Isla de Blackwell, 1867
Podía recordar cada uno de sus rostros sin necesidad de ayudarse de aquella vieja foto que aún sujetaba entre las manos. Volvió de sus recuerdos arrastrado por el oleaje de la memoria. Estaba sentado de nuevo en aquel banco frente al mismo río veinticinco años después, junto a la joven maestra que le había prestado sus oídos y la niña a la que habían bautizado Nellie ahora sobre sus rodillas. «Una maestra en Blackwell…», dijo para sí, maravillado. Al menos ése sí había sido un gran cambio. Todo lo demás le hacía sentirse de pronto más viejo que nunca. Miró a su alrededor mientras acariciaba su barba canosa que había empezado a encresparse por la humedad. Resopló con fastidio. Le parecía indignante que La Isla no hubiera envejecido con él, a su ritmo. Era como si quisiera recordarle que él moriría y ella permanecería inalterable, ajena a los relojes, con sus brumas y sus fantasmas.
Pero era normal. Tampoco envejecían sus cuentos. En el fondo, también eso le molestaba. Él desaparecería y ellos se quedarían allí, un jirón de sus fantasías independizado para siempre de su autor. Qué perversa era la creación literaria, pensó de pronto, y entonces reparó en la pequeña Nellie, quien se entretenía en señalar una por una, como si se tratara de un acertijo, a las personas que le rodeaban en el daguerrotipo. «Tú», dijo la niña, mientras señalaba al propio y joven Dickens sentado sobre su baúl de viaje; «Anne», prosiguió pensativa mientras sus tirabuzones oscuros y pesados caían sobre su rostro… «Florita», pronunció para asombro de Charles y Margaret.
—¿Y ella? ¿Quién es ella? —preguntó la maestra señalando a la blanca y estilizada figura que aparecía al otro lado del escritor.
—Lili —dijo la niña convencida, disfrutando del juego.
Ambos la contemplaron con asombro. Igual que el propio Dickens cuando era niño, Nellie daba muestras de tener una prodigiosa memoria para los detalles. Quizás era eso lo que la había llevado a reproducir los sonidos muy pronto. A los dos años ya hablaba con soltura y a los tres asociaba los sonidos con letras utilizando los fideos de un plato, con un trozo de tiza sobre una piedra o, como ahora, con un palo sobre la arena. Tendía de forma natural a archivar en su cabecita todo aquello que escuchaba y a relatarlo con sus propias palabras y un gran despliegue de detalles. Una lástima, pensó Charles mirando a su alrededor, que tuviera que asimilar tal dosis de cruda realidad a una edad tan temprana, aunque fuera durante una visita. Y se preguntó si habría sido buena idea llevar a la niña a un lugar como aquél.
—Entonces ¿fue Ada la persona que le escribió la carta? —escuchó decir a Margaret, que parecía aún atrapada en aquella isla del pasado.
El rostro de Dickens pareció nublarse tras una sombra de misterio.
—La letra era muy similar, es cierto; de hecho, le confieso que fue mi primera sospechosa, pero aquella pobre mujer estaba demente y, por otro lado, Anne me había explicado esa noche que las cartas que recibían o escribían los pacientes y los reclusos acababan alimentando las estufas y las chimeneas. No —resolvió—, Ada no podía ser la autora de aquella carta.
—¿Y llegó a conocer al señor Scraugh? —le preguntó Margaret con un gesto extraño—. Circulan sobre él tantas leyendas…
Dickens esbozó una sonrisa malévola.
—Sí… vaya si le conocí.
Hacía menos frío y el sol hizo brillar con fuerza los grandes trozos de hielo que el agua arrastraba río abajo. Nellie había vuelto a su rutina de escribano sobre la arena y Margaret, con su porte aristocrático y sus ojos vivos, parecía impaciente por saber más sobre aquella historia.
Por eso Dickens continuó. Porque ya había callado demasiado tiempo. Porque pronto no quedarían testigos de aquella historia, y ahora se disponía a pasar precisamente eso, un testigo.
—En el fondo me avergonzaba de mi preocupación porque la carta la hubiera escrito alguien que conociera mi pasado —admitió.
Pero podía asegurar que después de aquel primer día y cuando empezó a ver con sus propios ojos sólo un diez por ciento del drama de las personas que allí vivían, aquella preocupación pasó a un segundo plano. Alguien en aquel lugar pedía su ayuda y eso se convirtió en su motor, en lo que más le importaba averiguar.
Margaret se sorprendió:
—Pero qué puede preocuparle ya que se conozca su pasado. Usted es Charles Dickens…
Él la observó como si empezaran a pesarle toneladas sus propios traumas y necesitara soltar lastre.
—Mi querida niña —comenzó Charles—, yo he tenido que ser dos personas durante demasiado tiempo. Tanto tiempo… Charles Dickens, el personaje que yo mismo construí, no habría sido posible en la sociedad del momento si no hubiera ocultado que mi padre fue a la cárcel, que nos quedamos sin nada, que vivimos en la más absoluta pobreza. Para mis amigos y mis colegas yo era un hombre que con toda probabilidad se había criado en una casa como la que compré en Doughty Street años después, y no sabían que pasaba delante de ese edificio de camino a la fábrica de betunes soñando con que era yo quien jugaba al lado de aquella chimenea. Más tarde, sin embargo, sí lo harían mis hijos.
Para el Londres de aquella época Dickens sólo había pisado Candem Town para documentarse, y lo admiraban por eso, sin sospechar que había vivido en aquel barrio con su familia cuando no pudieron afrontar otra cosa.
—Cuando escribí David Copperfield nadie sospechó que tras el rostro de ese niño de papel se escondía otro rostro de carne y hueso —su voz sonó más ronca—, el del niño que fui.
El que tuvo que dejar el colegio para ayudar a su familia y que trabajaba con doce años diez horas diarias en una fábrica que parecía un castillo de naipes a punto de desplomarse sobre el Támesis. El escritor se estremeció en un escalofrío. Por sus escaleras correteaban unas ratas grises y viejas cuyos chillidos y carreras eran la única música que escuchaba durante todo el día.
—Esa historia no cabía en la biografía del personaje llamado Charles Dickens. La del Charles Dickens que hoy conoce todo el mundo.
Margaret quedó sobrecogida por aquella confesión que se desbordaba por la boca del escritor como si ya no pudiera contenerla por más tiempo.
Incluso Nellie había dejado de jugar y le miraba compasiva. Como si de alguna forma le entendiera. Como si ya supiera que su padre moriría pronto y hubiera vivido el momento de perder su casa como aquel hombre, y conociera lo que era vivir de la caridad junto a su madre y sus nueve hermanos: con tan sólo quince años, también Nellie tendría que lanzarse a la calle a buscar trabajo para ayudar a su familia. También intentaría formarse como profesora en el Indiana Norman School, y después de un primer semestre tendría que dejarlo por falta de dinero. Y a pesar de todo ello continuaría leyendo a escondidas, igual que Dickens, formándose por su cuenta hasta que su tesón le hiciera escribir una carta al director protestando por un artículo que le pareció machista, sin imaginarse que aquél sería el comienzo de su carrera…
Nellie levantó la vista y dejó una de sus letras de arena a la mitad. Margaret le peinó los largos tirabuzones con los dedos. Luego se dirigió a Dickens.
—¿Y no ha pensado que con sus libros ha ayudado a que muchos conozcan las condiciones de injusticia en las que viven estas personas? —opinó la maestra al detectar cierto poso de culpabilidad en el relato del escritor.
Él quedó en silencio mientras seguía con la mirada a la pequeña Nellie, que había vuelto a inventar nombres sobre la arena. ¿Podría un libro suyo haber ayudado a alguien en la vida real? Lo cierto es que el hombre que habría respondido sin pestañear a esa pregunta estaba, en ese mismo instante, al otro lado del océano. Una antigua imprenta de Hamburgo escupía un tratado de crítica de la economía política cuyo autor ya sujetaba entre sus manos y al que había decidido dar el título de El Capital.
Karl Marx contempló el primer volumen de la que iba a ser su obra cumbre, sin saber que sería el único de los tres que vería publicados en vida. El mismo hombre que llegó a decirle a su amigo Engels que Dickens había proclamado más verdades de calado social que todos los profesionales de la política, agitadores y moralistas juntos. Y eso a pesar de ser un convencido liberal, doctrina que le parecía, desde sus inicios, perversa.
Al mismo tiempo, mucho más cerca de allí, en Saint Louis, Missouri, un joven enjuto llamado Joseph Pulitzer ponía su mano derecha sobre una Biblia para renunciar a su nacionalidad húngara y convertirse, después de algunos años, en ciudadano de Estados Unidos. Después de todo, se lo había ganado, había luchado por aquel país…, se dijo mientras pronunciaba aquellas palabras. Había llegado a la ciudad después de la guerra civil y tras vender su única posesión, un pañuelo, que le dio lo justo para el billete de tren. En esos mismos instantes estaba a punto de reescribir su destino: un artículo que acabaría publicando el Westliche Post. El principio de una carrera que le llevaría a fundar con los años su propio periódico en Nueva York, y que le convertiría en el padrino de una joven reportera que una vez le confesó que había aprendido a escribir a la edad de tres años con un palo sobre la arena de la playa.
Charles se levantó del banco y caminó hacia Nellie, sorprendido por su capacidad de escritura tan precoz. Dos destinos unidos, sin saberlo, por las palabras y por una isla. La niña había escrito todos los nombres registrados durante el relato. Dickens borró con la punta del zapato uno de ellos para corregirlo. «“Anne” se escribe con dos enes», le dijo. Y la niña inclinó la cabeza como un cachorro y pareció complacida ante el cambio. Charles sonrió con alivio a su pequeño personaje. Fuera cual fuera su destino, pensó, su inteligencia le proporcionaría la capacidad de corregirlo.
«Anne», repitió Margaret a su espalda.
—Aquella última conversación con Anne Radcliffe en la puerta del manicomio me obligó a recordarme de niño —admitió Charles mientras paseaba por la playa al lado de la joven—, y por eso también recordé que yo era la prueba viviente de que un ser humano podía enfrentarse a su propio sino. Reescribirlo, burlarlo… Por eso he vuelto. Porque algo cambió en mí en este lugar. Algo que modificó lo que era y me convirtió en quien ve hoy. Y he venido a buscarlo.
Sintió la manita fría y pequeña de Nellie dentro de la suya y así, paseando los tres por esa misma playa, se adentraron de nuevo en el pasado.