Día 5
La aguja de metal seguía rígida apuntando hacia el norte. Allí parecía haberse orientado por fin. Charles agitó la brújula, luego le propinó unos toquecitos en el cristal como si le molestara que después de tanto tiempo hubiera decidido funcionar correctamente. Así se había quedado desde que pisó la isla. Tozuda, como el dedo de un niño que quiere algo. Por eso había decidido hacer un experimento. Llevársela consigo de camino a la entrevista con el director del hospital para comprobar si cambiaba de referencias. Al menos era la excusa que se dio a sí mismo. Se peinó el pelo con las manos. Lo tenía duro por el salitre. Cepilló meticulosamente su chaleco y volvió a mirar aquel pequeño artefacto que nunca había funcionado bien. La verdadera razón para llevarla siempre consigo era que esa brújula estropeada se había convertido en un talismán. Kate opinaba que todo lo que era superstición era pecado. Pero ¿acaso no eran las mismas religiones un catálogo de supersticiones acordadas? Ella nunca entendió su pasión por lo oculto, escucharle hablar sobre el mesmerismo o sobre hipnosis le daba escalofríos. Sin embargo, para Charles todo aquello era ciencia, no superstición. Limpió escrupulosamente la hoja como todas las mañanas. Se abotonó el chaleco y los puños de la camisa. ¿Cómo el pequeño ser humano podía caer en la arrogancia de considerarse conocedor de lo visible y lo invisible? Para él, el mundo era un gran misterio. Aquella isla microscópica clavada en medio de un río era un gran enigma. Y por qué una brújula que nunca había apuntado hacia ninguna parte, de pronto había decidido apuntar hacia aquel trozo de tierra, era otro. Según su querida cuñada Mary, le ayudaría a encontrar sus sueños… Quién sabía.
Se hizo la lazada del cuello con una mueca triste mientras se buscaba en el espejo. Por un momento no se reconoció. Había algo en aquellos ojos que le observaban que era nuevo. Parecían más grandes, ¿habría adelgazado?, como si por ellos entrara más luz, o quisieran hacerle una revelación, preguntarle algo.
Se enfundó el abrigo y los guantes y metió en su bolsillo la brújula, que siguió apuntando al norte con obstinación. Precisamente al lugar adonde se dirigía.
En el mismo norte de La Isla, el director del manicomio, el señor Scraugh, estaba de pie frente al pequeño fuego que siempre ardía en su chimenea. En aquella posición, encorvado con ambas manos apoyadas sobre ella, parecía una vieja araña en su lenta espera sobre la tela. El frío, pero no el exterior sino el interior, era el que había afilado su puntiaguda nariz, marchitado sus mejillas y el que envaraba su forma de andar cada mañana por los largos pasillos del hospital. Era como si no tuviera articulaciones. Así, en aquella posición de caza, esperaba a su visitante. A su regreso nadie le había hablado de otra cosa que de él. Como si no tuviera más preocupaciones.
El escritor inglés estaba resultando una lata, pensó mientras se secaba con un gran pañuelo la nariz que siempre goteaba como una estalactita. Y ahora quería verle. Miss Grady tenía orden expresa de que todo funcionara a la perfección mientras estuviera el huésped. Tenía fama de escribir y, lo que era peor, opinar sobre aquello que veía, y cualquier publicación sobre La Isla podría traerle graves problemas con el nuevo gobierno de Tammany. Además, tenía amigos demasiado influyentes. Scraugh acercó sus manos al inútil fuego. El reflejo de las llamas bailó sobre su rostro como si fuera a derretirlo.
Unos minutos más tarde, Charles llegaba al manicomio. Cuando miró hacia arriba, las nubes pasaban sobre él a tal velocidad que le dio la sensación de que el edificio de piedra gris se agigantaba hasta llegar al cielo. Cuando entró, la escalera de caracol le dio la misma sensación. Quizás no se alimentaba bien, pensó, o aquel confinamiento al que él también estaba sometido de alguna manera comenzaba a confundir su mente y sus sentidos. El interior del manicomio le olió de nuevo a aquel jabón fuerte al que no lograba acostumbrarse, ¿o sería un matarratas? Todo permanecía inmóvil en un pesado silencio.
«Subir hasta el tercer piso y a la derecha. Luego, todo recto hasta el final del pasillo», recordó Charles en palabras de la enfermera Radcliffe. Al final de éste le pareció ver al doctor Angelopoulos salir de un despacho y meterse en otro arrastrando los pies. En el piso de arriba el aire golpeaba las puertas con un ritmo atávico. El frío contrajo sus músculos y sintió una punzada en el estómago. Por más que había pensado en cómo resolver la cuestión de reunirse con su grupo de confidentes, no se le había ocurrido nada. Por primera vez en toda su vida tenía el síndrome de la página en blanco del que tanto se quejaban algunos de sus colegas. Él nunca había creído en ello. Sólo confiaba en el trabajo y en la habilidad de sus personajes para contarle una historia. Pero qué hacer cuando no estaba siquiera seguro de quiénes eran esos personajes…
Pronto se encontró ante una puerta con una tablilla que indicaba: «Dirección». Llamó con los nudillos pero no se escuchó nada. Fue unos segundos más tarde cuando se abrió sola. O eso pensó hasta que reparó en que Scraugh estaba encorvado como un viejo buitre justo delante de él. La sala estaba casi a oscuras y le llegó un olor enrarecido a cuero viejo que parecía provenir del propio director.
—Pase, pase… No se quede ahí, caballero. Hay corriente.
Y detrás de él se cerró la puerta con tal estruendo que Charles pensó que todo el edificio se les venía encima.
—Gracias por recibirme, señor Scrooge —dijo el escritor marcando inconscientemente su acento.
—Es Scraugh —replicó el viejo director inmediatamente.
Lo observó con ese descaro que provenía de la fascinación, que Kate siempre le reprochaba.
—Lo siento, debí de entender mal a miss Grady —se disculpó Charles cortésmente, aunque, cuanto más le observaba, más se convencía de que aquel cuerpo destemplado, en lugar de nombre de estornudo, debería tener nombre de escalofrío: Scroooge…, que aquella mirada capaz de congelarte la sangre le correspondía más a un hombre que se llamara Scrooge…
—Siéntese, siéntese —le indicó el director, casi imperativamente—. No querría que un caballero inglés no se sintiera tratado en mi centro con la debida cortesía…
Charles tomó asiento al lado de aquella chimenea en la que temblaba el fuego más lúgubre que había visto en su vida. Los muebles oscuros de madera saltaban de la penumbra con esfuerzo, una de las contraventanas golpeaba fuera la misma sentencia. El himno monótono y constante de aquel lugar.
Scraugh se dejó caer en un sillón y le estudió con fastidio.
—¿Y bien? ¿En qué puedo ayudarle? —Carraspeó un poco—. Me ha dicho la enfermera Radcliffe que está usted muy interesado en las instituciones de caridad americanas.
—Así es —admitió Charles, quien se preguntaba qué más le había dicho su intrépida amiga—. Creo que nos podemos enriquecer mutuamente. Importar algunos de los métodos y formas de organización que ustedes estén poniendo en práctica y, a cambio, yo podría mostrarles algunos métodos que están dando buenos resultados en mi país.
Scraugh estornudó y al hacerlo pareció decir su nombre.
—¿Nosotros enseñarles a ustedes? —Otro estornudo. Se secó la nariz con su gran pañuelo—. Curiosa empresa la suya, señor Dickens. Tengo que admitir que es usted un extravagante. Un caballero de su fama que en la sacrosanta época del Imperio se dedica a convivir con los despojos de la sociedad para escribir sobre ellos…
—¿Y eso le sorprende o le preocupa? —Charles enfrentó su mirada a la del viejo, algo molesto por aquel tono despectivo que Scraugh, ni atendiendo a la más básica educación, se estaba molestando en disimular.
—Me sorprende, más bien. Escribir, puede usted escribir sobre lo que le parezca.
Charles frotó sus manos encima de la pequeña llama. ¿Cómo podría sobrevivir aquel hombre en semejante oscuridad?, y añadió:
—Simplemente me preocupo por las personas que no tienen refugio o recurso alguno.
—¿No tienen refugio o recurso alguno? —saltó Scraugh como si fuera una de las chispas de la chimenea—. ¿Y esto qué es? ¿No hay asilos? ¿No hay prisiones?
—Sí, claro, pero nuestro deber, creo, es conseguir que dentro de esas instituciones se les proporcione un trato digno.
—Señor mío —advirtió con su dedo huesudo—, la dignidad no se aporta, se tiene o no se tiene; la caridad no se exige, se agradece. Las personas que vienen aquí tienen que estar agradecidas porque ya se les ha dado bastante.
—No estoy de acuerdo, señor Scraugh —le interrumpió—. «Si podemos juzgar a cada hombre por la contribución que hace a la comunidad, también tenemos el mismo derecho a pedir cuentas a la comunidad de lo que hace por ese hombre».
El director emitió un «¡ah!», que Charles no supo si catalogar de risa o de tos.
—Me estaba temiendo que en cualquier momento empezaría usted a soltarme sus consignas liberales —se mofó Scraugh mientras tiraba una minúscula ramita dentro de la chimenea.
Charles se removió en el asiento. Aquel hombre le producía un desagrado tal que le iba a ser difícil mantener las formas para llevarlo a su terreno. Volvió a la carga:
—Y está usted al tanto, imagino, de los métodos con los que se rige el manicomio…
El viejo pareció incomodarse y se levantó. Era un preguntón insoportable, pensó. ¿Por qué no le decía ya qué quería y le dejaba en paz? Se contuvo. Intentó una sonrisa:
—Miss Grady está a cargo de toda la organización del manicomio, el asilo y el correccional. Es nuestra enfermera más veterana. En diez años no hemos tenido ni un solo acto de rebeldía. —Se sonó ruidosamente la nariz.
—Pero yo le preguntaba por sus métodos…
—Señor Dickens —le interrumpió—, sólo en el manicomio hay quinientos pacientes. En el asilo se da cobijo y comida a mil pobres. Y yo tengo que gestionar estos centros según los informes de necesidades que realiza miss Grady. A mí me pagan por que todo esto siga andando con los menores quebraderos de cabeza posibles.
—Estoy seguro, señor Scrooge…
—Es Scraugh —espetó, como si acabaran de pisarle un juanete, y unas gotas de saliva se escaparon de sus labios.
—Scraugh… —rectificó el inglés—. No pretendo cuestionar su labor aquí, lo único que estaba preguntándole es si no cree usted que si viera con sus propios ojos las condiciones de vida de sus enfermos, no podría ayudarle a clarificar la gestión de esas necesidades —prosiguió su discurso con cautela, sin dejar de mirarle a los ojos—. Verá, hay métodos nuevos que están dando muy buenos resultados en otros centros basados en la amabilidad y la conciliación que hace unos años habrían sido considerados heréticos. Se han instalado salas de lectura para los internos, juegan a los bolos y practican deportes. Aquí se limitan a salir a pasear cuando hace demasiado frío y sin que nadie les estimule de ninguna forma. Incluso es peligroso que no estén vigilados…
Scraugh le escuchaba pasmado.
—¿Y para qué iban a vigilarles? Si alguno quiere escapar sólo le queda saltar al agua. —Una boca menos que alimentar, se dijo por dentro.
—Precisamente, me refería a que es peligroso —insistió el escritor y se aflojó un poco el nudo de la lazada—, no porque quieran escapar, señor, sino por su propia seguridad, porque podría darse una desgracia y, quizás, Dios no lo quiera, sí, caer al agua.
Y enfatizó su frase con tal ironía que provocó en el otro una mueca de tensión. A Charles le dio la sensación de estar hablando con uno de aquellos sordos muebles de madera. Una puerta habría mostrado más humanidad.
—De todas formas —continuó Scraugh—, le alegrará saber que ése es un tema menos por el que tendrá que preocuparse. Vamos a suprimir los paseos.
—¿Cómo dice? —se alarmó Charles.
Aquello complicaba las cosas. No podría acceder a los confidentes que había reunido Anne.
El director añadió que miss Grady opinaba que no deberían pasar tanto tiempo en el exterior hasta que pasaran las heladas del invierno. Muchos enfermaban con frecuencia y no disponían de suficientes mantas y abrigos…
—Imagino que ésa le parecerá una medida muy humana —enfatizó Scraugh con cierto recochineo gangoso, y la nariz oculta detrás de su pañuelo.
Mientras el viejo seguía enumerándole todas las ventajas por las que las personas que allí iban tenían que dar las gracias, la mente de Dickens bullía como cuando intentaba comenzar una de sus historias. Aquel puñado de personas confiaban en él. Anne confiaba en él. Tenía que conseguir escucharles. Entonces dijo por fin:
—En realidad, señor Scraugh, he venido esta tarde para pedirle que me permita hacer un experimento.
El viejo frenó en seco su discurso. Aquello le había pillado por sorpresa.
—¿Cómo dice? —Y se encorvó un poco más, tanto que a Charles le pareció que en cualquier momento se caería de cabeza dentro de la chimenea.
—Como sabrá, me dedico a realizar experimentos con niños sordomudos, personas con deficiencias graves, con el fin de entender sus necesidades y mejorar sus condiciones. —Intentó aguantar la mirada rígida de su interlocutor—. Y en este caso quiero comprobar cómo afecta estimular la imaginación en personas que se encuentran en áreas de exclusión.
Aquello había sonado muy convincente, se felicitó Charles a sí mismo, mientras Scraugh permanecía mirándole boquiabierto en aquella postura que parecía a punto de precipitarle al suelo. Hasta que se levantó, y Charles escuchó cómo crujían doscientos de los doscientos seis huesos de su cuerpo.
—¿Y me quiere explicar usted por qué quiere excitarles la memoria y la conciencia a esos desgraciados? —preguntó levantando excesivamente la voz—. ¿No le parece a usted que ésa es la medida más cruel de todas? Es como regalarle una biblioteca a un ciego, no fastidie…
El escritor sintió una punzada en el estómago y se quedó pensativo. Quizás Scraugh tenía razón. Lo había reflexionado muchas veces, pero hasta entonces la materia prima de sus novelas había sido su propia miseria, su propio dolor. Aquello le autorizaba. Sin embargo ahora…, ahora podía empezar a sentir que traficaba con el dolor ajeno. Respiró hondo. Estaba tan tenso que empezaba a dolerle todo el cuerpo. Por otro lado, era la única forma de ayudarles… Pero ¿cómo asegurar que los personajes que allí conocería no acabarían filtrándose en sus novelas? Blackwell tenía una cantera, desde luego, pero no de granito.
Blackwell era una cantera de personajes.
Observó al viejo que le sostenía la mirada, triunfal, como si supiera que había dado en el blanco. Quizás sólo tenía la culpa de pertenecer a otra generación, a una en que la regla número uno había sido la supervivencia. Y para Scraugh, aquellos internos eran sobrantes de una sociedad que crecía, máquinas defectuosas que no podían ser arregladas. No había tiempo. En eso consistía el progreso. Había que sustituirlas y apartarlas a un lugar donde las fueran consumiendo los años.
—Sólo quiero reunirme una vez al día con un grupo pequeño, una persona o dos por centro sería suficiente, para contarles un cuento —continuó el escritor, preguntándose al mismo tiempo por qué estaba diciendo todo aquello.
—¿Quiere contarles un cuento? ¿Eso es todo?
El viejo director recorrió la estancia haciendo crujir la madera mientras se repetía en alto:
—Un cuento… Quiere contarles un cuento…
Y al caminar hacia la puerta elucubró sobre qué problemas podría causarle acceder a su proposición y las consecuencias que tendría no satisfacerla. Aquel inglés tenía demasiadas influencias y, total, no iba a aguantar allí ni a aquel grupo de zumbados ni tres días… Scraugh agarró el picaporte.
—Bien —dijo—. Si eso ayuda a que tenga de este centro una visión… cómo decirlo, más acorde con sus expectativas, adelante, cuénteles ese cuento. —Y después de mirarle de arriba abajo, añadió—: Desde luego, ustedes los ingleses son gente extraña…
Cuando Charles le estrechó la mano se dio cuenta de que en ésta sujetaba su pañuelo. Tragó saliva y procuró que se le olvidara ese hecho. La puerta se cerró tras él con un «buenas tardes» que sonó como un disparo.
Bajó las escaleras con una energía infantil y al llegar al último peldaño escuchó que alguien le llamaba desde el piso de arriba. En el centro de aquella espiral de barandillas, le pareció la princesa blanca de un cuento asomada a su torre. Anne le sonrió al encontrarse su mirada de satisfacción. Acababa de dar el primer paso para acercarse a «la resistencia de la isla de Blackwell».
Una voz masculina a su espalda interrumpió aquel momento de euforia.
—Señor Dickens, usted perdone —dijo la voz que ahora supo que pertenecía a un médico joven y pequeño con cara de garbanzo—. Disculpe el atrevimiento. Es un honor conocerle… porque yo también escribo… —Entre sus manos temblaba un pesado manuscrito.
Charles se peinó el pelo con los dedos, respiró hondo y le sonrió sin verle. No podía negarlo. Hacía tiempo que no se sentía tan vivo.
Ya en el exterior y cargado con el manuscrito del médico, se encontró con un viento que rugía violento. En ese momento recordó que llevaba la brújula en su bolsillo. La extrajo con cuidado. La aguja, de nuevo en movimiento, describía círculos enloquecidos o, pensó Charles, según la teoría de quien se la regaló, quizás le estaba indicando que su destino cambiaba de rumbo. El epicentro, el lugar exacto donde podía cumplirse uno de sus sueños.
Esa noche brotó en el cielo una luna llena tan grande que parecía que fuera a descolgarse sobre el río en cualquier momento. Olía a nieve, pensó Anne cuando se asomó por la ventana de su dormitorio. Y bajo aquella luz mineral vio cómo Charles, envuelto en su abrigo, enfilaba el camino del faro. No lo pensó dos veces. Se subió las medias de lana, sacudió el único vestido que tenía para salir a la ciudad los días de descanso, y así, tal cual estaba, envolvió su cuello con varias vueltas de bufanda y salió al exterior.
Ya en el jardín le pareció haber entrado en un sueño. Había tanta luz que parecía de día y todo era irisado y centelleante. Una fina y crujiente capa de hielo lo envolvía todo, cada árbol desnudo, la hierba, los faroles de gas que alumbraban la residencia, como si al mundo le hubieran dado un baño de plata.
Cuando entró en el observatorio, Charles se giró sobresaltado.
—¡Santo cielo, Anne! ¿No te han enseñado a llamar a la puerta?
Ella se disculpó, fatigada, y se apoyó en el dintel de la puerta. Luego, un silencio entre los dos. Un silencio de palabras en el que se dicen tantas cosas. Anne estuvo a punto de darse la vuelta cuando se fijó en cómo la estaba observando él. Igual que había contemplado ella aquel paisaje. Y aunque Charles fue consciente de que la incomodaba, no quiso dejar de mirarla. Sus ojos de escritor estaban especialmente diseñados para detectar los cambios sobre las cosas. Esa piedra que no sólo era una piedra, sino el tiempo que había pasado por ella, desgastándola en los extremos; ese río que no era sólo un río, sino una barrera natural, un organismo vivo que se calmaba o se enfurecía, que unos días era claro y otros turbio y amenazante; y allí estaba Anne Radcliffe, hasta hace unos días una extraña, una enfermera, una voz madura encerrada en un pecoso rostro de niña, y ahora era una mujer vestida de verde campo, con una larga cabellera que con aquella luz parecía metálica, desplomándose como una cascada hasta su cintura. Le pareció una criatura mágica que se hubiera descolgado de la misma luna para concederle un deseo.
—Entra o cogerás una pulmonía —dijo Charles, al comprobar el sonrojo de la chica.
Esa noche hablaron de muchas cosas y, sin querer, se dijeron muchas de sí mismos. Valoraron la entrevista con Scraugh. Ella le felicitó por su brillante idea de proponerle aquel raro experimento, ¿cómo se le había ocurrido?, y él sintió una inyección de orgullo. También se rieron con las impresiones que Charles había sacado del director, dijo recordarle a su mascota Grip, su viejo cuervo amaestrado y cojo que su mujer detestaba cordialmente. A ella le divertía la forma con la que él miraba el mundo, irónica y profunda, y a él la pasión que ella imprimía en su pequeño plan para mejorarlo. Anne era una soñadora, estaba claro, y en una era de crisis y de cambios en la que el destino parecía forjado en hierro y tejido con humos industriales, aquel ser de carne y hueso se dedicaba como Charles a construir sueños con palabras.
—El señor Scraugh no entiende a los habitantes de esta isla, no siente que tengan la misma capacidad de sufrir que cualquier otro ser humano, porque nunca ha hablado con ellos —aseguró mientras se mordía los labios rotos por el frío.
—Pero tú sí los entiendes. Tú sabes lo que piensan, conoces sus miedos y sus deseos, has sido capaz de llevarles esperanza a través de esas cartas —dijo él, y continuó—: ¿Sabes, Anne? Creo que serías una gran escritora.
—No, no… —susurró sin mirarle.
¿Ella? Ni siquiera era capaz de hacer una lectura fluida y escribía con una letra horrible y con tantas faltas de ortografía que le provocarían al inglés un desmayo.
—Un buen escritor lo es porque sabe dar con una buena historia, pero sobre todo, ningún escritor lo es del todo si no es capaz de escuchar a sus personajes.
Ambos volvieron a quedarse en silencio, sólo atentos al lento palpitar de las brasas de carbón dentro de la estufa.
—Te he traído un regalo de Navidad —dijo Charles, sacando un libro de detrás de un cojín.
—¿A mí?
—Sí, y ahora no tendrás más remedio que entrenar esa faceta tuya tan literaria.
Ella lo tomó en sus manos como si fuera un tesoro. Acarició la cubierta. Eran las Leyendas del Viejo Nueva York de Washington Irving que había escogido Charles para acompañarle en aquel viaje. Estaban dedicadas por el propio Irving a su amigo. Allí encontraría muchas historias con Blackwell al fondo, le dijo. Y ella lo abrió como si fuera una ventana por donde ya pudiera contemplar un abrumador paisaje.
Aquella noche hablaron de muchas cosas. Charles le contó cómo era la vida en Londres, su época como taquígrafo judicial y cómo había llegado a escribir en el Morning Chronicle, y ella le habló de rincones de Manhattan que ya no visitaba porque apenas tenía dos días libres al mes. Luego Anne le confesó que había aprendido a leer y escribir pero que aún le resultaba agotador enfrentarse a un libro, admitió con timidez no haber doblegado aún ni una sola de sus novelas; Charles le reveló que en Londres a veces se sentía atrapado por una sociedad rígida y clasista con la que no se identificaba apenas; Anne le relató cómo a los ocho años había participado en una paliza de una niña negra; él le habló de que su padre tenía problemas de juego; ella de que en realidad nunca conoció a su padre; él admitió que a veces tenía miedo, miedo de no llegar a ser el escritor que soñaba ser, miedo de estar nutriéndose de la desgracia de las personas, de haber sacado partido de ellas, miedo de haber concebido una familia como si estuviera escribiendo una novela, miedo de morirse sin haber dicho nunca, abiertamente, quién era en realidad.
Ella le miró a los ojos y por un momento Charles tuvo la ilusión de que Anne sí le veía por dentro. Ella echó hacia atrás el cuello hasta que la larga masa de caracoles claros cayó por su espalda, y dijo:
—Pues yo tengo miedo de morirme sin que nadie me haya vuelto a abrazar.
Pasó un tiempo en que no hicieron falta las palabras hasta que un polvo blanco empezó a desprenderse de la luna para paralizar el paisaje poco a poco. Ambos lo observaron como si fuera un milagro. Anne había estado hojeando un ejemplar antiguo del periódico The New York Sun que estaba sobre la mesa, en el que había una noticia que siguió en su momento con absoluta fascinación; ¿se había enterado?, le preguntó mientras le tendía el periódico y echaba más carbón a la estufa. Al parecer, un tal sir John Herschel había escrito una serie de artículos durante un mes asegurando que, gracias a un enorme telescopio situado en Noruega, había descubierto vida en la luna. Charles desdobló el periódico y buscó aquella noticia que había hecho correr ríos de tinta varios años atrás. Unos extravagantes grabados acompañaban el reportaje donde se mostraban los fantásticos animales que poblaban el astro: unicornios, visones, cabras de dos piernas y unos hombres-murciélago a los que había bautizado como Vespertilio homo y que habían construido una gran cantidad de templos y edificios asombrosos.
Charles recordaba bien aquel asunto. De hecho, había preguntado por él al mismo Irving ya que se rumoreaba que detrás de la firma de aquellos artículos se escondía en realidad Gaylord Clark, el editor de su revista The Knickerbocker, quien, puede que como un experimento literario, habría enviado un primer artículo al Sun, y al comprobar que lo daban por bueno y que lo convertían en una noticia de portada, siguiera con el bulo sin poder evitarlo.
Irving escuchó las especulaciones de su amigo con una sonrisa y se limitó a decir: «Lo cierto es que los artículos estaban tan bien escritos y la historia era tan fascinante que, de haber sido pensados como un cuento, bien podrían haber aparecido en nuestra revista», una respuesta o salida por la tangente que a Charles, desde el recuerdo, le hizo sonreír. Al bueno de Washington siempre le había gustado crear leyendas. Fue precisamente cuando se empezó a especular sobre quién estaría detrás, y la comunidad científica desautorizó con vehemencia el origen de aquellos estudios, cuando el Sun publicó un último artículo informando de que el gigante telescopio noruego había ardido de forma misteriosa.
Aun así, Charles se deleitó con la pasión con la que su nueva amiga le describía cada detalle de los hallazgos de aquellos estudios mientras observaban el astro ahora envuelto en una ventisca de nieve. Como si no le importara que se hubiera desmentido y pudiera ver, en ese instante, una desbandada de unicornios blancos galopando sobre la superficie de la luna.