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Isla de Blackwell, 1867

«Donde todo es imposible todo es posible», dijo Dickens en alto, con la voz quebrada por los años, mientras seguía recreándose en el sueño luminoso de Lili que aún flotaba al otro lado del río veinticinco años atrás. A su lado, Margaret y la pequeña Nellie también lo vieron gracias a sus palabras: un bosque de torres iluminadas alzándose hasta rozar la panza de las nubes y derramándose sobre el agua como si fuera oro líquido.

Cómo sería toda aquella luz posible, lo soñaba en esos instantes no muy lejos de allí, en Cincinatti, un joven llamado Thomas Alva Edison. Encorvado sobre su mesa de trabajo en la Western Union, invertía horas extra en el invento que le daría su primera patente: un instrumento muy simple para el conteo mecánico de votos. Tenía dos botones, uno para el voto en pro y otro para el voto en contra. El instrumento llegaría en un año ante el comité del Congreso de Washington donde el veredicto fue brusco pero honesto: «Joven, si hay en la tierra un invento que no queremos aquí, es exactamente el suyo». Pero todo esto aún no lo sabía Edison, que se frotó los ojos, molesto, bajo una temblorosa lámpara de gas y maldijo que se hiciera de noche tan temprano en invierno. Si pudiera tener luz suficiente para seguir trabajando de noche cuando terminara su turno… No sabía que tan sólo hacían falta diez años para que anunciara al mundo aquella burbuja incandescente que daría luz a la oscuridad y que dos años después convertiría Nueva York en el sueño de Lili, la ciudad insomne. Aquel septiembre de 1882, miles de bombillas se encenderían en Nueva York y los neoyorquinos caminarían por sus calles entre confundidos y admirados. Pronto se contagiarían de esa luminiscencia las casas de los ricos, los teatros y los escaparates, e incluso la más famosa de todas las antorchas. Nueva York empezaría a brillar tanto sobre el mar que confundiría a los capitanes de los barcos que llegaban hasta el Nuevo Mundo, tanto que muchos pidieron a las autoridades que apagaran la ciudad de nuevo. Y delante de aquel delirio que la mente trastornada de Lili fue capaz de imaginar, se encontraban ahora Dickens, Margaret y Nellie. Allí, a tan sólo quince años de que fuera posible. Un paisaje que el escritor tuvo la sensación de que Nellie, que se acercaba a él con algo escondido en la mano, sí llegaría a ver.

—Un tesoro —dijo muy ufana tras abrir el puño y mostrarle un fragmento de cristal verde. Después corrió a buscar más joyas que el mar le hubiera robado a barcos hundidos.

Dickens se admiró de la constancia con la que buscaba en la orilla y tuvo la certeza, como cuando vio a Lili, de que aquella niña sería la protagonista de una historia. No sólo de la suya, sino de otra mucho mayor, con mayúsculas. Quizás adivinó cómo en su mente infantil se estaban hilvanando los relatos que acababa de escuchar; cómo, sin comprender aún muchas palabras, sí entendía ya los límites entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto.

Si era buena y la trataban mal, era injusto, pensó la pequeña mientras tatuaba en su cerebro algunas de las frases que había escuchado al escritor: «Dar voz a aquellos que no tienen voz»… Y mientras canturreaba estas máximas como si fueran una canción infantil, jugó a dar vueltas sobre sí misma hasta marearse. Desde aquel remolino recordó en la distancia al pequeño Tim y se entristeció al pensar que podrían haber jugado juntos a buscar por la isla tigres desteñidos.

La maestra también se había quedado pensativa. No podía dejar de imaginar a Lili con los brazos abiertos en pleno delirio y su vientre hinchado perfilándose tras las capas de ropa con las que solía ocultarlo.

—Entonces, estaba embarazada… —dijo llevándose las manos al pecho. Y se dio la vuelta, respiró hondo y recompuso durante unos segundos su rostro emocionado.

A Charles le sobrecogió el impacto que parecía haber causado esa nueva revelación de su relato en Margaret; el mismo impacto que habría causado en un lector que ya amaba a un personaje y se implicaba en los acontecimientos de su vida. El mismo que recordaba que produjo en él, conociéndola desde hacía apenas una semana.

Después de tantos años podía recordarla con toda nitidez. Las emociones son las encargadas de grabar las imágenes en nuestra memoria, y al descubrir que esperaba un niño, aquel Charles de treinta años se emocionó, porque fue como ver crecer una flor en el fango:

—Milagroso. Era milagroso que no hubiera abortado al haberle administrado belladona durante los primeros meses de gestación —reconoció Charles—. Y quién sabe si aquélla no había sido la primera intención de su padre, además de conseguir que la tomaran por loca.

También lo era el hecho de que nadie, durante su estancia en Blackwell, nadie lo hubiera descubierto aún. Lo que le confirmó al escritor algo que ya le había contado Anne Radcliffe: la ausencia de reconocimientos médicos a los enfermos.

—Lo que sí estaba claro era que las personas que me habían convocado en aquel lugar conocían el secreto de Lili y tenían un plan para el que me habían ido preparando —prosiguió el escritor, quien parecía estar recorriendo mentalmente sus rostros atrapados en su memoria.

Anne le había contado lo que les pasaba a los niños que nacían en La Isla. Muchos de ellos eran fruto de violaciones por parte de celadores y vigilantes y tendrían que justificar el ingreso de un nuevo bebé en el orfanato. Por lo tanto, aquellos niños nacían y eran arrojados al río como si fueran crías de gato. Por más que Lili quisiera convencer a sus médicos de que llegó a La Isla embarazada, Scraugh y los suyos optarían por evitar cualquier escándalo.

—Por eso, desde el momento en que Anne descubrió el estado de Lili, su obsesión fue dar con la fórmula para sacar a aquel niño de allí.

Dickens dejó su mirada fija en la otra orilla y Margaret fue tras ella. La maestra apenas podía creer la historia que estaba escuchando. De la mano del escritor colgaba aún esa fotografía. Le tendió la instantánea. Necesitaba ver de nuevo sus rostros, porque ahora eran los de un ejército, los protagonistas de una gesta. En esta ocasión, Margaret vio a Lili con ojos distintos: su sonrisa ilusionada y sus brazos en forma de cuna.

Para conseguir su objetivo, prosiguió el escritor, Anne había ido reclutando a personas en la isla que por sus historias supiera que podía contar con su complicidad y discreción. El preso Marley vio en aquel niño una señal que le enviaba el destino y sería útil, además, por ser uno de los convictos que llevaban la barca del penal de una orilla a otra del río. El pequeño Tim, que aún no había conocido a su hermanita que había nacido mientras él vivía en la cárcel, sintió que podría colaborar para que otro niño no corriera su suerte; era, además, el único que podía entrar y salir de la prisión, y así servir de enlace con Marley cuando tuvieran que pasarle el mensaje de que se había producido el alumbramiento. La anciana Florita había sido comadrona y era la única que poseía experiencia de sobra para traer a ese niño al mundo. El Ratón era el único habitante de La Isla lo suficientemente pequeño como para poder salir del reformatorio y pasar por el ventanuco de la habitación de Lili; montaría guardia cuando saliera de cuentas para anunciar el momento en el que empezaran las contracciones… Pero aún debían resolver un problema: la persona que se encargaría de acompañar a aquel niño hasta la libertad y buscarle una nueva familia. Debería ser alguien influyente. Alguien concienciado con los problemas sociales y que tuviera la mente abierta. Alguien a quien pudieran explicarle por qué no les quedaba otra que hacerlo sin respetar la ley.

—Y entonces Anne supo de mi llegada a Estados Unidos, milagrosamente en las mismas fechas en que Lili saldría de cuentas. —Meneó la cabeza y sonrió—. Imagino que también supo de mi interés por los niños huérfanos, de mis exabruptos en la prensa contra la injusticia de las instituciones. Fue entonces cuando reclutó a Ada para escribirme aquella carta. Debían arrastrarme hacia La Isla para que viera con mis propios ojos por qué era importante, indispensable, sacar a aquella criatura de allí. Para aquel grupo de personas, Margaret, sacar a ese bebé de La Isla se convirtió en todo un símbolo de su propia libertad, ¿entiende? En algo que le daba sentido a sus vidas. Porque la felicidad era eso: sentir que había merecido la pena el paseo.

Cuando terminó aquel discurso en el que había ido elevando la voz, comprobó que Margaret le escuchaba con los ojos irritados.

—Verdaderamente es una historia increíble —dijo ella, con un hilo de su afinada voz—. Pero no entiendo cómo podría dar a luz sin que nadie se enterara, y cómo pensaban sacar al bebé de Blackwell. Si no estoy equivocada, en aquel entonces, como ahora, no se podía entrar con equipaje, y si se llevaba una pequeña bolsa, ésta era revisada al salir.

Dickens sonrió con melancolía.

—Lo importante, querida Margaret, no es si era razonable o no su planteamiento. Ni siquiera si lo consiguieron. Lo importante es que un grupo de personas sin esperanza soñó que era posible y en un lugar donde lo tenían todo en contra; trazaron su pequeño plan para mejorar el mundo…

La maestra dejó que sus ojos castaños viajaran de nuevo hasta la otra orilla. Aquella que representaba la libertad, donde ahora señalaba la pequeña Nellie. Una libertad por la que esa niña lucharía en unos años cuando fuera contratada, a través de una carta al director que escribió para protestar por un artículo machista que hablaba de las mujeres trabajadoras. En aquella carta, los responsables del periódico de Pulitzer vieron el germen de una articulista con un arrastre brutal. Una capacidad para la denuncia que no conocían. Y le contestaron a través de las páginas del periódico invitándola a conocer sus oficinas en Nueva York. Ya nunca saldría de ellas…

Margaret siguió mirando hacia Manhattan sin sospechar que pocos años después Nellie conquistaría aquella isla. En ella se apeaban viajeros de otros continentes que habían decidido cambiar su vida y se embarcaban marinos que labrarían los mares. Pero también recordó que su madre le había contado que, cuando aún vivía en el Sur, llegó a ver cómo desembarcaban a los esclavos negros como ganado, atados unos a otros con cadenas. Por cada tres vivos, colgaba uno muerto, como una uva podrida de un gran racimo. Deshidratados, temblorosos, con los ojos agrandados por el hambre y el miedo, eran vendidos directamente en las plazas. Aquella imagen le dio frío, se echó el chal por la cabeza y cerró los ojos cuando recordó que tan sólo hacía tres años de una guerra que había liberado a los esclavos del Sur y que durante las revueltas contra los reclutamientos, sus propios vecinos, los niños con los que había compartido pupitre, cazaron a los negros libres como si fueran animales y los colgaron de las farolas de Manhattan.

Mucho había cambiado Nueva York y muy poco esa isla, como decía Dickens, pero la libertad, como la felicidad, no era una constante. A Margaret le habían enseñado que era una variable que aumentaba o decrecía en función de otras variables.

Lo único constante era que había que trabajar por ella.

La libertad no se ganaba para siempre.

Si aumentaba el miedo disminuía la libertad. Si disminuía la libertad disminuía nuestra capacidad para ser felices. La felicidad era, en ese sentido, la ausencia de miedo. Y en ese momento entendió Margaret todo lo que una Anne Radcliffe ya mayor le enseñó durante el tiempo en que coincidieron en La Isla: si entrenabas la imaginación de las personas, las harías más libres y tendrían dónde refugiarse para combatir el miedo. Ésa era su única oportunidad de ser felices. «El tiempo no pasa, Margaret», le dijo una vez Anne Radcliffe mientras se recogía sus rizos canosos en un moño. «El tiempo no pasa, pasamos nosotros». Y era verdad. La vida significaba cambio. Movimiento constante como el de la Historia, como el de aquel río que arrastraba troncos, barcos y personas hacia el mar, y que contemplaba junto al gran escritor Charles Dickens, que ahora podía intuir ya como el hombre del que muchas veces le habló Anne Radcliffe. «El escritor de destinos» como le llamaba ella.

—El peor veneno contra la felicidad es la falta de esperanza —recordó Margaret, sin darse cuenta de que lo hacía en alto.

Y aquella frase provocó en Dickens un escalofrío porque le pareció escucharla en otra voz más grave, y se vio a sí mismo en el pasado, una noche en que no estuvo a la altura de ese diálogo.