Día 10
Las brújulas seguían un razonamiento sencillo y era inútil discutir con ellas. Pero Charles sabía que el norte no siempre había sido el norte. Mucho antes, en el medievo, los mapas se orientaban, de ahí su nombre, hacia el oriente.
La salida del sol. Jerusalén. El cielo.
El oeste siempre fue el ocaso. El infierno.
Y allí estaba Blackwell y muy concretamente su manicomio, en la punta de la isla más pegada a Hell’s Gate, al oeste de la libertad y de aquella otra orilla desde la que esa mañana el viento traía la música de un desfile. Charles cerró la ventana de su habitación y su rostro se reflejó en el cristal tras una vaharada. Anne ya había encontrado su sueño: estaba allí y era ayudar a los habitantes de la isla de Blackwell. Así se lo había explicado la noche anterior cuando le contó la historia de su brújula y cómo, hasta llegar allí, siempre había oscilado errante. Ahora parecía haber encontrado por fin su norte en el mismo norte de La Isla. Justo donde se levantaba el manicomio.
Por eso quiso regalársela. Pero ella, después de escuchar su emotiva historia —cómo la había recibido de esa niña moribunda que significaba tanto para él—, y de sujetarla en la palma abierta de su mano durante unos segundos, le invitó a quedársela porque había llegado a la conclusión de que estaba mucho más perdido que ella.
Y era verdad. No supo si fue porque acababa de comprometerse a participar en aquella locura, pero al asomarse por la ventana y descubrir que esa mañana el mundo volvía a ser blanco, aquello le provocó un curioso efecto óptico: le pareció que el río se había ensanchado y que la Nueva York de la otra orilla se alejaba cada vez más, y con ella su vida anterior, sus conferencias en la universidad y sus libros. Se desdibujaban los rostros de Kate, de Washington, las veladas literarias en la Royal Society de Londres, hasta las voces de sus hijos e Inglaterra se convertían rápidamente en poco más que unas migas de tierra en medio de la inmensidad azul de su memoria. Todo lo que antes había vivido parecía haber pasado a un segundo plano borroso, como su rostro difuminado por el vaho del cristal, y de pronto sintió, en aquella cárcel de agua, una indescriptible sensación de libertad.
Además, se había cumplido un ciclo. Volvía a ser domingo, o eso creía, como el primer día en que se despertó en La Isla. Lo supo porque pequeños grupos de enfermeras paseaban ociosas mimetizándose con la nieve y el tañido de una campana aguda flotaba en el aire desde muy temprano, anticipándose a las que cruzaban el río desde los chapiteles de Manhattan.
Una semana. Hacía poco más de una semana desde que la barca rasgó la niebla para desembarcarle en uno de sus cuentos. Hacía tan sólo una semana que había conocido a Tim, a Florita, a Marley, a Lili…
Tan sólo una semana atrás Anne Radcliffe no existía.
Así eran los cuentos. Así funcionaba su metabolismo. Un día había sólo un papel en blanco y una semana después un universo profundo, un océano inabarcable, un mundo habitado por personajes que conversaban con su escritor convencidos de estar vivos. Por eso después se empeñaban en vivir a toda costa entre los mortales. Por eso llegó a la conclusión ese día de que Nueva York no era real. Era una ciudad ficción fabricada con retales de sueños, leyendas, cuentos y personajes que estaban esperando a ser escritos.
Arrastró la silla, se sentó delante de la mesa coja de su escritorio y empuñó la pluma. De repente la sintió extraña entre sus dedos. Como un espadachín amnésico que no supiera cómo empuñar un florete. No recordaba haber estado nunca tanto tiempo sin escribir. Desde los dieciocho años lo hacía de nueve de la mañana a dos de la tarde hasta completar de dos a cuatro cuartillas al día por una sola cara, y en tinta negra, aunque desde hacía dos años y cuatro meses había cambiado a la azul. Antes de su llegada a la isla, no haber tenido a su disposición el tintero de color azul le habría provocado intenso malestar. Pero ahora no. Ya no.
Zambulló la punta en el tintero y al levantarla sangró un poco de negro. Se rascó la barba que ya era perfectamente visible. Esa mañana escribiría dos cartas.
La primera se la había prometido a Kate. «Querida mía…», comenzó. En ella la tranquilizaba asegurando que se encontraba más vivo que nunca, y dijo la verdad. También que se alegraba de haber tenido aquella experiencia en la isla y no mintió. Cuando mintió fue al decirle que la echaba de menos.
Porque extrañamente no echaba en falta el mundo.
En la misma carta le hacía un encargo que debería cumplir antes de que regresara.
Con la mirada fija en el folio en blanco, como cuando estaba dispuesto a comenzar otro capítulo, uno nuevo, ilusionante, que rompía con todo lo anterior, escribió otro encabezamiento: «Mi muy estimado Washington…». Le daba las gracias por haberle proporcionado aquella experiencia única que estaba resultando altamente edificante. Tenía la sensación de haber firmado una tregua con el mundo y nunca se había sentido más inspirado, más libre de la convención, más libre… En ella también le rogaba que redactara un permiso a un periodista del New York Times, Seymour Friedman, quien le había solicitado sacar una fotografía de su estancia en Blackwell el día de su partida.
Tomó aire hasta que estuvieron a punto de estallarle los pulmones y cerró ambas cartas. Tenía que darse prisa antes de que saliera la barca del penal si quería que llegaran a tiempo.
Hacia las doce del mediodía, Anne Radcliffe fue a buscar a Darcy Moore y no la encontró en su cama. Ada la había alertado de nuevo. No la veía desde la hora de la cena del día anterior y Anne ya se imaginaba lo que aquellas extrañas desapariciones nocturnas podían suponer. No era la primera vez que ocurría cuando llegaba una prostituta.
Miss Grady tenía fijación con ellas.
Atravesó el manicomio de sala en sala y en su búsqueda se topó con Lili al trasluz de una ventana. Parecía ensimismada dibujando algo con su dedo en el cristal, al que aplicaba vaho de vez en cuando. Al acercarse, Anne no pudo ver nada porque las letras desaparecían casi al momento. Lili se volvió y cuando reconoció a la enfermera se abrazó a ella. Luego la tomó de la mano y se acercaron hasta casi rozar con sus narices el cristal. Lili exhaló frágilmente y en la superficie apareció un nombre. Anne la miró interrogante.
—¿Así va a llamarse? ¿Es su nombre?
Lili bajó los ojos y se acarició el vientre. Su alegría alucinada contrastaba tanto con la desolación en la que vivía, pensó la enfermera mientras le acariciaba el pelo.
En aquella sala había unas treinta camas cubiertas sólo con sábanas que ahora, bajo la luz hiriente de la mañana, le parecieron mortajas. Cuando ya estaba a punto de salir del dormitorio oyó un quejido. Y allí, al lado de la ventana, hecha un ovillo, la encontró. Con el pelo grasiento pegado a la cara, un diente menos y la misma ropa con la que había ingresado hecha jirones y manchada de sangre. Anne se llevó la mano a la boca para disimular una arcada. Cuando fue a ayudarla, sintió un insoportable olor a sudor y la chica se cubrió la cabeza con las manos.
—No me mande con esos hombres, por favor, por favor… —dijo muy bajito.
Se la llevó a la enfermería, hirvió agua, la volcó en un barreño y buscó una buena pastilla de jabón.
—Lávate bien, sobre todo tus partes —le ordenó, temiendo que tuviera algún desgarro que le provocara una infección.
La chica la obedeció y, mientras lo hacía, Anne la cubrió con un biombo. Cuando terminó, la secó con una toalla y le sujetó la cara con ambas manos.
—Ahora, escúchame bien. A partir de este momento tienes una grave enfermedad venérea, ¿estamos?
La chica asintió asustada.
—Tienes mareos y te duele al orinar.
La mujer la miró confusa.
—Pero señorita, a mí no me pasa eso…
Anne se impacientó.
—No lo sabemos aún. Por el momento parece que estás sana y es un milagro, pero se trata de que nadie, mientras estés aquí, te vuelva a tocar, ¿me has entendido?
Darcy asintió llorosa y besó a Anne ambas manos.
—¿Tienes buena memoria, Darcy? —le preguntó Anne intentando sonreír.
—Me sé más de cien canciones de memoria. Las canto en las tabernas del puerto.
—Bien, pues entonces memoriza la letra de esta canción. Es una muy típica de esta isla. Más tarde te diré cómo es la música.
Y durante casi una hora, Anne le fue leyendo un fragmento del vademécum. Un ensayo general que iba a salvarle la vida.
Cuando ambas bajaron por la escalera circular del manicomio se cruzaron con el jefe médico, que volvía del fin de semana, acompañado por uno de los convictos, que le llevaba el abrigo y una pequeña maleta. Al ver de nuevo aquel uniforme de rayas, Darcy se encogió como una esponja.
—Señor Angelopoulos, ¿tiene un momento? —le dijo Anne Radcliffe.
El médico se dio la vuelta con desánimo y el convicto se detuvo tras él mirando al suelo. Entonces le pidió a Darcy que le relatara eso de lo que habían estado hablando, sus síntomas, enfatizó, dirigiéndose al médico, para saber, según su opinión profesional, qué estaba padeciendo. Y ella, agarrada a la barandilla como cuando se subía a la pequeña tarima de las tabernas, recitó como un papagayo: picores en las palmas de las manos y las plantas de los pies, escalofríos, dolor de cabeza y de garganta, cansancio y unos extraños bultitos por ahí abajo…
El doctor abrió mucho los ojos detrás de sus gafas eternamente sucias y dictaminó:
—Espiroqueta bacteriosa. —Ambas reaccionaron con un fingido asombro—. O en otras palabras: sífilis. Es una suerte que la hayamos apartado de la circulación.
—Oh, Dios mío… —exclamó Anne—. ¿Y qué pasará con las personas que hayan tenido o tengan, a partir de este momento, contacto con ella?
El médico observó a la supuesta enferma, asqueado.
—Pues imagínese. Muchos de ellos no sabrán aún ni que la padecen porque, aunque no presente síntomas, el germen seguirá en su cuerpo. —El preso tensó las mandíbulas y se rascó la cabeza—. En una primera fase le dañará el corazón, luego los ojos, después el cerebro y el sistema nervioso, los huesos, las articulaciones y cualquier otra parte del cuerpo…, ¡pudiendo causar la muerte! Lo dicho —concluyó el médico resoplando—. No sé cómo algunos pueden, ya sabe…, con estas mujerzuelas.
Y continuó escaleras arriba seguido por el preso, que había palidecido hasta mimetizarse con el blanco sucio de las paredes.
Luego Anne agarró a la confundida Darcy fuertemente del brazo intentando disimular su alegría hasta que alcanzaron el vestíbulo.
Eran también las doce cuando sonó la campana de la ermita de San Nelson. La agitaba con una de sus grandes manos el predicador Curtis, quien había llegado esa mañana, como todos los domingos, a celebrar su oficio. Lo que casi nadie en La Isla había calculado era que en realidad era lunes. El predicador había tenido que dar una extremaunción en Manhattan y, puesto que los habitantes de Blackwell no tenían noción del tiempo, había pedido permiso para retrasarse un día. A sus casi sesenta años, el predicador no había conseguido dejar de emocionarse al tañer aquella campana. Poca gente se había fijado en que aún llevaba cincelado en relieve el nombre del barco al que perteneció, el Boreas, la fecha de su botadura: «10 de mayo de 1785», y una frase: «Sólo los que navegan hacia Dios serán bendecidos». Tampoco nadie más que él sabía que una vez estuvo colgada en la proa de un famoso buque de guerra, ni que los tablones blancos y azules que formaban ahora la ermita, clavados unos sobre otros, habían cruzado alguna vez el mar Caribe mandados por el almirante más famoso de todos los tiempos. Eso sólo lo conocía el predicador Curtis, quien durante veinte años había sido el encargado de «picar la hora» con aquella campana en el mismo buque que ya no era un veintiocho cañones como en sus mejores épocas, sino que se había transformado en un barco mercante al que habían bautizado con un nuevo nombre: el Tritón. Fue aquella campana la que le desveló un secreto que el predicador, entonces marinero, se llevaría a la tumba: su verdadero y noble origen y el nombre antiguo de aquel barco que permanecía cincelado en su pequeña y musical anatomía. Desde los dieciséis años, toda esa vida que vivió a bordo del Boreas, tocó aquella campana para avisar a otros buques de su presencia entre la niebla, y cinco años después de embarcarse, cuando le llegó la noticia de que el almirante Nelson había caído después de su mejor victoria en la batalla de Trafalgar, tocó a muerto con ese mismo instrumento que había repiqueteado para celebrar sus victorias. Pero sobre todo, el sonido de aquella campana le había hecho compañía en las guardias de mar, y el no oírla le provocó, cuando se bajó definitivamente del barco y éste fue desguazado, una terrible nostalgia y una sensación de vacío mucho peor que cualquier mareo en tierra.
El hecho de que estuviera a punto de ahogarse en un viaje fue lo que le decidió a convertirse en predicador. Con su último sueldo compró la campana de ese barco histórico y algunas maderas del casco, así como boyas, la puerta de la sala de mandos, unos ojos de buey y otros artilugios marinos, y lo rearmó como una extraña ermita al lado del agua. El lugar escogido fue la isla más cercana a Hell’s Gate, el lugar donde había estado a punto de perder la vida.
De camino a la iglesia, la anciana Florita había escuchado unos sollozos tan grandes y profundos que si le hubieran dicho que era el llanto de un coloso lo habría creído. Provenían de un cobertizo al que nunca había prestado atención. Y allí dentro, sentado en un camastro y doblado sobre sí mismo, lloraba el Gigante. Cuando éste vio a la anciana aparecer por la ventana, gruñó como un monstruo herido y se tapó el rostro.
—De mí no tienes que esconderte, huehhueyi (grandote) —le dijo mientras entraba en la cabaña y se sentaba a su lado.
El Gigante la observó con un ojo tímido como un caracol al que le costaba abrirse tras la lluvia. Tenía los párpados inferiores embolsados de agua. La anciana acarició la inexpugnable selva de su pelo, le mató un par de piojos que le corrían por la frente, le puso la mano sobre la espalda, y lo consoló como si fuera un bebé. Se sentía solo, ¿verdad? Se sentía distinto. Incluso allí no encontraba su lugar, le dijo. «Claro, mi huehhueyi», le decía, «claro que estás triste». Porque tendría que ver y callar muchas cosas. Pero ella conocía una fórmula para convencerle de que lo que le pasaba no era tan grave.
—Yo… —dijo el Gigante, con su gran mandíbula desencajada de pura tristeza—. Yo… soy malo.
La anciana, que sentada a su lado parecía una muñeca de trapo, le dio un par de palmaditas en la inmensa pierna. ¿Cómo iba a ser malo? Que no dijera tonterías.
—Verás, Tom —le explicó con su voz más dulce—. Tú te sientes así porque tienes una extraña enfermedad.
El Gigante alzó su barbilla y la boca se comprimió en un extraño puchero.
—Y es una enfermedad rara, porque la sufres tú y, sin embargo, los que se tienen que curar son los demás.
Él observó sus ojos opacos, confundido pero algo aliviado también. ¿Qué era lo que le pasaba? ¿Qué era tan malo como para llevarle la mala suerte a todo el que estaba a su lado? ¿Por qué murió su madre cuando lo trajo al mundo? ¿Por qué Barnum le llamaba monstruo?
—Tú sólo eres negro, Tom. Eso es todo. ¡Mochi! (¡todo!). —La anciana se levantó—. Tú eres negro igual que Fugate es azul. Y por mucho que quieran convencerte de que eso es malo, no lo es. Por eso no tienes que estar triste. No depende de ti que otros se curen. Tú sólo actúa según lo que te dicte ese corazón gigante que tienes ahí dentro —concluyó dándole dos toquecitos en el pecho—. Y ahora, nos vamos tú y yo juntos a misa. Y pides perdón a tu Dios por aquello que te atormente.
La pequeña anciana se levantó y le tendió al Gigante su antorcha.
—Pero es que me va a castigar —hipó Tom.
—¿Por qué? ¿Por qué iba a castigarte?
Y a su rostro negro se asomó un miedo de generaciones.
—Porque mi Dios… es blanco.
A Charles le llamó la atención aquel alegre repiqueteo en la playa nevada. Sí, lo había oído el día que llegó a La Isla. Contó con los dedos tratando de despegar unos acontecimientos de otros y de ordenarlos. Según eso llevaba… diez días. Desde lejos pudo ver como si los edificios se estuvieran derritiendo. Observó como una mancha gris salía del asilo, del correccional; eran largas filas de personas que acudían a aquella llamada. Incluso pudo a ver al caballero de Cervantes abriéndose paso entre las manadas de tigres desteñidos que caminaban a cámara lenta por la playa.
El único que había cruzado la isla en dirección contraria había sido Scraugh. Su carruaje traqueteó por el camino hasta el muelle sur de la isla. Luego supo que los domingos y los lunes salía a descansar y que esta vez parecía necesitarlo de verdad, porque anunció que no volvería hasta el martes. Pero ¿tenía vida Scraugh fuera de las húmedas paredes del manicomio?, se preguntó, con una irrefrenable curiosidad ante aquella faceta desconocida de su personaje. ¿Y qué haría un domingo por Manhattan? ¿Se reuniría con la poca familia que le quedaba? No, se dijo. ¿Tendría relaciones sociales o sólo reuniones con políticos a los que aullar, con ojillos de perro hambriento, una renovación de contrato?
Cuando llegó hasta la capilla, había tantas personas que parecía que fueran a reventar las paredes. Entonces vio a Florita al lado del Gigante tocando la campana, juguetona como un gato, con sus largas trenzas a ambos lados del rostro arrugado y la falda azul en la que uno de sus pájaros se había quedado tuerto.
—Hoy hemos tenido suerte de que abra la ermita porque con esta nevada… —le dijo con una de sus sonrisas llenas de dientes torcidos y blancos, y siguió tocando la campana.
Charles le sonrió. Le encantaba Florita. Y recordó que le había prometido enseñarle algunas palabras en náhuatl para poder presumir ante sus colegas de la Royal Society. Empezaría hoy mismo, se dijo muy dispuesto.
—Florita, ¿tenéis una palabra para decir campana en tu idioma?
Ella asintió exageradamente.
—Claro —se acercó a él, contrajo la cara y luego articuló—: Tlatzitzilitztepuztli.
—¿Todo eso para decir campana? —se indignó el escritor—. ¡Pero si es una campana muy pequeña!
Charles dejó los ojos en blanco. Quizás había sido muy optimista con el náhuatl.
Pero Florita no le escuchó, porque ya se dirigía con gesto juguetón hasta el altar donde Charles observó que introducía con disimulo algo alargado y negro dentro de un Cristo de madera que colgaba de unas redes. Estaba absorto en aquella excéntrica actividad de la chamana, cuando llegó Anne acompañada de Darcy a la que en un principio no reconoció sin maquillar, con el pelo recogido, las mejillas magulladas y el uniforme del manicomio.
Y… por fin. Apenas podía creerlo. Allí estaba. Sí, tenía que ser él. Lo reconoció por el violín toscamente barnizado que llevaba bajo el brazo. John McCarthy, el farero, en persona. El último de los personajes de su cuento. Quien a partir de ese instante dejaba de vagar por su cabeza como un fantasma. Tenía el pelo abundante y canoso. Una barba bien afeitada. La tez blanca de los que han sido pelirrojos. Un cuerpo nervudo y delgado, fuerte para su edad. Cuando se cruzaron le lanzó una mueca de desconfianza y se dirigió hacia el púlpito.
Luego entraron un buen grupo de enfermeras pastoreadas por miss Grady, quien le saludó con una muy desagradable sonrisa que le inquietó. El pequeño Tim llegó cojeando con Ada, que para ese día se había fabricado un velo de papel agujereado con tanta paciencia que parecía de vaporoso tul. Y por último, el joven médico escritor, que transformó su cara redonda en un gesto de absoluta e incondicional admiración, y caminó hacia él tan atribulado que no frenó a tiempo y le pisó un pie.
—Lo… lo siento, señor Dickens…, disculpe.
Charles suspiró. No tenía escapatoria.
—Le he echado un vistazo a su manuscrito, doctor…
—Pen.
—¿Cómo dice? —preguntó el escritor.
—Mi… mi apellido es… es Pen, señor —respondió el médico.
—Qué fatalidad —dijo el escritor—. En ese caso, póngase un pseudónimo o será usted una redundancia insoportable.
El joven asintió nervioso. Charles levantó una ceja.
—Verá, Pen…, creo que debería usted empezar por capitular su texto, escoger un comienzo no climatológico de su relato, buscar un protagonista, aprender cómo se utilizan los guiones en los diálogos; en resumen…, ¿cuántas novelas se ha leído usted antes de escribir la suya, doctor… Pen?
El hombre pareció sofocarse. Anne se había acercado y escuchaba la conversación divertida.
—¿Completas? —preguntó el médico.
—Sí, Pen…, novelas de principio a fin.
El médico agachó la cabeza.
—Completas, completas…, pues yo creo que… ninguna, señor —dijo bajando mucho la voz.
Charles le sonrió paternal.
—Lo suponía… —Puso los ojos en blanco—. Pues ciertamente, Pen, le sería muy útil.
—¿No entra a escuchar al predicador, Charles? —les interrumpió Anne saliendo al rescate del pobre médico a quien empezaban a temblarle todos los músculos de la cara.
El escritor, aún ofuscado, miró a Anne y se cruzó de brazos.
—La verdad es que lo único que sé de la religión es que es incompatible con una conducta alegre, y no sé si eso es lo que más nos conviene ahora mismo…
—Eso es porque no conoces la parroquia de San Nelson —insistió ella.
Y ahora que lo decía, ¿San Nelson? Qué demonios de santo sería ése…
Finalmente entró y se quedó arrinconado en una esquina, sólo porque Anne se lo había pedido, aunque lo hizo despotricando igual que cuando Kate lo arrastraba a su parroquia en Londres.
—Ya me has convertido en un delincuente —le susurró a la enfermera—, ¿qué es lo próximo?, ¿convertirme al catolicismo?
«¡Eso sí que no!», farfullaba rascándose esa barba a la que ya no prestaba atención, comentarios que hicieron a la chica reír y que provocaron más de un cuchicheo entre sus compañeras.
Entonces enmudeció ante el extravagante interior de aquel lugar. Al lado del púlpito esperaba un pequeño coro de hombres y mujeres, en su mayoría presos, y el farero McCarthy con su violín. El altar descansaba encajado entre dos timones adornados con unas colgaduras de redes de colores que le daban un aspecto teatral.
Una gran vela de barco se descolgaba en el altar y cuando el rostro curtido del predicador asomó tras ella, el coro empezó a entonar una canción irlandesa, Amazing Grace, que le sobrecogió en su desnudez. Esa partitura, les explicaría después el predicador, era un himno para la capilla de San Nelson, porque la había escrito un marinero que, como él, se sintió salvado de un naufragio. John Newton había sido un tratante de esclavos inglés y cuando estuvo a punto de perder la vida, prometió que si se salvaba pediría perdón por todos sus pecados. «Oh, gracia divina, mis cadenas han caído. Oh, gracia divina, que has salvado a un miserable como yo», cantaba el coro con convicción. «Una vez estuve perdido, pero me he encontrado. Una vez estuve ciego, pero ahora veo». Newton la compuso cuando se bajó del barco y se hizo predicador. Estudió teología y latín, música y rapsodia. La paradoja del destino quiso que aquella melodía que ahora impregnaba las almas que se habían refugiado de la nieve en la capilla de San Nelson, la cantaran contagiándose de un inexplicable sentimiento de liberación.
El predicador tenía porte de actor shakespeariano y lanzó una mirada al público que se les clavó como un anzuelo del que empezó a tirar suavemente. El mar había esculpido hondas depresiones en su frente y sus mejillas, y su voz tronaba como la del mismísimo Neptuno. Su barba blanca y poblada delataba su pasado marinero y su panza era todo un embarazo de cerveza gestado de puerto en puerto. Después del himno empezó su sermón con un fragmento del Cantar de los cantares.
A Charles ya le había llamado la atención la excentricidad de los predicadores americanos, su forma aparatosa de pasearse por el púlpito; pero a éste, pensó, no habría podido imaginarlo en su vida. Todas las metáforas las rescataba del mar y de los incidentes de su vida como marinero. Hablaba de ese hombre santo y glorioso que fue san Nelson, al que Charles, después de muchas cavilaciones, pudo finalmente identificar como lord Nelson. A veces se exaltaba mucho en su discurso, y tenía la curiosa costumbre de ponerse la enorme Biblia bajo la axila para pasearse de un lado a otro mientras miraba fijamente al grueso de la audiencia.
—¿De dónde vienen estos hombres? De debajo de las escotillas del pecado. ¿Y adónde van? Arriba. ¡Arriba! —repetía con la voz más fuerte—. ¡Todos listos para poner rumbo a la Gloria Celestial!, donde no hay tormentas ni mal tiempo… Ése es el lugar adonde vais los arrepentidos, ése es el puerto. Allí está el agua siempre tranquila, allí no encallaréis en las rocas ni se soltarán las amarras de la tentación, ni iréis a la deriva; allí paz, paz, paz. ¡Sólo paz! —Otro paseo dando palmaditas a la tapa de la Biblia—. El Amado es el piloto, vuestro almirante, es la estrella guía y la brújula, ¡la brújula!, para todos los navegantes. —Tres palmadas más.
Y Charles no pudo evitar llevarse la mano al bolsillo de su abrigo para sentir la fría y redonda esfera de cristal. Lo que no llegó a ver fue que su aguja giraba veloz e incomprensiblemente de nuevo.
Una hora de encendido sermón después, todo el mundo regresaba a su hacinamiento y el predicador se iba despidiendo de aquellos que conocía. Le llamó la atención su forma de estrecharlos en sus brazos, con verdadero afecto, y también que cuando Tom el Gigante le pidió ser confesado, miss Grady lo interrumpió para ordenarle que lo hiciera otro día ya que lo necesitaban en el hospital de forma inmediata.
Habría sido difícil para él ignorar que algo había cambiado en el rostro de Tom. Una sombra pesaba sobre su enorme cabezota como si le siguiera la testaruda nube de una tormenta.
—Así que usted es el escritor —le preguntó el predicador ofreciéndole la mano e irrumpiendo en sus pensamientos.
Charles se la estrechó. Sus manos eran anchas y las palmas duras y abiertas de haber tirado de muchos cabos.
—Sí, predicador Curtis. —Le sonrió—. Y debo decirle que su sermón me ha parecido de lo más literario.
El predicador marinero pareció muy feliz con el cumplido, saludó a Anne; Annie, la llamó. Y de pronto levantó los brazos.
—¡Beber, beber, abanico, abanico, frotar, frotar!
Todos enmudecieron confundidos hasta que él desembocó en una estruendosa carcajada.
—¡Ésas son las últimas palabras que dijo lord Nelson antes de morir de un mosquetonazo que le perforó la espina dorsal! —Rió de nuevo y se rascó la panza—. Uy, si yo le contara a usted historias… tendría para escribir por entregas el resto de su vida.
—¿Y qué quiso decir Nelson, predicador? —preguntó Tim tirándole del grueso jersey de lana.
—Pues no lo sé, hijo. Imagino que al pobre hombre se le fue la cabeza del tiro… ¿Sabía usted, señor Dickens, que lo llevaron hasta Inglaterra conservado en un barril de coñac? Ah, ja, ja… ¡Qué mejor final para un marinero! —Entonces se giró hacia el púlpito—. ¡Eh, ratita! No has venido al oficio tampoco este domingo. Si vas a llegar tarde, por lo menos di buenos días.
Tras el altar asomaron los ojos nerviosos y rosados del Ratón, que tenía el aspecto de no haber pegado ojo. Su boca se desperezó largamente mientras aspiraba un «buenos días» que les presentó por unos segundos sus largos incisivos.
Fue entonces cuando Charles se dio cuenta de que Lili no estaba. Anne también se había percatado. Cuando le preguntaron al Ratón, éste les confirmó que había pasado una muy mala noche.
—El momento se acerca —dijo Florita, asomada a uno de los ojos de buey de la ermita, como si acabara de confesárselo el río.
—Sí, desde luego que se acerca —prorrumpió el predicador, dejándolos a todos en tensión—. ¡Se acerca el momento de que una endemoniada brujilla acabe en el río de una patada en el trasero!
«¡Pocheoa! (¡mierda!)», se le escapó a la aparentemente dulce anciana Florita, quien instintivamente escogía el náhuatl para despotricar a su gusto. Y luego fue deslizándose en el banco en dirección a la puerta, aunque para entonces el predicador ya había pescado su mirada y le hacía un gesto con el dedo de que se acercase. Ella, a pasitos de pájaro, llegó hasta el altar farfullando: «Chichi quixtiano (perro cristiano…)». Entonces el predicador sacó del interior de la talla una piedra negra que la anciana observó con terror. «¡Ahuacatl! (¡cojones!)», rezongaba la vieja una y otra vez. El hombre le tendió la piedra y ella la cogió rápidamente y se la guardó en el pecho apretando los dientes.
—Eres una rebelde, Florita… —espetó Curtis con un pretendido disgusto.
La chamana llevaba haciéndolo mucho tiempo pero nunca la habían descubierto colocándola dentro del Cristo. A veces introducía la piedra de obsidiana en el interior de una vela en la que se concentraba durante la misa y muy al principio, cuando supuestamente no conocía los ritos cristianos, la dejó caer en el interior del cáliz, lo que estuvo a punto de ahogar al suplente del predicador cuando se bebió el vino. Pero aquella práctica de Florita no respondía tanto a la superchería como a un verdadero y calculado acto de rebelión. Hasta Charles, que observaba la escena sentado en un banco visiblemente divertido, entendió por qué.
Había leído que durante la época del dominio español, los indígenas de algunas zonas, en lugar de oponerse a la evangelización por la fuerza exponiéndose a ser represaliados, lo hicieron de forma más perspicaz, introduciendo reliquias, pequeños ídolos o minerales que representaran a sus dioses en el interior de las imágenes que estaban obligados a construir y adorar.
De modo que Florita llevaba mucho tiempo adorando a sus dioses a escondidas. Igual que protestaba con gruesas palabras en aquel idioma plagado de consonantes que resultaba tan musical. Y aunque la obligación del predicador era advertirle que como siguiera con aquellas prácticas iría de cabeza a los ardientes arrecifes del infierno, en el fondo el escritor tuvo la sensación de que para él se había convertido en un divertido reto averiguar dónde estaría aquel domingo la maldita piedra de obsidiana.
El predicador se giró airado e intentó contener una de sus sonoras carcajadas. Charles le guiñó un ojo a la anciana y ésta, con sus pasitos cautos, cruzó la ermita y se sentó junto a Tom, quien permanecía en el último banco con la cabeza gacha. Se había sentado al lado de Tom, se decían unos a otros sin salir de su asombro, y fueron concentrándose alrededor del escritor para recibir su dosis de esperanza. También el farero, John McCarthy, se quedó merodeando alrededor de la ermita, cosa que a Charles le interesó. Era el momento de lanzar un anzuelo a su nuevo personaje, pero antes, antes debía ocuparse de encajar un cambio…
Al final de la sala el Gigante rezaba.
Y Charles se preguntó, incómodo, qué razones podía tener para pedir perdón aquel espíritu sin maldad encerrado en un cuerpo que, de haberla tenido, podría haber aplastado a un hombre sin remordimientos. Se entristeció ante la evidencia de que ni siquiera en un lugar como Blackwell, donde todos sus habitantes estaban unidos por la desgracia, existiera igualdad entre las personas.
Los blancos seguían apartando a los negros.
El último banco seguía sin ser igual que el primero.
Sin embargo, se consoló, acababa de materializarse ante sus ojos otro principio liberal. El de la libertad de culto. En el fondo, recapacitó Charles, aquella ermita era el mejor lugar para continuar su cuento, porque éste sólo funcionaría con el mismo combustible que le echaba a los sermones el predicador: la fe ciega de su público.