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Miss Grady tenía muchas y muy feas costumbres. Hablaba con la boca llena, se sonaba la nariz sobre el lavamanos por la mañana, se peinaba los encrespados pelos que brotaban de su lunar, y observaba a la gente desde cualquier rendija, agazapada como una alimaña a punto de saltar sobre una indefensa presa.

Y esto último era a lo que había consagrado la última hora. Sólo que esta vez sus presas eran de gran tamaño. Desde uno de los grandes ventanales de la zona de consultas acechaba a su huésped inglés mientras hablaba con la enfermera Radcliffe como había hecho el día anterior cuando los sorprendió en medio del camino. Si no le traicionara ya su galopante miopía habría asegurado que estaban discutiendo. Añoró los días en que tenía la vista de un catalejo, una cualidad que había dejado en su rostro cierto aire aviar. Si hubiera que describir a miss Grady sería lo más parecido a una gaviota gorda y vieja. Sus andares palmípedos por las grandes salas del manicomio y el hospital, su nariz larga con la punta ganchuda, las manos plegadas detrás como dos alas inservibles y su forma de dar pequeños saltitos cada cierto tiempo cuando caminaba por la playa para no ser alcanzada por las olas, contribuían a esta semejanza. Pero lo que más convertía a miss Grady en una gaviota era su tendencia carroñera. Era capaz de oler un animal débil a una gran distancia.

La fragilidad de los demás era su fuerza.

Ése era su lugar en la cadena trófica. Por eso no se hizo enfermera cuando descubrió que podía ayudar a los demás, sino cuando cayó en la cuenta de que sería un lugar donde estaría rodeada de personas indefensas a las que podría mangonear a su antojo. Muchos pensaban que ése era el verdadero motivo de que nunca abandonara La Isla, ni siquiera los días de permiso. Miss Grady no podía tolerar que nada escapara a su control rapaz y para ello, como para casi todo, tenía buenas razones.

Desde cuándo miss Grady había sido tan cruel era difícil saberlo, pero con toda probabilidad fue una cuestión acumulativa. Es cierto que el primer azote al nacer ya fue más fuerte de lo normal y sólo fue el primero de muchos. Toda persona débil que reconoce en otro una debilidad mayor experimenta cierto placer. Y cuando es consciente de que puede ejercer un poder sobre los demás al que no está acostumbrada puede convertirse en una adicción que no encuentra un límite. Miss Grady había sido la mayor de seis hermanos. Su padre, un hombre de idénticas características mentales, se expresaba en casa a través del lenguaje del golpe. Si le había gustado la comida, su mujer sólo recibía un azote. Si estaba de buen humor, les daba cachetes. Si le llevaban la contraria, la respuesta era un tortazo. Y si tenía un mal día, la emprendía a puñetazos con el primero que se encontraba en casa. Un violento código morse cuyo diálogo terminaba en el silencio dolorido de su interlocutor. Sin embargo, fuera de su casa nadie lo habría descrito como un hombre violento. Saludaba a sus vecinos descubriéndose la cabeza, no armaba jaleo en la ostrería y solía conocérsele como un bebedor pacífico. Hasta que llegaba a casa y se encontraba a aquellas personas con las que podía soñar con ser el fuerte.

Miss Grady tenía mucho de su padre aunque nunca se parara a reflexionar sobre ello. Incluso había heredado su expresión preferida: «¡Humíllate!». La soltaba como un latigazo cuando quería atemorizar a una enfermera, cuando quería que una de las pacientes volviera a la fila, incluso alguna vez, cuando se encontraba con su rostro viejo dentro del espejo, se la llegó a decir a sí misma, como si, ante tanta soledad, siguiera necesitando el maltrato paterno con tal de sentirse más acompañada. Blackwell se había convertido en ese pequeño reino en el que disfrutaba del temor de sus súbditos.

Al ser la enfermera más veterana, el director del manicomio, mucho más político que médico, dejaba su gestión en manos de Grady, quien presumía de ser la única que sabía mantener el orden, y las enfermeras iban siendo reclutadas en función de cuán serviles se mostraran. Por ejemplo, una de las pruebas preferidas en las entrevistas era pedirle a la aspirante que contara los remaches de todas las ventanas del edificio. Aquellas que lo hacían sin rechistar y ponían un gran empeño en satisfacerla, eran aptas. Las que se preguntaban qué utilidad podía tener aquello, no. La cosa era sencilla. Nadie podía desafiar su autoridad ni sus métodos, pidiese lo que pidiese.

Por eso la enfermera Radcliffe le había salido rana. Fue reclutada directamente por el director la única semana de su vida en que miss Grady estaba en cama. Tuvo que guardar reposo por culpa de un cólico y cuando se levantó, allí estaba ella con sus ricitos, su cara de angelote inofensivo y aquella voz tan grave y punzante como sus ojos. La echaría gustosa en cuanto tuviera un motivo, pero no era fácil.

Y menos aún ahora, con aquel inglés metomentodo que parecía disfrutar tanto de su compañía.

Se echó un chal sobre los hombros y dio varios pasos oscilantes entre las vitrinas donde descansaban piezas antiguas de instrumental médico —estuches de cirujano de terciopelo rojo, frascos con muestras de pelo, dientes y otras reliquias que flotaban en misteriosos líquidos, un microscopio antediluviano, juegos de escalpelos, sondas de marfil, balanzas farmacéuticas—, luego se sentó y se dio unas friegas violentas en las rodillas hasta que un color vivo brotó en ellas. Ni siquiera sabía tratarse a sí misma con aprecio. Aquel frío y la maldita niebla no hacían más que agravar su artrosis y eso la ponía de un humor de perros. Paseó su vista por la estancia buscando algo o alguien con quien aliviar su disgusto. La habitación estaba alicatada y era tan blanca como una sala de autopsias. Suspiró. Paciencia, se dijo, paciencia que todo tendría su recompensa. Y allí venía la primera. A través de la ventana vio llegar la barca de la penitenciaría que desde su posición parecía una cáscara de coco que arrastraba la corriente. Había dos personas a bordo junto a los presos. La gran gaviota fijó la vista en el agua todo lo que pudo y estuvo a punto de segregar jugos gástricos. Agarró el crucifijo que había pertenecido a su padre y lo sujetó con fuerza dentro del puño.

Tenía una misión.

Aquello le daba fuerza. Hacer que las almas descarriadas se enderezaran como juncos que había doblado el viento. Lograr que expiaran sus pecados en vida sacrificándose. Limpiar sus conciencias y sus actos, si era necesario, a base de sufrimiento.

La humildad se demostraba con humillación.

Fijó su mirada cazadora en la que sería una de sus nuevas víctimas. Aquella mujer indecente que exhibía las piernas de esa forma tan indecorosa. Miss Grady veía Blackwell como un purgatorio del que era guardiana. No en vano estaba situada literalmente en «las Puertas del Infierno». Sería interesante buscar un buen correctivo para aquella fulana que, sin duda, se había librado de la cárcel por argumentar que sufría una enfermedad que no le permitía controlar su libido. No era la primera vez que se encontraba con una de ésas. Miss Grady sonrió desabrigadamente. Eran sus favoritas. A ésa se le iban a quitar las ganas de volver a abrir las piernas, se prometió. Estaba claro que a aquella infeliz nadie le había hablado del manicomio de Blackwell ni sabía lo que le esperaba entre sus paredes.

Giró su cabeza hacia el lugar donde la enfermera Radcliffe hablaba con el escritor. ¿Tanto tenían que contarse? Verlos juntos le producía un intenso malestar. Tendría que vigilar sus movimientos más de cerca. Era fundamental engatusar al visitante con alguna de sus incondicionales. Lo había intentado a través de Luciana, pero parecía inmune a su desparpajo italiano. Maldita flema inglesa. Hablaría con el director del hospital. Era imprescindible terminar con los recreos por lo menos durante el resto de la estancia de Dickens para que tuviera el menor contacto con los enfermos. Ya se le ocurriría algo, pensó, mientras consultaba el reloj de pared, asombrada de lo rápido que se le había pasado la mañana, y se entretuvo siguiendo el trayecto de un ratón blanco y minúsculo que acababa de asomar tras una de las vitrinas.

La enfermera Radcliffe también cruzó la pradera acompañando a los dos nuevos habitantes de La Isla, como un punto blanco sobre el pardo jardín de invierno. Miss Grady se quedó rígida, casi sin respirar, y el roedor observó a derecha y a izquierda, se elevó sobre las patas traseras para olfatear posibles peligros, luego se lanzó sobre una miga de queso y, plas, un latigazo de alambre, un par de agudos chillidos y su cabeza quedó atrapada en el cepo. Anne Radcliffe también entró en el edificio y la puerta de madera agrietada se cerró tras ella como una versión amplificada de la misma escena.

Miss Grady sobó su crucifijo y allí se quedó. Degustando el sabor amargo del dolor ajeno y de esa nueva y pequeña inyección de poder: el del hombre sobre el ratón. Qué fácil era ser justo. Qué sensación más placentera.