Isla de Blackwell, 1842
La aventura puede ser loca pero no el aventurero, le había dicho Charles apoyado en la repisa de la chimenea del observatorio con pose de retrato victoriano, mientras Anne, de espaldas, comprobaba que la nieve había vuelto a convertir la isla, sus árboles desnudos, edificios y farolas en un paisaje de cristal muy fino. Tras aquellas ventanas, el mundo empezaba a congelarse como el tiempo cuando estaban juntos. Se giró hacia él. Los días en Blackwell le estaban cambiando. Ahora despuntaba una joven barba en sus mejillas que no se molestaba en rasurar, la elegante lazada de raso se había convertido en una gruesa bufanda y, a pesar de todo, su sonrisa parecía cada vez más joven.
Era cierto que con cada entrega de su relato navideño la había ido cautivando, pero fueron cuatro las palabras que hicieron sentir a Anne que empezaba a quererle. Allí, apoyado sobre la chimenea, Charles levantó una ceja, ese gesto tan suyo, y le preguntó:
—Entonces…, ¿cuál es tu plan?
Ella no pudo, no quiso evitarlo y, como una niña a la que habían traído un regalo muy añorado, corrió hacia él y le abrazó. Charles se estremeció al sentir por primera vez su cuerpo huesudo y largo palpitando como una locomotora entre sus brazos y el olor a frío de su pelo le dejó rígido y sin respiración. Cuando le soltó, se dio cuenta de que la cara de la enfermera era una brasa y le invadió una ternura infinita.
—Señorita Radcliffe, si va a propasarse conmigo le advierto que dejaré de encontrarme con usted a solas —bromeó haciéndose el orgulloso, pero luego se fue acercando muy despacio y ella retrocediendo hasta que se dio con la pared y se quedaron nariz con nariz—. Y conviene que sepa que hay aspectos que desconoce de mí, como que soy un hombre con una extraordinaria capacidad para… ver la belleza. Así que, de ahora en adelante, quiero que imagine que ambos sujetamos los dos extremos de un cabo. —Los ojos de él recorrieron sus labios, sus ojos, las pecas color café de su frente. Agravó el gesto—. No tenses esa cuerda, Anne, a no ser que quieras que yo también pegue un buen estirón, ¿de acuerdo? —Y a esa distancia y durante unos segundos interminables, Anne pudo ver reflejado en sus ojos azules el fuego de la chimenea.
Distensión, Charles, rápido, busca un anticlímax, se dijo durante aquella pausa que les mantenía uno frente al otro intercambiando sus respiraciones; pero ¿qué estaba haciendo? Y a su cabeza llegó la voz de Kate la noche anterior a su viaje a Blackwell, en la habitación de invitados de Sunnyside. Sí, le dijo algo que le dolió y que no había vuelto a recordar: «Sigues escogiéndote a ti mismo una y otra vez, Charles», le reprochó, incapaz de seguir el ritmo de su hiperactivo esposo, incapaz de comprender sus necesidades filantrópicas constantes, y quizás, quizás era cierto, se dijo a un milímetro de los labios de otra mujer. Todo aquello lo hacía por su propio placer, para alimentar su ego y para pagar una deuda con su pasado de pobreza que Kate ignoraba, aunque… ¿qué importaba eso? ¿Qué importaba si servía para hacer el bien a otros? Pero abrazar a Anne, sentir a Anne, amar a Anne, no, aquello no tenía justificación alguna.
Allí, con los ojos perdidos en sus labios cortados estaba a punto de probarlos, cuando decidió desdramatizar esa escena propinándole un paternal toque con su dedo índice en la nariz. Ella se separó de él entre fatigada y desconcertada, con la cara ardiéndole aún más.
Los elementos eran poderosos y la lucha entre ellos, encarnizada. A veces ni siquiera una nevada podía sofocar un incendio.
La primera parte de la noche la dedicaron a que Anne le explicara con detalle su plan y cómo habían calculado sacar al bebé de La Isla. Según el diagnóstico de Florita, no había lugar a dudas, el niño nacería durante la estancia de Charles. Esto era imprescindible dado que su permiso se acabaría en una semana. La anciana tenía una teoría: al igual que todos los viejos preferían para morirse los meses más fríos y las madrugadas, todas las madres primerizas adelantaban sus partos, y especialmente durante la luna llena. Estos axiomas eran irrefutables. La luna empezaría a menguar en un par de días, de modo que, según la vieja matrona, el alumbramiento era inminente.
Charles escuchaba a Anne pensativo y de cuando en cuando la asaltaba con preguntas cada vez más ansiosas: pero dónde, cómo tendría a ese niño sin que nadie se enterara, a las que Anne, mordisqueándose las uñas, iba dando respuesta: si ocurría durante el día, ella misma podría pedir su cuarentena en la enfermería alegando la sospecha de que Lili hubiera contraído una enfermedad infecciosa, y se ofrecería a hacer guardias por la noche. La enfermería del manicomio tenía varias salas encadenadas y rara vez había muchos enfermos, así que la confinarían sin duda a una zona aislada donde todo el mundo preferiría no asomarse. Más tarde la trasladarían al observatorio, el único lugar abandonado de la isla donde nunca iba nadie. Desde que había salido de cuentas, todas las noches el Ratón escalaba por una celosía hasta el segundo piso, se escurría por el ventanuco de su habitación y montaba guardias nocturnas en la habitación de Lili por si empezaban las contracciones. Hasta entonces, el Ratón había sido su único medio de comunicación. En el caso de que se pusiera de parto, éste propagaría la noticia entre todos los miembros de la resistencia: Ada tenía el encargo de empezar a gritar presa de uno de sus ataques de histeria. Por lo general, cuando un paciente se ponía en ese estado, el resto de los dementes aullaban como lobos durante varias horas y se organizaba un caos terrible de alaridos y carreras en medio del cual Anne entraría a por Lili y se la llevaría a la enfermería hasta que se calmaran las cosas. Desde allí tendría que sacarla del manicomio sin ser vista. Si ocurría de día, Anne reclamaría a Florita como otra víctima de la misma infección para que atendiera el parto. Si llegaba la noche y seguía de parto, recurrían al plan A, el de la cuarentena por una enfermedad infecciosa. A través del pequeño Tim, el único que podía entrar y salir de la cárcel, avisarían a Marley para que cambiara su turno con algún otro preso y asegurarse de que el día escogido para el viaje fuera él quien llevara la barca.
Hasta ahí el plan era rocambolesco, pero a Charles no le pareció que estuviera del todo mal pensado.
—¿Y cómo lo sacaremos de La Isla? —preguntó, de pronto alarmado.
—Bueno… —vaciló Anne con un mohín de disgusto—. La única posibilidad son los recipientes vacíos de combustible del faro que los presos apilan al lado del observatorio. Cada cierto tiempo, cuando se van acumulando, Marley se encarga de recogerlos para sacarlos de la isla y llevarlos hasta la otra orilla.
—¿Recipientes de combustible? ¡Estás loca! Puede ser tóxico. Ahí dentro no hay mucho aire. ¡Se asfixiaría!
—Le haríamos unos agujeros.
—¿Y luego qué hacen con esos recipientes? —preguntó él, perdiendo la paciencia.
—Los llevan al puerto para ser recargados con aceite de ballena.
El escritor caminó por la habitación pasándose las manos entre el pelo y resoplando. ¿Y ése era su plan? Perfecto. Pues si él tuviera que escribir el final de aquella historia en función de lo que acababa de escuchar, el niño llegaría asfixiado y golpeado hasta el barco ballenero donde, al abrir el recipiente, los marineros se encontrarían con la visión más espeluznante de sus vidas. Además, ¿cuál era, entonces, su función dentro de aquella locura?, preguntó, visiblemente alterado.
—La de volver en esa barca para asegurarte de que llega sano y salvo e ingeniártelas para llevarte esa caja de combustible y no otra y buscarle una buena familia en Nueva York y…
Él se desabotonó el chaleco y se dejó caer en el sillón.
—¿Y qué le digo a los guardias? ¿Que quiero una caja de combustible de ballena de recuerdo? Anne, por todos los santos…
Entonces se encontró con la cara de desilusión más devastadora que había visto en su vida.
—Bueno, a ver…, creo que tendremos que pensar en un mejor desenlace para esta historia, ¿de acuerdo? Déjame pensar un poco, algo se me ocurrirá…
Sí, algo se le ocurriría, pensó, porque ya no había vuelta atrás. Era cierto, tenía que conseguir que esa historia no terminara como todo lo que escribía últimamente: con un niño muerto.
—Vosotros ocupaos de traerlo al mundo, porque de eso yo no sé nada, y yo me ocuparé de sacarlo de aquí, ¿de acuerdo?
Anne respiró hondo y ambos se concentraron de nuevo en el fuego de la chimenea. A fin y al cabo, pensó Charles, la ficción era necesaria para encontrar soluciones reales. Así elaboraban sus teorías los científicos. «La ficción es un postulado sin cuya aceptación todo razonamiento político se detiene», no lo había dicho él. Lo había dicho Bentham. Y ahora, más que nunca, tenía que recurrir a la ficción para fabricar un supuesto: buscar una solución que tendría consecuencias reales, para que les llevara a un feliz desenlace.
Les dio la madrugada hablando de todo aquello que surgió, como habían hecho otros días. Anne pareció querer instalarse en el futuro mientras que Charles, por primera vez, lo hizo en su pasado. Ella caminaba por el primer piso de la librería, desempolvando con la manga de su vestido los lomos de algunos libros cuyos títulos leía sólo si le interesaban: Catálogo de plantas medicinales, Las mareas, Cartografía de México, y él veía aparecer y desaparecer el dobladillo de su falda verde que barría la estrecha pasarela de madera. Cuando bajó, lo hizo con un gran atlas de lomos dorados y le reconoció que nunca había salido de Nueva York.
—¿Y no has soñado con viajar a algún otro lugar? —inquirió Charles, preguntándose adónde le conduciría aquella conversación.
—¿Mis sueños? —dijo ella riendo—. Mis sueños no están tan lejos de aquí.
—Vaya, no esperaba una declaración de amor esta noche. Me habría echado colonia.
Ella chasqueó la lengua. Meneó la cabeza. Sonrió un poco.
—Eres un egocéntrico, ¿lo sabías?
—Sí, lo sabía. Si te refieres a si soy egoísta, sí, me temo que lo soy. —Asintió con indiferencia—. Si te refieres a si creo que todo gira a mi alrededor… sí, me temo que también me ocurre. Gajes del oficio.
Ella pretendió ignorarle desviando su vista al fuego. Charles se acodó en el reposabrazos de su butaca.
—En serio: ¿no has pensado nunca qué te gustaría ver antes de morir?
Ella apretó los labios y sus dedos largos tamborilearon sobre el lomo del libro. Evitaba mirarle.
—Creo que antes de morir me gustaría… —Lanzó sus ojos lejos, muy lejos—. Me gustaría poder decidir algo.
Charles pareció sorprenderse.
—Sí, antes de morir me gustaría… —Dejó el mentón en alto y resolvió—: Poder votar. Y ver que puede hacerlo todo el mundo. Que todos tuviéramos la oportunidad de decidir. Eso es lo que querría ver antes de morir.
Y allí se quedó, con el mundo en sus manos y soñando con un paisaje que no contenía aquel libro. Uno humano. El más bello que podía imaginarse; una marea de personas libres que podían ejercer un derecho. No podía sospechar Anne que en ese momento, desde el futuro, los observaba un Dickens en los últimos años de su vida, desde ese 1867, un año que comenzaría con la aprobación del voto afroamericano en Washington. Un año en que un partido conservador le daría el voto a la clase trabajadora en Inglaterra. Un primer atisbo de ese sueño de Anne, que aún tendría que fraguarse como un hierro caliente al fuego de muchas luchas y un par de siglos.
Entonces la enfermera recordó con ironía cómo en Nueva Jersey, donde ella vivió de niña, una anciana le contó que se había autorizado el sufragio femenino por un error al redactar la Constitución de 1776: se usó la palabra «personas» en lugar de «hombres». Lo cierto era que durante tres décadas pareció no molestar a nadie y las mujeres votaron por primera vez, pero finalmente un iluminado, después de mucho debatir si las mujeres se podían calificar como «personas», terminó aboliéndola en 1807 al redactar de nuevo el documento.
Charles rió fascinado por aquella anécdota que sin embargo le pareció terrible.
—¿Y nunca te has planteado volver a tus orígenes? O a Inglaterra. Tal y como están aquí las cosas…
Anne abrió mucho los ojos.
—¿Volver? —se desconcertó.
Charles siguió su razonamiento: ella misma se había definido como católica, sufragista e irlandesa…, aunque quizás sus verdaderos motivos iban más allá de la razón, y quiso imaginar por un momento cómo le sentaría la luz pesada y plomiza de Inglaterra, incluso la vio caminando por las calles empedradas de… No, no, no…, se ordenó a sí mismo, pero ¿por qué estaba su cabeza gastándole aquella broma pesada?
Anne pareció no entenderle, como si de pronto le estuviera hablando en un idioma extraño.
—Yo aspiro a que éste sea mi país, Charles…
Él se acarició la barba incipiente en silencio. También tuvo la sensación de que le hablaba en otra lengua. ¿Cómo iba a sentirse alguna vez parte de aquel país? ¿Con qué y con quiénes sentiría empatía? ¿Cuáles eran los elementos cohesionadores de aquella gente? En un lugar que era sólo un recipiente de religiones, razas, valores y orígenes… En una ciudad en la que en breve habría más italianos que en Milán, casi tantos alemanes como en Berlín, el doble de irlandeses que en Dublín y más judíos que en Varsovia.
Sin embargo, Anne tenía esperanza en que cambiaran las cosas. Y no era por ignorancia. Si había algo que agradecía al doctor Akermann era haber podido escuchar desde la escalera muchas de las tertulias políticas que se daban en su salón al norte de Manhattan. Así entendió que el doctor pertenecía a los llamados «nativos americanos» y que ella pertenecía a ese grupo creciente de irlandeses a los que tanto temían y despreciaban. Supo que los consideraban corruptos, borrachos y vagos. Escuchó la alegría con la que los amigos del doctor, propietarios de la mayoría de los edificios y antiguas fábricas del sur de Manhattan, se jactaban de subdividir sus propiedades hasta la indignidad para crear agujeros donde vivían familias enteras. Supo cómo la ley de pobres era sólo una forma de autorizar a que personas como ella vivieran en guetos donde no molestaran al señor Akermann y a sus amigos.
—Yo me sentiré de este país y seré patriota, no cuando mi país sea más católico o más irlandés, Charles. —Anne levantó la barbilla con convicción—. Yo diré ésta es mi patria porque mi patria es justa. Y eso, que sea justa, es lo único que necesito para sentirme en casa.
Fue en ese instante cuando Charles supo que Anne jamás abandonaría la isla de Blackwell.
Porque su aventura vital estaba allí, en aquella cárcel con rejas de agua donde todo llegaría inexorablemente más tarde. Charles sintió el invisible nudo de una soga que le oprimía la garganta.
—Pero ese camino se anuncia muy largo, Anne, y tú eres muy joven.
—Bueno, por eso a veces hay que tomar vías alternativas, y por eso supongo que estamos metidos juntos en este lío —dijo guiñándole un ojo—. Si siempre camináramos por el mismo sendero nunca llegaríamos más allá de donde ya hemos llegado.
Por primera vez Charles lamentó que Anne fuera mujer y no hubiera sido político. Y por primera vez también estuvo a punto de confesarle cuáles eran sus orígenes. El hambre y la tristeza de la fábrica que sustituyó el colegio. La cárcel que sustituyó su hogar. Lo mucho que entonces deseaba ir al cielo cada día. No volver a despertarse para comprobar que tenían un padre-hijo que de trastada en trastada volvía a ir preso por deudas y ellos a la calle. Pero no pudo.
—¿Y nunca has pensado en tener hijos? ¿En formar una familia? —le preguntó él, y en su mente, el polizón oculto en el vientre de Lili. Esa criatura que los había unido para siempre.
Anne levantó sus ojos de aquel atlas por el que llevaba un rato viajando sin escalas.
—Claro —aseguró aparentemente ilusionada—. Me imagino embarazada, sentada a un piano a cuyo teclado casi no me llegan las manos, y mi marido, un hombre serio y respetable, de pie, a mi lado, pasando lentamente las hojas de la partitura, mientras a nuestros pies leen plácidamente otros tres niños de edades escalonadas…
Charles sonrió y ella se puso en jarras. Definitivamente Anne se caía de aquel retrato de familia.
En la punta opuesta de la isla, en su extremo más cercano al infierno, alguien estaba a punto de dar al traste con todos aquellos anhelos reales o ficticios. Miss Grady llamó a la puerta de dirección y, frente a un fuego que hacía esfuerzos por no apagarse, vio la sombra de Scraugh, con todo el cuerpo transformado en un garfio cuya sombra se agrandaba sobre la pared dándole un aspecto tan temible que él mismo se sobresaltó al no reconocerse.
La enfermera sujetaba en sus manos las dos cartas sin franqueo que había encontrado en la habitación de Anne.
—Señor director —dijo miss Grady.
Y entonces, la sombra de Scraugh pegó un brinco y se diluyó en la oscuridad.
—¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Ha venido a buscarme? —lloriqueó tembloroso el viejo, que sólo había visto la puerta abrirse y una figura blanca y grande deslizarse en el interior.
Era la una, se percató Scraugh, igual que en el cuento, y puntual, como la muerte, aquel fantasma se había manifestado tras la campanada.
—¡Atrás, mensajero del infierno! ¡Atrás! —gritó—. Déjame, por favor, déjame.
Mientras, miss Grady, en estado de shock, sujetaba con una mano las cartas y con la otra agarraba con fuerza aquel crucifijo que colgaba sobre su pecho sin saber con quién hablaba el viejo. Entonces una gran ristra de ajos se desplomó sobre ella, como si viniera de ninguna parte. La gran gaviota pareció inflamarse de terror y salió de la habitación aceleradamente, dejando la puerta abierta. Desde lo alto de un armario, los ojillos brillantes y nerviosos del Ratón parpadearon en una muda carcajada.
La jefa de enfermeras bajó los escalones casi de dos en dos con una agilidad que le era desconocida. Estaban pasando cosas muy raras… Pero lo que ya era evidente era que Scraugh estaba perdiendo el juicio. Daba igual, pondría esas cartas en su mano por la mañana y aquello provocaría el despido inmediato de Radcliffe. Pero ¿qué estaba pasando últimamente en La Isla? Al llegar al recibidor se encontró con Luciana, a quien agradeció haberla alertado de la violenta conversación que aquella tarde habían mantenido Radcliffe y el inglés con el director. ¿Cuestionaban sus métodos?, se dijo, mientras se sobaba su lunar arácnido y lo escondía bajo el cuello rígido de su uniforme. Sabía que algo estaban tramando contra ella. Pero habían llegado tarde, se tranquilizó mientras desaparecía con una vela en la oscuridad del largo pasillo. Muy tarde…
Cuando alcanzó el sótano del edificio, entre el llanto de las goteras se escuchó otro gemido. Las paredes parecían acercarse al contacto con la luz y entonces escuchó la voz lóbrega de un hombre.
—¿Dónde hay que llevarla, miss Grady?
En el suelo, tiritando, estaba Darcy Moore, la última paciente en llegar, con sus medias rotas y los brazos apretando su vientre.
—A la prisión de hombres. Dásela a Titus, el celador de la entrada; él sabrá qué hacer con ella.
—Pero yo creo que no se encuentra bien —dijo Tom, despegándose de la oscuridad, mientras observaba a la mujer, entre fascinado y confundido.
La jefa de enfermeras se volvió hacia él como una rapaz, le pidió que se agachara y cuando éste lo hizo derramó la cera de la palmatoria sobre su cuello. El Gigante aulló y en el aire quedó un aroma a pollo chamuscado.
—¡A ella le gusta, mendrugo! —Agarró a la mujer por su larga melena, se escuchó un hipo, tenía un labio partido—. Por eso estás aquí, ¿verdad? Así que vamos a quitarte las ganas haciendo algo útil por los chicos del penal. Que hay que calmarles los nervios. Así, todos sacáis algo. —Luego se giró hacia el Gigante—: Y tú, haz lo único que sabes hacer. ¡Obedecer!
Y el Gigante, intentando arrancarse la costra de cera que iba endureciéndose sobre su gruesa y oscura piel, encendió su antorcha, agarró a la mujer y se la echó a los hombros como un fardo de carne destinado a satisfacer el hambre atrasada de la prisión de la isla de Blackwell.