16

Isla de Blackwell, 1842

Día 8

—El peor veneno contra la felicidad es la falta de esperanza —dijo Anne Radcliffe al terminar de hacerle aquella petición, y pasó su lengua sobre sus labios agrietados.

Esta vez no se habían citado. No hizo falta. Cuando llegó la noche ambos emprendieron por separado el camino hacia el que había sido su refugio. Ella no quiso forzarle a hablar esa tarde. Sabía que necesitaría pensar. Lo supo cuando detectó cómo miraba a Lili. Su silencio. Su forma de enlazar las manos a la espalda como si de pronto temiera enseñarlas. ¿Le temblaban? ¿Le temblaba el pulso alguna vez al gran Charles Dickens cuando escribía sobre la injusticia? Una borrasca de preguntas sacudía la cabeza de Anne mientras le observaba caminar pesadamente por la estancia, ahora cruzado de brazos, protegiéndose ante la decisión que estaba a punto de tomar.

—Me estás pidiendo que cometa un delito, Anne.

—Ésa es una palabra muy fuerte, ¿no crees? —se defendió ella, tropezándose con sus ojos.

—Es lo que es, Anne. Mi profesión implica buscar las palabras más exactas para designar las cosas.

Y se acercó a la estufa. Abrió la puerta de hierro y azuzó con violencia las ascuas que emitían un llanto dramático y molesto. No podía hacerlo. Tenía que seguir luchando por la justicia, sí, pero luchar por ella era respetarla, intentar que llegara a todos pero siguiendo sus cauces.

—No puedo hacer lo que me pides, Anne. Así no.

Ella se levantó y caminó hacia él como si fuera a golpearlo. No podía creer lo que estaba escuchando.

—¿No vas a ayudarnos?

—No he dicho eso, Anne. Os ayudaré pero a mi manera.

—¿Y qué manera es ésa, Charles?

—Si doy a conocer que sé que ese niño va a nacer en La Isla…

—¡No! —le interrumpió ella—. ¡No hagas eso, Charles! ¡Tú no entiendes lo que supone eso!

—Déjame terminar —dijo bruscamente y sintió que empezaba a pesarle en la boca cada palabra—. Tú eres quien lleva demasiado tiempo aquí dentro y no sabes cómo funciona el mundo. Conozco a personas muy influyentes que podrían velar para que a ese niño no le pasara nada. Si nos descubren podría destrozar tu vida y la mía, ¿no lo entiendes? Para la ley estaríamos robando un niño.

—Así que en el fondo eres un legalista… —le reclamó ella sin disimular su desprecio—. ¿Qué crees que ocurriría con el niño de Lili en el mejor de los casos?

Charles se frotó la cara con las manos como si tratara de despertarse de una pesadilla.

—No podemos actuar contra la ley, Anne.

—Sí, si la ley limita la libertad y el derecho a la vida de esa criatura.

—La ley siempre limita la libertad, pero te olvidas de que la libertad sin ley no es posible.

Anne dio un golpe en la mesa.

—No me hables como uno de esos engreídos políticos con los que tomas el té. ¡No te entiendo! Y ahora respóndeme como tú, Charles Dickens, el hombre. ¿Qué crees que ocurrirá con ese niño? —Le sostuvo la mirada—. Yo te lo diré. En el mejor de los casos, acabará en un orfanato, quizás en este mismo, alimentado con una jeringuilla. Pero te olvidas de lo más importante. Lili quiere que lo saquemos de La Isla.

—¿Y cómo sabes eso? —dijo él, elevando la voz—. ¡Delira! ¡Por el amor de Dios, Anne! ¡Ve fantasmas caminando sobre el río!

—¡Porque me lo pidió ella cuando aún estaba cuerda y temía perder la razón!

Ambos quedaron enfrentados como dos espadachines que estuvieran calculando su siguiente estocada. El viento golpeaba las contraventanas contra el cristal y una corriente se filtraba por una rendija haciendo danzar las velas como si lo hicieran al son de la música del infierno.

—No te entiendo —admitió ella con una sonrisa derrumbada—. ¿Cómo puedes confiar en las instituciones después de lo que te he contado, después de lo que has visto? El otro día me dijiste que habías sido taquígrafo judicial y que por eso sentiste que tenías una…, ¿cómo era?, «responsabilidad social como escritor». ¡Qué bonito me sonó aquello! Que por eso hablabas en tus novelas de la injusticia de la justicia para con los pobres. ¿Qué viste en aquellos juzgados, Charles?

Él la miró con frialdad. Desde luego sabía cómo meter el dedo en la llaga. Maldijo el momento en que le había contado tantas cosas. ¿Qué había visto?, le repetía ella una y otra vez, ¿justicia? Hasta que él, con la voz surgiéndole desde sus entrañas, dijo:

—Vi que había una contradicción entre lo que creía y lo que veía.

Los ojos de Anne llamearon dilatados como si acabaran de echarles carbón.

—Pues si hay una contradicción entre lo que veo y lo que creo, Charles —se acercó a él hasta que sintió su aliento—, o cambio mi forma de creer o cambio mi forma de mirar.

Aquellas palabras le escocieron como si con ellas hubiera fabricado un látigo con el que no dudó en seguir flagelándolo. ¡Igual habría sido mejor que no hubiera visto tanto!, prosiguió dando un golpe sobre la mesa, que hubiera cerrado los ojos a tiempo… Él no la interrumpió, y dejó que le azotara sin defenderse como nunca había hecho con nadie. La luz de las velas le afilaba el rostro, los puños apretados, las venas de su cuello blanco inflamadas en un grito que no terminaba de salir.

—Tus idealistas planes de liberal convencido funcionarían muy bien en un lugar donde pudieran ponerse en práctica, Charles, pero resulta que éste es un país en crisis. ¡Qué contrariedad! —Bufó, mientras su ironía empezaba a vestirse de sarcasmo.

Y Blackwell era el resultado de cómo una población en crisis, asustada por el hambre, deprimida y paralizada se dejaba hacer, de cómo el gobierno de una sociedad empobrecida gestionaba sus grupos sobrantes, ¡sobrantes!, repitió mientras caminaba de un lado a otro de la estancia como una fiera enjaulada. ¡Eso eran! Si no hubiera población de sobra se protegería la infancia, y algunos delitos como la prostitución o un hurto no se considerarían tan graves como para apartar a una persona de la sociedad durante años, ¿por qué?, se preguntaba casi gritando, porque se necesitaría mano de obra. Gente que trabajara. Pero ahora resultaba que en Nueva York sobraba gente. ¡Vaya por Dios! Y no había trabajo… ¡Qué faena! Así que los molestos, los defectuosos, los pobres, se confinaban en lugares como Blackwell. Para no estropear el fabuloso paisaje del progreso ante personas como él, susurró clavándole la mirada.

—Sí, como tú, Charles —le repitió apuntándole con su dedo acusador—. ¿Qué valor puede tener ese niño para una sociedad así? ¡Dime! Ninguno. Pero ¿qué valor puede tener esa criatura para un pequeño grupo de personas que lo han perdido todo? —Sus pestañas rubias cedieron como un abanico—. Yo te lo diré, Charles: recuperar la esperanza. Sentir que sus vidas aún tienen sentido. Que al menos uno de ellos puede alcanzar esa otra orilla.

Su dedo índice apuntaba ahora hacia aquella tierra prometida. Respiraba agitada. En su frente un perlado sudor frío. Prosiguió casi en un susurro:

—No podemos permitirnos que la desilusión ante un mundo injusto, que la desesperanza, nos paralice. Que nos haga perder los derechos que ganaron para nosotros nuestros padres. Tú y yo no seremos capaces de acabar con esta isla. Pero lo que sí podemos hacer es sacar a este niño de ella, y que él, en el futuro, saque a otro, y el otro a diez más, y esos diez a cincuenta, y esos cincuenta terminarán siendo un ejército de personas libres que conservarán en su memoria que una vez alguien les ayudó a reescribir su destino. Sabrán que es posible.

Le temblaban las manos. Charles buscó sus ojos. Se aclaró la garganta.

—No voy a consentir este chantaje emocional, Anne. No es jus…

—¿Justo? —completó ella—. No. Desde luego que no lo es.

En ese momento Charles se abotonó el abrigo y salió dando un portazo que hizo temblar las estanterías. Ella corrió hacia la ventana y en pocos segundos vio cómo se lo tragaba la noche.

Rompió a llorar.

Y lo hizo hipando como si acabara de venir a este mundo. Allí terminaba su sueño, se dijo, deshojándose como una flor mustia sobre la butaca de cuero. ¿Cómo iba a decírselo a los demás? ¿Qué harían ahora cuando naciera el niño? Todo estaba saliendo tan perfecto… Sintió que la cabeza le ardía y las lágrimas empezaron a abrasar sus mejillas. Aquel estúpido, estúpido, estúpido escritor remilgado había conseguido engañarla con su palabrería fácil. ¿Qué sabía él sobre el sufrimiento si siempre había vivido rodeado de fama y de lujos?, se dijo Anne, sin imaginar que mientras Charles caminaba de vuelta hacia la residencia, sentía que el cielo pesaba tanto sobre su cabeza que temió ser aplastado por las nubes. ¿Por qué demonios habría ido a aquella isla? Ahora, más que nunca, sentía el tacto frío y húmedo del betún colándose entre sus uñas de niño, dentro de los sabañones que le salían en los nudillos por el frío. Recordó el olor ácido de aquel jabón con el que, al llegar a su habitación alquilada en Candem, la señora Roylance le lavaba las heridas, el olor fuerte a cuero viejo de sus axilas. Llegaron hasta él paisajes de su niñez que salían despedidos de cada fogonazo del faro donde ese día no sonaba la música: las salpicaduras de cera dura sobre las páginas del Quijote cuando leía a escondidas, el ruido pesado y definitivo de las rejas de la prisión de Marshalsea los domingos tras visitar a su padre, el rostro confuso de su madre cuando abandonó la casa con los niños para ir a vivir a la prisión, el cuerpo sucio, los picores, aquella sensación de eterna inmundicia, el olor a limpio que despedían las barberías y las tahonas donde todo parecía nuevo. Se restregó las manos como si tuviera otra vez nueve años y no consiguiera tener las uñas limpias.

Al llegar al edificio se encontró con Tom el Gigante, que montaba guardia con su antorcha como todos los días de niebla. Le saludó con la mano, aún inmerso en sus recuerdos. Al subir escuchó pasos y tuvo los reflejos de quitarse el abrigo y tirarlo por el hueco de la escalera justo antes de cruzarse con miss Grady, que también parecía llevar prisa. Ambos desaceleraron el paso y se saludaron cortésmente pero con el desconcierto de quien oculta algo.

—Miss Grady, ¿podría ocuparse de que alguien me suba un vaso de leche caliente? Mi habitación se ha quedado destemplada —le dijo.

Ella asintió. ¿De dónde vendría?, se preguntaron ambos, mientras continuaban su camino. Miss Grady bajó los tres escalones de salida con pesadez palmípeda y avisó a Tom con un par de voces.

—Ya estamos —graznó con la mano sobre su enorme pecho—. Ya tengo lo que necesitaba.

Y Tom la acompañó por el camino resbaladizo hasta el manicomio. La vieja enfermera cogió aire fatigada por la emoción. ¿Así que era eso?, se dijo, mientras sobaba el bolsillo de su delantal donde viajaban ya las cartas de Anne Radcliffe. Ahora sí que la había cazado…, y su boca se abrió en una sonrisa de piano viejo.

Mientras Charles y Anne discutían en el observatorio, miss Grady, que había esperado a que saliera del edificio, tuvo que debatirse entre seguirla o registrar su habitación como venía intentando desde hacía semanas. La mala fortuna quiso que las últimas cartas que Ada había escrito permanecieran en el bolsillo del uniforme de la enfermera y que, como cada noche, ella se hubiera cambiado para encontrarse con Charles y no ser tan visible por el camino vestida con su blanco uniforme. Anne Radcliffe había cometido un acto muy grave por el que podría echarla, por fin, se relamió miss Grady, mientras intentaba seguirle el paso al Gigante. Incluso quizás encarcelarla, se deleitó, recordando que en la carta que supuestamente le escribía su madre al pequeño Tim, ésta le recomendaba que no testificara contra su padre. Eso tenía que ser delito, pensó miss Grady mientras se rascaba la ingle a través de la falda.

—¡Ve más despacio, tarugo! —le ordenó al Gigante, quien frenó en seco como si acabaran de tirarle de las riendas—. ¿O quieres que llame a Barnum para que vengan a buscarte?

El Gigante pareció miniaturizarse por momentos y dejó su pesada cabeza colgándole entre los hombros.

—No haga eso, señora —le suplicó con su voz cavernosa—. Yo hago lo que usted quiera, pero no llame a Barnum.

La mujer dio unos pasos panzones hacia él con los ojos muy abiertos. Sí, desde luego que podía hacer algo por ella.

—Cuéntame todo lo que se diga en esas reuniones con el inglés, ¿me oyes? Quiero saber qué se dice del hospital y de mí. A ver si esa cabezota tuya sirve para algo más que para llevarla sobre los hombros. Si haces bien ese encargo, no llamaré a Barnum.

El Gigante asintió largamente y sus párpados, siempre a medio caer, se levantaron con gratitud perruna.

Dentro de aquel enorme cuerpo donde la sangre circulaba a poca velocidad, también, aunque contenido, anidaba el miedo. Desde su adolescencia, cuando el tamaño de Tom ya era más grande que el de cualquier ser humano conocido, fue comprado por un hombre que pretendía abrir un museo de curiosidades en Manhattan. Lo que en principio fue un caminar de feria en feria, terminó siendo el American Museum donde Phineas T. Barnum exhibía desde el cadáver de una sirena capturada en las islas Fiyi —en realidad, el torso de un primate cosido a una cola de pez—, hasta una anciana que decía tener ciento sesenta y un años y haber sido la niñera de George Washington, también negra y que cuando murió, Barnum llegó a vender entradas para su autopsia. En ella se dictaminó que tenía noventa años menos de los que el empresario aseguraba.

«Acoger al cínico y desafiar e interesar al escéptico», ése era el lema que rezaba en sus carteles. Los neoyorquinos disfrutaban visitando ese museo especializado en fraudes, no porque creyeran todas aquellas maravillas sino para intentar descubrir dónde estaba el truco. Su especialidad siempre fueron las deformidades humanas. Tuvo tal éxito que pronto Barnum se convirtió en el primer empresario de espectáculos que arrastró a un público masivo.

El problema de Tom era que no había trampa. Él no era un cadáver embalsamado en una vitrina ni una estafa. Tom era un gigante. Pero estaba obligado por Barnum a decir que había sido traído desde el lejano país de Brobdingnag, unas tierras entre Japón y California aisladas del mundo por grandes montañas de las que hablaba Jonathan Swift en sus Viajes de Gulliver.

El problema era que dentro de aquellos casi tres metros de hombre no existía un rincón para la mentira. Tom no tenía inteligencia suficiente para disfrazar el mundo. Ni siquiera para hacerlo de forma piadosa o por pura supervivencia. Su mente sólo distinguía entre lo que creía y lo que no creía. Lo que había visto u oído y lo que no. Por lo tanto, no tenía capacidad para la ironía, las verdades a medias o las metáforas. Era cierto siempre y cuando hubiera tenido la capacidad de verlo con sus propios ojos. Y él nunca había estado en Brobdingnag, ni conocido a ese tal Gulliver. Al principio no tuvo problemas porque Barnum se limitaba a sentarlo en el suelo al lado de una serie de muebles para que pudiera apreciarse su tamaño a escala. Los conflictos llegaron cuando el público empezó a hacerle preguntas. Pasó muchas noches encadenado en un sótano mientras Barnum le atizaba con una barra de hierro como a un viejo elefante de circo que se negara a hacer equilibrios sobre un tambor. En una ocasión llegó a abrasarle la lengua con una herradura caliente y estuvo a punto de perderla. Desde entonces no podía vocalizar bien porque no reconocía el tacto de parte de ella y a veces se despertaba por la mañana soñando que un sapo se le había colado dentro de la boca.

Un día abandonó el museo para no volver jamás y estaba tan malherido que fue llevado al hospital de beneficencia de la isla de Blackwell, donde tuvieron que juntar tres camas para poder tumbarlo. Por primera vez no se sintió un ser distinto. Allí todos lo eran. En poco tiempo se recuperó y empezó a ayudar a mover muebles pesados, a reducir a pacientes de manicomio que perdían los nervios y a vigilar la isla cuando oscurecía. Hacía siempre lo que se le ordenaba y su aspecto era tan temible que era la mejor escolta para cruzar La Isla en medio de la noche. De tal forma que se quedó trabajando en Blackwell a cambio sólo de la comida. En el fondo seguía siendo un esclavo, pero en un lugar donde los límites de la realidad se habían tensado hasta casi romperse. Un lugar en el que Barnum nunca iría a reclamarlo como una propiedad.

El Gigante apagó su antorcha contra la nieve como si fuera un enorme cigarro y se retiró al cobertizo donde vivía: una caseta para dejar herramientas que olía a resina y que amenazaba con desplomarse como si estuviera hecha de naipes. Se hizo un ovillo en el camastro, y se acunó de un lado a otro haciendo crujir sus hierros, hasta que sus ronquidos se escucharon por toda la isla y le hicieron soñar que estaba rodeado de animales feroces.