Isla de Blackwell, 1867
—Anne era una escritora en potencia —aseguró Charles, con una voz áspera, contemplándola pasados los años—. Una escritora que escribía para hacer el bien.
Dickens hizo una pausa en su relato al comprobar que la pequeña Nellie y Margaret se habían quedado atrapadas por la misma imagen, una luna que se adhería al cielo vespertino como una lámina transparente.
La misma luna inmensa que en ese momento contemplaba Julio Verne sobre la noche de París, mientras desempaquetaba con sus dedos nerviosos la primera traducción al inglés de De la tierra a la luna. Novela que, recordó, se la había inspirado una historia fantástica que en un rotativo neoyorquino había dado por cierta y que se había contagiado a Europa. Entonces tenía sólo doce años, pero algo le impulsó a guardar aquel recorte. Julio pasó la mano por la portada y olisqueó el volumen, que aún despedía el aroma a tinta recién impresa, como habría hecho cualquier mamífero para reconocer a una de sus crías. Una pasión adolescente por el espacio era la que le había servido de arranque para aquella historia, pero lo cierto era que sus motivaciones actuales eran mucho más maduras. Algunos sectores de la crítica habían arremetido contra él por considerar que demostraba un gran desconocimiento científico. En su novela, Verne imaginaba que para llegar a la luna había que utilizar un gran cañón. Y quien tuviera el más grande, podría conquistar el satélite. Haciendo gala de un gran sentido del humor científico, se mofaba en realidad de la carrera armamentística que había supuesto la guerra de Secesión. Además de construir un símbolo fálico que habría hecho las delicias de Freud si éste hubiera tenido edad para leerlo, y no fuera aún el pequeño Sigmund, quien en esos mismos instantes, y a sus once años, estaba dormido sobre el pecho de su atractiva madre rodeado de sus cinco hermanas en su destartalada casa del céntrico barrio histórico de Viena.
Sea como fuere, a Verne poco le importaba que la crítica juzgara que su tesis era científicamente imposible. No era un licenciado en astronomía, estaba claro, pero sí en las ciencias de la imaginación. Y por mucho que les pesara a aquellos que no sabían leer entrelíneas, seguiría sintiéndose libre de crear lo que le viniera en gana. ¡Faltaría más! Era su único privilegio, se dijo, mientras dejaba el libro en la mesilla y estudiaba, a través de la lente de su pequeño telescopio, a su astro inspirador. La literatura se había convertido en su medio de transporte cuando su padre le prohibió viajar como castigo después de que intentara enrolarse en un barco hacia la India. Así que se subió a otro barco, la Biblioteca Nacional de París, donde tomaba notas de química, botánica, geología, mineralogía, geografía, oceanografía, astronomía, matemáticas, física y mecánica con las que inventó nuevos viajes. Conseguir que otros soñaran, se dijo Verne con convencimiento, alborotándose el pelo ondulado y oscuro. Que aquellos que no podían viajar, emprendieran extraordinarios viajes, como aquella niña que al otro lado del océano Atlántico, en la isla de Blackwell, soñaría por su culpa y que en esos momentos observaba la misma luna.
Poco podía imaginarse Verne que en un rincón de la lejana América —ese nuevo mundo que conocería en menos de un mes tras embarcarse en el Great Eastern—, una niña de tres años que ahora escuchaba el relato de otro escritor, cuando cumpliera dieciocho compraría con el dinero de su primer artículo un libro que acababa de publicarse, La vuelta al mundo en 80 días, y le inocularía tal espíritu de aventura que le propondría al editor de su periódico —el mismísimo Joseph Pulitzer— ser la primera persona en comprobar si tal viaje era posible.
Nellie, de pie sobre la arena de la playa, ladeó la cabeza y dibujó en el aire con su dedito el contorno de la luna. Dickens creyó ver en sus grandes ojos castaños todo lo que verían en el futuro: viajes fascinantes, paisajes que ni siquiera él podría haber llegado a imaginar, millardos de palabras que aún estaban por escribirse. Creyó ver por un momento en sus grandes ojos todo lo que aquella mirada vería, y de repente, aquel pequeño personaje que había descubierto jugando en la playa, aquella niña que aún no había sido tocada por la tragedia pero que sin saber por qué imaginó al principio como una pequeña náufraga, la niña presa por un destino injusto, dejó de serlo.
Ahora tenía la extraña sensación de que si tuviera que escribir su historia, habría de hacerlo desde el principio, estaba convencido. Un escritor debía poseer la capacidad de ver en un personaje, no lo que era en ese momento, sino lo que llegaría a ser. Los cambios que se producirían en él. Su excepcionalidad y su evolución. Por eso aquella niña dejó de ser a sus ojos una niña y empezó a ser Nellie, la protagonista de una gran aventura.
Por otro lado, la maestra Margaret, que también se había quedado atrapada por el imán de la luna, empezaba a dibujarse ante Dickens con una gran variedad de matices que antes le habían pasado inadvertidos. Por ejemplo, al preguntarle por Anne Radcliffe, ella supo de inmediato de quién le estaba hablando. Cuando le acompañó a la playa, se había parado en el lugar exacto en el que él solía sentarse para contar su cuento. Margaret se echó por sus anchas espaldas el chal de lana gruesa. Se ajustó un par de horquillas que sujetaron su melena pesada y rebelde.
—Después de lo que me está contando no entiendo cómo puede dudar de que sus libros fueran útiles para otras personas.
Dickens había quedado pensativo. ¿Debía revelarle a Margaret el verdadero motivo de su vuelta a Blackwell después de veinticinco años? ¿Debía confesarle cómo, para responderse a esa pregunta, necesitaba volver a ver con sus propios ojos el tesoro de aquella isla?
La maestra se acercó a la niña, la levantó del suelo y le sacudió la falda. Le observó conmovida. Allí estaba el gran Charles Dickens, contándole una historia, y preguntándose si con su literatura había llegado a calar en la conciencia de los hombres, después de toda una vida dedicada a ella.
—«La imaginación nos hace libres» —repitió Margaret, pensativa—. Qué bonita idea. Algo así me decía mi padre.
—Un hombre sabio, entonces —afirmó el escritor—. ¿Es de aquí?
—Sí. Escuchándole he pensado que mi padre también, a su manera, me entrenó para soñar. En mi religión hay una literatura muy rica.
—¿Judía?
Margaret asintió.
—¿Y cómo supo a quiénes tenía que convocar para su experimento?
Charles se peinó la barba gris y puntiaguda, casi ceremonialmente.
—Aquella noche Anne me trajo una lista con los nombres y ubicaciones de las distintas personas que debería reclamar. Había por lo menos un representante de cada institución. Nuestro objetivo era que cada uno de ellos pudiera, de primera mano, relatarme en qué condiciones vivía en La Isla, las circunstancias en las que había sido recluido y el trato que recibía de celadores y enfermeras —hizo una pausa—, aunque su objetivo final aún no me lo había revelado y suponía algo mucho más arriesgado. Por ese motivo no lo hizo hasta que estuvo segura de que podía confiar en mí.
Margaret estuvo a punto de preguntarle cuál era esa última información que la enfermera Anne Radcliffe aún no se había atrevido a revelarle, pero no lo hizo. Como el buen lector que, aun conociendo el desenlace, no quiere que una novela acabe. Prefirió avanzar capítulo a capítulo, hasta el final, incorporando los detalles y la información sustancial que le era desconocida, al ritmo que le marcaba su narrador. Éste, sentado de nuevo en el banco de hierro, volaba vertiginosamente hasta ese mismo banco, que más de dos décadas atrás acababa de ser pintado de un luminoso color blanco. El mismo día en que estaba a punto de gestarse su más famosa historia.