Día 4
«La intolerancia de un sistema no mata, pero encadena el alma. La imposición de criterios y su feroz censura provocan un robo a la especie humana. Pues silenciar una opinión equivale a impedir un descubrimiento». Estas palabras rondaban la mente del escritor mientras intentaba apurarse la barba sin éxito con la navaja que le habían prestado en la residencia. Aquellos razonamientos no eran suyos. Se los había escuchado a Stuart Mill durante una cena en su casa. Desde que se había liberado del yugo de su padre, parecía haber empezado a hablar por sí mismo, pensó Charles, mientras se retiraba los restos de espuma de la cara con una toalla.
«Ser la voz de los que no tienen voz», retumbaba el acento celta de la enfermera en su cabeza. Sacudió la espuma que aún quedaba en la hoja dando unos golpes secos contra la palangana. ¿Y él se había quejado a Irving de su falta de libertad de expresión?, se preguntó con una sonrisa que no fue del todo.
Esa mañana La Isla había bostezado una de esas nieblas que parecían haber engullido el planeta. Un telón de fondo muy apropiado para la conversación que aún repasaba mentalmente una y otra vez. Si era cierto todo lo que Anne le había contado, aquellos seres eran, literalmente, invisibles para el mundo.
Salió a dar su paseo temprano y sin desayunar. Cuando alcanzó el jardín se cruzó a la enfermera cruasán y a un médico que parecían mantener una conversación muy íntima. No había pegado ojo tras el encuentro con Anne de la noche anterior. Tampoco había dejado de escuchar aquel afligido violín que surgía de la oscuridad cada noche como un ave nocturna. Al pasar por el faro le pareció ver una figura que salía de la puerta que había en su base, pero no llegó a verla nítidamente.
Caminó frotándose las manos y se maldijo por haber olvidado sus guantes. Después de lo que Anne le había revelado no podía darle la espalda. Aunque sabía lo que le iba a suponer: problemas. Casi podía escuchar la voz de su querido Washington bramando desde Sunnyside: «¿Has visto los titulares, Charles? ¿Para eso querías ir a Blackwell? ¿Para buscarte y buscarme problemas?». Su mente también reprodujo el rostro disgustado de Kate, leyendo al lado de la chimenea, con los labios apretados para contener su eterno reproche: tenía que pensar en el futuro de sus hijos. Aquello le supondría enemistarse con Norteamérica, con su prensa y con sus lectores, ¿no se daba cuenta? Charles se internó en la niebla, olfateó su olor a baúl cerrado, y buscó de oídas el río. Podía escucharlo tan cerca que temió dar un paso más y caer dentro. Luego escuchó unas risas masculinas que de pronto se transformaron en Titus, el guardia del penal, y otros celadores que iban acompañando a un grupo de presos a la cantera. Éste le saludó con la mano y la mitad oscura de su rostro pareció burlarse de él. Luego continuó su camino, escupiendo a cada poco.
Desde luego todo aquello iba a traerle problemas, pensó Charles, pero ¿qué hacía sino pensar en el futuro de sus hijos? ¿Acaso no intentaba dejarles en herencia un mundo un poco más justo? ¿Cómo podía negarse a dar voz a aquellos que estaban amordazados? Total, hasta que no se legislaran los derechos de autor en aquel país no recibiría ni un dólar de sus libros. ¿Qué tenía que perder? ¿Simpatías? ¿Fama? Había ocasiones en que uno debía posicionarse. La no-acción ya era hacer algo en contra. Quizás su novela americana no debía ser una novela sino un libro de viajes, reflexionó. ¡Eso era! Un libro donde él, en primera persona, contara sus sensaciones y sus experiencias sobre aquel país, que sin duda sería un gran país, pero que, como decía Washington, aún tenía que dar pasos muy importantes para serlo. Y en ese momento Charles acababa de dar uno pero no muy afortunado, dentro del lodo del río, que le llegó hasta el calcetín. Toda una metáfora, pensó mientras se limpiaba el barro con la hoja de un árbol, de lo que estaba a punto de hacer: caminar sobre arenas movedizas.
Anne Radcliffe también se había levantado temprano. El martes era el día en que se recibían nuevos ingresos y había que dejar las camas listas y las fichas en la entrada. Leyó sus nombres: Samuel Fugate y Darcy Moore. Otra irlandesa, se lamentó. Según detallaba en la ficha, los traían desde el sanatorio de Sing Sing. Anne se abotonó la blusa hasta el cuello y cogió su chal de lana. ¿Qué criterio se habría seguido esta vez para enviar a aquellas pobres almas a Blackwell? ¿Que quizás no había camas en Sing Sing? ¿Que eran más rebeldes? A pesar de la tristeza que le provocaban los martes cuando veía aparecer la barca cargada de nuevos nombres capitaneada por aquel siniestro guardia borracho con aspecto de pirata, esa mañana se había levantado con la energía de un ciclón. Todo estaba saliendo según lo planeado. Charles era el hombre generoso que imaginó, pero ahora faltaba la prueba de fuego: ¿hasta dónde se implicaría?
Cuando llegó a la playa le sorprendió encontrarlo sentado en un banco, entre la niebla, con un gran número de niños del reformatorio haciendo un corrillo a su alrededor.
—¿Y usted lo ha visto? —decía uno mellado y desafiante que levantaba la barbilla al hablar para parecer más grande.
—¡No! ¡Dios me libre! Pero mi pobre amigo Washington Irving sí, claro que lo vio, y lo dejó escrito en uno de sus libros. El pobre hombre todavía se está recuperando del susto —les relataba con su voz más teatral y un muy convincente gesto de horror.
Cuando vieron a Anne aparecer la recibieron con un gran griterío:
—¡Señorita Radcliffe! ¿Lo ha escuchado, señorita Radcliffe?
Reían nerviosos y alguno de los más pequeños vigilaba el agua con los ojos como platos.
—¿Qué es lo que pasa, señor Dickens? —le preguntó ella intentando disimular una carcajada.
—Les estaba contando a estos caballeros por qué no deben acercarse al río en los días de niebla. No sabían nada del Spooke…
Ella fingió un gesto de terror.
—Oh, sí, claro, el Spooke…
Y sólo de escuchar aquel nombre de nuevo en labios de la enfermera se desató un nuevo alboroto. ¿Lo había visto? ¿Lo había visto, señorita?
—¿Y su amigo?, ese escritor… —quiso saber uno más mayor con una gorra que le quedaba pequeña—. Si lo ha visto, ¿le ha dicho cómo es?
—¿Irving? —Charles forzó una enigmática pausa—. Sí.
Otro alboroto tras el cual se prepararon para volver a escuchar.
—Pero no sólo lo vio él —aseguró Charles—, cuenta en su libro de leyendas que incluso el gobernador Stuyvesaent disparó en cierta ocasión contra el Spooke con una bala de plata… —Hizo otra pausa y agravó el gesto—. Irving explica que es un hombre negro con un sombrero de tres picos. Va sentado al timón de un bote y se aparece por allí, por Hell’s Gate, en días de niebla y de tormenta. Por eso se llama «la Puerta del Infierno», porque de allí viene el Spooke para llevarse a los chicos que roban, a los que no hacen caso a sus mayores y, sobre todo, a los que se burlan de los más débiles… —Otra pausa más y se giró hacia el río—. Un momento, ¿qué es eso?
Se escucharon las paladas de los remos contra el agua y un bote se abrió paso entre la niebla iluminado por una tenue luz. En su parte delantera y de pie, una figura erguida, con un parche de pirata.
—¡Es el Spooke! —gritó el más pequeño y los demás se levantaron gritando y huyeron despavoridos.
Anne y Charles se echaron a reír.
—Desde luego, creo que no tendré que volver a preocuparme porque se lancen al río o los mate un rayo un día de tormenta —dijo Anne, quien seguía el rastro del último de ellos que se perdía en dirección al correccional.
—Se me da muy bien aterrorizar a los niños, recuerde que tengo unos cuantos —dijo Charles.
Ella pareció sorprenderse. Intentó imaginarlo en familia, contándole cuentos a sus hijos al lado de una elegante chimenea, en un salón lleno de retratos de familia con un banco al lado de la ventana. Siempre se imaginaba Londres así, con casas de techos altos que daban a la calle.
—Y dígame —dijo ella sentándose a su lado—, ¿es verdad que en el libro de Irving se habla de leyendas de Blackwell?
Charles asintió.
—Empiezo a verla asustada a usted también, Anne. No lo niegue.
Ella se echó a reír y sus carcajadas se zambulleron en el río hasta que algo ensombreció la alegría de la enfermera.
La barca había llegado al muelle del manicomio. Los seis remeros vestidos con sus uniformes de la prisión levantaron sus palas del agua. Charles reconoció a uno de ellos. Era el preso de la 106 y le observaba con sus ojos tristes. El guardia bajó del bote de un salto, colocó la pasarela y por ella desembarcaron a los dos nuevos pacientes: un hombre que parecía drogado y cabeceaba al andar, y una mujer joven con una frondosa melena fosca y negra. Llevaba un desproporcionado abanico de plumas y un vestido con la falda tan recogida por la parte delantera que dejaba al descubierto sus piernas rollizas, unas ligas celeste y las medias remendadas. Al pasar por la rampa dio un saltito a tierra firme y miró a Dickens sorprendida.
—Vaya… —dijo mientras se acercaba con un movimiento de caderas que desafiaba la gravedad—. No será usted mi doctor, ¿verdad?
Charles pareció apurado y Anne se llevó a los recién llegados hacia el interior. Pero lo que más le llamó la atención no fue el movimiento de caderas de la prostituta, sino que el otro hombre, trasladado en teoría al hospital de beneficencia, era… azul. Anne Radcliffe también creyó estar soñando cuando éste levantó con timidez el rostro. Su inquietante aspecto no respondía a una hipotermia o a que estuviera demacrado por los frecuentes mareos al cruzar el East River. La realidad era que Samuel Fugate no era ni blanco ni negro, era azul.
Tan fascinado se quedó el escritor ante este hecho que no fue consciente del momento en que la barca se marchó. Simplemente desapareció. Sí reparó en que poco más allá, por donde acababa de desaparecer el azulado visitante, apuntalados en la fachada del manicomio como si quisieran evitar que se cayera, estaban descansando unos presos con sus palas de hierro y a su lado parloteaba Tim, el niño de mimbre. Los hombres se iban pasando un cigarrillo hasta que uno de ellos se lo ofreció al pequeño que, tras dejar una de las muletas contra la pared, sujetaba ahora con asombro aquel humeante objeto. Cuando se lo llevó a la boca y empezó a toser hasta ponerse granate, los presos se carcajearon estruendosamente.
Charles suspiró. ¿Cómo proteger a aquel pequeño de ese entorno? Un rato antes de que les contara la historia del Spooke a los chicos del reformatorio, había visto que se estaban metiendo con él. El Ratón, con su pálida y descarnada crueldad, había salido corriendo con una de sus muletas. «¡Vamos, vamos, niño roto, cógeme!», le gritaba en una frecuencia dolorosa. Y Tim, sin poder maniobrar, sin su otro apoyo, daba vueltas sobre sí mismo, mientras los otros chicos le acosaban, dándole manotazos en las orejas, escupiéndole. Según uno de los pequeños vándalos le había explicado, la muleta había acabado en el embalse, donde Anne Radcliffe tuvo que meterse para rescatarla. Había reñido al Ratón duramente, pero la enfermera no se había atrevido a denunciarlo. Sabía cuál podía ser el castigo en el reformatorio.
Al momento advirtió que Tim le saludaba con la mano. Cogió sus muletas y se acercó cojeando. Tardó un buen rato. Para aquel pequeño, las distancias entre un edificio y otro de la isla serían un viaje imposible, pensó. Observó su forma de caminar, con las piernas rígidas que crujían como una bicicleta mal engrasada, sin poder hacer el juego de las rodillas, lo que provocaba una exagerada torsión de su espalda y sus caderas. Había un traumatólogo en Londres que hacía unos aparatos más flexibles, pensó el escritor. Podría ponerse en contacto con él…
—Buenos días, pequeño expedicionario —le dijo Charles al tiempo que le hacía un gesto para que se sentara a su lado.
—¿Cómo ha dicho, señor? —respondió el niño.
—Expedicionario —repitió Charles con convicción—. ¿Es que no vives en una isla?
—Sí… ¿Y por eso soy un expedicio…?
—Expedicionario, sí. Un aventurero. Un explorador. Si has llegado a esta isla, imagino que la habrás explorado.
—Sí, eso sí…
—Y un buen explorador descubre rincones que nadie ha descubierto antes…
Entonces Tim asintió exageradamente.
—¡Claro! Fui el primero, por ejemplo, en saber que había un nido de cangrejos al lado del faro.
—¿Ves? ¡Estaba seguro! ¡Has descubierto una nueva especie de la fauna autóctona! ¡Si sigues así, sin duda te espera la fama!
—¿Usted cree?
—Estoy convencido.
—¿A usted le pasó eso?
—Algo muy parecido.
—¿Y podré viajar?
—Por supuesto.
—Y ser capitán de un barco.
—Quizás.
Charles le pasó la mano por su pelo lleno de polvo.
—¿Y adónde irías? —le preguntó.
Entonces señaló enérgicamente con su manita el horizonte que ahora empezaba a ser visible donde comenzaba a ser visible Manhattan y ya mostraba su ajetreo de las nueve de la mañana.
—A aquella orilla.
Charles respiró el aire que venía cargado de hollín. Qué fácil era para el humo llegar hasta ellos y qué lejos estaba Manhattan para esas personas.
—Pues si ése es tu deseo, viajarás a aquella otra isla, pero para eso deberás tener mucho cuidado. —Le hizo un gesto para que se acercara y el niño pegó su oreja—: Esta isla está llena de tigres desteñidos.
El niño miró a derecha y a izquierda con emoción. Y el escritor continuó:
—Míralos. Por ahí viene un grupo entre la niebla… ¿Los ves?
Tim frotó sus grandes ojos y sí, claro que los vio. Delante de ellos. Qué prodigio. ¿Cómo no los había visto hasta entonces? Caminaban lentamente entre la niebla, los tigres, por la orilla de la playa. Los grandes felinos tenían rayas negras y blancas, y sus ojos rasgados los observaban, y alzaban sus hocicos blancos para oler el horizonte. Cuando pasaron delante de ellos, majestuosamente, Tim pudo fijarse en sus poderosas garras, en sus largos bigotes blancos, en cómo rugían de cuando en cuando y un vaho caliente se escapaba de sus hocicos aterciopelados. Y aunque su corazón galopaba de miedo, pensó que era una de las imágenes más bellas que había visto en su vida.
—Así es la vida del explorador, pequeño Tim. Estarás expuesto a muchos peligros pero también aprenderás más deprisa. —Le cogió por los hombros—. Ahora tienes que prometerme una cosa: te mantendrás alejado de esos tigres. Algunos te parecerán dóciles pero nunca estarás seguro. ¿Sabes?, alguna vez fueron hombres buenos y por encantamiento acabaron convertidos en fieras cuando equivocaron su camino. Hasta que no cumplan su castigo, estarán condenados a vagar por esta isla y no volverán a su forma original. ¿Me entiendes?
El niño asintió con la cabeza y observó alejarse a la manada con fascinación. Fiera, seguro, pero tan bella… Pensó que, sin duda, tenía que protegerse de innumerables peligros, pero aún le faltaba mucho por explorar en aquella isla.
Charles también vio alejarse al grupo de presos mascando tabaco y fumando mientras acariciaba el cabello rubio y áspero de Tim. Ya tendría tiempo aquel pequeño de preguntarle a su padre por qué se convirtió en uno de esos tigres, pensó. Él mismo tuvo que hacerlo cuando llegó el momento.
A esas horas empezaban a salir los confinados de las diferentes instituciones de La Isla. Charles observó cómo iban ocupando el paisaje los dementes, luego los presos, una estampida de niños por allí al fondo, algunos ancianos de paso vacilante, incluso un pequeño grupo de médicos con sus batas blancas, fumando en pipa. ¿Dónde se meterían durante todo el día?, pensó, mientras se acariciaba la incipiente barba. Desde que llegó tenía cada vez más la sensación de que La Isla estaba gobernada por celadores y enfermeras. Investigó aquel paisaje humano que acababa de dibujarse ante él. No lograba acostumbrarse al hecho de que a cierta hora del día brotaran en las praderas de aquel pedazo de tierra las más exóticas especies. Coincidía con la hora en que los presos condenados a trabajos forzados se tomaban el único descanso del día. A los pacientes del hospital se les daba sólo un chal para salir al exterior y se les podía ver ateridos de frío rascando la puerta de entrada como perros a los que sus amos se hubieran dejado fuera de casa. Si al menos les proporcionaran una manta y retrasaran un par de horas el paseo, el sol estaría más alto y podrían disfrutarlo un poco, pensó. Debía anotarlo en su cuaderno para sugerírselo al director del hospital, el señor Scrau… ¿Cómo era? Incluso pudo ver más de cerca al recién ingresado, Samuel Fugate. Era un hombre aún joven, con una calvicie incipiente, robusto, y tenía una barba rubia y erizada que hacía contrastar aún más el color azul de su piel. Caminaba solo por la playa buscando su lugar. Mientras, los negros se iban agrupando en una zona de la pradera, en la parte trasera del manicomio. Los blancos cerca de la ermita de San Nelson. Pero resultaba que Samuel era azul, así que no cabía en ningún grupo conocido. De hecho, luego supo por Anne que había creado un gran conflicto en el hospital al no poder decidir en qué dormitorio meterle o qué banco del comedor asignarle, ya que desde siempre habían estado divididos entre hombres y mujeres, blancos y negros.
En aquel momento pensaron que se trataba de una nueva raza, pero resultó que Samuel sufría de argiria, una enfermedad que se producía por una exposición prolongada a las sales de plata. La mala suerte había querido que fuera a parar a un universo y un tiempo donde la cuestión del color de la piel era cada vez más candente, y el ser azul lo convertía en lo peor que a uno le podía ocurrir en la Norteamérica de ese siglo: en una «minoría visible».
Una pequeña y muy visible minoría azul.
Samuel provenía de un clan familiar de los apalaches que durante mucho tiempo se habían dedicado a la extracción de plata de aquellas montañas. Su madre, también azul, era portadora de una enfermedad hereditaria que provocaba que la sangre llevara menos oxígeno, lo que producía que la piel de una persona caucásica mostrara un aspecto vivamente azulado. En el aislamiento de las montañas, al clan de los Fugate nunca les importó el color de la piel. No tenían conciencia de ser blancos, ni azules ni negros. Habría sido un gen regresivo si no lo hubieran perpetuado casándose entre ellos, y no sería hasta que la familia dejó las montañas cuando se dieron cuenta de su peculiaridad, y de que los derechos y las expectativas de los hombres del mundo exterior se dividían en colores. Así que acabarían exhibiendo por dinero aquel rasgo inusual de su color durante generaciones.
Florita era la única que no parecía extrañada ante el color de Samuel. Según ella, en su pueblo había visto muchos casos de envenenamiento por plata entre los descendientes de los mayas, ya que tenían la creencia de que sus sales curaban bronquitis, resfriados, hongos y otras muchas enfermedades. Claro que, en las pieles tostadas de los indígenas, el pigmento azul resultaba menos estridente que en los blancos. Sin embargo, a ella le gustaba aquel hombre azul y decidió que si existiera Tepeu, el dios maya del cielo, habría tenido su aspecto.
Samuel Fugate, caminando por la isla entre otras etnias como único representante en Nueva York de su minoría azul, no asistió a estos pensamientos. Se limitó a asumir su destierro, condenado a la consanguinidad y al aislamiento en aquel planeta del que no sabía que algún día le pertenecería, al menos, su nombre.
Charles se removió en el banco y sintió frío. No había logrado templarse desde que llegó a La Isla. Y ahora, además, estaba nervioso pensando en la reunión que Anne había pactado en su nombre con el director del hospital. Ese hombre al que todos temían, la única autoridad de Blackwell que daría la cara. Sin duda tenía que ser un hombre inhumano para consentir que un manicomio funcionara en esas condiciones. Contaba sólo con un día para pensar en una excusa que pareciera plausible para poder acercarse a sus «confidentes». Por otro lado, debería contrastar con Anne quiénes eran. Tenía una vaga idea, pero le preocupaba que ella se fiara demasiado de su intuición. Qué demonios, pensó, ¡era escritor, no adivino!
En ese momento la vio caminar hacia él a paso rápido y con una sonrisa cómplice. Seguía teniendo la sensación de que aún guardaba muchos misterios dentro de aquellos ojillos que siempre se contagiaban del río.
—¿Qué le ha contado a Tim? Ha venido excitadísimo a traerme un nido caído de un pájaro y me ha dicho que había descubierto más fauna autóctona…
—Bueno —hizo un gesto de misterio—, me temo que yo también voy a empezar a racionarle mis secretos…
Ella hizo una mueca de falso fastidio y se giró hacia el agua que bajaba turbulenta. A Charles le pareció una novia triste esperando a que su amor regresara del mar. A veces se quedaba pensativa y un aire melancólico cruzaba su rostro. ¿Amaría a alguien Anne Radcliffe? ¿Quién ocupaba su corazón? Si fuera uno de sus personajes no podría haber renunciado al amor tan pronto, y menos siendo tan bella. No sería verosímil. ¿O todo lo que llenaba su alma era aquella pétrea vocación por ayudar a los demás?
Nunca había conocido a una mujer tan valiente, de eso estaba seguro. Allí, frente al mar, le pareció la heroína romántica de una novela. Quería hacerle tantas preguntas y ninguna era apropiada, así que sólo se limitó a decir:
—Cruzaría el East River a nado ida y vuelta ahora mismo a cambio de saber lo que piensa.
—¿Con o sin sombrero de copa? —preguntó ella, divertida.
—Está pensando en pedírmelo, ¿verdad? Últimamente está usted perdiendo la medida…
Aquello hizo reír a la chica.
—Estaba pensando… —dijo ella— que es una pena que sea enero y no haberle tenido aquí en Navidades. Me podría haber ayudado a presionar a Scraugh para celebrarlas.
—¿Y cómo querría haberlo hecho?
Ella se llevó su dedo herido a los labios.
—Antes se dejaba entrar a dos asociaciones que recogían juguetes en los barrios ricos y los traían al orfanato. Pero Scraugh opinó que era un lío inútil, porque ya estaban hechos a no tener juguetes y no los iban a valorar… Miss Grady, como siempre, estuvo de acuerdo.
—Bueno, entonces habrá que fabricarles esos juguetes, ¿no le parece?
Ella se giró hacia él cruzada de brazos.
—Creo que no le entiendo.
—Imaginemos, Anne. —Se levantó y caminó hacia ella—. Podemos imaginar lo que queramos. Podemos imaginar que es Navidad. Es importante que salvemos la imaginación de estos niños, ¿no es eso lo que me dijo ayer? Para que sigan siendo niños y puedan sobrevivir en un entorno tan hostil, ¿no le parece? Y podemos revivir la de aquellos adultos que la tienen dormida. Una vez mi padre, que se equivocó mucho en la vida, tuvo un gran acierto. Me dijo: «Hijo mío, hay dos cosas que alimentan el alma, la literatura y la religión, porque ambas te entrenan para creer en lo intangible. Para ser feliz deberás escoger al menos una de ellas». Y ya ve. Aquí estoy. La literatura me ha salvado muchas veces cuando estaba a punto de dejar de creer que la felicidad era posible. —Ella no podía dejar de mirarle, una de sus manos planeaba ahora sobre el paisaje igual que un director de orquesta que empezara a convocar a sus instrumentos—. La imaginación es algo que se entrena, Anne, como el oído o como el olfato. Como el cuerpo. Como la memoria. Démosles el poder de viajar lejos de aquí o de transformar esta isla a su manera. Y empezaremos por usted.
—¿Yo? —dijo ella volviendo de pronto a la realidad.
—Sí. Pida un deseo. Algo que querría hacer realidad en este mismo momento.
Anne se observó la pequeña cicatriz en su dedo índice y le miró dubitativa.
—Vamos, querida. No sea tímida. Puede imaginar lo que quiera —la animó él.
—No sé. —Escondió sus manos, que de pronto le dieron vergüenza—. Es… demasiada libertad que administrar.
—Vamos, atrévase. Usted me acaba de decir: «Ojalá fuera Navidad», ¿no? —Dio un paso hacia ella—. ¿Es ése tu deseo?
Asintió confusa.
—Pues cierra los ojos…
Ella obedeció y una racha de viento liberó algunos de sus rizos rebeldes.
—Es 24 de diciembre —comenzó él—, hace frío, ¿lo notas? Y huele a nieve. ¿Cómo es tu Navidad, Anne? ¿Qué hace la gente?
—No lo sé —respondió ella y quedó en silencio unos segundos—. No lo sé. Hace tanto tiempo que… se me ha olvidado —dijo mientras oía los sonidos que al otro lado del río empezaban a contagiarle de colores los recuerdos.
—Pues yo creo que no; verás, yo creo que ahora ves a personas que corren de un lado para otro por las callejuelas. ¿Cómo se llama tu calle?
—Bowery —contestó ella casi sin despegar los labios.
—¿Y hay tahonas en Bowery?
—Sí, hay una —dijo como si empezara a verla.
—Pues la gente corre llevando sus viandas a las tahonas, ésa es una costumbre muy irlandesa, ¿verdad?, porque los domingos está prohibido cocer pan en los hornos, así que las personas del barrio aprovecharán para asar la carne en las panaderías. ¿Me equivoco?
—No.
—¿Y tocan las campanas?
—Sí —afirmó ella—. Y tocan de una forma mucho más alegre y los pisos humean como si sus piedras estuvieran también asándose.
Charles pareció animarse y añadió:
—Y las personas se reúnen con sus familias aunque no se lleven muy bien, pero por lo menos se obligan a tener una conversación al año.
—Y ahí hay una niña que vive al lado y que nunca me saluda —le interrumpió ella de pronto—. Pero hoy me desea feliz Navidad.
—Sí, la gente se desea feliz Navidad por la calle aunque antes no se hubieran hablado nunca. Las madres de familia asan su budín y se entretienen en darle la vuelta con cuidado para que no se rompa. Y entras en tu casa, ¿y quién está?
—Están mi padre y mi madre. También mis cuatro hermanos. Y huele a tela limpia, a la tela que envuelve el budín. Y luego lo hacen arder con medio cuartillo de coñac flameante y mi padre lo corona con una rama de acebo…
Las campanas empezaron a sonar en Manhattan. Un aire frío que ahora traía un aroma a castañas asadas sacudió sus rostros y Anne abrió los ojos. Allí estaban los dos, en medio de la concurrida Bowery Street por donde la gente los esquivaba entre risas de camino al encuentro con sus familias. Una luz ámbar lo invadía todo. Anne estaba vestida con un bonito traje de calle rojo y verde y llevaba en sus manos una pequeña cesta de frutas escarchadas. Miró a Charles de una forma que éste nunca podría olvidar.
—Gracias —dijo sólo—. Gracias.