Día 7
Desde bien temprano, en Manhattan se adivinaba más actividad de lo habitual. La ciudad parecía fumar por las chimeneas de sus fábricas con más ansiedad y en el puerto se escuchaba una ratonera fanfarria electoral. Luego aplausos y abucheos que animaban la fiesta al candidato a gobernador, el demócrata William Christian Bouck, quien había tenido la feliz idea de visitar Blackwell para interesarse, declaró, por los más desfavorecidos y valorar la seguro que desastrosa gestión que habían hecho los Whigs de esta isla. Por eso en el manicomio de Blackwell había también más actividad que de costumbre. Ya bien entrada la tarde, los médicos —algunos habían sido contratados sólo para ese día— y las enfermeras aún corrían de un lugar a otro dando empujones y codazos a los enfermos que se salían de la fila. Todas excepto Anne Radcliffe, que caminaba por los largos pasillos buscando a la irlandesa recién llegada. Según Ada, la que ya consideraba su dama de compañía, Darcy Moore, había sido detenida durante la noche, quizás para sacarle información, resolvió preocupada, ante una Anne Radcliffe que lo estaba aún más. La alertó de que miss Grady, acompañada de un par de enfermeras, se la había llevado a rastras y desde entonces no se la había vuelto a ver. Anne caminó fatigada por el brillante pasillo mientras iba entrando en cada una de las salas de cura, en las de trabajo, y al llegar al recibidor pudo ver a Luciana, quien hacía gala de haber tenido toda una maestra, dar un guantazo detrás de la oreja a un pobre hombre que intentaba ir al baño. Del susto, éste se orinó encima y Luciana ordenó a los celadores que lo tiraran al suelo y le restregó el rostro con el orín como si estuviera educando a un perro. El hombre, con la cara mojada, rompió a llorar y se fue gateando hacia un rincón donde se hizo un ovillo ante la ira de la italiana.
Cómo le gustaría que Charles pudiera verla en su salsa, pensó Anne. Como cuando sumergió a una enferma en agua helada porque tenía pesadillas y gritaba. A Luciana le reventaba que la interrumpieran cuando leía en las guardias. Anne nunca olvidó a aquella mujer, y cómo Luciana empujaba su cabeza contra el fondo del barreño berreando: «¿Vas a volver a gritar?», mientras la mujer tosía y agitaba los brazos.
Anne se acercó al hombre y lo ayudó a levantarse. Le indicó a un celador que se lo llevara para asearlo. La italiana atravesó la sala riéndose.
—¡Santa Anne! —dijo—. ¡Ah… Madonna! ¡Ya ha venido Santa Anne! —Y añadió despreciativa—: Aunque desde que está aquí cierto escritor… la pobre se arrepienta de ser tan santa…
Comentario que fue respaldado con más risas por sus acólitas, que abandonaron el comedor tras ella.
Anne no quiso enrojecer pero lo hizo. Le daba igual lo que pensaran. Ella no era importante. Tampoco lo era Luciana. Salió del comedor y siguió recorriendo el edificio. A los que estaban más activos los habían destinado, como siempre, a fregar suelos, letrinas y a despejar el camino del hielo que pudiera provocar resbalones. Al entrar, los políticos se asombrarían de que un edificio tan grande estuviera tan limpio. Scraugh lo había dejado muy claro: aquel demócrata no le sacaría los colores ni tampoco de su puesto. Lo que nadie sabía era que de esa limpieza se encargaban los mismos enfermos. Anne Radcliffe buscó con angustia a la irlandesa entre los rostros desencajados de frío y cansancio. Miss Grady obligaba a dejar todas las puertas y ventanas abiertas mientras se hacía la limpieza, así tendrían que trabajar más rápido si no querían morir de frío.
Llegó al comedor de los médicos. Le sorprendió encontrar a casi una docena desayunando opíparamente con cara de sueño.
El doctor Angelopoulos estaba sentado blandamente en su silla preferida y desde allí mismo, levantando los ojos pequeños sobre sus gafas redondas de cristales grasientos, le dijo que el señor Scraugh la estaba buscando para advertirle que se suspendería la sesión con el señor Dickens de ese día. Y dicho esto, siguió dando sorbos pequeños y ruidosos a su taza. Desde allí se escuchaban los gritos de las enfermeras en el comedor contiguo como si fueran un canon ininterrumpido de órdenes: «¡No salgas de la fila!» «¡Quieta!» «¡Más rápido!» «¡Venga!» El comedor de los pacientes era largo y estrecho y los dementes corrían buscando asiento para no ser abofeteados. A ambos lados de las mesas había largos bancos sin respaldo, y al final de uno de ellos se encontraba la señorita Lili, frente a una salsera con una sustancia rosada a la que las enfermas llamaban té. Junto a cada cuenco había un trozo de pan grueso y un platillo con cinco ciruelas. Una mujer grande y hombruna se abalanzó sobre la ración de Lili, que no opuso resistencia, y vació el contenido del cuenco en su boca mientras sujetaba el otro. Anne introdujo con disimulo las ciruelas en el bolsillo del delantal junto a un trozo de empanada de carne que acababa de robar de la sala de médicos. Cuando se acercó a Lili le horrorizaron las sombras moradas que se dibujaban bajo sus párpados. Aun así, ésta levantó los ojos de su plato vacío y se lo ofreció con una sonrisa alucinada, como si hubiera en él un manjar.
—Venga, Lili —le susurró levantándola con cuidado—. Venga, vamos a la playa.
Las dos mujeres caminaron del brazo por los largos pasillos y salieron al exterior. Anne llevaba repitiendo esa operación desde hacía meses. Robaba comida de la sala de médicos —ellos sí comían pastel de carne, fiambres y frutas— y se la daba a Lili en la playa, quien la engullía poco a poco, como un pajarito, con la cabeza apoyada en el hombro de la enfermera. Así también evitaba que la pusieran a trabajar e hiciera esfuerzos que podrían acabar con su salud.
Charles también había salido al exterior alarmado por un fuerte olor a chamusquina procedente de Manhattan. Estaba animado porque habían sido dos días de lo más fructíferos. Tras entablar aquella primera comunicación con Marley, consideraba posible que durante la próxima sesión le hiciera grandes revelaciones sobre el interior de la cárcel. No lo podía evitar. El mundo real le atraía tanto o más que la ficción. En realidad, había un cronista dentro de él que de cuando en cuando fagocitaba al escritor. No había nada que le inyectara más energía que la posibilidad de denunciar la injusticia. Pero su yo escritor también estaba satisfecho. Aquella mañana, por fin, había logrado otro de sus cometidos. Como no había apenas nubes y desde su ventana se veía a lo lejos la puerta del faro, montaría guardia desde bien temprano hasta que saliera su fantasma. Eran alrededor de las seis y media, ni siquiera había bajado a desayunar y ya estaba entregado a contar gaviotas y celadores que iban y venían por la pradera; incluso descubrió que el doctor Angelopoulos se levantaba temprano para observar los pájaros armado con unos prismáticos, cuando vio que una figura se asomaba a la terraza octogonal del faro y miraba hacia el río. Como si le fuera la vida en ello, Charles bajó las escaleras de dos en dos, fue esquivando somnolientas enfermeras por el pasillo hasta el vestíbulo y cruzó la pradera hasta la torre, donde aquella figura seguía de espaldas, recortada sobre la luz del amanecer.
Cuando llegó hasta la base estaba sin aliento, y tras calmar su respiración, sólo consiguió decir: «¡Oiga!».
La figura, que parecía delgada y fibrosa con una gran mata de pelo, se asomó por la barandilla de su torre.
—¿Es usted el inglés? —gritó con un marcado acento irlandés.
—¡Sí! —dijo Charles.
—¡Pues aléjese de esta propiedad si no quiere lamentarlo! —Y se agachó, recogió del suelo lo que luego resultó ser un orinal y lo vació por la barandilla con tan mala suerte de que el viento varió su trayectoria y parte del contenido fue a parar dentro de la terraza.
El hombre volvió al interior blasfemando y cerró la puerta con un quejido y un posterior portazo. Charles, que se había apartado corriendo, quedó confundido con tan poco delicado regalo de bienvenida, y después de dar dos vueltas al faro, examinar la pila de recipientes de combustible que estaban apilados en la puerta y comprobar que había plantado un par de árboles para señalar sus dominios, emprendió el camino de vuelta a la residencia.
Luego esquivó al doctor Angelopoulos, que seguía empeñado en que fuera a desayunar al comedor de los médicos, y ocupó, como siempre, la mesa al lado de la ventana en la sala de enfermeras. Fue durante el desayuno, cuando Caridad, aquella enfermera redonda y dulce como un pan de leche, le desveló la increíble historia de aquel muy poco entrañable farero.
Su nombre era John McCarthy y había sido paciente del manicomio de Blackwell. Era de origen irlandés y había llegado a Nueva York cuando los ingleses empezaron a expropiar las tierras de Irlanda. Nunca consiguió adaptarse. Su alma enfermó de nostalgia, y Five Points y sus guerras entre bandas no era el universo soñado por aquel hombre pacífico que llegó en un barco con el único equipaje de su violín. Así que fue enviado a Blackwell cuando lo encontraron casi muerto de hambre, en las calles del puerto, delirando y asegurando que los ingleses volverían a invadir sus tierras. Tras unos meses de reclusión en el manicomio, un buen día, uno de los celadores se percató de que McCarthy había empezado a construir un muro en el extremo norte de La Isla con la piedra sobrante que los presos sacaban de la cantera. Aquello parecía contribuir a su mejoría y aparentemente estaba muy orgulloso de su trabajo. Y no era para menos, le aseguró Caridad con sus labios gordos, porque según este celador, aquel muro era muy resistente y el trabajo, muy fino. Los que llegaron a verlo de cerca cuentan que por dentro el muro estaba lleno de anotaciones en la piedra, planos y números que anticipaban una especie de fortificación.
Una mañana, cuando se despertaron en la isla, se encontraron con que John había construido una torre octogonal y se había metido dentro. En su base había cincelado una inscripción:
Esta edificación la hizo John McCarthy, y todo el que pase por ella, deberá rezar por su alma cuando haya muerto.
Esperaba una invasión inglesa, gritó angustiado cuando intentaron disuadirle de que abandonara la torre y se rindiera. Así que no sólo se negó, sino que además reclamó aquella tierra como de su propiedad. Nunca había tenido su propia tierra y nadie le convencería de que renunciara a ella. Cuando ya llevaban tres días de negociaciones, una noche McCarthy encendió una hoguera en la terraza para calentarse y la casualidad quiso que un barco austríaco de pasajeros no encallara en Hell’s Gate gracias a la luz de ese improvisado faro. Por eso, y porque entre los pasajeros viajaba el mismo embajador de la corona de Austria-Hungría, el capitán fue hasta Blackwell para agradecerle al «farero» las señales que les habían salvado la vida, entre otras cosas porque el capitán no recordaba aquel faro en sus anotaciones de la línea de costa, aunque llevaba años reclamando uno que le orientara para cruzar aquella maldita Hell’s Gate. Las autoridades de La Isla no supieron qué decir cuando el embajador en persona entregó en mano al farero un agradecimiento de la mismísima emperatriz Sissi. A partir de ese momento, y por ese motivo, dejaron a John habitar y encargarse de su faro, que fue incluido dentro de las cartas de navegación de la costa. Y su mente pareció reorientarse también en el mar de la locura, poco a poco, como si fuera un barco que por fin hubiera encontrado una luz que le marcaba cómo llegar a casa.
Cuando Caridad terminó su historia, a Charles se le había enfriado el té. Si tuviera que escribir a aquel personaje lo haría masón, pensó. Sí. Un masón irlandés que había huido de su patria y que, al encontrarse preso en una isla, con los métodos más rudimentarios, aplicaba sus conocimientos arquitectónicos para construir un faro y reclamar una tierra. Por supuesto, y como muchas edificaciones masonas, lo haría de forma octogonal, y grabaría su firma en cada piedra. «¡Era una historia fascinante!», se felicitó.
Además, como liberal que era, se sentía emocionado. Aquél era todo un alegato a favor de la propiedad privada. Tomaría nota para contarla como metáfora para uno de sus discursos «sobre el derecho a la propiedad como fuente de desarrollo e iniciativa individual…», dijo para sí. «Un derecho inalterable que debía ser salvaguardado y protegido por la ley…», continuó entre dientes. Y acto seguido, espoleado por la inspiración, corrió escaleras arriba para apuntar todo aquello antes de que se le olvidara, dejando a Caridad tan fría como la taza de té que quedó abandonada encima de la mesa.
Y allí estaba unas horas después, caminando por aquella playa como todos los días preparado para contar la siguiente entrega de su cuento, pero con una sensación plena de saciedad, como después de terminar un delicioso plato o una sesión amatoria perfecta. Nada más salir, había conseguido esquivar al joven médico cuyo manuscrito aún no había empezado. No quería que nada le dispersara su atención de la experiencia de Blackwell.
Desde luego, la tarde era extraña. El sol, habitualmente brillante y frío, parecía estar provocándole una hemorragia al cielo y contagiaba de aquella luz apocalíptica el mundo. A ojos del escritor, todo había contribuido durante el día para crear una atmósfera de irrealidad, una textura de cuento. Se sentía terrible, irremediablemente inspirado; sin embargo, y por primera vez no había podido escribir una palabra. Tampoco se había afeitado. También por primera vez, no le importaba. Total, unos días atrás, el hecho de no escribir sus dos cuartillas diarias le habría provocado una crisis de autor. No obstante aquel maniático del control parecía haberse relajado y por primera vez se dejaba llevar por los acontecimientos y las normas que le marcaba aquel nuevo universo que era Blackwell, donde no imperaba el criterio de la razón y donde todo lo que le importaba era recorrer un día tras otro sus tres kilómetros caminando.
Casi nada le habría parecido extraño al escritor después de la historia de John McCarthy bajo esa luz onírica salvo la figura que se iba agrandando a medida que galopaba sobre la arena hacia él. De lejos le pareció una criatura mitológica, y según se fue acercando distinguió a un hombre pequeño de barba nívea montado a caballo sobre otro forzudo al que le faltaba un ojo. Cuando llegaron hasta él, se detuvieron.
—Quién va —gritó con autoridad el extravagante jinete.
—Soy un viajero que sólo quiere cruzar estas tierras —improvisó Dickens, fascinado ante semejante personaje—. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
El hombre, que se había colocado un orinal sobre la cabeza —afortunadamente limpio, pensó el escritor—, le estudió con los ojos desorbitados, y su caballo relinchó con fuerza. Llevaba una larga rama a modo de lanza y el hielo había escarchado sus cejas.
—Soy el caballero Don Quijote de La Mancha —respondió el hombre—. Y he de deciros que corréis un gran peligro. Me han llegado noticias de que anda suelto un peligroso mago inglés por estas tierras.
El escritor contempló con ilusión infantil a su mito literario, quien, después de lanzarle su advertencia, se alejaba ya cabalgando sobre su rocín, que quiso ver, esquelético y blanco, y que dejó en el aire un aromático olor a cuadra.
Aquél era el verdadero beneficio de la locura, pensó Charles, mientras los seguía con una mirada nostálgica. Poder reproducir con la textura de la realidad cualquier cosa soñada. Donde todo era imposible, de pronto, todo era posible. Y en aquella cárcel de agua había algo que no se podía encarcelar: a las mentes liberadas de las ataduras de la convención, la razón, el prejuicio y la autocensura. Se dio cuenta de que cada día que pasaba, los admiraba más que los compadecía. ¿Cómo sería el Dickens loco? ¿Qué sueños lúcidos sería capaz de fabricar? ¿Sería un demente atormentado o un caballero cabalgando al atardecer sobre su jamelgo? Lo más parecido a aquella libertad creadora lo poseían los niños. Ese brevísimo fragmento de la vida en que éramos libres. Por eso el peor crimen era hacerlos esclavos. Obligarlos a ver la realidad de los que ya habían perdido la capacidad de observar los milagros que escondía el mundo.
Cuando detectó a las dos mujeres aún podía seguirse el rastro del caballero al final de la playa. Desde luego, pensó Charles, si el personaje de Cervantes hubiera existido, habría sido destinado a la isla de Blackwell.
—¿Cuántas celebridades más hospedan en esta isla? —le preguntó a Anne, sonriente, cuando llegó hasta ellas.
—Actualmente contamos con seis reyes y una reina. Siete monarcas en total, que sepamos…
«Fantástico…», se le escapó a Charles, y sintió un escalofrío de pudor cuando la enfermera levantó los ojos. ¿Le habría escuchado?
—¿Y aquel caballero de allí? —Charles apuntó a un hombre que corría sin parar de un lugar a otro silbando y exhalando vaho, describiendo círculos con sus brazos.
—¿Simon? Cree que es una máquina de vapor —respondió con una sonrisa tierna mientras cortaba un trozo de carne con sus dedos fríos y se lo introducía en la boca a la señorita Lili.
—Vaya —se sorprendió el escritor—. Con los tiempos que corren algo me dice que pronto tendrán toda una sección de maquinaria pesada.
A Charles tampoco le pasó desapercibido el movimiento que había en el manicomio esa tarde. Muchos enfermos estaban en el exterior recogiendo tablones que el río había arrastrado, había más médicos y más atareados que nunca, los presos realizaban su rutina rompiendo el hielo del camino con mucha más celeridad, y había visto el carruaje del señor Scraugh cuando cruzaba la isla muy temprano, crujiendo tanto como su pasajero.
La razón de todo aquel alboroto, según le explicó Anne, era que el próximo candidato a alcalde, el republicano James Harper, había anunciado que iba a visitar La Isla, y al enterarse, el candidato a gobernador demócrata, William Christian Bouck, se había apresurado a hacer lo mismo, esa misma tarde, comentario que Dickens recibió como un síntoma de esperanza.
—No cante victoria, Charles —dijo ella, sonriendo de medio lado—. Es una visita tradicional que hacen todos los políticos cuando se acercan las elecciones. Cuando ya no saben qué más hacer, se dicen: «¡Vamos a Blackwell!». Para que todo el mundo vea que son capaces de sortear todo tipo de peligros y viajar a un lugar como éste, para decir que se interesan por la escoria de la sociedad y de paso buscar pruebas para poder meterse con su oponente. —Anne cortó en dos un minúsculo pedazo de pastel y se lo puso a Lili entre las manos.
—En cualquier caso —opinó Charles—, es un mecanismo de control. Está bien que los políticos quieran observar la gestión de anteriores gobiernos con sus propios ojos, ¿no crees?
Anne suspiró echando la vista hacia atrás por donde acababa de aparecer una comitiva de sombreros de copa que avanzaban por el camino a paso de entierro rodeados de médicos de bata blanca que no había visto en su vida. Delante iba el director Scraugh, más encorvado que de costumbre, solícito incluso, señalando aquí y allá, mientras sus visitantes se paraban a cada rato. Si aquello sirviera para algo…, se dijo Anne poniendo los ojos en blanco. Había asistido a esos encuentros en dos ocasiones. Se limitaban a recorrer la isla disimulando un gesto asqueado bajo sus sombreros, cuidándose de no embarrar sus zapatos. Visitaban las instalaciones que previamente habían preparado para la visita, y ello implicaba matar a trabajar a reclusos y pacientes para disimular la falta de personal y que todo estuviese listo. Luego escogían a dos o tres representantes que interpretaran el papel de preso redimido, de loco en vías de curación o de huérfano ilusionado en espera de ser recogido por su nueva familia. Esos tres recibirían una ración extra de comida al día siguiente.
—Supervivencia, Charles —le dijo—; aquí es la primera norma. Ah, por cierto, se me olvidaba. Hoy nos quedamos sin cuento…
Puso cara de fastidio. Lanzó una mirada de desprecio a la comitiva que desaparecía en el interior del edificio. Y en el caso de que la oposición llegara al poder, continuó, sólo se limitarían a acabar con todas las reformas de los anteriores sin pararse a meditar si eran buenas o malas medidas, y no cambiarían las condiciones deplorables en las que aquellas personas vivían. Incluso Scraugh había decidido no pedir más fondos para el orfanato porque sabía que se le estaba investigando y el gobierno actual, el del demócrata Robert Morris, le había prometido un puesto importante en Manhattan si volvía a ganar las elecciones.
Él la escuchó decepcionado. ¿Cómo era posible que la lucha entre los partidos llegara incluso hasta aquel triste refugio de la humanidad? ¿Cómo era posible que los encargados de velar por esas personas atormentadas llevaran gafas de ninguna facción política? Qué infames y tristes veletas, se dijo Charles, mientras imaginaba a aquellos politicuchos girando sobre su eje según recibieran una racha de viento. Fue entonces cuando se fijó en la señorita Lili y en aquella otra cara de la moneda. Anne y la forma en que la estaba alimentando.
—Si no hiciera esto al menos una vez cada tres días, caería enferma —dijo, acariciándole la espalda por la que caían hebras de pelo naranja que flotaban en el aire.
Al otro lado del río ya estaba atardeciendo, y al sur de Manhattan empezaron a vislumbrarse unos destellos rojos que no eran visibles hasta ese momento. Luego, el gemido de sirenas que traía y se llevaba el viento, como si fuera un eco inconstante.
—Son incendios —comentó ella—. Desde esta orilla verá al menos un par a la semana.
En un informe oficial de no hacía mucho tiempo se daba a entender que no todos eran accidentales, que la especulación de las empresas hallaba, incluso en las llamas, un campo fértil para sus negocios. Para colmo, el negocio de los carros de bomberos pertenecía a las bandas. Y cuando llegaban dos bandas rivales a sofocar un fuego —eran ellas las que controlaban el negocio de los bomberos—, se organizaban tales peleas que, para cuando decidían a quién le correspondía apagarlo, ya había ardido el edificio entero. Sea como fuere, la noche pasada había visto uno, esa tarde había visto dos, y podría apostar a que mañana habría otro como mínimo. Charles la escuchó mientras recibía de labios de Anne aquella bofetada de realidad que le traía de vuelta de su universo de fantasía, pero no pudo evitarlo. Tenía la costumbre de explicarse el mundo a través de la ficción, así conseguía fragmentarlo, disociarlo, analizarlo y comprenderlo, y por eso de pronto le atrapó el modo en que Anne frotaba las manos de Lili para devolverles el calor, su forma de trenzarle el largo pelo rojo, la delicadeza con que la ayudaba a levantarse. Y de repente, aquel personaje que le traspasaba con las pupilas dilatadas, aquel lánguido espectro, se reveló ante él como la absoluta protagonista de aquella historia. Recordó cómo la observaban todos el primer día de su relato en la playa. Cómo Florita recogió su rostro entre sus manos arrugadas, cómo se sentó a sus pies el pequeño Tim, cómo Ada, quien sólo extendía la mano para que se la besaran, le cedió el asiento…
—Es Lili, ¿verdad?
—No entiendo —respondió Anne levantando la vista.
—Quiero saber por qué es Lili la protagonista de esta historia.
Había llegado el momento, pensó Anne, mientras se limpiaba la grasa de los dedos en el delantal. Había llegado el momento de contarle lo de Lili. Ya había superado suficientes pruebas como para saber que podía confiar en él. No podía retrasarlo más.
—Bueno, Charles…, ya ha descubierto el secreto de la isla de Blackwell. —Dudó un segundo y continuó—: Y ahora ha llegado el momento de buscar su tesoro. Pero para revelarle dónde está, creo que es mejor que conozca antes algunos detalles.
Hizo una pausa misteriosa, se calentó las manos con su propio aliento y, por fin, comenzó el relato de aquella parte aún oculta para el escritor de la isla de Blackwell.
Cuando Lili llegó a La Isla nadie conocía su procedencia. Sólo que veía alucinaciones y era víctima de una crisis nerviosa después de conocer la suerte de su amante. Pero a la enfermera le llamaron la atención sus pupilas negras y anchas, aquellos ojos similares a los de una gacela que en unos días averiguó que eran verdes, justo cuando la chica experimentó una gran mejoría. Lo primero que le hizo sospechar que la versión oficial de su ingreso era mentira fue el hecho de que Caridad —cronista absoluta de los sucesos de los periódicos— no hubiera encontrado ninguna referencia a aquel asesinato de un rico sureño. Por eso, cuando Lili dejó de tener alucinaciones la llamó un día a la consulta y estuvo hablando con ella a solas. Fue allí, en la sala de curas, donde una Lili confusa pero cuerda por un día le contó su versión de lo ocurrido.
El hombre del que se había enamorado era un rico granjero del sur, aquello era cierto, pero estaba casado. Ella pertenecía a una familia burguesa de Nueva York y cuando su padre se enteró de que estaba planeando fugarse con él, le comunicó que lo habían matado y, ante la crisis de la chica, le ordenó tomar una medicina para dormir. Fueran lo que fueran aquellos polvos cristalinos, lo cierto es que no sumieron a Lili en un sueño reparador sino más bien en una pesadilla lúcida de la que no despertó hasta varios días después, cuando su padre ya había conseguido que la reconocieran en el manicomio y la enviaran a Blackwell.
Anne se detuvo un instante. El escritor se quedó pensativo.
—Pero hay algo que no me funcionaría en esta historia si la estuviera escribiendo —dijo—. Si su padre le contó que lo habían matado y luego quiso internarla antes de que descubriera que seguía vivo, ¿por qué la llevó a un lugar de beneficencia si tenía dinero para ingresarla en otro hospital?
—Para mí es evidente que no quería que se encontrara con nadie de su clase para evitar el escándalo —respondió Anne sin asomo de duda—. Durante aquellos dos días de lucidez, antes de que su desesperación la condujera a otro tipo de locura, Lili intentó convencer a los médicos y las enfermeras de que había sido drogada. De que estaba cuerda. Y cuanto más razonable sonaba su discurso, más se la tenía por loca. Nadie la creyó.
—Pero tú sí.
—Sí, yo sí…
A pesar de todo, aquello no tenía un sentido completo, se dijo Charles mientras intentaba atar cabos y se masajeaba su frente, por eso dejó que Anne, con el gesto severo y, al parecer, cada vez más nerviosa, continuara su historia.
Fue entonces, prosiguió ella rodeándose con sus brazos, cuando se le ocurrió que quizás, si la anciana Florita la examinaba, podrían saber qué le habían administrado. Fue difícil juntarlas a las dos, pero aprovechando uno de los paseos por la playa en los que coincidían los del asilo con los pacientes del manicomio, la chamana se dispuso reconocerla. El diagnóstico de Florita, después de agitar un pañuelo lleno de gemas de colores y lanzarlos varias veces sobre la mano de la chica, no dejó lugar a dudas. Había sido drogada con belladona: unas bayas negras brillantes que provocaban la dilatación de las pupilas por la acción de la atropina y cuyo efecto de ojos de gacela era algo muy valorado por hermoso en el medievo, según pudo investigar Anne en uno de los libros de botánica del observatorio. Era un potente alucinógeno en una dosis mínima pero mortal en una dosis un poco mayor. De hecho, lo llamaban «la droga de las brujas» porque éstas solían hacer un ungüento con la belladona que se untaban en el ano y en la vagina para que llegara a los vasos de forma más rápida y de esa forma sentir que volaban sobre sus escobas. Para afinar su diagnóstico, Florita corroboró que la chica no tenía apenas lágrimas, saliva o sudoración, todo ello eran efectos secundarios de la belladona, pero también descubrió algo con tan sólo mirarla a los ojos, algo que Anne no se esperaba. El verdadero motivo que desvelaba el misterio de Lili, por el cual su padre había decidido recluirla y apartarla de la buena sociedad en la que se movía. Algo que Lili, presa de la desesperación y la ira, le confesó a su padre aquella tarde y que firmaría definitivamente su sentencia.
Charles observó a aquella otra Lili, trató de imaginarla como fue, riendo bajo un parasol de raso de un color vivo, quizás verde o amarillo, con su capa de seda llena de borlas, saliendo a pasear como las jóvenes que había visto en los barrios del norte de Manhattan, acudiendo a uno de esos selectos salones de lectura para señoritas. «¿Le gustaría leer?», entonces la otra Lili, el fantasma que era ahora, como si su personaje hubiera sido invocado, se levantó y caminó hasta el margen del río y a Charles le pareció que sus pies descalzos y blancos rozaban la ingravidez. Se puso de puntillas, como hacía siempre, como si le estorbara Manhattan, para ver algo que se escondía al otro lado, en el Hudson o quizás más allá.
—Ahí está —dijo, y ambos se levantaron y siguieron la dirección de su mirada—. La gran dama blanca. Intenta venir hacia nosotros. Desde el océano. ¿La veis? Lleva una túnica que le pesa porque con ella arrastra las mareas.
Su pelo largo y rojo se alborotó y elevó su brazo lechoso y nervudo como si estuviera a punto de tocar Manhattan.
—Oh, qué bello —susurró con su voz de náyade y los ojos se le llenaron de la luz que despedía la imagen que ahora contemplaba—. ¿Los veis? Allí se elevarán puentes tejidos en hilo de oro que nos comunicarán con el mundo, y habrá trenes que correrán bajo la tierra y el mar y tantas personas, tantas, que querrán estar todas juntas, y cuando no haya más espacio, vivirán unas apiladas encima de las otras en altas torres de cristal que llegarán hasta el cielo…
Anne y Charles quedaron hipnotizados ante aquel paisaje imaginado que tan vívidamente les describía Lili, y también pudieron verlo durante unos segundos con toda nitidez: el espectáculo del bosque de dorados rascacielos sobre el agua donde sólo había unas tenues luces de gas que ese día perdían protagonismo entre la lumbre roja de los incendios. Quién sabe si el jinete que se acercaba de nuevo galopando lanza en ristre también lo vio, porque se detuvo en seco para mirar en la misma dirección, como si le hubiera sobrecogido la visión de aquellos gigantes.
Y allí permanecieron hasta que una racha de fuerte viento decidió desvelar el lugar más misterioso de aquella isla, la cueva oscura donde se escondía su tesoro y la imagen que daría sentido de pronto a todas las elucubraciones que Charles se había hecho desde que llegara a Blackwell.
Las ropas de Lili volaron hacia atrás como si el viento quisiera ayudarla a desplegar unas alas blancas, y entonces, sobre su delgada figura, Charles pudo distinguir con asombro el mayor de los milagros: su vientre terso, fértil y abultado.