12

Isla de Blackwell, 1842

Día 6

El olor a pintura le alarmó e hizo que se levantara de un brinco. Se observó el abrigo girando la cabeza todo lo que pudo por encima del hombro y cuando comprobó que no se había manchado, volvió a sentarse. A Charles le pareció que llevaba en La Isla una eternidad. El tiempo parecía haberse congelado. Igual que la isla. A pesar del peligro que suponía trabajar en un día así, podía escuchar a los presos golpeando en la cantera, sacando la piedra destinada a ese nuevo edificio que cada día se levantaba un poco más al sur de Blackwell. ¿A qué tipo de desgracia estaría destinada esa nueva residencia?, pensó mientras se frotaba con fuerza los brazos intentando entrar en calor.

Una delgada capa de nácar lo cubría todo y Charles había conseguido llegar hasta el banco dando patinazos sin romperse la crisma, así que no tenía ninguna intención de moverse de allí. Hasta los barcos parecían rígidos al otro lado del río. Manhattan estaba extrañamente silenciosa como si la nieve hubiera creado un mundo con sordina.

Era lo único que podía hacer, se dijo Charles. Esperar.

El día anterior había pasado la lista de los integrantes de su experimento a las autoridades de La Isla, en este caso a la única presente, y esa misma noche le contestaron que los tendría a todos reunidos en la explanada delantera del manicomio a las once de la mañana. Se preguntó si acudirían con vigilantes. Suponía que sí. En ese caso tendría que improvisar algo que contarles y buscar algunos momentos en los que pudiera hablar con ellos aparte, para extraer la información que Anne y él necesitaban.

Durante toda la noche había vuelto a escuchar el violín. Éste y su dueño se habían convertido en una obsesión. Verle la cara a aquel hombre era ya una cuestión de amor propio. Sentía la misma frustración de cuando no lograba imaginarse las facciones de uno de sus personajes. En su mente aquel violinista se manifestaba como un borrón informe que se movía por su historia impregnándola de ambigüedad. Era un fantasma que sólo podía mostrarse a través de su instrumento. Aquel violín, aquella música… le anticipaba tantas cosas. Para él hablaba de paraísos perdidos y de caminos reencontrados. Parecía venir de muy lejos, más allá del océano y del tiempo. Decididamente, tenía que conocer a aquel hombre.

Si se hubieran podido medir las emociones en la escala Richter, esa mañana la isla de Blackwell habría dado siete puntos de actividad sísmica. En la celda 106, su ocupante se incorporó al escuchar pasos y se aferró a los barrotes con ambas manos. Algo le dijo que el plan había comenzado bien. Después de seis años tras aquellas rejas había aprendido a auscultar cada forma de caminar: los pasos seguros y pesados, con una dirección clara, de un celador que venía a abrir la puerta; el rondar de un vigilante con pasos más lentos, desganados y constantes, o el trastabillar ebrio y vacilante de un guardia que tenía aviesas intenciones, chocando las llaves entre sí de forma violenta.

El caso es que cuando el celador llegó hasta su mazmorra, él ya estaba de pie y con la chaqueta puesta.

—Vamos, Marley —dijo, antes de sobresaltarse al encontrarlo ya pegado a la reja—. Estás de enhorabuena. Hoy pasarás unas horas fuera.

Una planta más arriba, en la zona de mujeres, una de las presas ayudaba al pequeño Tim a vestirse; solía dormir con ella porque su risa le recordaba a su madre, aunque oliera mal y por la noche le empujara a cada rato. Le subió los pantalones remendados, le encajó los aparatos de las piernas, ajustando bien las correas a sus tobillos y muslos subdesarrollados hasta que pellizcó su piel. —«¡Ay!», protestó el pequeño— y le tendió las muletas. Mientras lo hacía, la expresión de Tim era la de un niño que se despereza feliz antes de descubrir su regalo de Santa Claus. Aquellas prisas y el madrugón sólo podían significar una cosa, resolvió el pequeño: que su gran aventura estaba a punto de comenzar.

En el edificio contiguo del correccional, el Ratón se había escurrido en el interior por un ventanuco de un metro cuadrado, unos veinte minutos antes de que fueran a despertarle. Un día de estos lo descubrirían. Sólo su compañero sabía que pasaba las noches fuera. Y sólo una vez había intentado delatarle. Fue la noche en que, mientras estaba dormido, le mordió un dedo del pie con tal saña que estuvo a punto de arrancárselo. «Yo que tú decía que ha sido una rata muy grande, o cualquier día te arranco otro», le advirtió mientras su víctima gritaba aterrada, con los ojos fijos en la blanca boca de su compañero chorreando sangre. Nunca más le daría problemas.

Su cuerpo escuchimizado tenía una peculiaridad más que sólo Anne Radcliffe conocía: sus músculos estaban dotados de una flexibilidad fuera de lo común, lo cual, sumado a su pequeño tamaño, le permitía colarse por orificios que nadie imaginaba. El vigilante lo encontró tumbado en su camastro en medio de uno de sus largos bostezos de roedor. Bajo su flequillo albino, sus ojos se movieron nerviosos y brillantes en la oscuridad. Todo aquello iba a traerle problemas, se dijo arrugando su nerviosa nariz. ¿Sería muy tarde para bajarse del barco?

Ada, sin embargo, se había levantado mejor que nunca después de un sueño reparador en el que terminaba la guerra y grandes banderas británicas ondeaban por toda la Quinta Avenida. Aquél era el gran día. Anne Radcliffe le había pasado el mensaje de que su contacto inglés estaría esperándola en la playa a las once de la mañana para darle instrucciones. El fin de la guerra podía estar cerca y ella iba a contribuir definitivamente a la victoria del Imperio. Para aquella ocasión tendría que lucir sus mejores joyas. Había decorado su cabeza con mariposas de papel y su cuello lucía espléndido con una gruesa gargantilla que alguna vez fue una hoja de envolver pan, ahora retorcida hasta darle forma. Cuando una de las enfermeras llegó a buscarla, Ada dejó caer con gesto elegante el viejo periódico lleno de grasa sobre su regazo en el que en esos momentos estaba leyendo el relato de su propia presentación a una corte extranjera. Luego preguntó a la celadora por aquella aspirante a su dama de compañía, la señorita Darcy Moore, dijo con sus erres germanas. No había vuelto a verla desde que llegara a la casa. Hasta Ada, dentro de su delirio, era consciente de que la joven irlandesa podía estar en apuros.

Más al sur, en la casa de beneficencia habían pasado la noche en vela. Uno de los ancianos había muerto de madrugada, lo que había provocado un gran caos de lloros y lamentos entre sus compañeros de habitación. Los celadores habían insistido en que, como no les era posible hacer nada hasta el día siguiente, lo mejor que podían hacer era volver a dormirse. Las casi cincuenta personas que dormían en esa habitación no pegaron ojo conscientes de que entre ellos descansaba, más profundamente, un cadáver. Por eso, cuando alguien abrió la puerta y le pidió a Florita que se levantara, sintió que Kukulkán la había escuchado. «¡Intla! (¡Sí!)», exclamó. Era el momento de pasar a la acción. Y cojeó por los pasillos tras el vigilante, envuelta en su algarabía de deshilachados pájaros verdes.

La única que no pareció inmutarse aquella mañana fue la señorita Lili. Cuando abrieron su habitación estaba ovillada en postura fetal a los pies de su camastro. Tenía la cara algo hinchada de sueño y su melena roja y lacia se derramaba hasta el suelo como un río de sangre.

—Lili, vienen a buscarte —le chilló Luciana, y le lanzó a la cara el agua de un vaso—. Más vale que te portes bien o ya sabes lo que toca.

Ella se levantó torpemente con la cara chorreando y una sonrisa élfica en la boca. Dejó caer los pies desnudos sobre el frío suelo de granito, y uno a uno, se desplomaron todos los largos sayos de algodón en los que iba envuelta.

A esas horas, Anne Radcliffe ya caminaba en dirección al manicomio para recogerla, como un general a punto de pasar revista a su tropa. Pasó su lengua por los labios cortados y le supieron a sangre. La fina nevada de la noche anterior y la ausencia de viento habían dejado a la isla rodeada de un grueso cordón de nubes que la aislaban del mundo. Contaban sólo con una semana más para realizar toda la operación antes de que se marchara Dickens, y ni siquiera sabía cuándo se produciría el gran momento. El que todos estaban esperando desde hacía una semana. ¿Y si se retrasaba? ¿Y si el escritor se iba antes de que ocurriera y no era testigo de ello?

Anne respiró hondo. No era el momento de vacilaciones que la llenaran de ansiedad. Desde donde estaba ya podía divisar el banco en el que Charles esperaba. Por el momento, todo estaba saliendo según lo acordado.

El primero en llegar fue el preso de la celda 106 acompañado de Titus, el guardia de la prisión. A Charles le impactó que lo llevaran encadenado como una fiera. Una larga y pesada cadena sujetaba sus tobillos y para poder caminar era necesario que se ayudara tirando de ella con las manos.

—¿Es necesario que le dejen encadenado? —preguntó Charles—. Este hombre quiere cumplir más condena de la que le corresponde. No va a escaparse.

A lo que Titus contestó que así, si se le pasaba por la cabeza terminar con todo y tirarse al río, se iría directo al fondo, y no quedaría flotando en la superficie. Era una imagen bastante desagradable, podía asegurárselo, concluyó sonriendo a ambos lados de su cicatriz, antes de escupir con su mitad oscura.

De pie frente a él, el preso le observaba con sus eternos ojos irritados. Tenía el pelo largo y ralo recogido en una coleta y la frente despejada con grandes entradas. Cuando Charles se disponía a dirigirle la palabra se dio la vuelta y, arrastrando sus pesadas cadenas, se encaró con el río como si pretendiera retarlo a duelo.

Poco a poco, sobre el lienzo opaco del aire, fueron dibujándose los otros miembros del grupo. Los fue presentando la niebla, como si fueran fantasmas que salieran al escenario, cada uno acompañado de un vigilante. El pequeño Tim, caminando como si se le fuera a desencajar la cadera apoyado en sus muletas; Florita, envuelta en su chal exótico con más agujeros que un colador; Ada, abriéndose paso con aires de gran señora entre las nubes alumbrada por el gigante Tom y su antorcha; el Ratón, correteando delante de una celadora que iba detrás, pegando resbalones y llamándolo a gritos… Aquello iba a complicar las cosas, pensó Charles; quizás Anne habría pensado cómo librarse de los guardias… Y entonces la vio acercarse. Iba junto a la señorita Lili. Formaban una curiosa pareja. Las dos eran igual de altas y espigadas, de no ser por la cantidad de ropa con la que siempre se envolvía la enferma.

Le llamó la atención lo protectora que se mostraba Anne con Lili. Cuando llegaron hasta él, la ayudó a sentarse en el banco y dijo bien alto:

—Señor Dickens, creo que ya estamos todos. Cuando quiera puede comenzar su experimento. —Y los ojos de Anne le lanzaron un gesto de confianza que pareció querer decir que sí, que ya se les ocurriría algo.

Charles recorrió sus rostros uno a uno, luego sus fisonomías, las posiciones que habían tomado en aquel semicírculo que se cerró en torno a él convertido en la audiencia de un pequeño teatro. A su lado, en el mismo banco habían tomado asiento Lili, Ada y Florita. Luego, sobre unos troncos apilados, se habían sentado Anne y Tim, Ratón, en el suelo un poco más allá estaba Tom de pie, y Marley de espaldas, en la playa. La enfermera Luciana se había quedado detrás montando guardia con otros dos vigilantes. Charles se sintió como cuando empezaba a describir a los personajes cuyo conflicto desataría una historia. Allí, por fin, pudo reconocerlos. Ahora faltaba descifrar qué rol cumpliría cada uno de ellos y en torno a quién orbitaban sus peripecias. Quién era, en definitiva, el o la protagonista.

Lo primero que le llamó la atención al escritor fue que todos los presentes no se observaban con curiosidad sino más bien con complicidad. Como si supieran qué hacían allí y cuál era su objetivo. Y que Tom el Gigante permanecía en un segundo plano, indeciso, sin encontrar su lugar ni entre los cautivos ni entre los vigilantes.

—Tom —le llamó Charles, y el hombre levantó imperceptiblemente la barbilla—. Es ése tu nombre, ¿verdad? ¿Puedes venir y sentarte un poco más cerca?

Algunos miembros del grupo se giraron extrañados, incluso Ada pareció incomodarse. El Gigante no se movió de su sitio ni un centímetro. Sólo emitió un ruido ahogado.

—¡Pero si es negro! —se atrevió por fin a chillar el Ratón desde su extrema blancura, como si estuviera revelando un axioma desconocido.

—Sí, eso es evidente —dijo Charles—. Pero que yo sepa, eso no implica que tenga una mayor capacidad para escuchar a esa distancia.

El Gigante siguió sin moverse y sin mirarle, como si pudiera sentir las reticencias de algunos de los presentes, por ejemplo Ada, quien no podía dejar de observarle, con una de esas miradas que le reprochan a uno su sola existencia.

—¿Nos va a contar uno de sus cuentos, señor Dickens? —Tim había sido el encargado de abrir fuego. Los niños tenían un talento natural para precipitar las cosas.

El escritor le miró satisfecho.

—Sí, así es —afirmó—. Pero antes de nada es importante que nos situemos en la época y el lugar en que sucede esta historia porque es la misma que ahora. —Todos le escucharon expectantes—. Hoy es 24 de diciembre y sucedió en Londres.

Hubo un pequeño revuelo, Ada gritó uno de sus «¡Dios salve a la Reina Victoria!», segura de que aquello era un mensaje en clave, que fue contestado con el correspondiente «¡Salve!» de Anne.

Los guardias se miraron unos a otros con gesto de interrogación.

—Vaya —se extrañó Florita, estudiando el cielo contrariada—, esta vez he fallado en mis cálculos.

Charles continuó:

—Y esta historia extraordinaria le ocurrió a un hombre, precisamente porque era Navidad…

Todos se prepararon para escuchar y la voz del escritor empezó a volar sobre ellos como una cometa sostenida por el viento.

—Digamos, para comenzar, que Marley estaba muerto —comenzó, y el preso de la 106, al escuchar su nombre, giró levemente la cabeza sin dejar de vigilar el río—. Marley estaba muerto. De eso no hay duda. El acta de su entierro fue firmada por el párroco, por el escribano, por el empresario de pompas fúnebres… Sí, el propio… —dudó un momento y entonces pudo ver al director del hospital cruzando la pradera apoyado en su bastón—, el propio Scrooge la firmó, y el nombre de Scrooge tenía validez en la Bolsa para cualquier asunto que él decidiera firmar. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

—¿Scrooge? —dijo Tim.

—¿Y quién era ese Scrooge? —preguntó el Ratón.

El resto siguió la mirada del escritor hasta encontrarse con el director y sus andares de cuervo viejo, camino del manicomio.

—¡Era un tacaño! —exclamó Tim de pronto.

—Y un cicatero —intervino Ada mientras lo seguía con los ojos.

Lechonmeh tlahuillo… (un cerdo blanco) —farfulló Florita con mirada aviesa, cosa que nadie entendió pero que les sonó muy feo.

—Un estrujador, codicioso, rapiñador, avaro, un mezquino y viejo pecador. Así era Scrooge —dijo Anne sin poder contenerse y se mordió un labio.

El escritor le dirigió un gesto de sorpresa y continuó:

—Duro y cortante como un pedernal del que ningún acero pudo sacar jamás una chispa generosa; taciturno, receloso y solitario como una ostra. Su frialdad interior helaba sus viejas facciones, afilaba su puntiaguda nariz, marchitaba sus mejillas, envaraba su forma de andar, enrojecía sus ojos y amorataba sus labios —tomó aire, agudizó el tono—, y hacía que, al hablar, su voz fuera seca y chirriante. Siempre llevaba consigo su propia temperatura glacial. —Simuló un escalofrío.

—¡Y nunca ponía la calefacción! —aulló Ada entornando los ojos, resentida.

A Anne se le escapó una risilla y Luciana la miró con reproche. Charles continuó:

—Sí, es verdad; congelaba su oficina en los días más calurosos, y no la deshelaba ni un grado al llegar la Navidad, porque tenéis que recordar que era Navidad, justo como ahora…

En ese momento, Tom el Gigante, con su voz de buque, lanzó un potente grito al director que ya estaba a punto de llegar al edificio del manicomio, las primeras palabras que muchos de ellos escucharon salir de su boca:

—¡Mr. Scrooge! —Aquel nombre rebotó en cada piedra de La Isla y se fue multiplicando como lo haría en la Historia—. ¡Feliz Navidad!

El director del manicomio se detuvo en medio de la pradera y se dio la vuelta lentamente. Los vigilantes y enfermeras se observaron unos a otros en tensión.

—¡Bah! ¡Paparruchas! —espetó el viejo, después de comprobar que se trataba del pelmazo del escritor y su grupo de tarados.

Charles Dickens puso su sonrisa de cuando acababa de dar con un pequeño hallazgo y le siguió con la mirada.

—Y Scrooge se alejó caminando por las calles estrechas del barrio antiguo en dirección a su despacho, donde siempre ardía un fuego muy pequeño sobre el que se veía obligado a inclinarse para poder obtener algo de calor. —Charles hizo un guiño a Anne y continuó—: Le gustaba la oscuridad, y siempre estaba en la penumbra de su despacho. La oscuridad es barata y eso agradaba a Scrooge.

Charles siguió recreándose en el personaje que acababa de surgir de aquel hombre acartonado que tan ciego quería estar, y dibujó sobre él un avaro, odioso y solitario que se enfrentaba a las fechas navideñas con la amargura de quien se siente desconcertado ante la alegría ajena. Scrooge, aquel nombre de escalofrío, Scrooge, como había decidido llamar al sucedáneo del director del hospital, no siempre había sido así, le relató a su variopinta audiencia de esa mañana, pero a ese punto ya llegarían más adelante…

El viejo estaría rodeado de personas valiosas que no sabía reconocer y de una felicidad que era incapaz de disfrutar, agazapado en su cueva, como una alimaña. Su única actividad consistía en hacer dinero dentro de su pequeña oficina y había ido perdiendo poco a poco cualquier rasgo de humanidad. Tenía un escribiente al que pagaba mal y trataba peor, y al que explotaba incluso el día de Navidad. Y había tenido un socio, Marley —dijo Charles dirigiendo su mirada al preso—, otro viejo pecador, quien había muerto años atrás. El viejo era tan avaro, les explicó utilizando todo tipo de adjetivos grandilocuentes, que ni siquiera se había molestado en cambiar el letrero de su negocio que seguía anunciando «Marley & Scrooge».

Y ahí llegaba el conflicto de su cuento. Cuando el viejo acababa de despachar de mala gana a dos hombres que iban recaudando fondos de caridad por Navidad y se había quedado solo, por la noche, en su lúgubre oficina. De pronto, escucharía un ruido aterrador en el patio. Charles hizo una pausa mientras sus espectadores contenían la respiración y prosiguió:

—Y entonces lo vio… Sí…, era el rostro de Marley —les aseguró, impostando su voz—. Y no rodeado de sombras impenetrables, como los demás objetos que había en el patio, sino aureolado por una luz tétrica.

—¡Pero si usted dijo que estaba muerto! A ver si se aclara —exclamó el Ratón, que ya estaba entregado al relato.

—Lo sé —admitió Charles, y disfrutó del gesto atento del pequeño Tim, que le observaba boquiabierto—. Y hubo muchos testigos de que lo estaba. Pero allí lo vio Scrooge: sus cabellos se movían de una forma extraña…, como si los agitase una vaharada o una racha de aire caliente, unido a la lividez de su piel, hacía que el conjunto fuera horrible…

En ese momento les interrumpió un aullido brutal en la playa que arrancó un grito de Luciana, y el preso Marley hizo chocar sus cadenas como cada vez que los recuerdos acudían a su mente.

Se armó un buen jaleo. Los dos guardias hicieron un gesto de ir hacia el preso que fue sofocado por el escritor, y Florita se apresuró a sacar unas grandes hojas verdes de debajo de su toquilla, trazó con ellas un círculo en la arena alrededor del grupo y se metió dentro mientras miraba alrededor con cara de sospecha.

—Entonces —continuó Dickens, aprovechando los efectos especiales— se escuchó un pavoroso ruido de cadenas.

Marley las agitó de nuevo sobre la piedra, sin percatarse de que estaba siendo incorporado para siempre en aquella historia.

—Y otra vez —prosiguió el escritor, petición que fue atendida por un nuevo estruendo que puso a todos, definitivamente, los pelos de punta.

—¿Y qué hizo el viejo Scrooge? —se impacientó el pequeño Tim.

Charles y Anne se dirigieron una mirada cómplice que a Luciana no le pasó desapercibida, y las nubes empezaron a traspasarlos provocando la ilusión de que ellos fueran quienes viajaran a toda velocidad.

Pues ya se lo podían imaginar, prosiguió Charles con un gesto de horror. Mr. Scrooge se quedó paralizado contemplando al desaparecido Marley, con su coleta, su chaleco de siempre, su calzón y sus botas… El escritor se fijó en el preso que ahora le miraba con los ojos irritados; la cadena que arrastraba le ceñía la cintura: era muy larga, se desenroscaba en torno a él como un gran rabo y lo más curioso, continuaba Charles sin dejar de mirarle, era que estaba formada por cajas fuertes, llaves, candados, libros de contabilidad, escrituras y pesados talegos de malla metálica.

—¿Y por qué estaba encadenado? —le interrumpió el pequeño Tim, quizás haciéndose preguntas sobre su propio padre.

—Eso mismo le preguntó el viejo —asintió Charles, tirándose de las mangas del abrigo—. Estás encadenado, dijo Scrooge, temblando. Dime, ¿por qué?

Y el escritor cambió su voz ahora por otra más cavernosa: llevaba la cadena que había forjado en vida, respondió el espectro. Él mismo la hizo eslabón a eslabón, yarda a yarda, le explicó a su atónito ex socio, que temblaba más y más…

Y todos, exceptuando la señorita Lili, que parecía ajena a lo que se estaba contando, temblaron también, y no de frío.

Entonces, el espíritu le decía a Scrooge que hacía siete Navidades la cadena del viejo era ya tan pesada y tan larga como aquélla.

—Y desde entonces has seguido trabajando en ella. ¡Ahora es una cadena inmensa! —declamó Charles, imitando la voz que seguro tenía el espectro.

El otro Marley, en la playa, lanzó uno de sus pavorosos gritos y volvió a entrechocar sus cadenas, lo que provocó que Tim y el Ratón miraran inquietos a su alrededor buscando los indicios de cómo sería su aún invisible cadena.

Charles continuó relatando cómo el espíritu le explicaba a Scrooge que estaba encadenado porque desaprovechó en su vida mortal cada pequeña oportunidad de ser útil a los demás. Cada oportunidad desaprovechada de hacer el bien… Y entonces, la voz de Anne Radcliffe le interrumpió:

—Pero también se le apareció para decirle que aún tenía una esperanza, una oportunidad de escapar a su destino.

Luciana puso un gesto de hartazgo, pero Charles recogió el guante que le lanzaba la enfermera, y eso que no estaba acostumbrado a que nadie interviniera en sus creaciones. Así pues, tras un primer instinto de marcar su territorio, se dejó llevar. Su ego de autor le cedió el paso a su curiosidad, porque de pronto sintió que, de forma inexplicable, podía leer en las palabras de aquella mujer mensajes cifrados que sin duda le irían guiando entre la niebla.

—Serás visitado, Scrooge, por tres espíritus; el primero llegará al día siguiente… —avanzó el escritor, de nuevo con la voz sepulcral del espíritu.

—¿A qué hora? —gritaron todos.

—Cuando suene la una… —intervino Anne de nuevo.

Charles comprobó que ésa era la hora a la que había pedido reunirse los días posteriores con el fin de que el sol estuviera más alto. Todos parecieron felices de que coincidiera mágicamente para poder escuchar la segunda entrega.

Entonces Charles enmudeció ante una imagen que se había materializado ante sus ojos y que al principio pensó que se había fugado de su gótica inspiración de aquella mañana. Por el camino nevado se acercaba un grupo de mujeres atadas por la cintura unas a otras, en fila. Iban arrastrando sus pies y aullaban y gemían a cada paso.

Sus rostros estaban deformados por la locura y un par de celadoras las mantenían en movimiento como si fueran una grotesca y torpe oruga. Iban dejando un alargado rastro de desolación sobre la nieve. Más tarde sabría por Anne que las llamaban «las de la cuerda». Eran pacientes rebeldes que habían tocado fondo y que habían sido llevadas a celdas de castigo. Las sacaban a pasear de aquella forma como una advertencia para el resto de los residentes del manicomio.

No respetar las normas, le había dicho Anne muy seria, podía convertirte en una de las de la cuerda.

Recuperándose del impacto de aquella visión, Charles cerró los ojos y dejó que se filtrara también, como una gotera, en su relato. El viento empezó a revolverle el pelo en rachas furiosas y aprovechó sus embates para entregarse al final de aquel capítulo:

—Scrooge comenzó entonces a percibir ruidos confusos en el aire —relató el escritor—: Sonidos incoherentes de lamentación y pesar, gemidos indeciblemente penosos. Y el espectro, después de escucharlos un momento, se unió al fúnebre coro. Apremiado por la curiosidad, Scrooge se acercó a la ventana. Miró al exterior. —Las mujeres pasaron frente a ellos, arrastrando una pierna, luego otra, unidas en un polifónico lamento—. Y Scrooge se dio cuenta de que el aire estaba lleno de fantasmas que vagaban con incansable celeridad de acá para allá, gimiendo sin cesar. Todos llevaban cadenas, como el espectro de Marley, algunos incluso iban encadenados entre sí.

Charles enmudeció de nuevo y el viento los sacudió con más fuerza. Lili y Ada levantaron la vista hacia aquellos fantasmas que ahora les rodeaban como estrellas fugaces y tristes. «Míralos», dijo Lili con fascinación, «están por todas partes»… Ada levantó la mano pretendiendo rozar con sus dedos temblorosos a alguna de aquellas ánimas. Incluso Marley se había acercado y Florita tendía el brazo al Gigante para que no temiera aquella imagen extraordinaria del otro mundo. El Ratón y Tim, hechos un ovillo, no se atrevían ni siquiera a abrir los ojos. Hasta los guardias y Luciana miraban alrededor, como si les estremeciera el roce del viento.

Anne Radcliffe, sin embargo, no podía apartar los ojos del escritor en plena creación y no conseguía explicarse aquel prodigio.

Sin duda, era un mago.

Un hombre capaz de tejer con palabras una imagen en las mentes de los hombres. Capaz de hacerte creer cualquier cosa. Se abrigó el cuello con su chal pero no sintió frío. Observó su rostro anguloso y el cabello agitado por el vendaval mientras seguía fabricando fantasmas en el aire con su inglés preciso y pensó que podría estar escuchándole toda la vida.

—Si tales criaturas se desvanecían en la niebla o si la niebla las envolvía era algo que Scrooge no podía afirmar… —continuó Charles, con los ojos cerrados—, pero el caso es que las criaturas y sus voces se desvanecieron simultáneamente; y la noche volvió a ser como había sido cuando él llegó a su casa…

El escritor abrió los ojos confuso, volviendo de su trance, y tuvo la certeza de que, sin pretenderlo, acababa de traer al mundo a uno de sus grandes personajes. Su avaro Ebenezer Scrooge, quien desde ese momento le daría nombre a todos los avaros de la Historia.