el predicador conocería más que nadie la agitación de sus conciencias, luego… también sabría de sus padecimientos y muy probablemente de los planes de aquellos rebeldes.

La misma Anne, que era católica, le tendría de confidente.

Antes de despedirse, el marinero miró al cielo. Aquellas nubes tan negras venían del Atlántico y traerían lluvias, vaticinó mientras se ponía el abrigo. Así que le anunció que durante los días que quedaban hasta terminar su relato, le dejaría las llaves de la capilla para que la utilizaran como refugio por si la cosa se ponía complicada, y enfatizó esa última palabra mientras juntaba sus cejas. Podía entregárselas a Anne cuando se fuera. Y desapareció en el interior de su antiguo barco mientras el viento seguía jugando con la campana.

Al salir, la nieve aún estaba blanda y fue toda una invitación para que los niños iniciaran una guerra de bolas de nieve. De hecho, y sorprendentemente, el primero fue Tim, quien recuperando por fin el instinto del juego, propinó un bolazo al Ratón, quien a su vez correteó por la nieve tras lanzarle un proyectil al preso Marley, quien no se inmutó porque estaba demasiado nervioso, con los ojos fijos en la tercera ventana del segundo piso del manicomio, preguntándose cómo estaría Lili. Hasta el farero y la anciana Florita tomaron posiciones en aquella batalla blanca que Ada se tomó muy a pecho aunque, por suerte, consiguieron frenar uno de sus ataques de pánico convenciéndola de que no se trataba de una ofensiva por sorpresa de la flota norteamericana. Incluso Anne y Charles acabaron persiguiéndose alrededor de la ermita hasta que ella se le acercó corriendo sin aliento, calentándose la nariz con una mano incandescente de puro frío.

—Míralos, Charles —le dijo mientras los otros reían excitados—. Tú volverás a tu Londres, con tu bella mujer y tus preciosos hijos. Y aunque ellos se quedarán aquí, les estás dando el mejor regalo de Navidad. ¿No te das cuenta? Vuelven a jugar y a creer que sus vidas tienen sentido. Y eso es gracias a ti. —Charles se sacudió la nieve de la levita y miró hacia otro lado; ella le obligó a mirarla, tomándole de la barbilla—. Pero a la vez te están dando un regalo aún más valioso. Porque cuando estés a punto de abandonar esta vida como tu Ebenezer Scrooge para poner uno de tus zapatos ingleses en la posteridad, no vendrán a tu mente tus novelas, no, ellas no harán que te sientas tan importante, pero estoy segura de que sí pensarás en ellos y en esa criatura a la que ayudaste a cruzar un río.

Y alargó su mano hasta rozar la mejilla del escritor, quien por primera vez se había quedado sin palabras. Luego se agarró sus largas faldas blancas para correr de nuevo tras ellos, como un copo más de luminosa nieve.

Poco después, aquella pequeña revuelta vino a ser sofocada por unos cuantos celadores capitaneados por miss Grady, que traía suculentas noticias sobre el futuro de Anne Radcliffe.

Pero llegaron tarde para evitar tanta alegría.

Llegaron tarde para impedir que aquel islote al oeste de la libertad fuera el primer rincón del mundo donde una pequeña sociedad había votado en igualdad. Llegaron tarde para entender por qué aquel gigante negro caminaba con una rama llena de carámbanos sobre su frente y una antorcha encendida a pleno sol, bendiciendo con sus aspersiones de luz a todo el que sintió que lo necesitaba.