7

Isla de Blackwell, 1842

Día 3

Con la punta de sus dedos blancos dibujó un círculo perfecto en el vaho del cristal. A través de aquella mirilla observó nítidamente al escritor caminar por la orilla del río desde la ventana de la enfermería mientras el resto del paisaje se difuminaba tras el filtro de la condensación. Anne Radcliffe había tenido una mañana muy ajetreada y se le había pasado volando. Consultó el reloj. Aún disponía de media hora. Escuchó el golpeteo insistente de una nueva gotera bajo la que había colocado una palangana de metal que aún tenía algunas gasas sucias. Al caer el agua provocaba la sensación de que se estuviera desangrando el techo. Por fin había dejado de llover pero las secuelas de aquella tormenta las sufrirían aún durante al menos una semana.

La humedad se hacía casi insoportable en La Isla en los meses más fríos. Intentó sin éxito despertar sus piernas, aún dormidas, y, asomada por la altísima ventana, pudo ver al escritor sentarse en un banco, saludar a un grupo de médicos con los que conversó brevemente; uno de ellos parecía llevarle un libro para que se lo dedicara. Luego se despidieron y le vio sacar su libreta de notas. Anne se acodó en el alféizar y enroscó su dedo en un rizo rebelde. Daría cualquier cosa por saber lo que había escrito en ella. Quizás era una de sus crónicas o el comienzo de una nueva novela en la que fantaseó que sería la protagonista.

Había aprendido a leer y escribir ya de adulta y, aunque podía doblegar algunos textos sencillos con mucho esfuerzo, envidiaba la soltura con la que leían en alto algunas compañeras. Lo había intentado con Oliver Twist, pero tras un par de páginas caía dormida y agotada. Ahora se arrepentía, porque Luciana, la cruel y sensual Luciana, quien se hacía la encontradiza con el escritor en cuanto tenía la más mínima ocasión, ella sí que sabía leer bien y comentaba con Dickens los pormenores de unos y otros personajes, cosa que a él parecía agradarle. Mucho. Luciana era una de las encargadas de leer a las compañeras durante las noches de guardia y su voz cadenciosa ponía tal pasión en las descripciones y tal vida a los diálogos que Anne recordaba algunos episodios de aquellos libros como si los hubiera vivido. Ahora ya no le dejaba escuchar las lecturas. No desde que se había enfrentado a ella cuando casi ahogó a una nueva compañera por una novatada. A partir de entonces, Luciana le había hecho la vida imposible. Perforaba con sus ojos castaños a las compañeras que se sentaban con ella a desayunar y poco a poco estaba consiguiendo que se sintiera, por primera vez, verdaderamente aislada en Blackwell.

Anne suspiró. Aquella tendencia natural suya a la fantasía desesperaba a su madre cuando era niña, pero lo cierto era que sus ocurrencias le estaban siendo muy útiles en un lugar como Blackwell, donde sólo podía aliarse con su imaginación para sobrevivir. De esa forma se le había ocurrido un día trastornar el sentido temporal de miss Grady. La vieja enfermera consultaba siempre la hora en un reloj de pared de su despacho, el único en todo el edificio, cuando se echaba una cabezada después de comer. Así que Anne, aprovechando aquel sueñecito, entraba en la habitación y paraba su cuerda, de tal forma que cada vez que la enfermera jefe abría los ojos, tenía la sensación de que sólo había dormido unos minutos y volvía a retomar su siesta. Así conseguía Anne largos armisticios en La Isla. Treguas que aprovechaba para llevar a cabo sus actividades. De la misma forma, en cuanto se iba la luz, Anne adelantaba la hora y Grady le deseaba buenas noches a todo el mundo y se iba a dormir aunque, claro está, acababa despertándose en medio de la noche con la perplejidad de haber descansado ocho horas. A sus compañeras, ignorantes de lo que ocurría, les aliviaba y divertía pensar que empezaba a estar algo senil.

Otras muchas eran las trastadas de Radcliffe, pero siempre por un buen motivo. Como cuando Florita le preparó por encargo un laxante natural y se lo diluyó a Luciana en el té durante una semana. Una forma de evitar que la italiana se cebara con una de las compañeras nuevas, a quienes les hacía pasar un auténtico calvario. Aquella vez perdió por lo menos un setenta por ciento de su autoridad mientras ventoseaba ruidosamente por los pasillos en busca de un cuarto de baño. Anne soltó una carcajada traviesa recordando aquel épico momento. ¡Qué gran sensación de justicia!

Y ahí estaba otra vez. Apoyó su pecho en el alféizar. Empezó a morderse las uñas. Luciana se acercaba caminando por la línea de la playa como si estuviera repasando los contornos de la isla y Charles se levantó cortésmente y le hizo un saludo de sombrero. Él era demasiado educado y de ella le reventaba su forma de hablar con ese morrito que parecía pedir un beso, su manía de tocar su brazo cada tres palabras, la intención con la que acariciaba su cabello negro echándoselo a un lado cuando le hablaba, ladeando un poco la cabeza, con una calculada ingenuidad dejando al descubierto su cuello, su olor dulce a almizcle que anticipaba su presencia. Todo un ritual erótico dirigido a comunicar que estaba dispuesta.

Anne sintió un pinchazo en el estómago que no supo explicarse. ¿Por qué de pronto estaba segura de odiarla de la forma más profunda que se puede odiar a un ser humano? Quizás debería pedirle a Florita un poco más de aquel laxante, pensó frunciendo el ceño y trepando hasta quedarse sentada en la ventana. Ahora conversaban animadamente transformados en dos recortables sobre el fondo grisáceo del río. Daba igual, pensó Anne; no podía entretenerse ahora con tonterías, se dijo mientras bajaba del alféizar de un salto, y al hacerlo se raspó un dedo contra el azulejo que la hizo blasfemar y santiguarse todo a un tiempo, dejando una pequeña gota roja en su blusa blanca a la altura de su corazón. Se llevó el dedo a la boca y lo chupó con fastidio.

Sí, tenía una misión mucho más importante, se dijo aliviada por el tacto frío y húmedo de su lengua contra le herida.

Los lunes y los miércoles eran días de correo.

Llamaron a la puerta de la enfermería y se colocó la cofia antes de gritar «¡Adelante!». El jefe médico, el doctor Angelopoulos, asomó con laxitud por la puerta entreabierta.

—Señorita Radcliffe —dijo éste, indiferente y con voz de resfriado—. Ah… pensé que estaba con otra paciente. Es Ada otra vez. Dice estar indispuesta de nuevo. Ya he intentado convencerla de que a su edad eso es imposible, pero parece rota de dolor y, como otras veces, dice que por pudor sólo lo hablará con usted.

El rostro de la mujer asomaba detrás encogido cual ostra a la que acabaran de exprimir un limón.

Anne la cogió del brazo y cerró la puerta.

Una vez dentro, ambas se abrazaron.

—¿Qué tal lo hago, querida? —dijo Ada, recuperando la compostura—. De niña siempre quise ser actriz, pero, claro, nunca me lo habrían permitido. Para los de mi clase no eran otra cosa que prostitutas.

—Vamos, Ada, hoy no tenemos mucho tiempo. —La enfermera resopló mientras sacaba papel y algunos sobres que ordenaba con diligencia—. Necesito que me ayudes a escribir estos textos en clave para pasarlos hoy mismo y que los intercepten los ingleses. Esta noche habrá batalla.

Ada abrió los ojos como platos, dio una palmada y ambas se pusieron manos a la obra sobre la mesa de análisis de la enfermería.

Anne Radcliffe llevaba haciendo aquello desde que llegó a Blackwell y era muy consciente de que si la pillaban, la enfermera Grady la echaría, se lo diría a Scraugh y a saber qué le haría pasar antes de eso. Era consciente de la falta que les hacía a los habitantes de Blackwell el tener noticias del exterior. Al ser enfermera pasaban por sus manos personas de las diferentes instituciones, quienes le relataban cómo había sido su pasado, las personas a las que querrían volver a ver o aquellas por las que temían ser olvidados. De esta forma llevaba tres años empapándose de sus vidas y recreaba en su cabeza lo que sus allegados podrían decirles, imitando su forma de hablar, recordando aquel diminutivo con el que los llamaban de niños, incluyendo recuerdos de sus países de origen, incluso las muletillas con las que alguno hablaba. De forma aleatoria y fiándose sólo de su intuición, Anne seleccionaba a una serie de personas a la semana que necesitaran más que nadie tener noticias de sus seres queridos, y éstos, convertidos en sus personajes, les escribirían una carta. Claro que ella no tenía la soltura para hacerlo, amén de su terrible caligrafía. Por eso se le ocurrió servirse de Ada para hacerle de escribiente. Había sido una dama de educación exquisita. Y conociendo sus paranoias, no fue complicado convencerla.

Ada era de origen alemán, esposa de un banquero americano llegado de Inglaterra que se quitó la vida después de verse arruinado por la crisis de 1837. El dolor que le produjo su muerte repentina y la pérdida de todo lo que tenían, la habían llevado a refugiarse en su época más feliz, la de la guerra de Independencia, durante la cual sirvió al gobierno inglés junto a su marido para enviar mensajes a sus tropas informando de las posiciones americanas.

En otras palabras, Ada había sido espía. O al menos eso creía ella.

Aún soñaba con una América bajo el dominio británico, gobernados por el buen gusto europeo y los sólidos principios victorianos. Ahora, además, parecía entusiasmada ante la visita de aquel apuesto caballero inglés, quien sin duda sería una pieza clave de su victoria.

La primera carta de ese día era para la señorita Lili y la firmaban sus padres. Con el tiempo, Anne había podido averiguar algo más de su historia. Ella ya llevaba en La Isla más de dos años cuando Lili fue recluida. Recordaba cómo la sacaron del bote. Tenía todo su cuerpo acalambrado e iba ataviada con un elegante vestido rojo y negro de hípica, entallado a la cintura y lleno de volantes. El pelo rojo recogido con lazos del mismo color. Los guantes blancos. No era el tipo de mujer que solía llegar a La Isla. Su diagnóstico fue depresión nerviosa, una crisis de la que, sin embargo, se recuperó en un par de semanas. Durante ese tiempo, Lili pensó que estaba en un hospital del que saldría pronto y preguntaba por sus padres sin cesar. «Desde luego, a ninguna nos parecía una loca», le había confesado tímidamente un día su compañera Caridad, de origen cubano, que hablaba arrastrando el final de las palabras como si fuera a ponerlas a bailar. Y es que, por aquel entonces, Lili se expresaba con total cordura. Incluso llegó a confesarles su historia de amor. Una historia que Anne sabía que no coincidía con la versión que se manejaba en La Isla, ni con sus informes médicos.

Según les contó, se había enamorado de un caballero sureño con plantaciones de algodón que viajaba a Nueva York periódicamente por negocios. Sus padres hicieron algunas averiguaciones y descubrieron que estaba casado. Pasaron dos meses y a Lili no le dijeron nada, pero una mañana, al volver Lili de su clase de hípica, le anunciaron la repentina muerte de éste. Según le explicaron, le sorprendieron unos bandidos durante un viaje para visitar a su familia. Sonaba algo rocambolesco según Caridad, amante de las páginas de sucesos, porque era la clase de noticia que salía en el Sun y no recordaba haberla leído. Esto le hacía sospechar a Anne que la muerte del hombre podría haber sido una estratagema de los padres de Lili para quitárselo de la cabeza. Aunque quizás no pensaron que a su hija se le iba a fugar la razón tras su recuerdo.

A pesar de eso se recuperó, y durante muchas semanas Lili salió al camino asegurando que ese día vendrían a buscarla. Sin embargo, Anne recordaba un día muy concreto, el único que vio a su muy rico y respetable padre. Fue una mañana de primavera al volver de un paseo. Estaba hablando con miss Grady. Anne caminaba con Lili por la playa y cuando las vieron de lejos, el hombre se apresuró a subir al carruaje y su mano enguantada le extendió un sobre a la enfermera jefe a través de la ventana. Lili echó a correr hacia él gritando: «¡Padre! ¡Perdóname, por favor, padre! ¡No me dejes aquí! ¡No me dejes!». Pero las esperanzas de Lili pronto se convirtieron en una nube de polvo.

A partir de entonces, la mente de Lili se dejó ir y fue erosionándose día tras día por el abandono, como una piedra bajo una gota constante. Nadie creyó su historia. Ningún médico se dignó escucharla. Nadie salvo Anne, y por eso quizás, cuando Lili sintió que su razón iba perdiendo la batalla del dolor, fue ella la escogida para confiarle un importante encargo.

El otro afortunado que había recibido carta ese día era el pequeño Tim, el niño inválido que vivía en la prisión donde esperaba juicio su padre. En este caso la carta la firmaba su madre. En ella le pedía al niño que la ayudara a cuidarle mientras estaba preso. Ya era un hombrecito. Y que no tenía que testificar contra él si no quería… Anne dudó unos segundos cuando dictó esa frase a Ada, pero luego prosiguió: la carta terminaba diciéndole que estaba orgullosa de él y que pronto conocería a su hermanita.

—¿Hemos terminado ya? —preguntó Ada, quien, con absoluta satisfacción, plantaba una firma al final de la carta.

—Sí, Ada; esto es todo por hoy —sentenció Anne con aplomo—. Has hecho un gran servicio al Imperio británico por el que serás recompensada.

A la mujer se le dibujó una sonrisa vengativa y volvió a colocarse uno de los anillos de papel que había dejado sobre la mesa mientras trabajaba.

—Malditos americanos… —dijo con una sonrisa fiera—. No tienen ni idea de lo que les conviene. ¡Dios salve a la Reina Victoria!

—¡Salve! —respondió Anne, quien ya se había acostumbrado a finalizar así sus reuniones.

Corrió hacia la ventana. Se alegró al comprobar que Charles y la italiana habían seguido caminando hasta salirse de la mirilla que había dibujado, y ahora eran poco más que dos briznas de hollín borroso al final de la playa.

Era la hora del paseo para los enfermos y los niños del correccional y el orfanato, lo que quería decir que, durante al menos una hora, todos coincidirían en las praderas que había delante del manicomio.

Escondió las cartas en el bolsillo de su delantal. A la altura de su corazón, que se disparaba cargado de adrenalina. Se chupó el dedo con ansia y respiró hondo.

¡Había llegado el momento del reparto!

Los reclusos de Blackwell también tenían sus normas. Cuando llegaba una carta, por ejemplo, el destinatario estaba obligado a compartirla, porque en realidad era un acontecimiento para todos. Con lo cual, aquellas jornadas se convertían en una especie de cuentacuentos. Anne se los llevaba detrás de la capilla de San Nelson, que se encontraba en la orilla un poco más abajo, no debían ser descubiertos por miss Grady o ya sabían dónde iban a acabar las cartas, les advertía, y allí comenzaban a leerlas. Apenas pudo disimular su alegría cuando el pequeño Tim empezó a agitar en el aire su sobre. «¡Es para mí!», gritaba caminando de un lado a otro con excitación de autómata, «¡Es para mí! ¡Y es de mi madre!» Todos hicieron corrillo en torno al niño y la misma Anne se encargó de leerla a trompicones, corregida de cuando en cuando por Ada, quien asomaba con orgullo de autor detrás de la enfermera. El niño tiró las muletas sobre la hierba y escuchó a Anne, agarrado a su falda, con los ojos muy abiertos, tratando de retener cada palabra. Cuando terminó, Tim sonreía, y unos rotundos lagrimones le corrían por las mejillas.

Luego llegó el turno de Lili, que prefirió leer la suya. Al principio se quedó atrancada en la primera línea que leyó casi diez veces: «Mi muy querida hija», repetía, como si no le hiciera falta más, como si sólo aquellas cuatro palabras fueran una medicina, y luego continuaba, repitiendo al menos diez veces todo aquello que le llamaba la atención. Tan absortos estaban todos en su lectura que no vieron a Charles acercarse. Afortunadamente, ya se había librado de la insistente italiana.

—Vaya, ¿ha llegado correo? —exclamó sorprendido.

Anne dio tal respingo que se le cayó la cofia.

Tenía que haberle dado tiempo a leer las cartas y recogerlas de nuevo. Así hacía siempre. De otra forma las encontraría miss Grady y tarde o temprano la descubriría. ¡Qué invitado tan entrometido! Así que se apresuró a recogerlas, aunque no pudo evitar que el escritor se hiciera con la del pequeño Tim y la estudiara con detenimiento. Después de examinarla durante unos segundos, levantó la vista y arqueó una ceja.

—¿Me permite echar un vistazo a esa otra carta, Anne? —dijo el inglés, y ella se la entregó ruborizándose como una niña a la que fueran a castigar en el colegio.

No había duda. La letra, el encabezamiento, el papel, incluso el tipo de tinta, eran los mismos.

—Creo que usted y yo deberíamos tener una conversación a solas, señorita Radcliffe. ¿Me acompaña? —dijo el escritor con gravedad, disimulando una sonrisa.

—Tiene que…, ¿tiene que ser ahora? Porque verá, ahora me es imposible, señor Dickens —se excusó ella colocándose la cofia con nerviosismo, sin atinar con las horquillas—. Tengo que preparar un nuevo ingreso y…

—Sí, me temo que tiene que ser ahora, Anne —insistió con tono más inflexible y, a continuación, le ofreció su brazo.

Mientras caminaban por el sendero de tierra a Anne le pareció que se le iba a salir el corazón por la boca. La lluvia se había llevado la nieve y ahora caminaban sobre una esponja de musgo encharcado que salpicaba los dobladillos de su falda. ¿Qué pensaría de ella? ¿Estaría enfadado por haberle arrastrado hasta allí? ¿Cómo se le habría ocurrido hacer tal cosa? Él caminaba a su lado con la barbilla alta y el gesto frío. ¿Por qué no decía nada? Cuando ya habían perdido de vista el edificio, sin detenerse ni mirarla, le escuchó decir:

—Alguien la descubrirá.

—¿Y eso qué importa? —respondió ella, tratando de enfrentarle la mirada con un gesto fiero que no le conocía.

—No llevo mucho tiempo aquí pero algo me dice que puede pasarlo muy mal si eso sucede.

—Eso es asunto mío.

Entonces se detuvo.

—No, Anne; ahora también lo es mío, porque resulta que yo también he recibido una de esas cartas, y porque tengo dos opciones: ser su cómplice o delatarla…

De pronto, aquella furia se disipó como las nubes al llegar la tarde y sus pestañas rubias se desplomaron.

—Usted no haría eso… —Y luego apretó los dientes—. Además, está sacando demasiadas conclusiones, ¿no cree? Yo no sé apenas escribir, señor. Así que lo único que he hecho es darles esas…

Un grupo de cuatro médicos pasó a su lado en dirección al hospital y les saludaron con una cortés inclinación de cabeza. Charles respondió y bajó la voz:

—Anne, no he nacido ayer. Aún no sé con qué finalidad, pero está manipulando a esa pobre anciana demente para que las escriba.

—Ella está contenta de hacerlo. —Se cruzó de brazos. Se le irritaron los ojos.

Hubo un silencio tenso entre los dos.

—¡Pero les engaña, Anne!

—¿Que les engaño? —exclamó ella, y luego en voz más baja—: Que les engaño… Y a ellos ya les ha engañado la vida.

De pronto, le tiró las cartas. Ahí las tenía, que la delatara si le apetecía, pensaba que estaba hecho de otra pasta… Y se alejó chapoteando por el camino con la cofia arrugada en una mano.

Charles la dejó marchar haciendo gala de su flema británica, vaya carácter, pensó, pero luego decidió recoger las cartas y echar a andar tras ella mientras despotricaba porque se estaba poniendo perdidos los bajos de los pantalones, hasta que la alcanzó justo antes de llegar al edificio.

—No voy a delatarla, Anne, pero necesito saber qué hago aquí esta misma noche —aseguró, fatigado por la carrera, mientras sacudía sus zapatos—. Imagino que es una larga historia y éste no es un momento seguro para hablar, pero hoy, tras la cena, dígame dónde podemos vernos. Quiero ayudarla. Pero debe contármelo todo.

Ella le estudió con desconfianza. Él le ofreció las cartas que finalmente ella recogió y se las guardó de nuevo en el bolsillo del delantal de su uniforme.

—Esta noche, junto al faro —susurró—. Una vez sube el farero, se encierra arriba y no baja hasta que se hace de día. Hay un viejo observatorio al lado que no se usa, con una biblioteca donde guardan instrumentos de medición. Tiene una chimenea. A las once de la noche.

Y así se despidieron mientras, desde otra de esas ventanas del edificio que lo hacía parecer un monstruo con decenas de ojos, alguien los observaba despedirse y caminar en direcciones opuestas por la pradera.

A las ocho en punto Anne ya había cenado, le había deseado buenas noches a sus compañeras y esperaba sentada encima de su cama con las piernas recogidas mordiéndose las uñas. Dos plantas más arriba, Charles abría con escrupulosidad la carta de Anne que le había llevado a Blackwell preguntándose qué encerraba aquella petición.

A las once en punto el escritor estaba llegando al extremo más septentrional de la isla donde el faro realizaba ya su rutina de estrella giratoria. Desde abajo escuchó con intermitencia una antigua canción irlandesa que entonaba una voz desconchada, aguardentosa, cabalgando sobre un violín. El farero ya había empezado su turno, pensó, mientras llegaba a la puerta del observatorio, un edificio cúbico cuyas ventanas anunciaban que tenía dos pisos. Empujó la puerta, que cedió con un lamento. Anne había salido unos minutos antes para que no se encontraran por el camino. El viento rugía de tal forma que no le escuchó entrar.

Nada podría haberle sorprendido más al escritor en aquella isla que ese inesperado oasis del conocimiento. El interior era un espacio diáfano, forrado de librerías hasta el techo, a las que se podía acceder con empinadas escaleras de caracol y recorrer atravesando estrechos pasillos de madera. Aquí y allá había globos terráqueos, esferas armilares para estudiar los astros, catalejos, una gran mesa con cartapacios de mapas, escalímetros y sextantes. Recordó su vieja brújula y su repentina recuperación. Seguro que en aquel lugar habría una con la que poder comparar su funcionamiento. En las paredes colgaban tablas de medir las mareas, compendios de la flora y fauna local, mapas antiguos, compases y algunos óleos con escenas marítimas envejecidas por la humedad.

Le pareció el estudio abandonado de un sabio.

En una esquina ardía un vigoroso fuego en la chimenea, y frente a ella, sentada en una silla, estaba Anne acomodando unos leños. Se miraron como si por primera vez intentaran medir las intenciones del otro. En la cabeza de ella: una mujer joven que se encontraba con un hombre a solas en medio de la noche cuyo futuro estaba en sus manos. En la de él: un hombre casado que se había citado con una enfermera al lado de un faro, y que le parecía más bella que antes alumbrada por el resplandor naranja de la chimenea.

Tras un silencio incómodo, Charles sentenció:

—Anne, puede confiar en mí. —Y le ofreció su mano.

—¿Y qué le dice a usted que puede hacerlo en mí?

Ella la estrechó enérgicamente con un aire pretendidamente varonil y sintió que volvía a respirar. Charles acercó una silla hasta la chimenea dejando una distancia protocolaria entre ellos y se entregó al relato de la joven.

Primero le contó cómo había llegado a La Isla. Era hija de un inmigrante irlandés de los primeros que desembarcaron en aquellas tierras mucho antes de que fueran tratados como apestados. Aunque ella ya era americana, por sus venas corría la verde Irlanda, la acunaron con nanas celtas y admiraba la capacidad de superación de su pueblo. Su padre había trabajado de sol a sol construyendo la línea ferroviaria del norte y murió en un ataque por sorpresa de los indios en respuesta por haber invadido sus tierras. Cuando su madre se vio sola en Nueva York, embarazada de nuevo y a cargo de otros cuatro niños, mandó a Anne, la mayor, a trabajar en casa del doctor Akermann, un médico viudo con halitosis y la casa más grande, limpia y destartalada que había visto nunca. Recordaba esos años en el norte rico de Manhattan con cierto cariño. La joven aprendía deprisa y en poco tiempo le enseñó a leer y escribir lo justo para pasar la lista de los pacientes. Así fue como poco a poco la preparó para ser enfermera. Akermann le comentaba las noticias de los periódicos y siempre le decía que cuando aprendiera a leer los programas le haría su regalo más ansiado, la llevaría al teatro.

Al cabo de unos meses el destino quiso que la madre de Anne, que había decidido seguir trabajando en su puesto de fruta del mercado, tuviera un aborto. Avisaron al doctor Akermann, quien se encargó de la operación que Anne misma asistió. De esa forma vio nacer muerto al último de sus hermanos. Cuando su madre aún estaba convaleciente, el doctor Akermann fue un día a su casa. Le había impresionado tanto la valentía que Anne había mostrado siendo tan joven que le vendría bien contar con ella en su consulta. Sin más preámbulos y tras subirse las gafitas redondas que siempre llevaba empañadas, pidió la mano de la chica. Y su madre aceptó; lo hizo encantada, emocionada incluso, a pesar de que al hacerlo, tuvo que retirar con disimulo la nariz por el aliento de aquel hombre. Lo hizo quizás pensando en asegurarle un futuro a su primogénita. No reparó entonces en que su futuro esposo le sacaba casi treinta años de diferencia. Ese día Akermann, sin importarle que aún no leyera con soltura, le entregó a Anne dos entradas para ir al Park Theatre al día siguiente.

Anne desapareció de su casa esa misma noche.

Aquel día supo dos cosas: que se haría enfermera y que ningún hombre decidiría su destino. Había escuchado en el puerto que en la isla de Blackwell se necesitaban asistentes para el manicomio; era un lugar lo suficientemente cercano a Nueva York como para poder tener noticias de sus hermanos, y lo suficientemente aislado para no ser encontrada.

Anne frunció el ceño y alzó la cara hacia el fuego hasta que sintió que le ardían las mejillas. Ahora se consideraba irlandesa-americana, sufragista y católica con reservas.

—¿Y decidió quedarse en Blackwell? —preguntó Charles, absorto en su historia.

—Más bien Blackwell fue quien decidió que me quedara —dijo ella de forma enigmática—. No sé qué sería de las personas que vienen a parar aquí si me fuera algún día.

Hubo un silencio. Charles asintió despacio mientras se tocaba la barbilla.

—En su carta me decía que esta isla guarda un secreto y un tesoro —dijo por fin con un gesto de intriga.

—¿Y cuál de las dos cosas prefiere descubrir antes? —preguntó ella, y se frotó las manos al calor del fuego.

—El secreto.

Ella respiró hondo. Se miró los nudillos. Estaban ásperos y heridos. Luego buscó en los ojos de aquel hombre una señal para confiar en él. Su mirada era clara y sus pupilas se abrían sin reservas. Podría haberla delatado y no lo había hecho. Además, ya no tenía alternativa.

—El secreto de esta isla es lo que ocurre entre sus paredes y que usted sólo ha empezado a intuir.

Hizo una pausa intrigante. Abrió los labios y no volvió a cerrarlos hasta que sintió que no le quedaba ni una palabra en la boca:

—En el penal algunos presos no salen nunca de sus celdas, sólo los que son aptos para trabajar en la cantera o para empujar el molino de tracción humana del patio. Muchas veces se mueren en las celdas de castigo y hasta varios días después los vigilantes no se enteran de que están siendo devorados por las ratas. Los vigilantes han arrancado todos los ganchos donde colgaban su ropa porque cada semana se encontraban un preso ahorcado. Yo he visto cómo en el manicomio las enfermeras, obligadas por miss Grady, dejan todas las ventanas abiertas en pleno invierno y obligan a las pacientes a caminar en círculos por una estancia y a limpiar todo el edificio para calentarse hasta que caen reventadas, incluso las habitaciones de los médicos y las enfermeras. Pero luego los comedores y los despachos de los médicos están calientes hasta la primavera. Aquí apenas verá médicos. Son estudiantes y prácticamente los cambian cada mes. Los verá matar el tiempo por la isla, salir de las habitaciones de algunas enfermeras a deshoras, pero apenas se ocupan de los enfermos.

Se levantó con el cuerpo largo encrespado, imitando a aquellas llamas. Caminó por la habitación, de una ventana a otra con la obstinación de una mariposa atrapada en su único día de vida. Prosiguió.

—Algunas pacientes vienen a la enfermería con pulmonía y muchas de ellas no la superan. Cuando gritan o tienen pesadillas, las bañan en agua congelada y duermen en una cama dura con un hule que cruje y siempre está frío, y sobre una almohada llena de paja. Yo he presenciado cómo se diagnostica a estas mujeres en los ingresos. Algunas contestan erróneamente al test porque, como se avergüenzan de su nacionalidad, intentan hacerlo en inglés y, al no dominar el idioma, dan respuestas contradictorias. Otras, porque han tenido un comportamiento poco decoroso, según juzga un jefe médico, que ni siquiera las mira a los ojos porque está demasiado concentrado en tontear con la enfermera de turno. Hay mujeres que han sido condenadas a Blackwell por haber cometido un hipotético adulterio. Yo misma podría haber sido declarada demente por no haber aceptado un matrimonio que sin duda me iba a salvar la vida…

Tomó aire. Sintió un leve malestar en el estómago, pero continuó su relato:

—Los niños del correccional sufren tales vejaciones y abusos que, los que resisten, acaban transformándose en fieras vengativas antes de volver al mundo, y los que no, se ahogan intentando cruzar el río. Los bebés del orfanato a veces mueren de deshidratación porque sólo hay dos biberones para treinta niños, y los que tienen menos posibilidades se les alimenta como se puede, con jeringuillas. Hay reclusas y pacientes que se han quedado embarazadas aquí dentro y de repente dejan de estarlo, pero esa semana los niños del orfanato no aumentan en número… Una vez vi un saco que se había quedado encallado en unas rocas de la playa, y en su interior…

Anne se llevó la mano a la boca como si temiera ir a vomitar aquella imagen.

—Tranquila, Anne —dijo Charles ofreciéndole la silla, y tuvo que contenerse para no abrazarla.

Ella tragó saliva, se sentó y luchó para volver desde aquel recuerdo. Siguió contándole cómo convenció a Ada para escribir aquellas cartas, por qué creía que los reclusos las necesitaban. A Anne se le iluminó el rostro, ¡entonces una de las enfermeras le dio una idea! Había estado fuera el fin de semana y les contó durante el desayuno que Charles Dickens iba a visitar Nueva York. Se organizó un gran revuelo, ya podía imaginarse, porque todas habían leído sus novelas durante las noches de guardia, pero lo que a ella le interesó fue lo que dijo después: que era el escritor de los pobres, de los desfavorecidos, recordó Anne como si lo estuviera viviendo, y que durante su viaje de seis meses por Estados Unidos estaba interesado en visitar asilos, cárceles y hospitales.

Entonces, se le ocurrió. ¡Le escribiría! Aquello no podía ser otra cosa que una señal. Tenía que traerle a Blackwell, recordó, tan esperanzada que a Charles le provocó ternura. Pero no iba a ser fácil. Desde La Isla nunca le invitarían.

—Pues ya ve. Ya estoy aquí. —Charles le sonrió tranquilizador, y luego, tras una pausa, añadió—: ¿Qué quiere que haga por usted, Anne?

Ella levantó la mirada y buceó en sus ojos azules buscando ya la respuesta a esa pregunta que no terminaba de hacerle.

—Quiero que sea nuestro portavoz, Charles. —Hizo una pausa—. Y que les devuelva las ganas de soñar. Quiero que sea la voz de esta isla sin voz.

Él quedó en silencio durante unos segundos.

—Pero ¿cómo? —dijo por fin—. No va a ser fácil que pueda presenciar durante catorce días lo que esta pobre gente está viviendo.

Ella le clavó sus pequeños ojos rasgados.

—¿Y si fueran los protagonistas de esos abusos los que le contaran su historia?

Charles levantó la mirada. Cuidado, se dijo. Mira bien dónde te estás metiendo, amigo, le pareció escuchar decir a la voz paternal de Irving en su cabeza desde Sunnyside.

—¿Lo harían? —dijo, sin embargo.

—He hablado con ellos y están dispuestos —respondió Anne, tajante.

—¿Y quiénes son ellos?

Hubo un silencio.

La enfermera sonrió por primera vez esa noche y a Charles le devolvió el aliento.

—Ya ha conocido a la mayoría.

La joven se sumió en otro de sus impenetrables silencios. No te precipites, Anne, se dijo, porque de pronto dudó si no debería haberle contado la verdad y no una verdad a medias. Era cierto que necesitaban un testigo de los abusos en Blackwell que fuera lo suficientemente famoso como para poder escribir sobre ellos… Se frotó la cara con las manos, sintió que él la observaba buscando información en cada uno de sus movimientos. Charles era muy inteligente. Intuía, seguro, que tenían un plan mucho más ambicioso, algo mucho más comprometido para él, pero por eso mismo, se dijo Anne, por eso mismo era fundamental tantearlo antes y ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

—Está bien —aceptó él—. Les ayudaré si eso es lo que quiere de mí, pero ¿cómo podré reunirme con ese grupo de personas?

—Usted es el escritor —dijo ella sin poder disimular su alegría—. Seguro que antes de la reunión de mañana con el director del hospital se le ocurre algo.

—¿Reunión? ¿Qué reunión?

Pero Anne Radcliffe ya había desaparecido como un bello fantasma por la puerta del observatorio.

Charles caminó hacia la gran ventana de guillotina que lo separaba de aquel nuevo argumento, de aquella aventura, de sus personajes y de sus peligros. Ahora ya sabía cuál era el secreto que guardaba La Isla, o eso creía, pero fue entonces cuando se percató de que había una línea que le había faltado a ese diálogo. Anne se había marchado sin revelarle dónde estaba su tesoro.