18

El Ratón no había recibido su nombre sólo por su tamaño sino porque era capaz de escalar y escurrirse por cualquier agujero que pareciera humanamente impenetrable. Cuando terminaron la sesión, Charles decidió que ese día le acompañaría hasta el correccional. Aquel pequeño ser al que acababa de convertir en uno de sus personajes le tenía verdaderamente intrigado. Esto pareció incomodar a Anne, como si su negativa a formar parte del secuestro de aquel bebé le hubiera creado una nueva desconfianza.

—Tengo que acompañarle yo, señor Dickens —le indicó—. Entiendo que desconozca nuestras normas, pero yo soy su cuidadora durante el día de hoy. Yo he ido a recogerle y yo le dejaré en su habitación.

—Me parece perfecto, Anne. Admirable, incluso. En ese caso los acompañaré a ambos.

Y ante la mirada atenta de aquel aprendiz de roedor, los tres emprendieron el camino de vuelta.

Durante aquel paseo en el que Anne parecía a punto de saltarle como una cobra en cualquier momento, el Ratón le reconoció, por ejemplo, que no conocía su verdadero nombre. Desde el principio todo el mundo le llamó así. Tampoco había conocido a sus padres. Se crió con un grupo de ladronzuelos del puerto que pronto le utilizaron para colarle en tiendas de comestibles, para descolgarle con una cuerda hasta las barcas de los pescadores, y para ocultarle en los carros de los agricultores entre las cestas de fruta que luego iba tirando en pleno trayecto, pieza a pieza, para que los otros miembros de la banda las recogieran. Era tan blanco que al principio se pensaban que no tenía sangre. Pero donde el Ratón perfeccionó su técnica fue robando en el cementerio de la iglesia de St. Peter’s. Era el primer cementerio católico de Nueva York y estaba situado en el bajo Manhattan, en Barclay Street. Luego un grupo de católicos compraron parte del cementerio para construir la antigua catedral de San Patricio entre Mott y Prince Street, y parte del terreno se reservó como camposanto. Todo un reclamo para los saqueadores que vivían hacinados en los tenements al otro lado de la calle y que no comprendían qué falta podían hacerle a aquellos cadáveres sus vestidos, zapatos y joyas. El Ratón recordaba con una chispa de orgullo cómo, compinchado con el guardián del cementerio, se colaba por las redondas luminarias de los panteones familiares de los ricos para expoliar los bienes a los que se agarraban con frígida obstinación. Recordaba especialmente el cadáver de una niña al que intentaba arrancarle su muñeca. Muchas de ellas, las más caras, parecían de verdad porque tenían pelo natural y por eso estaban tan cotizadas en el mercado negro. Recordó con terror cómo al zarandear la muñeca para poder librarla del mortal abrazo de su dueña, abrió los ojos, igual que si fuera ella quien volvía de la muerte. Estuvo a punto de darle un infarto. Fue tal el chillido que se oyó en el cementerio que despertó a los guardias. Por aquel delito había sido enviado al correccional de Blackwell.

—Y no me arrepiento —aseguró con su voz de puerta mal engrasada—. ¿Por qué iba a arrepentirme de tomar lo que otros entierran para que se pudra?

Anne y Charles también le escucharon relatar cómo había sido enviado al correccional ya que su fisonomía y su falta de documentos hacían imposible demostrar su edad. A pesar de eso, la pena había sido ejemplarizante. Ocho años en los que había soportado las burlas y abusos de sus propios compañeros. Arrugó su naricilla menuda y la meneó hacia los lados. Les castigaban sin dormir durante días cuando les sorprendían hablando por la noche, recibían palizas sólo por salirse de la fila cuando se derrumbaban de puro cansancio y, lo peor de todo, les obligaban a azotar con una vara a otros compañeros que habían cometido una falta. Una falta era bostezar cuando te hablaba un guardia, pedir más comida si tenías hambre, hacerte tus necesidades si no te dejaban ir al baño. Una falta era el simple hecho de existir. Respirar.

«A ver, niños, fórmense todos en fila», recordó el Ratón la voz de uno de sus cuidadores, aunque luego rectificó, no los llamaban niños, no: «A ver, escoria, fórmense todos en fila, desnúdense y pongan su ropa ahí al lado», y entonces todos en calzones, con los dientes como castañuelas, iban saliendo uno por uno del comedor, y un vigilante les metía la mano por ahí dentro para estar seguro de que no se habían escondido un mendrugo de pan para roer de noche.

Afortunadamente, su aspecto le había hecho poco apetecible para los cuidadores, más bien repulsivo, matizó con una media sonrisa, como si le agradeciera a la madre naturaleza el haberle hecho raro y desproporcionado, haberle protegido de otro tipo de abusos.

—Y al cabo de un tiempo de vivir aquí, para mi sorpresa, un día me desperté con algo nuevo, que no había tenido nunca… ¿Saben con qué? —dijo, parándose en medio del camino, y les indicó que se acercaran como si fuera a confesarles una travesura—. Me desperté con ganas de matar.

Charles y Anne se quedaron pasmados como si les hubieran convertido en estatuas de sal, mientras el Ratón correteaba contento dentro del edificio del correccional y les emplazaba a la reunión del día siguiente.

Cuando Charles consiguió volver a moverse, agarró a Anne del brazo y le dijo que iban a ver a Scraugh en ese mismo momento. No podía consentir aquello ni un segundo más, tenía que decirle todo lo que había averiguado y escuchado, todo lo que él se negaba a ver, agazapado en aquella oscuridad que tanto le calmaba. De nada le sirvieron los lamentos de la enfermera: ¿es que no se daba cuenta de que él era un extranjero?, no iba a poder cambiar nada por una vía legal, pero ¿por qué no veía que lo mejor que podía hacer por alguien como el Ratón era darle la oportunidad de participar en algo positivo? Si le contaba todo a Scraugh la echarían y aquellas personas quedarían desprotegidas dentro de La Isla y el niño de Lili correría la misma suerte y… Pero Charles ya no prestaba atención a aquella taquicardia de yuxtaposiciones. Una gran angustia e indignación se había apoderado de él y casi la arrastró escaleras arriba hasta el despacho del director al que entró como un ciclón sin llamar a la puerta.

Al hacerlo encontraron allí a Luciana, que estaba relatándole la última entrega del fantasmagórico relato del que era protagonista involuntario. A causa de la entrada tan abrupta, el viejo dio un salto que lo dejó encaramado al reposabrazos de su roída butaca orejera. Estaba pálido como si de verdad hubiera visto un espectro y los labios le temblaban.

—¿Qué diablos…? —dijo, tomándose el pulso—. ¿Es que en el sacrosanto Imperio británico han perdido la costumbre de llamar a la puerta?

—Sí, cuando nos encontramos en un lugar donde se han violado todas las normas de convivencia, incluso los derechos humanos. Entonces la educación pasa a un segundo plano, señor Scraugh.

La voz del escritor sonaba rota como si se estrellara contra un acantilado. Anne Radcliffe se quedó en la puerta con gesto suplicante. Nada de lo que dijera iba a servir para cambiar la mentalidad de Scraugh; iba a delatarles, pensó, y se imaginó aquella escena como la entrega final de una de las grandes obras dickensianas. Sin piedad para con sus personajes. Sin esperanza para actuar contra el destino.

—No sé qué mosca le ha picado, Dickens, pero seguro que podemos discutirlo en otro tono —le reconvino Scraugh, receloso del fuego que veía en los ojos del inglés. Aquel tipo tenía muchas influencias.

—No hay discusión posible cuando es atacado un derecho fundamental —sentenció el escritor.

—Vaya —dijo el otro entre dientes—, ya me extrañaba a mí que no empezara a citarme otra vez a sus liberales patrios…

Charles avanzó un par de pasos hacia él.

—Cómo puede cerrar los ojos ante lo que está ocurriendo en su isla —se indignó Charles—. ¡Cómo puede tolerar los abusos que se están cometiendo en una institución de la que es responsable!

Luciana, con el chocolate de sus ojos derritiéndose por momentos, se excusó y salió de la habitación a toda prisa, taconeó escaleras abajo y fue preguntando a todo el que se encontró por miss Grady.

—Pero ¿de qué está hablando? —gruñó Scraugh, acercándose beligerante a ese inglés insolente que se atrevía a levantarle la voz—. Las personas que están confinadas aquí, lo están precisamente porque no saben convivir, porque han tirado su vida por la borda o porque no tienen dónde caerse muertos, hablando claro. ¡Están viviendo de la caridad! Ya tienen bastante.

Ahora fue Charles el que avanzó de nuevo como si se dispusiera a dar un jaque al rey, hasta que el director tuvo que alzar su barbilla para mirarle.

—¿Y no se pregunta usted, Scraugh, si este lugar los está haciendo peores o mejores? ¿No se pregunta por qué han tenido que arrancar los ganchos para la ropa en las celdas del penal, por qué cíclicamente aparece algún chico del correccional ahogado porque se ha jugado la vida intentando cruzar a nado el río? Yo le diré por qué. Porque algunas personas preferirían morirse antes que estar recluidos aquí en estas condiciones —dijo, y se apoyó en un aparador lleno de polvo, algo mareado.

—Pues si prefieren morirse —repuso Scraugh casi riendo—, es mejor que lo hagan, ¿no cree?, y así disminuirá el exceso de población. Ya lo dijo Malthus.

Charles tomó aliento. No podía comprender qué herida habría sufrido Scraugh para hablar con tanta frialdad.

—Malthus, señor mío, habló de restringir la natalidad en poblaciones a las que no se podía alimentar, no a matar de hambre, de frío o de desesperación a los que ya están aquí, que son ciudadanos de sus países como usted y como yo, cuyas vidas valen lo mismo que la suya o la mía, y que tienen derecho a contar con instituciones de caridad adecuadas a las que poder recurrir. —Sus ojos se irritaron iracundos—. ¿O va a decidir usted qué exceso de población hay y dónde exactamente? ¿Será usted quien decida qué hombres deben vivir y qué hombres deben morir? Muy bien. —Rió sarcástico—. Pero tenga cuidado, Scraugh; sí, tenga cuidado, porque cualquier día le moverán de este despacho, cuando ya haya cumplido más años de lo que sus pobres huesos puedan soportar. Y es posible que, a ojos de los que le sustituyan, usted sea más indigno y útil o menos capaz que otras personas… —Se llevó las manos a la cabeza. Hundió sus dedos entre el pelo—. ¡Oh, Dios mío! ¡Tener que oír a un insecto posado encima de una hoja pontificando sobre la excesiva duración de la vida de sus hambrientos congéneres que pululan por el polvo…!

A unos centímetros de él, Scraugh lo escuchaba con los ojos desorbitados e incrédulos, no sólo por el discurso que estaba teniendo que escuchar, sino porque en su mano derecha el escritor empuñaba el apagavelas desaparecido de su mesilla de noche. Aquel descubrimiento, unido al relato de Luciana en el que había reconocido muchos de los datos de su pasado que, sin saberlo, había dado en sueños, hicieron a Scraugh temer por su propia cordura.

Al seguir el trayecto de la mirada del viejo, Charles entendió de pronto por qué lo miraba estupefacto.

—Lo ha devuelto la marea —improvisó Charles, al tiempo que se lo alcanzaba al viejo—. ¿Lo reconoce?

Scraugh no dijo nada, sólo lo dejó sobre la repisa de la chimenea y se giró lentamente hacia el escritor mientras buscaba con ansiedad su gran pañuelo en todos los bolsillos de su traje.

—Tengo que reconocerle, señor Dickens, que me ha decepcionado usted. —Carraspeó un poco y se secó la nariz—. Está utilizando a una serie de personas para documentarse, hasta les ha obligado a recordar aquello que han perdido cuando probablemente no vayan a salir nunca de esta isla, y ahora es capaz del más extraordinario cinismo: ¿se atreve usted a hablarme de humanidad?

Frente a él, Charles le miraba rabioso. Vaciló unos segundos. Miró a Anne de reojo.

—Probablemente no vayan a salir, usted lo ha dicho, probablemente… —dijo Charles pensando en el bebé que esperaba Lili, en ese complot al que había querido sucumbir, y la mirada de Anne le cortó definitivamente el aliento.

Cuando abrió los labios de nuevo, su voz, la de ella, se abrió paso desde el trasluz de la puerta.

—Probablemente, sí, señor Scraugh. —La enfermera se adelantó unos pasos—. Por eso estas personas tienen derecho a alimentarse de sus recuerdos felices. Y si los olvidan o sólo recuerdan los desgraciados, si piensan que ahí fuera sólo les espera más desgracia, no lucharán contra sus enfermedades ni tratarán de convertirse en mejores personas, ni los niños del correccional soñarán con una vida mejor. Sólo aceptarán con tristeza que su vida les ha gastado una broma de mal gusto y acabarán embrutecidos. —Endulzó su mirada y juntó las manos como si fuera a rezar—. Usted no sabe que posee un gran poder, señor Scraugh. Tiene la posibilidad de hacerlos más felices o más desgraciados mientras estén aquí dentro.

—¿Felices? —Se rió Scraugh sin ganas—. ¡Felices, dice! —Se sonó la nariz—. Vamos, señorita Radcliffe. ¿No empieza a estar muy contagiada de ciertas ideas? ¿No iría ahora a recitarme ese discurso benthiano tan pasado de moda? «El principio de la mayor felicidad», ¡pero qué diantres digo! Si usted apenas sabe leer… sí, eso queda muy bonito sobre el papel, pero aquí, en Blackwell me gustaría a mí ver al señorito de Bentham aplicando sus teorías.

—No me hace falta leer con soltura, señor Scraugh, para pensar con lucidez. —Y endureció su voz—. Dirá que esa posibilidad se reduce a palabras que acaban siendo papel mojado, y que la felicidad no es cuantificable. Quizás allí, en la otra orilla, sea así. Pero en esta orilla, señor Scraugh, la felicidad puede cuantificarse, la felicidad puede consistir en poner la calefacción las horas del día que haga más frío, lo cual no será gran cosa para su presupuesto, pero para ellos supondrá lo mismo que una fortuna.

El director se quedó como una estaca ante aquella obviedad que caía por su propio peso, sin soltarles la mirada, los tres coloreados por la vela derretida que los separaba.

—¡Malditos ingleses metomentodo! —se le escapó entonces a Scraugh—. ¿Le digo yo a usted cómo tiene que escribir sus cuentitos? —Y se fue internando de nuevo en la oscuridad de la habitación, mascullando entre estornudo y estornudo—. Ponga usted la calefacción unas horas al día…, póngala usted…, como si lo fueran a notar esos desgraciados. Si están hechos a todo…

La pondría, la pondría y ya verían como no notaban grandes cambios. Sólo para que se convenciera. ¿Felices?, como luego no le salieran las cuentas… Hizo una pausa ya convertido sólo en una voz que flotaba en la penumbra y después se escuchó un «¡paparruchas!» que hizo a Charles sonreír levantando una ceja. O quizás fue su ceja la que sonrió, arqueándose como cuando escribía y acababa de dar con un punto de giro para su historia.

Esa noche, asomada a la ventana del asilo, estudiando la cúpula de estrellas que envolvía el mundo, sólo Florita en todo el planeta supo que una alineación de astros había llegado a su punto más alto y que sólo se daba cada mil quinientos años.

Mahuiztiquez ilhuicatl… (Qué cielo maravilloso…) —susurró.

Su compañera de habitación permanecía rígida bajo la manta delgada en lugar de estar dando vueltas en su camastro quejándose cada poco.

—¡Linda! —musitó Florita.

No hubo respuesta.

—¡Linda! —repitió algo más fuerte—. No te habrás muerto, ¿no?

Otro silencio.

—¿Qué dices? Cada vez estoy más sorda —farfulló por fin la anciana, levantando el cuello como una tortuga.

Florita suspiró aliviada.

—Que el cielo dice que nos sonreirá la suerte —respondió la chamana.

La otra se dio media vuelta en la cama. Pues menos mal, dijo. Así igual volvían a poner gachas en el desayuno.

En su fría habitación, Lili llevaba horas cantando y abrigaba su vientre con sus manos, sus cabellos, sus palabras, para que su bebé no sintiera el frío intenso en el que iba a nacer. De repente, cerca del estómago apareció un bulto que Lili identificó como uno de los talones. Sonrió fascinada. «Ya pronto», le susurró, «ya pronto…» Y tras aquella pared de carne alguien ensayó su primera sonrisa, abrió sus cinco deditos todo lo que pudo y juntó la palma con la de su madre. Luego se metió el pulgar en la boca y se dejó flotar en el arrullo cálido de esa nana que escuchaba amplificada, como si habitara en la panza de un bello instrumento.

Aquella misma noche, cuando Anne y Charles se encontraron en el observatorio se saludaron con escepticismo. Sobre el globo terráqueo de cerámica caía una insistente gotera que resbalaba desde Canadá hasta Brasil, y entre mapas que ubicaban mundos desconocidos, esferas que recogían sistemas solares, entre catalejos, telescopios y libros de viajes, parecían dos disidentes políticos que se dispusieran a negociar una revuelta. Esa noche decidirían emprender juntos la que sería la aventura más emocionante de sus vidas mientras Anne hacía girar con su dedo delgado y herido aquel globo terráqueo que daba vueltas y vueltas sobre su eje, cada vez más deprisa, haciendo pasar los minutos, las horas, los meses y los años, hasta que el tiempo empezó a reventar los calendarios, y se coló una hojarasca parda que cubrió el suelo, los libros y apagó el fuego de la chimenea.