Día 9
Cuando las primeras brumas de la madrugada empezaron a deslizarse por la ventana, Scraugh ya tenía un ojo abierto. Hacía tiempo que no dormía bien, pero el hecho de que Luciana le informara de que ese maldito escritor inglés le había tomado como modelo para el protagonista de su cuento no le hacía ninguna gracia. Y es que había algo que muy pocas personas sabían de Scraugh. Era un temeroso de Dios y supersticioso hasta la neurosis. Por lo tanto, no le gustaban las historias de fantasmas ni de aparecidos, y menos aún aquellas que le tenían por protagonista. Luciana —aparentemente enganchada al cuento por entregas que Dickens había empezado a relatarles y, a esas alturas, enamorada de él hasta los huesos— le había contado con entusiasmo que al viejo Scrooge le visitarían tres fantasmas. ¡Nada menos! Y el primero lo haría a la una de la madrugada.
El viejo se incorporó sobre los codos y en la oscuridad distinguió la cara blanca y sonriente del reloj dentro de su caja marcando la una menos cinco. Se arrancó el gorro de dormir empapado de sudor y deslizó los retorcidos pies dentro de sus tristes pantuflas. Caminó hacia la ventana. Las brumas se deslizaban por el cristal como si fueran etéreos fantasmas que hubieran invadido el mundo. El viejo sintió un escalofrío. Incluso se le había descompuesto el estómago. No le pasaba desde que era niño y apagaban la luz en el internado. Con paso rápido se dirigió al baño.
La angustia de Scraugh tenía su fundamento.
Se había visto reflejado en el retrato literario que Dickens había hecho de su personaje como en un espejo, y al no conocer el proceso creativo de un escritor, sospechaba que podría haberlo investigado o, peor aún, que aquel inglés del diablo tenía dotes de adivino. Había dibujado un Scrooge misántropo que se había apartado del mundo y él lo era; su Scrooge aborrecía la Navidad y ése era su caso; era católico como él y había tenido una infancia solitaria; no tenía hijos aunque le quedaba algún sobrino al que no le hacía demasiado caso. ¿Cómo demonios podía saber todo aquello?
De lo que no era consciente Scraugh era de que todas las pistas que había utilizado Dickens para construir a su sucedáneo literario estaban regadas por su despacho. El escritor sólo tuvo que empezar a definirlo a partir de unas cuantas sugerencias que le había aportado su capacidad de observación: cuando entró por primera vez en su despacho le llamó la atención la pequeña cruz que colgaba encima de su puerta. Podría haber estado en cualquier otro lugar, pero aquélla parecía haber sido colocada para proteger esa habitación. También le interesó que hubiera un apagavelas por candelabro, una manía que sin duda nacía de alguna superstición. No había retratos de familia, padres, mujer o hijos, sólo conocía por Luciana la existencia de un sobrino. Le había confesado, además, que odiaba las Navidades igual que todas las personas que no las habían disfrutado. Así pues Dickens se imaginó un niño al que no habían dejado ser niño y que probablemente se sintiera incómodo ante las muestras de afecto. Una persona con carencias afectivas difícilmente podría dar amor, por lo tanto esto habría afectado a su relación con las mujeres. Y a partir de aquel primer boceto, el escritor siguió tirando del hilo de su imaginación y vislumbró a un Scrooge sin hijos y que apenas podía conservar la relación con la poca familia que le quedaba. Para protegerse de la soledad se habría convencido de que odiaba al género humano y refugiado en el trabajo. Ser un buen gestor sería su único objetivo.
Sin embargo, cuando Dickens estuvo a punto de espolvorear sobre aquella mezcla una gran dosis de crueldad, no pudo. Porque el mezquino y amargo Scrooge había tenido un gesto que hizo saltar todas las alarmas de que, quizás, tan agrio personaje encerraba, muy escondida y muy a su pesar, cierta humanidad: al verdadero Scraugh le había preocupado que el experimento que le proponía Dickens fuera cruel. Aquel conato de bondad fue suficiente para que el escritor decidiera que su personaje no siempre había sido el frío y amargo avaro, sino que una vez fue un hombre que amó, que rió y que tuvo amigos. Y para terminar de darle alma, colocó una expresión en sus labios que se la había escuchado al director del hospital un par de veces. «¡Paparruchas!» Y que a Dickens le pareció sonora y definitoria.
Pero todo esto no podía imaginárselo Scraugh. Sólo se sentía desnudo ante la mirada de aquel hombre y de su grupo de desarrapados que Dios sabía qué intimidades más conocerían de él. El viejo caminaba por la estancia con los músculos retorcidos como ramas de alcornoque, asfixiando llama tras llama con su correspondiente apagavelas. Pero ¿qué ocurriría si por algún motivo aquel hombre fuera capaz de intuir su destino? ¿Si aquello que contaba se hiciera realidad de alguna forma?
«¡Paparruchas!», espetó el viejo, y hasta se molestó a sí mismo al escucharse. Incluso aquella expresión le había sido arrebatada y ahora, cada vez que la escuchaba en su voz, le parecía estar haciéndole burla a su propio personaje. Intentando quitarse estos pensamientos de la cabeza estaba, cuando llegó hasta la vela que se consumía en su mesilla y comprobó consternado que el apagador había desaparecido. Sin saber por qué, no pudo soplar aquella llama. Sólo cuando ésta se consumió del todo consiguió quedarse profundamente dormido aunque pronto fue asediado por extrañas imágenes que mezclaban fantasmas, apagavelas y recuerdos y que le hicieron hablar en sueños. Nunca supo que habían estado vigilándole un par de ojos brillantes que esperaban la oscuridad absoluta para salir de su escondite.
A la una en punto de la tarde, Charles se dirigía a su cita para contar la segunda entrega de su cuento. Llevaba nueve días en La Isla, lo que le situaba en el ecuador de su estancia, y por primera vez sintió que la claustrofobia le oprimía el pecho. Esa tarde, el paisaje parecía haber sido pintado como un telón de fondo para una historia de fantasmas. Grandes nubarrones oscuros y alargados tapiaban el sol y ensombrecían el edificio del manicomio en cuya puerta Charles grabó en su memoria una imagen: una decena de sillas de ruedas que había tumbado el viento, como si hubiera descarrilado un gigante tren de juguete, que le daba a todo el conjunto un ambiente de catástrofe. Aquello conectaba a la perfección con su estado de ánimo, pensó. No había podido desayunar.
En su estómago aún se digerían las palabras de Anne de la noche anterior. Su forma tan inmerecida de juzgarle. Desde luego, era una joven manipuladora e inconsciente. ¿Cómo había podido dejarla llegar tan lejos? ¡Pero quién se habría creído! Luego se enteró por Caridad, la enfermera cruasán, que un médico le había estado esperando en el comedor preguntando a cada rato si bajaría a desayunar. Allí estaba de nuevo aquel joven insistente, se dijo Charles recordando el intacto manuscrito que criaba polvo sobre su mesilla de noche. Los dos primeros capítulos eran ilegibles… ¡Y ya tenía ficción de sobra con lo que estaba viviendo!
Por otro lado, le incomodó el encuentro con miss Grady a esas horas de la noche. Las consecuencias que podría acarrear para ambos que descubriera sus citas con Anne noche tras noche. Aquello acabaría con la reputación de ambos, por no hablar de si llegaba a averiguar el absurdo plan que Anne se traía entre manos. En cualquier caso, su labor, a la que se había comprometido, era escuchar a aquellos hombres y mujeres recopilar sus quejas, darles voz, y antes de irse, inocular en ellos el virus de la imaginación para hacer su vida allí un poco más llevadera.
Él era sólo un escritor, se convenció, y su arma era la palabra. Eso era lo único que podía hacer por ellos.
Cuando llegó al punto de encuentro de la playa ya estaban todos esperando. Todos menos Anne. Dejó caer sus brazos por su propio peso. En el fondo prefería no tener que encontrarse con ella, pero una punzada en el pecho, demasiado cercana a un órgano vital, le dejó el regusto agrio de una culpabilidad que le pareció injusta. Celebró, sin embargo, que ese día no hubiera más vigilancia que la de su admiradora italiana. Según supo después, Anne había solicitado a Scraugh, en nombre del escritor, poder tener más intimidad en su experimento. Y aunque el viejo estaba seguro de que Dickens no podría controlar a semejante grupo, accedió, probablemente por miedo a lo que más tarde pudiera publicar en la prensa.
Estaban sentados en semicírculo y le miraban. Aquellos personajes suyos le miraban ansiosos como si esperaran a ser escogidos para protagonizar una historia. Era como siempre se lo había imaginado. Cuando era niño y soñaba con ser un escritor tan famoso como Shakespeare, pensaba que los personajes vagaban errantes por la cabeza del autor desde que éste venía al mundo. Todos los que sería capaz de crear durante su vida esperaban su turno, esperanzados, para recibir un papel más o menos importante. Y él, el escritor, tenía que poseer el talento suficiente para descubrirlos, saber aprovecharlos al máximo y darles a cada uno el rol que merecían. Y allí estaban, nunca más físicamente que entonces: Florita, quien haciendo honor a su nombre, ese día le había traído unas flores de tisana salvaje que crecían en la isla porque le había notado inquieto; mientras se sujetaba la falda azul bordada como una mariposa vieja que hacía esfuerzos por volar, le aseguró que le daría la paz que necesitaba para tomar las mejores decisiones; tras ella y de pie se encontraba Tom el Gigante, como si hubiera decidido refugiarse en aquel pequeño cuerpo, estudiando el suelo con tal interés que parecía haberse quedado dormido; en el banco, como si acabara de bajar de un gran barco de crucero, estaba Ada, convencida de estar asistiendo a una elitista tertulia intelectual de la ciudad; se había fabricado para la ocasión un original tocado con forma de diminuto sombrero de copa con parte de su incombustible periódico, y les relataba a todos los detalles de sus magníficas vacaciones; sentado a sus pies, el pequeño Tim, que dibujaba un sol radiante en la arena con su muleta como si fuera una invocación; y un poco más allá, encarada al río, la mágica Lili, en equilibrio sobre la punta de sus dedos, con los brazos abiertos invocando nuevas visiones y sus exagerados ropajes revueltos, ocultando la cueva donde ya palpitaba el tesoro de Blackwell Island. Fue entonces cuando Charles se percató de que tras ella estaba el preso Marley, como una sombra que la escoltaba, que velaba por Lili. Y Charles tuvo la sensación de que si se dejaba caer la recogería en sus brazos, que si se tiraba al río se tiraría a salvarla. Reconoció la misma mirada con la que Marley miraba a la bella Lan desde su recuerdo.
No le pasó desapercibida la presencia de Luciana, quien, con sus ojos de chocolate, le preguntó solícita si no le importaba que se quedara. Había pedido permiso a miss Grady, dijo mordiéndose los labios esponjosos; estaba disfrutando tanto de su historia… Y Charles no lo dudó, sabía que la italiana haría un informe de cada uno de sus movimientos, aunque también supo cómo atolondrar sus sentidos.
—Claro, querida Luciana. —Le sonrió, y los ojos de ella se iluminaron como dos faros—. Ha hecho una lectura tan… apasionada de mis libros, que no podría prescindir ahora de sus impresiones sobre esta historia…
Desgraciadamente, aunque tarde, la mirada triunfal y húmeda que lanzó Luciana a su espalda le indicó que acababa de llegar Anne justo a tiempo para escucharle. Cuando se dio la vuelta la encontró allí, con el rostro hinchado de haber llorado y con una labor de punto que había traído con ella para mantener las manos ocupadas, eso dijo, y probablemente para evitar mirarle.
—Señor Dickens. Siento el retraso pero he tenido una mañana muy ajetreada —dijo arañándole con cada palabra—. Aunque me tranquiliza comprobar que Luciana lo tiene todo, como siempre, bajo control.
Él no respondió, pero sí captó cómo el resto de los personajes la observaban con gesto expectante. Se estarían preguntando si había aceptado ayudarles, pensó Charles, y en sus rostros ilusionados encontró la respuesta.
—Señor Dickens, señor Dickens… —dijo Florita juntando las manos como si fuera a rezarle—, estamos deseando que continúe su historia. Sólo le queda una semana con nosotros que puede ser… mahuiztiquez (maravillosa)…
—Es cierto, querida —dijo Ada, que siempre le daba la réplica como si la entendiera, inmersa en su mundo de invasiones y guerras—. Aquí todo es posible. Nunca se sabe cuándo puede ocurrir un milagro…
Hubo un silencio de tensa complicidad.
—Yo creo que pronto, muy pronto… ¡Oritah! (ahorita/en cualquier momento) —concluyó Florita abriendo mucho sus ojos opacos.
Y todos se observaron intensamente entre sí para no mirar a Lili, quien, ajena a toda esa tensión, seguía escoltando el río mientras alternaba risitas y susurros. Incluso Tom el Gigante seguía aquella ambigua conversación intentando anotar en su cabezota algo que le sonara inteligible y pudiera reproducir ante miss Grady si volvía a amenazarle.
—Me he tomado la libertad de traer un poco de té —dijo de pronto Anne, irritada, mientras intentaba desenrollar a tirones la madeja de lana con ayuda de Florita—. ¿Te sirvo un poco, querida Luciana?
Florita levantó la vista de la madeja y buscó maliciosamente los ojos de Anne. «Cihuachichi totonqui… (perra calenturienta)», susurró mirando a la italiana, que aceptó la taza de buen grado, en aquel lugar hacía un frío horrible. Las miradas que cruzaron la anciana y Anne, junto con el hecho de que no le hubieran ofrecido, provocaron que a Charles fuera la primera vez en su vida que no le apeteciera una taza de té.
—Entonces… —dijo Anne, algo crispada—, quedamos en que Scrooge esperaba la visita del primer fantasma a la una.
Una campanada de la iglesia de San Patricio que se escuchó desde Manhattan a lo lejos quiso darle la razón, y por unos momentos le recordó a Charles que Nueva York seguía flotando al otro lado del río. Cuéntales ese cuento, pensó; al menos haz eso por ellos. Se frotó las manos. Seguía sintiéndolas sucias de betún. Y comenzó su relato:
—¡Din, don!, ¿las escucháis? —preguntó el escritor—. Pues Scrooge también, también las escuchó. «Y cuarto»…, contó Scrooge. ¡Din, don!…
—¡Y media! —chilló el pequeño Tim.
—¡Din, don!… —repitió Charles.
—¡¡¡Menos cuarto!!! —exclamaron a varias voces.
—¡Din, don!…
—¡La una! —canturreó Ada, presa de una gran emoción.
Charles cambió su voz por otra que iba de puntillas:
—Y el reloj… dio por fin la más profunda, hueca, grave, melancólica campanada de la una. Entonces relampagueó un instante la luz de la habitación… —todos aguantaron la respiración—, y las cortinas de su cama se descorrieron…
—¿Y? —dijo una voz chillona que salió de la nada.
Todos gritaron. Incluida Anne y Luciana y Tom el Gigante. Hasta el propio Charles dio un respingo y Lili pareció volver en sí, aplaudiendo de forma infantil. Tras un montículo de arena apareció el Ratón, a quien nadie había echado de menos hasta ese momento. El escritor se fijó en que asomaba del bolsillo de su chaqueta una pequeña campanilla dorada con unas iniciales. Se frotó la nuca, ¿dónde había visto aquello antes?, y su famosa memoria le devolvió la imagen nítida del despacho del director; claro que sí, las había visto por todas partes. Desde luego, aquel pequeño ratero era capaz de llegar a cualquier sitio, se sonrió con una mueca malévola, y sin decir nada más continuó su relato.
Charles empezó a descubrirles cómo las cortinas de su cama fueron descorridas, podía jurarlo, por una mano. Y Mr. Scrooge, sobresaltado, se incorporaba a medias y se encontraba cara a cara con el visitante inmaterial…
—Tan cerca de él como yo lo estoy ahora de vosotros… —aseguró Charles, y se levantó con las manos entrelazadas a la espalda hasta que estuvo al lado del Ratón, a quien observó con interés.
Era una extraña figura, empezó a decir el escritor con una mueca burlona, una figura semejante a la de un niño; aunque, más que un niño, parecía un anciano visto a través de algún medio sobrenatural que le diera la apariencia de encontrarse alejado, aclaró, y de haber disminuido hasta adquirir las proporciones de un niño.
El Ratón, quien por primera vez se sintió escogido para algo importante, se levantó ante él. De pie le llegaba casi por la cintura. El escritor le investigó con avidez y continuó: sus cabellos, que le caían en torno al cuello y la espalda, tenían una blancura senil y, sin embargo, su rostro carecía de arrugas. Sus brazos eran largos y musculosos, y también sus manos, como si poseyera un vigor fuera de lo común… El Ratón sonrió envalentonado y dio una vuelta sobre sí mismo. Charles le rodeó y prosiguió su descripción: vestía una túnica de inmaculada blancura, y rodeaba su talle un lustroso cinturón cuyo brillo era deslumbrante… Entonces el narrador arrancó una ramita de un arbusto que crecía en la playa y se la puso al ratero en la mano, quien la sujetó solemne. Sostenía además… una rama fresca de acebo.
—Pero lo más extraño de todo era que su blancura despedía tanta luz… —Charles hizo una pausa maliciosa—, que de gorro solía utilizar un apagavelas que ahora llevaba bajo el brazo…
El Ratón, que hasta ese momento se había pavoneado triunfal ante sus compañeros sabiéndose protagonista de ese capítulo, abrió sus ojillos por encima de sus límites naturales y fue retrocediendo con disimulo hasta caer sobre su montículo de arena.
Charles extendió su mano y él, después de dudar un momento, le entregó el apagavelas que había robado la noche anterior. Lo encontró cuando espiaba al director Scraugh por indicación de Anne Radcliffe y se vio sorprendido por el viejo que había decidido acostarse más temprano que de costumbre.
Todos le observaron embrujados como si nunca antes lo hubieran visto. Como si el Ratón hubiera dejado de ser el Ratón y aquel espectro fuera real.
—Era el fantasma de las Navidades Pasadas —les explicó Charles—. Mr. Scrooge en camisón y el espíritu traspasaron la pared, y de pronto se encontraron en pleno campo, en un camino cubierto de nieve. El viejo empezó a reconocer a algunos niños de su pueblo que quiso saludar. Pero el espectro le advirtió que no eran más que sombras de lo que fueron, que no podían darse cuenta de su presencia —aseguró Charles, viendo en su cabeza nítidamente aquella escena.
Todos escuchaban el relato boquiabiertos, también Anne Radcliffe, que por fin había desistido de su labor y contemplaba el río sentada al lado de Lili, que por primera vez parecía haber emigrado desde su propio mundo. Y fue el Ratón quien, dejándose llevar por su papel y cosiendo los fragmentos que el viejo director había balbuceado en sueños, decidió continuar la historia:
—¿Y puede ser, señor Dickens, puede ser que Scrooge acompañado del fantasma llegara a la antigua escuela de éste? —preguntó el Ratón, y Charles le hizo un gesto para que continuara ante la mirada sorprendida de sus compañeros.
Y allí fue, prosiguió el Ratón, donde descubrieron a un niño solitario, abandonado por sus compañeros. Sentado en un banco, frente a un débil fuego, estaba el niño que había sido Scrooge. Solo. Leyendo.
—Y Scrooge lloró, sí, os lo juro —chilló el Ratón—, lloró al verse a sí mismo, pobre niño olvidado, tal y como había solido ser su infancia —relató, recordando cómo lloraba el viejo director en sueños llamando a su madre.
Su voz de aguja se clavó, subcutánea, en cada uno de ellos.
Quedaron en silencio y todo se amplificó a su alrededor. La gaviota que se zambullía en el agua para atrapar su pesca, el lloriqueo de las sillas de ruedas de camino al asilo, los bramidos de los buques que lloraban sus despedidas del puerto. Anne se giró hacia Charles, cuyos ojos habían adquirido un brillo extraño, pero fue el pequeño Tim quien se atrevió a romper ese silencio lleno de pequeños acontecimientos.
—Pobre Scrooge —se compadeció—. Se le había olvidado que alguna vez él también fue un niño.
—Pobre… pobre niño Scrooge —susurró Lili y se imaginó que acariciaba su cabecita.
Una clave. Un sentimiento. Aquélla, pensó Charles, aquélla era la única forma de dibujar a un buen monstruo. A un villano. Siempre había pensado que era imprescindible comprender al monstruo de una historia para hacerlo creíble. Y Tim, aún poseedor de la sabiduría de la niñez, aún en ese momento mágico de la vida en el que el hombre se hacía preguntas que luego dejaría de hacerse, les había ayudado a entenderlo.
El cerebro humano no llevaba bien el vacío. Necesitaba darse explicaciones. Y quizás por eso, desde ese momento el personaje de Mr. Scrooge se levantó ante sus ojos como algo inolvidable sin que los que allí estaban pudieran imaginarse que lo sería también para generaciones y generaciones, cientos de años después.
Aquello no fue parte de su experimento. Ocurrió sin más. De forma espontánea. Durante el resto de la tarde que pasaron juntos, fueron transformándose, uno a uno, como Scrooge, en los pequeños seres humanos que fueron un día. Como si aquel blanco y pequeño espíritu de las Navidades Pasadas en el que se había transformado el Ratón, les hubiera permitido recuperar su estado infantil. Y de pronto correteó ante ellos una minúscula Florita vestida de mil colores, con las narices llenas de mocos, confiscándoles las flores a torpes abejorros para que su abuela elaborara sus potingues, y volvió a relamerse cuando le llegó el olor de los frijoles burbujeando en la olla. Tras ella apareció un niño con las manos en los bolsillos que silbaba, un Marley de nueve años con pantalones cortos y un tirante roto; acababa de descender por la pasarela de un gran barco con los zapatos que le habían comprado sus abuelos para que pisara el Nuevo Mundo con firmeza. También el grande y negro Tom estrenaba zapatos, los que su tía Clarise le fabricó cuando a los doce años ya ninguna talla le servía; eran de fieltro con una suela de madera y al caminar cloqueaban por las calles empedradas de Filadelfia como si fuera un caballo de tiro; ese día soñó que podría caminar lejos. Hasta las niñas Anne y Luciana, de edades similares, podrían haber jugado juntas a dar palmas; ambas con trenzas que les llegaban hasta la cintura, una rubia, la otra castaña, incubaban muy distintos sueños; el de Luciana era cantar y se recordó entonando una canción napolitana que hizo llorar a su abuela en su cumpleaños mientras escurría la pasta: «Ouh Babbo…», susurró recordando a su padre cuando jugaba a sujetarla por los brazos para que soñara volar. Y tanto debió de meterse en el papel, que soltó una estrepitosa ventosidad que hizo reír a todos como locos y que dejó a Charles espantado y sin palabras. A continuación, la italiana salió corriendo avergonzada y la vieron cruzar la pradera sembrándola de pequeñas explosiones mientras las pequeñas Anne y Florita lloraban de la risa y la chamana exclamaba: «¡Ayya pocheoa! (pedo hediondo)», ante una mirada reprobatoria del escritor que luego dirigió hacia la cada vez más sospechosa taza de té.
Anne, riéndose traviesa, se vio a sí misma sentada en el alféizar de su ventana de su casa en Jersey, con las piernas largas y huesudas examinando el cielo, imaginándose cómo sería la tierra de la luna, quizás un talco plateado que se adheriría a los zapatos mientras Ada reconocía el olor a pino recién bañado por la lluvia, y pronunció unas palabras en alemán, esa letanía que recitaba su madre cuando dejaba comida en la entrada de la casa para que los troles respetaran su sueño.
La señorita Lili, sin embargo, no llegó a imaginarse de niña. No lo hizo porque otra imagen, una mucho más poderosa, acababa de adueñarse de su mente y tardó en averiguar que pertenecía a la memoria de la única persona que en ese momento había permanecido en silencio.
Se acercó a Charles y sólo le dijo:
—Ven pequeño, que yo sé cómo limpiarte esas manos tan negras.
El escritor se perdió durante unos instantes dentro de las pupilas insomnes y líquidas de Lili. Pero en ese momento no confesó lo que vio en sus ojos ni lo que ella empezó a susurrarle, como si estuviera desovillando la madeja del futuro, en medio de una de sus largas iluminaciones. Una Historia, la del mundo, que veía con nitidez tras la calima del río. Aun así disfrutó de todos aquellos niños que ahora jugaban con Tim en la playa, intercambiaban sus sueños, diseñaban las aventuras que querrían vivir y extraían, como un néctar de la memoria, los fragmentos perdidos de su infancia: el olor de su madre, un día de Navidad, su primer baño, la primera imagen del mar. Se sorprendieron juntos ante el mundo como si lo descubrieran por primera vez y excavaron la mina de sus recuerdos hasta encontrar aunque fuera una brizna de felicidad en forma de palabra o de breve caricia.
Algo llevó a Charles a sacar del bolsillo de su abrigo la brújula.
Y algo llevó a aquel artefacto a no comportarse errático, como siempre. Giraba y giraba cada vez más veloz como si fuera un reloj desquiciado que pretendiera dar marcha atrás en el tiempo o hubiera encontrado un lugar donde, de momento, no importaban las latitudes.