Isla de Blackwell, 1867
El globo giraba y giraba empujado por las manos pequeñas y mojadas de la niña, que palmoteaba sobre él, como si no pudiera dejarlo parar. Lo hacía girar con una energía nueva, hasta que los continentes se convertían en una estela ocre, y a medida que giraba, todo lo invadían los océanos y era más y más azul.
—¡Ya he dado la vuelta al mundo! —gritó Nellie desde el interior.
Desde la puerta, Dickens dejó que fueran primero sus ojos los que entraran en la que había sido su guarida secreta en La Isla.
Margaret caminó despacio sobre el suelo de azulejos ajedrezados, ahora reventado por las plantas y cubierto de una hojarasca seca que levantó el viento.
El edificio ofrecía una imagen onírica que podría haber sido extraída de un cuento de los hermanos Grimm. Los libros seguían en las estanterías, salvo algunos que estaban regados por el suelo confundiéndose sus hojas con las de los árboles; los instrumentos de medición seguían en su sitio pero oxidados; todo estaba igual salvo un gran agujero en el techo que había dejado que aquel observatorio de los vientos fuera colonizado por ellos. Éstos habían jugado con las sillas, que estaban volcadas aquí y allá, y en el centro, animado por la luz que se colaba por el enorme roto del techo, crecía un gran árbol, frondoso e indómito, cuyas ramas habían reventado ventanas y vitrales hasta salir al exterior. Otros árboles más pequeños cuyas raíces ya levantaban el suelo le conferían a todo el conjunto el aspecto de un bosque mágico que hubiera crecido en el interior de una biblioteca. El tiempo y la lluvia habían trabajado en aquel escenario igualando con una pátina musgosa los óleos de las paredes, la escalera de la librería, incluso un cartapacio lleno de mapas que esperaba encima de la gran mesa para ser consultado. Parecía como si aquel lugar hubiera sido abandonado de pronto. Como si las personas que lo utilizaban se hubieran evaporado un buen día y la naturaleza hubiera querido recuperar lo que era suyo.
Dickens se acercó a la chimenea, aún tenía algunos troncos en su interior que también habían sido colonizados por el verde. Entonces, con la mirada fija en un punto de la estantería, se abrió el abrigo, se agachó y retiró algunos libros. Nellie corrió hacia él gritando «¡un tesoro!, ¡un tesoro!» y con mucho cuidado, ante la deslumbrada niña, el escritor extrajo una caja de madera llena de polvo. Luego un trípode.
—Pero ¿qué…? —La maestra se acercó e investigó aquella obsoleta maquinaria—. Parece… ¿un antiguo aparato de daguerrotipos?
Dickens se frotó los ojos.
—Sí, tenía curiosidad por saber si seguiría aquí. —Carraspeó.
Y luego se disculpó y caminó hacia la puerta. Sería el polvo, dijo.
Apoyado en el dintel de la puerta suspiró profundamente.
Había querido verlo. Desde que le preguntó a Margaret si el observatorio seguía existiendo necesitó verlo. Porque sobre aquella mesa, en aquel sofá, frente a aquel fuego, Anne Radcliffe y él diseñaron un sueño. Uno que sabían que no era posible pero que durante aquellas noches cómplices les dio pie para revelarse lo que sentían, para hablar de sus verdaderos anhelos, leyeron revistas científicas, bucearon en mapas de lugares que soñaban conocer, dibujaron un mundo a su medida, un lugar justo en el que vivir.
—Ella fue mi gran amiga —dijo Dickens, y sus labios temblaron un poco—. Porque nunca fui tan yo como con ella. Dejé de ser Charles Dickens para sólo ser Charles, un hombre al que había olvidado y que se escondía dentro de un niño con las manos sucias. Un niño que nunca sintió vergüenza delante de ella.
A su lado, Margaret caminaba por la estancia observando aquel lugar que siempre le pareció prodigioso pero que ahora, además, contenía una historia de la que, hasta entonces, sólo conocía una parte.
—Fue un cañonazo, durante la guerra —le explicó Margaret—. Afortunadamente no hizo más destrozos.
Ambos levantaron la vista hacia el agujero por donde se veían desfilar las nubes. Qué ironía que una tragedia pudiera crear algo tan violentamente hermoso, pensó Charles, a quien le parecía ver a Anne otra vez, cruzando la estancia con sus pasos pequeños y silenciosos, luego habría enderezado uno de los cuadros que estaban torcidos antes de calentarse las manos, y su pelo suelto y rubio flotaría sostenido por el calor del fuego.
—Entonces fue cuando decidió ayudarles —aventuró Margaret.
Charles asintió. La pequeña Nell volvía a hipnotizarse ante ese placer por la repetición que sólo poseen los niños, haciendo girar y girar ese globo del que se habían borrado algunos países y un océano.
El escritor se frotó las manos y sus ojos anhelaron el fuego en la fría chimenea:
—Después de la última conversación con Scraugh entendí lo que Anne pretendía explicarme desde el principio —confesó—. Entendí su frustración. Su ira. Por qué había decidido cambiar las cosas con sus propios métodos.
La lucha que se libraba en esa isla no era social sino política. Siendo realista, supo que de poco le serviría concienciar a Scraugh si en dos años habría elecciones. De poco les serviría, cuando otro se sentara en su sillón y en la misma oscuridad. Por eso lo único que parecía preocupar a aquel viejo era no ser demasiado molesto, presentar unos resultados que le aseguraran volver a tener un cargo con un gobierno u otro.
—Esa tarde —continuó Charles—, cuando vi a todo el grupo jugando como niños en la playa, cuando sentí la ilusión con la que me miraban dando por hecho que iba a ayudarles a sacar al bebé de Lili de allí, cuando me enfrenté con el rostro de catástrofe de Anne, y escuché las valientes palabras que se atrevió a decirle a Scraugh, su convicción, fue entonces cuando pensé que tenía que hacerlo.
—¿Y la brújula? —preguntó Margaret con intriga.
—¿Por qué se comportaba así, quieres decir? —Sonrió sorprendido—. Bueno, ése es un misterio que no puedo revelarle hasta el final de mi relato… ¡Es usted extraordinariamente preguntona, Margaret!
—No, quiero decir si le ayudó a tomar aquella decisión. Al fin y al cabo era la brújula que le ayudaría a encontrar sus sueños, ¿no?
Charles levantó una ceja.
—Tiene muy buena memoria, jovencita… ¿Me da un poco de ella? Yo cada vez tengo menos. —Suspiró—. Sí, creo que de alguna manera sí… por una vez me indicó el camino.
Margaret limpió con su falda el polvo de aquella máquina.
—¿Y la fotografía? La que trae consigo… se hizo con esta cámara, ¿verdad?
Charles asintió con gesto de intriga.
—¿Y éste es el tesoro que quería encontrar? —concluyó la maestra.
El escritor se sonrió nostálgico.
—Oh, no, no, no… Encontrar ese tesoro después de veinticinco años me va a costar mucho más. Ojalá no hubieran pasado tantos… —Luego la miró esperanzado—. Quizás necesite su ayuda.
Y mientras Nellie daba vueltas y más vueltas a aquel anciano planeta Tierra con obstinación copernicana, también se preguntaba qué habría sido de esa brújula. Ella también quería una. Para cuando se perdiera. Entonces, por pura intuición, trazó con su dedito una línea de Londres a Brindisi, luego de Brindisi a Bombay, y de ahí fue caminando con dos dedos hasta Calcuta y luego los deslizó por mar hasta Hong Kong, de ahí a Shangai, donde se detuvo a descansar un buen rato y, casi sin respiración, cruzó a San Francisco, después a Fort Kearney, atravesando increíbles montañas, llegó por fin a Nueva York donde se encontró de nuevo con la mirada de Dickens, quien comprobó, en ese instante, que a aquella niña, la isla y Nueva York se le acababan de quedar pequeñas.
Incluso si creyéramos en el destino, Nellie podría haber llegado a vislumbrarse devorando ese libro de Julio Verne que tanto le marcaría; se vio a sí misma a los veintitantos, con su vestido de viaje inglés, entallado y largo, y una pequeña maleta, y dentro, ese ejemplar manoseado de la novela y una brújula estropeada en la que confiaba a ciegas. Y más de veinte años después, cuando estuviera a punto de irrumpir en el despacho de su jefe, el todopoderoso Joseph Pulitzer, ya convertida en una famosa reportera, y le pidiera que le financiara un viaje para dar la vuelta al mundo y comprobar si el viaje de Phileas Fogg era posible, quizás se recordaría a sí misma con tres años haciendo girar un globo del que se habían borrado los colores. Por eso, cuando Pulitzer le dijo que no, que era un viaje que sólo podría intentar un hombre, Nellie se volvió hacia su jefe levantando la barbilla y le aseguró que ella ya había caminado el planeta con los dedos.
Durante setenta y nueve días, miles de lectoras seguirían las andanzas de Nellie en las páginas del periódico The World, e incluso otro periódico rival enviaría a una de sus reporteras a hacer el mismo trayecto pero en sentido contrario. Su contrincante no lograría su propósito, pero Nellie sí, y se convertiría en la primera persona en comprobar que el viaje soñado por Verne era posible.
Tampoco se podía imaginar el gran Verne que ya había nacido la persona que haría real el sueño de su personaje Phileas Fogg y, en su periplo, pasaría por París para conocerle y le dejaría una brújula como apuesta, una muy parecida a aquella que perteneció a su amigo Charles Dickens, el mismo que le aseguró que señalaba el lugar donde apuntaban sus sueños. ¿Y es que acaso los sueños de los hombres no eran el mismo sueño?
Un viento frío sacudió las hojas y abrió los libros que había esparcidos por el suelo como si estuvieran encantados o un centenar de fantasmas hubieran decidido leerlos, y aquel remolino trajo de vuelta a Dickens, a Margaret y a Nellie desde sus recuerdos pasados y anhelos futuros. Como si los tres compartieran por un momento la misma alucinación, empezaron a ver cómo caían desde el techo diminutos copos de nieve que se colaban a través de aquel roto, se deslizaban por un haz de luz hasta el interior del edificio, posándose sobre los muebles y los libros.
Nellie abrió la boca, sacó la lengua y sintió cómo sobre ella se deshacían uno a uno los diminutos y perfectos cristales. Allí se quedaron, hechizados por aquella imagen hasta que, como si la invocara una blanca ventisca, vieron a Anne Radcliffe cruzar la estancia otra vez, fría y bella, con sus pasos pequeños y firmes, el fuego estallaba de nuevo en la chimenea y volvía a nevar fuera y no dentro de aquellas paredes.