Marley, el de verdad, también estaba muerto. O eso quería él. Desde su punto de vista, lo de menos era que aún respirara. Por eso intentaba a toda costa ser enterrado en vida en la isla de Blackwell. Y de aquello se dio cuenta Charles en cuanto el guardia le contó que el preso quería cumplir más condena de la que le tocaba y ocupar la peor celda. Marley deseaba estar muerto, pero la vida es un instinto que te arrastra, como el mar, que tiende a sacarte a flote por mucho que te empeñes en hundirte. Y gracias a que Marley no había tenido fuerzas para quitarse la vida, ahora sería una pieza clave para la misión.
Cuando el resto del grupo fue recogido por sus vigilantes y se despidieron hasta el día siguiente, Charles pidió volver acompañando al preso encadenado.
El guardia los escoltaba unos pasos detrás. Al principio no se dijeron nada. Se limitó a caminar a su lado observando cómo el preso arrastraba su pesada cadena con un pie. Luego con el otro. Describiendo un rastro profundo en el hielo que cubría el camino y que revelaba el peso de aquellos eslabones. Fotografió con su memoria cada detalle de su fisonomía: el pelo graso atado en una coleta bajo un gorro de rayas, los ojos siempre al borde de un berrinche, el ceño contracturado, el cuerpo seco bajo el uniforme rayado, los zapatos boquiabiertos por la parte delantera, dejando entrever el calcetín del pie derecho. Aquél era un tigre, pero no como los demás. Marley parecía un viejo tigre esquelético amansado por un cruel domador de circo.
—¿Te importa que te acompañe? —le preguntó el escritor.
El otro no contestó. Simplemente continuó su agotador camino.
—Esas cadenas parecen muy pesadas.
El recluso movió un poco la cabeza en su dirección pero sin mirarle, como habría hecho un perro. Y desde su indiferencia le contestó:
—¿Por qué me ha metido en su cuento? ¿Es que no estoy ya lo suficientemente preso?
El escritor quedó pensativo. Pretendía provocarle para que se comunicara, pero nunca pensó que estuviera mermando su libertad.
—Yo me limito a crear a través de lo que vivo y siento, Marley. En ningún momento quise…
—¿Ponerme otra cadena? —dijo Marley volviéndose hacia él—. ¿Quiere saber cuánto pesan éstas? ¿A quién arrastro en esta otra? ¿Quiere ver lo que yo veo? En ésta arrastro el cadáver de una criatura, y en esta otra, el de su madre. ¿Le gusta? ¿Le gusta ver lo que yo veo, señor Dickens?
El guardia se adelantó un poco al detectar el tono del preso y Charles le tranquilizó con un gesto de la mano.
—Se supone que para eso estoy aquí, Marley. Para que me contéis vuestra historia y para conocer en qué condiciones vivís en Blackwell. Yo no juzgo a nadie, ni siquiera a mis personajes.
—No, señor Dickens. Usted aún no puede suponer para qué está aquí. —Escupió en el suelo—. Sólo está viendo la punta de un iceberg y todo lo que importa está aún bajo el agua. Cuando lo sepa no querrá ayudarnos.
El escritor se ajustó la bufanda al cuello. ¿Por qué tenía la extraña sensación de que todo el mundo conocía un dato que a él se le pasaba por alto?
—Puede ser —admitió Charles—, puede ser… Pero veo en ti que eres un hombre que sufre. Veo en tus ojos y en la resaca de tu voz que gritas y lloras a menudo. Y sobre todo, veo que eres un hombre arrepentido.
El preso paró en seco mirándose la punta de los zapatos con angustia, como si de repente no le importara nada más en el mundo.
—¿Y de qué sirve el arrepentimiento? —Su voz sonó rabiosa—. ¿Quién puede perdonarme si yo no me perdono? ¿Quién demonios es un juez para sacarme de una prisión si soy yo quien no se da la libertad?
Charles no supo qué responder a eso. Quizás porque estaba de acuerdo. No podría aliviarle con un discurso religioso porque tampoco él lo era demasiado. Había observado que llevaba una cruz de madera en su cuello, pero de aquellas palabras, de aquel dolor, podía sobrentender que era sólo un fetiche, poco más que un souvenir de lo que creyó y ya no creía. ¿Qué iba a contarle? ¿Que Dios le perdonaría si se arrepentía de haber arrollado con su carruaje a una madre y a su bebé? Desde luego, qué religión tan cómoda era aquélla, pensó. Bastaba con arrepentirse en el último minuto para salvarse. Pero Marley no. Marley no se conformaba con eso. Marley no se perdonaba. Y durante aquel paseo le contó, finalmente, por qué.
Acompañados por el rítmico y lento arrastrar de sus cadenas, fue arrastrando también sus palabras fuera de su boca como si pesaran aún más y le relató cómo conoció a Lan. Era una joven china que vivía como él en la zona de Five Points. Marley recordó la primera vez que la vio, sentada sobre sus rodillas en el puesto de especias de su padre. En aquel momento no pudo calcular su edad, pero le pareció una figura de papel, de puro delgada y frágil que era. El viento le echaba hebras de su pelo liso, largo y negro sobre la cara blanquísima, y ella intentaba dominarlo colocándolo tras sus orejas.
El cochero empezó a pararse en aquel puesto en el que nunca compraba nada. Al salir de la taberna de Dow donde siempre tomaba unas cervezas de más, antes de internarse en su habitación al final de la escalera de una casa leprosa, de sentarse sobre su cama alumbrado por una vela y de quedarse dormido sujetándose la cabeza con las manos para que no se le cayera, se paraba para contemplar a Lan, rodeada de flores y hojas secas, en medio de aquel derrumbe, como si fuera una diosa a la que hubieran hecho sus ofrendas. Y así conciliaba el sueño. Con esa estampa de Lan atrapada entre sus párpados.
Hasta que un día Lan le sonrió. Y al día siguiente, a pesar de que no habían intercambiado una palabra, cuando fue a hacerle su visita diaria, a Marley se le abrió la puerta del carruaje que un pasajero había dejado mal cerrada. Imposible saber si sus destinos habrían cambiado si aquel día Lan no hubiera entendido que se trataba de una invitación y no se hubiera deslizado dentro.
El caso es que ocurrió un día y otro. Marley, ahora sí, abría la puerta del coche. Ella entraba en él sintiéndose una dama. Él lo conducía hasta una zona apartada del muelle donde ataba su caballo y desenvolvía a Lan como si fuera su regalo de Navidad, con ansia pero con cuidado de no romper el envoltorio. Y ella le dejaba hacer, sonriente y lánguida, como una orquídea. Tiempo después sabría que eso, precisamente, significaba su nombre: orquídea. Se lo reveló un compañero de celda chino al escuchar su historia. Pero una noche, al ir a desnudarla, aquella delicada orquídea se marchitó, y haciéndose un ovillo se tocó el pecho a la altura del corazón. Marley no supo qué le decía porque no entendía nada de flores exóticas, de sus cuidados y necesidades, de la importancia de vigilar sus casi imperceptibles movimientos, pero sí le pareció que le estaba preguntando algo.
Y él no supo responder a pesar de que estaban hablando el más universal de los idiomas.
En el fondo siempre supo que una relación así tendrían que llevarla en secreto. ¿Qué iban a decir sus compañeros en la taberna? Todos darían por hecho que era una prostituta. En Five Points, las únicas chinas que tenían algo con blancos eran las que exigían un pago previo. Así pues, desde ese día Marley cambió su ruta y no volvió a pasar por el puesto de especias. Pensó que ella le olvidaría, que encontraría a alguien de su raza, pero el destino de Lan ya había cambiado para siempre desde el momento en que se subió a aquel carruaje por un malentendido. No podría olvidarle aunque quisiera. No podría reinventar su vida con alguien igual que ella. Todo esto no lo supo Marley hasta el día en que la vio de nuevo, unos meses más tarde. Acababa de cargar el carruaje en el puerto con unos viajeros ingleses, una mujer protestona de pelo gris que parecía haber empezado a guardar luto por su marido, quien la acompañaba atolondradamente detrás. Como iban con prisa, Marley decidió subir por la Bowery Street hasta Broadway, donde el matrimonio se alojaría, y fue en un cruce donde la vio. Allí estaba, en la esquina, con sus piernas de alambre y su melena suelta algo más corta. En sus brazos, un bebé de pelo negro envuelto en una manta. Se miraron a los ojos por unos eternos segundos y él, sin saber por qué, quizás por una necesidad de huir, reaccionó sacudiéndole un latigazo al caballo como si quisiera dárselo a sí mismo. El animal salió de estampida calle arriba sin poder evitar que Lan, que no dejó de mirarle, acabara bajo sus ruedas.
Charles volvió desde aquella escena atroz al oír el alarido de Marley, que volvió a chocar sus cadenas. Sus pupilas flotaban sobre el mar de cicatrices rojas que había dejado el dolor. En ellas Charles vio el rostro de aquella niña de unos meses, desnucada bajo las ruedas de madera. Vio a Marley sujetar su cabecita suelta en la que reconoció su nariz y una manchita de nacimiento en la barbilla que había visto muchas veces en el espejo. Lan quedó malherida, mirando aquella escena: a Marley con la niña en brazos. Y se llevó la mano al pecho, pero esta vez no fue una pregunta sino una respuesta. Cuando llegó el agente para tomar nota del suceso, Marley aseguró que había bebido en la taberna y que había arrollado a la mujer con la niña. Él era quien merecía pagar por aquello, de eso no había duda.
Nunca supo qué ocurrió en realidad. Si Lan quiso acercarse al coche para mostrarle a la niña o, como a Marley le pareció ver, se lanzaba bajo sus ruedas. Lo único cierto era que aquella orquídea quedó rota, deshojada y llena de lodo en medio de la animada Broadway Street mientras conducían a Marley a empujones hacia la prisión de Blackwell.
Cuando el preso terminó su relato casi habían llegado a la puerta de la prisión, aquel castillo fortificado donde regresaba siempre solo como un caballo con querencia de cuadra. Donde habría regresado escoltado o no.
El preso se volvió hacia él.
—¿Y ahora qué? —le preguntó—. No me irá a decir que se va a compadecer de mí, y que no va a pensar que, le cuente lo que le cuente que sucede aquí dentro, no me lo merezco.
El preso volvió a ponerse en marcha, arrastrando sus pesadas cadenas.
—Marley —le gritó el escritor, antes de que desapareciera tras la primera reja—. Le espero mañana en la playa.
El otro sólo se detuvo un momento antes de perderse en la oscuridad del pasillo.
Cuando se despidió de él, Charles pensó que tenía una tarea ardua con aquel hombre. Convencerle de que ya estaba pagando un precio suficientemente alto, de que el maltrato que podría estar viviendo entre aquellas paredes no se justificaba con nada. Le necesitaba para conocer los entresijos de la cárcel. Lo que no se le pasó por la cabeza fue que Marley no tenía intención de abandonar aquel grupo ni La Isla. Porque por primera vez se sentía parte de un engranaje que tenía como fin algo mucho más importante que su dolor y su culpa. Y durante los años siguientes, cada vez que fueran a liberarlo, reincidiría encadenando pequeñas condenas, para estar cerca de la persona que había decidido cuidar hasta su muerte.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Es por allí, estoy seguro! —gritó el pequeño Tim, que caminaba todo lo rápido que le permitían sus andamiadas piernas.
Tras él, como si fuera un pesquero que volvía al puerto rodeado de hambrientas gaviotas, iban un buen número de chiquillos del reformatorio seguidos de Anne Radcliffe, quien llevaba el libro de Irving bajo el brazo. Corrían, saltaban, tiraban sus gorras al aire, esas que siempre les quedaban o grandes o pequeñas, porque las habían robado o encontrado en algún lugar. Llevaban los pantalones sostenidos por los tirantes para no perderlos, bailándoles sobre sus cinturas por correr demasiado delante de los guardias o por comer lo justo para sobrevivir. Algunos vestían chalecos o raídas chaquetillas de un color ocre indefinido, y los más beligerantes, un pañuelo al cuello.
Uno de ellos, muy esmirriado y con un parche en el ojo izquierdo, le tiraba a la enfermera del delantal reclamando su atención. ¿Y por qué era Tim el que sabía dónde encontrar las pistas si era un tullido? Y Anne, fatigada por seguirles el ritmo, le explicaba que porque Tim estaba aprendiendo a leer. ¿Y por qué había que saber leer para encontrar las pistas?, insistía el pequeño pirata, y ella, lanzando intermitentes nubes de vaho, le respondía que porque un escritor que conocía aquellas leyendas las había dejado escritas.
Entonces escucharon la voz aguda del Ratón, que ya había llegado al faro.
—¿Y ahora qué? —chilló, y su mirada rosácea hizo un rápido barrido por el vértice de hierba que limitaba con el agua.
Cuando el pequeño Tim y Anne Radcliffe llegaron hasta él rodeados del resto de su excitada expedición, la enfermera abrió el libro.
—Aquí dice que será el futuro capitán quien, para ver lo que otros no ven al derecho, tendrá que encontrar al que camina al revés —fingió leer.
Una línea de su cosecha pero que estaba segura que a Irving no le importaría haber escrito.
Tim, respirando con excitación, chilló: «¡Ya lo tengo!». Y se acercó hasta el único matorral helado que crecía en la playa seguido del curioso Ratón. Allí estaba su nido de cangrejos, pensó Tim; «los que caminaban al revés». Tiró sus muletas al suelo y se sentó en la arena. Alargó su bracito esquelético, introdujo la mano en el agujero y despacio, con ceremonia y ante la mirada atónita de sus compañeros, extrajo un catalejo oxidado del que colgaba uno de los tozudos crustáceos.
Anne soltó una pequeña carcajada cuando vio los ojos asombrados del niño, quien se puso de pie y con mucha solemnidad le preguntó a Anne:
—¿Y qué dice ahora, señorita Radcliffe?
Ella le alcanzó el libro.
—Si ya eres nuestro capitán, creo que deberías leerlo tú mismo. —Y le apuntó con el dedo la página y el párrafo donde debería seguir leyendo.
Con gran esfuerzo, el niño fijó su vista en el papel.
—«En… me-dio del es-tre-cho…» —silabeó despacio pero seguro—. «Cer-ca de-un-con… con-jun-to de… rocas, llamadas Las Ga-lli-nas y los… ¿pollos?»
Anne asintió orgullosa y el niño se dio la vuelta hacia el estrecho.
Desde allí se veía Hell’s Gate.
—La Puerta del Infierno… —dijo Tim, lo que provocó un «ohhh…» asombrado de su boquiabierta y pequeña tropa.
Empuñó con decisión su catalejo y miró por él hasta encontrar la referencia de las rocas de las que hablaba Irving en su libro, y entonces, atrapado entre ellas y violentos remolinos, tuvo la visión más fabulosa de su corta vida. El ennegrecido esqueleto de un casco surgía de las aguas como un gran cetáceo putrefacto. Sobre él se erguía un mástil orgulloso que aún luchaba por sobreponerse al naufragio, del que colgaban poleas, cabos y un trozo de trapo negro que agitaba el viento en el que su mente infantil dibujó una sonriente y blanca calavera.
Cuando Tim se dio la vuelta, su mirada había cambiado. Fue llamándoles uno a uno para que contemplaran a través del catalejo su descubrimiento. El Ratón fue el primero en pegar sus pestañas albinas al visor y apenas pudo creer lo que estaba viendo.
Cuando se giró hacia Tim ya nunca volvió a verlo con muletas.