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Día 2

Al día siguiente lo despertó la lluvia golpeando con fuerza el cristal desde muy temprano y después, el extraño sonido de una aguda campana que pensó que pertenecía aún al mundo onírico.

Ya no pudo conciliar el sueño. Tenía la garganta seca, pero lo que de verdad no le dejaba seguir durmiendo era la renovada sensación de aventura de cuando no sabes dónde estás ni para qué. Era tan refrescante sentir por primera vez que se dejaba llevar por los acontecimientos. La habitación era sencilla pero cómoda. Tenía sólo una cama, una mesa pequeña con una silla en la que la noche anterior había dejado escrupulosamente estirados sus pantalones, la camisa y la levita. En el suelo, aún abierta, estaba su bolsa de viaje con cuatro cambios de ropa, la botella que le había regalado Irving y su brújula averiada que seguía, por primera vez, apuntando hacia el norte. De las paredes colgaban un espejo desconchado, dos grabados con motivos de La Isla, un palanganero blanco con algunos golpes y, dentro, una rudimentaria pastilla de jabón para asearse. A los pies de la cama humeaba incesantemente una de esas agotadoras estufas que tanto gustaban en Norteamérica.

En la semioscuridad plúmbea de la madrugada, había releído la carta una y otra vez tratando de obtener más información entrelíneas. Quienquiera que la hubiera escrito debía de estar muy desesperado para dirigirse en esos términos a alguien a quien no conocía, estaba claro. Por eso había solicitado a Anne Radcliffe hacer una visita a toda la isla esa mañana. Si su autor no podía revelar su identidad, imaginaba que se le mostraría en algún momento, de alguna forma.

Volvió a repasar la carta desde el principio: decía que se dirigía a él por su fama de «apoyar las causas nobles». ¿Qué causa sería ésa? Charles se estiró en la cama. Había tenido que quitarse la camisa de dormir y la luz del amanecer bañaba su torso desnudo y sudado. Caminó hacia el espejo. En su interior, su propia imagen le observó convertida en un retrato oxidado. El tiempo le estaba tratando bien, pensó. A sus treinta años conservaba un cuerpo atlético, si la literatura y las constantes cenas de compromiso no acababan con él pronto. Se levantó de un salto y decidió realizar unas flexiones. «Todas las islas guardan un secreto o un tesoro. Ésta guarda ambas cosas», recordó Charles en alto. Podría haber sido el final de un capítulo de una novela por entregas. Desde luego, la carta estaba bien escrita y su autor sabía cómo tirar un anzuelo. Se levantó y se asomó por la ventana. A través de una gelatinosa cortina de agua pudo ver el río y la luz del faro, siempre en movimiento, en el extremo norte de la isla. Aquel lugar tenía todo el aspecto de guardar un secreto, desde luego, pero… ¿cuál sería el tesoro que escondía la isla de Blackwell?

Al bajar las escaleras de la residencia se detuvo a la altura del segundo piso con un pie en el aire. Ahí estaba de nuevo. La campana. Charles irguió la cabeza como un gato. Era un tañer agudo que parecía provenir del interior de la isla. Una enfermera joven y oronda que le pareció un cruasán con cofia se asomó por el hueco de la escalera, le llamó por su nombre y le pidió que la acompañara hasta el comedor.

—¿Es una campana eso que se escucha? —preguntó éste sin moverse.

Ella asintió nerviosa y bajó los ojos. Tenía los párpados brillantes y los carrillos ruborizados y tersos como recién horneados.

—Es la campana de la capilla de San Nelson —le aclaró fatigada—. Hoy es domingo y viene el predicador.

—¿San Nelson? —se extrañó—. ¿Y qué santo es ése?

Ella se limitó a vigilar el dobladillo de su falda congestionándose aún más.

Cuando entraron en la sala, a Charles le pareció haberse colado en un palomar. Habría una treintena de chicas vestidas de riguroso blanco que le observaban entre risillas apuradas. Le complació comprobar que había té y porridge, así que ordenó ambas cosas, se sentó junto a la ventana y abrió la libreta a sabiendas de que aquellos treinta pares de ojos seguían estudiándole mientras cuchicheaban.

Y no era para menos.

Las enfermeras tenían la costumbre de leerse unas a otras en alto durante toda la noche cuando estaban de guardia. Y Oliver Twist y Almacén de Antigüedades eran dos de sus favoritas. Por lo tanto, cada una de aquellas jóvenes había acariciado muchas veces el retrato de ese caballero inglés mundialmente famoso que acaparaba en esos días todos los periódicos y que ahora observaba románticamente la lluvia desde la ventana. Se deleitaron ante su porte y elegancia, su chaleco impecable; además, qué guapo era, qué voz tan varonil, se preguntaron qué hacía allí sin su mujer, ¿no había dicho el New York Herald que viajaba con ella?, hasta que una de crines morenas y origen italiano, de nombre Luciana, la más atrevida, se acercó hasta él dando un rodeo como si quisiera barrer toda la estancia con su falda blanca y, apretando aquel libro que había pasado por tantas manos contra su pecho con aire de colegiala, dijo:

—Señor Dickens —Charles se encontró con sus ojos castaños y chispeantes—, ¿sería tan amable de dedicármelo? He pasado tantas noches en vela junto a usted, digo, junto a él, quiero decir, el libro…

Se escuchó un arrullo alborotado y polifónico.

—Vaya —dijo él—. Nada me gustaría más que recordar esas noches sin sueño.

Ella le sonrió mordiéndose un labio y Charles centró su mirada en la dedicatoria. Si algo le había llamado la atención era el encanto de las neoyorquinas. Tal mezcla de nacionalidades había dado una belleza generalizada y dispar que, sumándole una dosis de desparpajo que en Londres habría sido inaceptable, las hacía aún más atractivas. La verdad, aquélla iba a ser una prueba de fuego para su voluntad. El resto de las chicas, al percatarse de la maniobra de la italiana, se levantaron, primero una a una, y luego en desbandada para que incluyera también sus nombres en la dedicatoria, hasta que una voz, que a Charles le pareció más el chirriar de una puerta, las dispersó bruscamente.

La versión futura de aquellas chicas, una enfermera mayor, se acercó hasta él para romper su fantasía y le extendió la mano.

—Siento esta algarabía inadmisible, señor Dickens. Soy miss Grady, la jefa de enfermeras.

La que se presentó como tal vestía de idéntica forma que las demás y era una mujer de unos sesenta años, con un grueso moño gris, el rostro arrugado de una tortuga y las manos de un leñador. En momentos así habría cambiado su imaginación por cualquier otro don. No supo por qué le vino a la mente la imagen de aquella mujer por la noche, desatando aquella mata de pelo sobre su cuerpo… Se frotó los ojos. Miss Grady tenía unas cejas pobladas y parte de ese vello parecía salirle por la nariz, e incluso le brotaba de un negro lunar que asomaba parcialmente por su cuello como si fuera una araña. Los labios y el ceño arrugados le conferían un aspecto de constante disgusto que ahora contrastaba con una media sonrisa que le inquietaba aún más. Como Charles comprobaría después, tenía la costumbre de llevar la mano recogida a la altura del pecho cuando hablaba, empuñando un crucifijo que colgaba de su cuello, por lo que siempre parecía estar a punto de exorcizar a su interlocutor. A Charles le llamó la atención el gesto subordinado y temeroso que se dibujó en las, hasta entonces, dicharacheras chicas.

—Pero ¿aún no ha venido a recogerle miss Radcliffe? —dijo, y el rechino de su voz se filtró como humedad molesta por las paredes. Luciana sonrió con malicia a su lado.

Él consultó su reloj. Marcaba las 8.29 de la mañana. Se retrasaba quince minutos. Tenía suerte de que estuviera ausente el señor Scraugh, graznó Grady, y el resto de las jóvenes parecieron alborotarse al escuchar aquel nombre. Por cierto que le había pedido que le disculpara en su nombre, continuó la enfermera. Todas las autoridades de La Isla habían sido convocadas por el alcalde —muy oportunamente, pensó Charles—, pero él sería el primero en regresar y le recibiría en cuanto lo hiciera.

En ese momento vio por la ventana cómo la enfermera Radcliffe subía corriendo las escaleras bajo un enorme paraguas.

—Me dijo que me recogería a las… a las ocho y treinta, exactamente. —Anne Radcliffe entró fatigada en el comedor—. ¡Y allí viene!

—Lo siento… Es imperdonable, miss Grady —se excusó ella.

—No importa, querida, no importa —se apresuró a interrumpirla él—. Un retraso de veinte segundos en cruzar este enorme comedor no ha amenazado su exquisita puntualidad británica.

Charles le ofreció su brazo, ella lo tomó confusa, y ambos salieron de la sala ante las miradas celosas de sus compañeras. Miss Grady entornó los ojos y caminó hasta la enfermera italiana.

—No quiero que le pierdas de vista, ¿estamos? —graznó.

Luciana se mojó los labios. Podía confiar en que haría gustosa aquel encargo.

En el exterior, Anne le pidió que la esperara un segundo y Charles comprobó extrañado cómo la enfermera entraba en el despacho que había al lado de la salida, se acercaba a un reloj de pared, abría la puerta de cristal y empujaba la manilla de las horas.

Caminaron unos diez minutos del brazo bajo la lluvia por un sendero que bajaba hacia el sur al lado del agua, esquivando musgo resbaladizo y peces muertos. Anne estaba mucho más callada que el día anterior y parecía no haber dormido demasiado. Su nariz respingona volvía a estar colorada por el frío como si viniera caminando desde lejos. Parecía haberse recogido el pelo con prisa porque de la cofia se escapaban algunos rizos largos que dejaban intuir una larga melena.

—Parece usted cansada hoy —dijo Charles—. Espero que mi visita no le esté ocasionando muchos problemas.

Anne se secó la nariz con un pañuelo.

—Bueno, no le voy a negar que me añade alguna tensión más de lo habitual —admitió.

—Lamento escuchar eso.

Ella le miró a los ojos y le sonrió por primera vez.

—Gracias por lo de antes. Ya ha conocido a miss Grady. Es mejor no disgustarla.

—Eso me pareció —dijo él—. Y al señor Scr…

—Scraugh, sí. A él menos que a nadie.

—¿Cuál dijo que era su cargo?

Anne le miró con desabrigo.

—Es el director del manicomio.

Caminaron un rato más en silencio. Los árboles desnudos escoltaban el camino convertidos en gigantes esqueletos. Los pájaros permanecían dormidos en sus escondites.

—En su permiso dice que desea visitar todas las instituciones de la isla. —Alzó la mirada—. ¿Me permite preguntarle qué le ha traído hasta Blackwell? Aquí nunca viene nadie.

—Eso, querida Anne, es un misterio. Le estropearía la historia…

—Siento haberle parecido impertinente —dijo tajante.

—Oh, no, no, no… —se disculpó—. Estaba bromeando. Yo… creo tener una responsabilidad como escritor, Anne. Me gusta dar a conocer aquello que la gente no ve. Y la mayoría no conoce las condiciones de vida de los pobres y por qué acaban en lugares como éste.

—Pero ¿Blackwell? Usted vive al otro lado del mundo.

—Que existan lugares así es un fracaso de todos.

Ella pareció inquietarse con aquella explicación.

Qué o quién le había llevado hasta ahí era también un misterio para Charles, pero el motivo de que fuera a visitar cárceles u orfanatos siempre que viajaba al extranjero era su secreto mejor guardado. Ya ante la puerta del penal, bajo la lluvia, se recordó a sí mismo con doce años cuando iba a visitar a su padre a la cárcel de morosos de Marshalsea. Un recuerdo amargo y a pesar de ello —qué irónica era su profesión—, había acabado utilizándolo como escenario en La pequeña Dorrit. ¿Por qué no conseguía alejarse de su pasado y lo reciclaba una y otra vez en forma de novela? Quizás era cierto aquello que sostenían algunos críticos de que no debería utilizarse la novela para dialogar con los propios demonios, pero ¿qué hacer cuando sólo podías confesarte con tus libros?

Antes de entrar Anne, se despidió de él y le dijo que le esperaría en la cárcel de mujeres ya que en el área de hombres le estaba prohibida la entrada.

Las rejas cerrándose, ese sonido de vida descarrillando, no era una sensación nueva para él. Desgraciadamente, no lo era. Por eso sí le resultó extraño el olor perfumado y a jabón fuerte como si acabaran de fregar, tan impropio de aquellos lugares, según su experiencia, como lo era la alegría.

El primer corredor tenía unas trescientas celdas, le informó Titus, el guardia que le acompañaba, un tipo cuadrado, igual de alto que de ancho, con todos los dientes cariados y que tenía una cicatriz que le dividía el rostro en dos, desde la frente hasta la barbilla. Era como si alguien hubiera querido cortarle por la mitad, pensó Charles, mientras le seguía por los interminables pasillos. Y podía entender por qué. La mitad de su rostro le miraba bondadoso y tranquilo, mientras que la otra, quizás víctima de una parálisis, fruncía el ceño y observaba el mundo con una perturbadora frialdad. De haber podido escoger, él también habría preferido que le acompañara sólo la mitad bondadosa de Titus.

Caminaron por la inmensa nave. En el exterior podía escucharse un torrente de agua que bajaba por las cañerías, por eso los presos no habían podido salir a la cantera ese día, le explicó el guardia mientras se rascaba la cabeza redonda y pelada con el manojo de llaves; por eso continuaban en sus celdas. Lo que no le contó fue que, tras los gruesos muros del patio, casi cincuenta de ellos hacían girar, empapados y temblando, el molino de tracción humana de la cárcel.

A éstos no pudo verlos pero sí a los que estaban ovillados sobre sus camastros, con la cara contra los barrotes, otros sentados examinando el suelo, y otros más que se acercaban a verles pasar, como aburridos animales de un zoológico. El ambiente era sofocante y húmedo, la eterna estufa en medio de la estancia humeaba sin parar y a Charles, tras el maquillaje del jabón, le olió a mil paraguas mohosos y otros mil cestos de ropa a medio lavar.

Cuando ya se disponían a salir, le preguntó al guardia adónde conducían unas escaleras estrechas que había al final de la galería. Titus vaciló durante unos segundos.

—Sólo hay… más celdas —respondió mientras le invitaba a subir con un gesto de la mano.

—¿En un sótano? —preguntó Charles, caminando hacia aquella oscuridad y bajando un peldaño.

Era un pasillo delgado y sin ventilación. A Charles le sacudió un insoportable hedor a orín y se fijó en que el suelo estaba encharcado.

—Pero esas celdas son insalubres, ¿no cree? —dijo, bajando un peldaño más mientras se cubría la boca y la nariz con su pañuelo.

—Sí, pero en ellas sólo metemos a los negros —argumentó el guardia al tiempo que le cortaba el camino.

Charles respiró hondo.

—¿Y nunca salen a hacer ejercicio?

—Pueden pasar sin él. Además, aquí hace mucho frío.

Hubo un silencio. Charles no pudo contenerse más:

—En Inglaterra, incluso a un hombre condenado a muerte se le permite tomar el aire y hacer ejercicio a determinadas horas del día.

El comentario pareció divertir a Titus, quien respondió con una carcajada. ¿Era eso posible? Estos ingleses…

Desde la entrada del pasillo, casi a tientas, pudo distinguir a algunos presos tirados en sus camastros. La ropa, amontonada en el suelo de cada celda. Acercó la lámpara del guardia.

—Antes tenían ganchos —le explicó éste.

Charles comprobó que ahora sólo quedaban sus huellas en la pared.

Una rata gorda y negra del tamaño de un gato asomó su hocico tembloroso por un agujero bajo uno de los peldaños. El guardia la miró en tensión y comprobó que no la había visto aún su visitante. Entonces, un grito aterrador y un entrechocar de cadenas le dio ventaja a Titus para darle una patada al roedor, que huyó despavorido. El guardia pareció no inmutarse pero a Charles le heló la sangre.

Venía de la celda que tenían detrás.

—No se alarme —le tranquilizó Titus—. Es inofensivo. Es el único preso que quiere cumplir más condena de la que tiene. ¡Figúrese usted!

—¿Podría conocerle? —preguntó Charles.

Giraron sobre sus pasos y allí encontraron a un hombre, aún joven, encadenado. Estaba muy delgado, llevaba las greñas recogidas en una coleta y en sus facciones se podía leer una terrible historia. Parecía haber llorado durante horas, quizás días. Cuando pasaron frente a él, el preso hizo una reverencia.

—Señor Dickens, un honor… —susurró éste para asombro del escritor.

—¿Cómo ha dicho? —le preguntó Charles.

Pero el preso, sin dejar de mirarle, se dejó hacer en el camastro y el guardia se encogió de hombros.

Charles se quedó frente a él mientras el hombre le mantenía la mirada y el escritor sintió un estremecimiento parecido a cuando estaba escribiendo y acababa de conocer a uno de sus personajes.

Cuando subieron de nuevo le preguntó al guardia por la historia de aquel desdichado. Al parecer había sido cochero. Los problemas económicos le arrastraron al alcohol y un día que conducía borracho arrolló a una madre y a la niña de meses que llevaba en brazos. La madre quedó malherida, pero la niña murió desnucada. Él mismo se entregó. Y a menudo gritaba en medio de la noche víctima de terribles pesadillas.

—¿Y mantiene algún contacto con el exterior? ¿Correspondencia? ¿Visitas?

—Eh… No —aseguró el guardia—. En la prisión de Blackwell está prohibido.

—¿Quiere decir que el que viene aquí no recibe noticias de su familia, ni del nacimiento o muerte de una sola criatura?

—Eh… No —repitió—. Quizás no es lo que he querido decir.

El escritor se impacientó:

—Entonces ¿qué es lo que ha querido decir, Titus?

El guardia tragó saliva. Aquello se le estaba yendo de las manos. Le ponía muy nervioso la forma altiva con la que hablaban los malditos ingleses.

—No, hasta que haya cumplido su período de encarcelamiento.

Charles quedó sumido en el silencio de nuevo mientras el guardia seguía parloteando animado, y es que la prisión de Blackwell era así, decía levantando las manos, ni el más curtido carcelero quería acabar allí. Y los desgraciados que tenían la mala suerte cumplir condena entre aquellas paredes eran los más peligrosos delincuentes de los Five Points. Ninguna medida era exagerada en comparación con sus crímenes. ¡Ninguna! Y mientras escuchaba aquel soliloquio de Titus, un monólogo simultáneo se daba en la cabeza del escritor: hombres a los que habían enterrado vivos, pensó, y que serían desenterrados al cabo del lento transcurrir de los años. ¿Cómo podía un método tan enajenante hacerlos mejores? Pero aquel hombre le fascinaba, porque se había enterrado a sí mismo. No tenía aspecto de saber leer o escribir y, sin embargo, le había llamado por su nombre. Charles retuvo en su memoria el número de su celda: el 106.

Desde allí fueron a la zona de mujeres donde se les unió Anne, para quien no pasó desapercibido el gesto grave del escritor. Una vigilante gorda que olía a sudor caminaba delante de ellos haciendo una especie de castañeteo con las llaves de hierro contra la barandilla de las escaleras. Observó que, al escuchar el ruido, la mayoría de las presas se retiraban hasta el fondo de sus celdas. En ese momento sonó la campana de la comida y un gran número de vigilantes hicieron girar sus grandes llaves en las cerraduras con una precisión mecánica. Las mujeres formaron delante de ellas para luego ir bajando en fila de una hasta el comedor en el que desembocaba un largo pasillo. Al llegar formaron dos filas. Encabezando cada una había una presa encargada de ir repartiendo un trozo de pan que extraían de dos enormes cajas y que tenían prohibido empezar a comer hasta llegar a la mesa. Éstas eran largas y estrechas, y en ellas les esperaban unas ciruelas y un tazón de sopa por persona que Charles imaginó que se quedaría fría. Comían en absoluto silencio. Las negras separadas de las blancas, las sanas de las enfermas. Y al salir, volvían a formar filas para ir dejando su tazón en un barreño. Parecía reinar el orden y la disciplina.

Detrás del comedor había dos salas de trabajo; una de ellas destinada a la costura y en la otra se hacían cestos de mimbre. Como era la hora de comer estaban vacías, le explicó la vigilante, pero justo cuando estaban a punto de salir, a Charles le pareció ver una carita que asomaba entre los cestos.

—¿Quién es? —preguntó.

La vigilante abrió mucho los ojos mirando a Anne Radcliffe y se apresuró a decir que allí no había nadie y cerró la puerta, pero Charles la empujó suavemente.

Entonces escuchó un ruido de bastón y una delgada figura, que parecía haber sido fabricada también de aquellos mimbres, cojeó hasta él. Era un niño rubio de no más de ocho años que caminaba con muletas. Llevaba unos hierros atados con correas de cuero a los muslos y los tobillos, que le dejaban rígidas las piernas y funcionaban sobre ellas como un segundo esqueleto.

—Hola, pequeño —dijo el escritor, agachándose.

El niño le observaba de arriba abajo, muy sonriente y sin mediar palabra.

—Es el hijo de uno de los presos —le explicó la vigilante, balanceándose hacia los lados. Está aquí… por motivos, digamos, de seguridad.

—Explíquese —dijo Charles con gesto severo.

—Tiene que testificar en contra de su padre —añadió deprisa la vigilante.

—¿Cómo dice? —exclamó Charles, indignado—. ¿Y usted cree que éste es un lugar apropiado para un joven testigo? ¿Y que deben obligarle a testificar en contra de su propio padre?

—Fue detenido por robar y el niño estaba presente. Qué quiere que yo le diga. Fue su madre la que prefirió que se quedara aquí con él. Al parecer, no tiene medios económicos para tener al niño en casa. Acaba de parir otro crío.

El escritor se agachó delante del pequeño que le observaba con la mano extendida.

—¿Esto es para mí? —le preguntó el escritor.

El crío dejó en sus manos un dibujo en el que se había autorretratado al lado de una especie de sonriente oruga que, Charles llegó a la conclusión, era su hermanito recién nacido.

Le dio las gracias y, cuando ya se levantaba, el niño le tiró de la chaqueta.

—En esta isla hay un tesoro, señor. ¿Lo sabía?

Charles volvió a inclinarse, estupefacto.

—Pequeño, no molestes al caballero —le dijo Anne Radcliffe, visiblemente nerviosa.

—No, no… Espere…, me gustan los niños. —Entornó los ojos y se dirigió al crío—: Vaya, vaya… Con que un tesoro, ¿eh? ¿Y tú sabes dónde está, pequeño?

El niño sonrió confiado, se dio la vuelta y cojeó por la gran sala llena de mimbres, confundiéndose de nuevo con ellos, apoyado en sus muletas.

Mientras lo veía alejarse, Charles se quedó sumido en sus propios recuerdos, los de su niñez, cuando sus hermanos y su madre se trasladaron a vivir a la celda de su padre durante el tiempo que durara su reclusión. Todos menos su hermana Fanny y él, quienes fueron sacados del colegio para trabajar diez horas al día rellenando latas en la fábrica de betunes Warren’s donde ganaba seis chelines semanales con los que pagaba su hospedaje fuera de la cárcel. Ese niño y su dibujo no podían haberle llegado más hondo. Su sonrisa desmedida no podía haberle afectado más. Sólo Anne Radcliffe, quien contemplaba el rostro desencajado del escritor, apoyada en el quicio de la puerta, quizás intuyó por un momento lo bien que comprendía esa tragedia.

La sala de costura fue la última que visitaron en el penal. En ella, una treintena de atareadas mujeres cosían guantes y sombreros.

—¿Y qué delitos han cometido estas desgraciadas? —quiso saber Charles—. La mayoría parecen mujeres normales haciendo su labor.

Anne le explicó que muchas de las mujeres que había en las salas de trabajo no estaban allí por delitos de sangre, sino que habían sido enviadas a Blackwell’s a cumplir condenas ejemplarizantes. Uno de esos casos era la anarquista Emma Goldman, y le señaló a una presa con el pelo claro recogido en una trenza que le daba la vuelta a la cabeza. Había sido condenada por hablar a favor del control de natalidad. A su lado, una mujer mayor y robusta, vestida de negro, hundía la aguja como si estuviera practicando una sutura, madame Restell, apuntó Anne, en su caso estaba en prisión por cometer abortos. Fue apresada cuando unos meses atrás, una mujer, Mary Rogers, fue encontrada muerta en el río Hudson. Los periódicos sugirieron que se había desangrado durante un aborto que le había practicado Restell. No es que no se supiera de sus prácticas hasta ese momento, pero por primera vez se la había podido relacionar con ellas. Charles frotó sus brazos intentando recuperar un poco de calor mientras caminaban entre aquellas costureras que parecían simples amas de casa que esperaban a sus maridos al lado de la chimenea.

—¿Alguna de estas presas ha sido condenada por delitos de sangre? —reflexionó en voz alta.

Sabía que Radcliffe no le contestaría a esa pregunta. Estaba claro, la mayor parte de sus delitos habían consistido, de una u otra manera, en hablar. Voces que habían sido silenciadas rodeándolas de agua. Aquél era el caballo de batalla de la vieja y monárquica Europa, se dijo mientras caminaba tras Anne Radcliffe; que la justicia alcanzara a todos por igual, que la libertad de expresión fuera una realidad… Y por un momento había pensado que al otro lado del océano, en aquella república que nacía nueva y libre, las cosas iban a ser distintas.

Por eso, porque no existía aún esa libertad soñada, estaba cosiendo guantes Ida C. Craddock. Su delito había sido escribir su muy famoso manual de sexo La noche de bodas, que fue considerado sucio, lascivo y vicioso. En su declaración se hizo pasar por loca para no seguir en la cárcel y aspirar a la libertad antes de tiempo. Pero al final, esa claudicación podía provocar una fractura mayor, una irreversible, en el alma.

Por eso ambas, Restell y Craddock, se suicidarían no mucho tiempo después de haber admitido su locura. La primera, en su casa de la Quinta Avenida, desollándose la garganta. La segunda, después de que la condenaran por otro de sus libros a seis años de cárcel, cuando no quiso pedir disculpas ni considerarse a sí misma, y de nuevo, una enferma mental. A los cuarenta y cinco recibió su sentencia de seis años como una cadena perpetua y se quitó la vida con gas después de abrirse las muñecas.

De todo esto se enteraría Charles ya en Londres, cuando reconoció sus caras en un periódico, y las recordó tejiendo en aquella sala, y recordó también cómo en aquel momento entendió apenado que Estados Unidos aún tendría que madurar mucho como nación para que la libertad de expresión fuera una realidad. Lo que no pudo sospechar entonces es que un siglo después aún serían muchas las mujeres conocidas que seguirían pasando por Blackwell, desde Mae West por culpa de su obra Sex (toda una corrupción de la moral de la juventud), hasta una Billie Holliday que cumpliría sus trece años en el penal por prostitución junto a su madre, donde, contra todo pronóstico, escucharía por primera vez las grabaciones de Armstrong y Bessie Smith.

Caminar junto a Anne de nuevo al aire libre fue reparador a pesar de que ésta le iba enumerando una larga lista de nuevas normas que debería tener en cuenta durante su estancia en la isla. Ahora era Charles el que había enmudecido. Hacía mucho tiempo que no se encontraba una cárcel tan inhumana con métodos tan negativos y una atmósfera tan deprimente.

Por otro lado, empezaba a sentirse un paranoico. El encuentro con el preso y con aquel niño… Tenía la extraña sensación de que lo esperaban. Pero ninguno de ellos podía tener que ver con la carta. Estaban literalmente aislados. Además, había sentido un orden impostado en aquellos lugares que le inquietaba. Demasiado silencio. Demasiado jabón. Demasiadas puertas sin abrir. Mientras, Anne seguía con su retahíla normativa con un recitado de misa: no debería dar a los reclusos o pacientes ningún dato concreto de su vida, ni el nombre de sus hijos, su dirección, el nombre de sus padres o cualquier otra información que les hiciera intimar; no debería llevar consigo nada punzante; no entraría en ninguna de las instituciones sin pedir un permiso previo; no se podía salir al exterior con ningún alimento…

—Está usted muy callado. —Anne Radcliffe interrumpió sus pensamientos.

El escritor alzó el mentón. Respiró el aire que venía cargado de partículas de río.

—Nadie puede llegar a imaginarse cómo es estar recluido en un lugar así —dijo él mientras viajaba en el tiempo—. Y por eso hay cosas que no me cuadran.

Ella le miró con la frialdad de los rubios. Como si prefiriera ignorar su comentario.

No lo entendía…, insistió tirándose de las mangas del abrigo entallado; en aquel lugar todo parecía basarse en una reclusión inflexible y no había ningún interés en recuperar a las personas que allí iban. Y añadió bajando la voz, como si su propia ingenuidad le diera vergüenza:

—Quizás pensé que aquí se habrían enmendado los errores que se seguían cometiendo en Europa. Las marcas que dejará en sus mentes este trato no son palpables a la vista pero serán terribles… —Meneó la cabeza. Anne bajó la mirada—. Compadezco a esta gente.

Ella fingió de nuevo no prestarle atención porque no dijo nada. Unos minutos más tarde, remontando la isla hacia el norte, entraban en el correccional. Allí iban a parar casi todos los rateros de los Five Points, la zona más deprimida de Manhattan. También algunas adolescentes que habían empezado a prostituirse. A Charles le llamó la atención el gran número de niños negros que vivían allí. Y la mayoría de ellos exhibían sus bocas melladas, lo que no era muy habitual en su raza a no ser que hubieran perdido los dientes durante alguna pelea. Los encontraron tejiendo cestas y sombreros de palma. Cuando entraron, los vigilantes ordenaron que se levantaran y entonaron, con una inexplicable euforia, una canción sobre la libertad que a Charles le pareció inapropiada y cruel en boca de aquellos pequeños reclusos.

—Los niños se dividen en cuatro clases —le explicó Anne mientras cantaban—. Como verá, llevan un número grabado en la manga de sus chaquetas. A los recién llegados les dan la cuarta clase, la más baja, y en función de su buen comportamiento, se les deja ir ascendiendo hasta la primera.

Alrededor de los niños había cuatro vigilantes a los que miraban de reojo y de los que, de cuando en cuando, recibían órdenes. A Charles le llamó la atención que, bajo sus chaquetas, fueran armados. Se giró hacia Anne.

—En Boston visité un correccional donde los funcionarios no llevan ni porras ni espadas, ni armas de fuego. Y no creo que vayan a necesitarlas dada la estupenda gestión que tienen en el centro. —Meneó la cabeza—. ¿Podría hablar con alguno de los profesores?

—No hay profesores —respondió ella, y luego dirigió un gesto tenso al vigilante que los acompañaba.

Cuando fueron a reanudar su marcha casi arrollaron al ser minúsculo que estaba ante ellos. Charles no había visto una criatura tan extraordinaria en toda su vida. Le llegaba aproximadamente por la cintura, no tenía rasgos de enanismo pero tampoco era un niño. Más bien parecía un adulto al que un encantamiento hubiera disminuido hasta adquirir las proporciones de un infante. El cabello le llegaba hasta los hombros y tenía una blancura albina, desagradable, con esos ojos rosáceos propios de ese tipo de piel. Sus brazos eran largos y finos, y sus manos, delgadas, con las uñas más largas de lo deseable.

—Le llamamos «el Ratón» —dijo Anne Radcliffe—. No sabemos su nombre y fue imposible averiguar su edad, así que vino a parar al reformatorio en lugar de a la cárcel. Le llaman así por su aspecto… y porque es capaz de escabullirse por cualquier agujero.

El Ratón acechaba a Charles con sus ojillos nerviosos como si estuviera calculando siempre la huida. Luego bostezó amplia y escandalosamente, dejando ver sus dientes delanteros, largos y separados.

—¿Es usted el inglés? —articuló tan velozmente y en un tono tan agudo que se hacía difícil entenderle.

—Supongo —le respondió Charles, que no salía de su asombro.

Anne le invitó a salir. Cuando ya dejaban el edificio tras ellos, pudo verle de nuevo encajando su cara menuda y afilada entre los barrotes de una de las ventanas.

—¿Sabe quién soy? —le preguntó a la enfermera.

Ella meneó la cabeza y abrió el paraguas.

—Siento decirle, señor Dickens, que no lo creo. Éste es quizás uno de los pocos lugares donde es improbable que le haya seguido su fama.

Se sintió apurado ante aquella respuesta. Lo que Anne acababa de interpretar como una frívola vanidad de escritor respondía más bien a una sensación que estaba acusando cada vez más: aunque no entendía de qué forma, alguna de aquellas personas era la autora de la carta que le había llevado a Blackwell, y si era así, ¿por qué?

De camino hacia el manicomio, visitaron la casa de beneficencia y el orfanato. Era un edificio con galerías acristaladas que recorrían sus dos pisos, parecidas a las casas del norte de Inglaterra. Su belleza contrastaba aún más con sus habitantes. En el exterior y dando la vuelta a todo el edificio, una interminable cola de harapos temblorosos montaban guardia para recibir el desayuno. Anne le explicó que la primera acogía a casi mil indigentes y estaban separados los hombres de las mujeres. Charles fue incapaz de discernir el sexo de aquellos andrajos de finas piernas que avanzaban lentamente hacia el interior. Le pareció que estaba mal ventilada, mal iluminada y no demasiado limpia. En las zonas de dormir, los camastros se apilaban unos contra otros y los pobres usaban las pocas posesiones que tenían como almohada. Muchos de ellos eran ancianos sin hogar cuyos hijos los habían abandonado por no poder hacerse cargo. Otros habían sido recogidos por la policía en los muelles sin dar tiempo a que nadie los encontrara. Anne empujó la gran puerta de salida que Charles se apresuró a abrirle, casi abalanzándose sobre ella.

—Una ciudad tan comercial como Nueva York —le explicó Anne mientras salían al exterior— es un lugar al que acuden todo tipo de personas de casi todo el mundo. Muchos de ellos vienen con lo puesto, sin conocer el idioma, así que contamos siempre con un gran número de pobres que mantener…

Charles se había quedado absorto contemplando a una anciana muy diferente al resto que estaba sentada en el porche y que resoplaba mirando al cielo. Era muy pequeña de estatura, el pelo largo y negro peinado en dos largas trenzas que parecían brotarle detrás de sus grandes orejas. Podría haber estado hecha de hoja de tabaco seca y sin embargo no tenía una cana y conservaba dos hileras de grandes y torcidos dientes. Su mandíbula era prominente, la nariz chata y en forma de ancla y los ojos muy pequeños. Iba envuelta en una toquilla de lana que provocaba la ilusión de que caminara rodeada de deshilachados pájaros verdes y flores azules. Un anciano encorvado de piel oscura la seguía de un lado a otro recibiendo sus instrucciones sin parar.

En el suelo había trazado una línea con cantos de río que terminaba en un árbol seco.

Cualli cemilhuitl, señorita Radcliffe —exclamó caminando a pasos cortitos y rápidos hasta la enfermera.

Anne se acercó a ellos con una sonrisa que transformó su rostro pecoso.

—Buenos días, Florita. Pero qué hace aquí fuera, ¡va a coger una pulmonía! —dijo en tono de regañina.

—¡Eso le digo yo!, pero nada, señorita, ¡está empeñada en esperar a que salga el sol para ver el reloj! —refunfuñó el viejo, que entró cojeando en el edificio.

Charles se acercó a ellos.

—Señor Dickens, ésta es Florita —le dijo Anne, envolviéndola en sus brazos largos y flacos—. Es de México y fue comadrona en su país.

—Hola, cocone. —La anciana tenía una sonrisa dulce y los ojos opacos—. No le importa que le llame hijo, ¿verdad? Soy la más vieja de por aquí. Tengo un siglo y medio.

Charles dirigió a la enfermera un gesto interrogante.

—En ese caso, señora, déjeme decirle que se conserva usted estupendamente —respondió Charles, atónito.

—Florita sigue el calendario azteca —le aclaró Anne Radcliffe en un susurro—, y el hombre que estaba con ella es uno de sus muchos amantes.

Anne soltó una risilla. La anciana le tomó una mano.

—Y usted tiene treinta años, pero ah… ¡elotamaltlapictli!, está tan duro como un tamal de elote. Necesita una buena limpieza de sangre —diagnosticó la anciana.

Florita había construido en secreto un reloj de sol. Poseía una sabiduría natural para la ciencia y eso le había valido el ganarse el título de chamana de su aldea. Era capaz de fabricar antisépticos naturales y anestesia en un momento en el que en occidente aún se mordía un palo para aguantar el dolor de una operación. Su propia inteligencia científica la había llevado a construir un método para medir el tiempo. Era consciente de que en un lugar como aquél, donde estaban prohibidos los relojes, al que no llegaban noticias del exterior ni otras referencias, las mentes más ancianas se quebraban al poco tiempo como una rama seca, desorientándose hasta la locura. Por eso se pasaba el día visitando su reloj, adivinando la estación del año a través de las constelaciones, de las corrientes del río o las migraciones de las aves, datos que luego iba cantando en alto a sus compañeros con la menor excusa para protegerles de la demencia: «¡Qué bien, ya es mediodía! Pronto sacarán algo de comida», proclamaba en la sala donde pasaban las horas muertas sentados sobre aquellos bancos sin respaldo tan duros que les molían los huesos. O: «Ya quedan pocos días para la primavera…». Y el resto se felicitaban pensando en que pronto se acabarían las heladas.

Aquel reloj humano parecía estar observando ahora el viento, girando sobre sí misma con un dedo en alto que chupaba de cuando en cuando. «¡Hurakan!», decía, mientras giraba como una peonza abriendo su falda de vuelo con las manos, «¡Hurakan!»… palabra que alarmó al escritor hasta que Anne le tranquilizó al explicarle que ése era el nombre de su dios maya del viento al que estaba invocando para que se llevara la niebla.

Anne solía ir a visitarla para recibir su sabiduría. Para ella era una enciclopedia científica. Quién sabía cuándo necesitaría sus conocimientos.

A Charles le conmovió aquello. Quizás porque se dio cuenta de que no actuaba por caridad, sino porque valoraba lo que aquella curiosa anciana pudiera guardar en su cabeza.

A pesar de su sonrisa, Florita tenía una triste historia, le fue relatando Anne de camino a su siguiente visita. Cuando la llevaron a Blackwell no hablaba una palabra de inglés. Por eso no pudo explicarles a los policías que la encontraron en el puerto que, en realidad, había llegado a Nueva York reclamada por sus hijos que hacía tiempo que vivían en la ciudad. La mala suerte quiso que la encontraran antes los guardias y, al no poder explicarse, la llevaron al asilo de Blackwell. Cuando por fin pudo hacerse entender habían pasado cuatro años, y por mucho que Anne intentó hacer averiguaciones, ya no pudieron dar con su familia. Podían haberse mudado de ciudad o estar presos, era difícil saberlo. En muchas ocasiones ocurría que los inmigrantes llevaban a sus padres con ellos, y cuando los ancianos no se adaptaban, al no tener dinero para devolverlos a sus pueblos, los abandonaban en asilos de caridad. Quizás nunca sabrían de verdad lo que les pasó a los hijos de Florita aunque ella estaba segura de perdonarles, fuera cual fuera el motivo de su desaparición.

Llegaron al orfanato cuando había dejado de llover y las enfermeras sacaban a los críos al exterior. Aquel rebaño de cabritillos, ninguno mayor de diez años, los rodeó gritando: «¡Padre! ¡Padre! ¡Soy yo!», chillaba uno tirándole del abrigo, y otra más pequeña se le colaba entre las piernas: «¡Papi!», decía, «¡aquí, papi!»; otro, un auténtico superviviente, le reclamaba: «¡No los mires! Soy tu hijo, ¿no ves cómo nos parecemos?». Cuando consiguieron llegar hasta el interior, Charles estaba desarmado. Se desanudó el lazo de su camisa blanca e impecable y se apoyó contra la pared.

Anne se le acercó confundida.

—Lo siento mucho, señor Dickens, siento este comportamiento impredecible… Como nunca viene nadie… Yo… no sé qué decir…

El escritor se apartó el pelo de los ojos. Estaba sudando a pesar del frío y sintió que no le quedaba una gota de sangre en la cabeza.

—No, no se preocupe. —Resolló después de un silencio—. Tengo niños pequeños, ¿sabe?

En el interior olía a leche hervida, hacía frío y se escuchaba el maullar desesperado de cien gatos. Porque eso parecían, pelados gatos que se retorcían y lloraban cada uno dentro de una tela gruesa donde habían sido envueltos. En fila sobre varios colchones, como si fueran expositores de una carnicería. Dos mujeres se turnaban para alimentar a esas criaturas hambrientas cada una con un biberón.

—¿De dónde sale ese llanto desesperado? Estos otros niños parecen más calmados —preguntó el escritor.

Dirigió una mirada ansiosa a una de las puertas del fondo que se cerró despacio. Tras ella, oculto a su vista, otras tantas enfermeras alimentaban sin éxito a otras quince criaturas con jeringuillas.

—Están esperando a que se les dé de comer —dijo Anne, con una sonrisa tensa—. A veces se impacientan un poco.

Charles le rogó que le sacara de allí.

Caminaron en silencio por una pradera ancha que tras la lluvia olía a nuevo. La tarde empezaba a caer, los pájaros habían abandonado sus nidos, y Charles no había querido parar ni siquiera para comer. Lo que había visto y vivido empezaba a parecerle un recopilatorio cruel de todas sus novelas. Las que ya había escrito y las que escribiría en el futuro. Pero ¿de verdad había pensado alguna vez que con su literatura iba a ser capaz de combatir tanta injusticia? Todo lo que le parecía triste, penoso y cruel estaba concentrado en aquella isla y alguien, por algún motivo que aún ignoraba, quería que viera con sus propios ojos.

Y llegó el turno del manicomio. La más temida de todas las instituciones de La Isla y, sin embargo, externamente, la que mejor primera impresión le produjo. El edificio, aunque algo fantasmagórico, era bonito. Le sorprendió su amplia y elegante escalinata de caracol que ocupaba todo el octógono del vestíbulo. Al mirar hacia arriba, Charles tuvo la sensación de que aquella enorme espiral se ponía en movimiento como un gigante sacacorchos que fuera a perforar la cúpula y después el cielo. Desde luego, si un paciente la contemplara durante mucho tiempo, podría llegar a tener extravagantes visiones, bromeó con Anne, quien no parecía divertirse con sus chistes.

El manicomio tenía capacidad para albergar a un gran número de pacientes. Nada más entrar no encontró rastros del sistema saludable que había observado en los hospitales de Boston. Para empezar, se cruzaron con un par de presos en el vestíbulo que, al verles, apretaron el paso y desaparecieron por el pasillo, y cuando preguntó sorprendido qué hacían aquellos hombres allí, la enfermera le explicó que era domingo y, por lo tanto, descansaban los médicos y un gran número de enfermeras que eran sustituidas por convictos del penal para realizar tareas sencillas.

—¿Tareas sencillas? —se indignó Charles—. ¡Pero eso es absurdo!

¿Cómo iban a dejar a enfermos al cuidado de personas sin preparación que aún cumplían condena? Como otras veces, Anne se limitó a taconear por el pasillo abriendo algunas puertas con llave y volviéndolas a cerrar tras ellos. Y de nuevo aquel olor. El suelo y los escasos muebles estaban escrupulosamente limpios. Todo aquello habría sido incongruente de haberse tratado de una descripción en una de sus novelas.

Accedieron a una sala amplia en cuyas paredes había sólo bancos corridos. Todo aparecía ahora desnudo en su terrible realidad: el hombre abatido que dejaba caer su cabeza de cabellos largos y despeinados, otro más allá que no paraba de farfullar, una mujer que intentaba arrancarse la ropa, el que con dedo acusador le advertía del fin del mundo, las miradas ausentes, los rostros feroces, los que se pellizcaban tristemente las manos o los labios, y en un rincón desprovisto de muebles y sin nada en que posar la mirada más que las desnudas paredes, la señorita Lili, tan triste como una escoba abandonada en un rincón, bajo sus toneladas de telas pálidas.

—Se queda en ese estado cuando hace mal tiempo y no la dejan salir a la playa —aseguró Anne mientras le apartaba con ternura su largo pelo color óxido de la cara.

Charles observó su rostro, como atrapado en un recuerdo. Los ojos verdes irritados.

—¿Y cuál es su historia? —preguntó. El día anterior le había impactado tanto su visión que no había podido ni preguntar por ella.

Anne caminó hacia la puerta, comprobó que no había nadie en el pasillo y la entornó como sus ojos. La versión oficial era que Lili era la hija de un hombre de negocios de Manhattan, le dijo adelgazando la voz, y que había enloquecido cuando le dijeron que el hombre que ella quería había muerto. Lo que no entendía la enfermera era por qué, si su familia tenía dinero, la habían llevado a un manicomio como Blackwell. Hubo quien aseguró que era para que no pudiera coincidir con nadie de su clase porque había algo oscuro, aunque en realidad eran sólo rumores, se apresuró a matizar. Incluso había escuchado que el hombre en realidad no había muerto…

—¿Y usted lo cree? —le preguntó Charles.

Anne sonrió.

Ese gesto fue su única respuesta, luego estiró sus pequeños ojos hasta casi cerrarlos.

Ambos se alejaron mientras dejaban atrás a la triste Lili, que seguía estudiando las paredes.

Ya cerca del vestíbulo les cortó el paso un médico cetrino, somnoliento, tan desgarbado que parecía no tener huesos y que se presentó con un nombre que a Charles le resultó impronunciable.

—Soy el doctor Angelopoulos, el jefe médico. —Estrechó su mano blandamente con una lánguida caída de cabeza—. Es un verdadero honor, señor Dickens.

El escritor le observó con curiosidad: sus gafas redondas algo sucias, el cuerpo largo y un poco chepudo, el desaliño de alguien que acabara de despertarse o hubiera dormido con la ropa puesta.

—El señor Scraugh me ha encargado que le diga que nos honraría si aceptara cenar con nosotros en el comedor de los médicos mientras él esté ausente —añadió al borde del bostezo.

—Me temo que voy a tener que rechazar su invitación, señor… doctor —se disculpó Charles—. He traído mucho trabajo para hacer durante mi estancia y les aburriría con mi conversación.

El médico asintió despacio. Le incomodaba su forma de mirarle.

—El señor Scraugh también estaba interesado en saber cuánto tiempo tiene pensado acompañarnos… —hizo una pausa—, para atenderle como es debido.

—Catorce días —se apresuró a decir Anne y luego dio un paso atrás tímidamente.

El médico sonrió de medio lado, le invitó a que le preguntara cualquier duda que tuviera sobre el manicomio y le dio ánimos. Aquel inglés no duraría en la isla ni cuatro días, pensó, mientras se alejaba arrastrando los pies por el pasillo.

Cuando ya salían, se encontraron a una muy anciana dama con la cabeza apoyada teatralmente en la repisa de la chimenea. Iba vestida con los mismos sayos de algodón que los demás, pero estaba ataviada con joyas de papel que colgaban de sus orejas y alrededor del cuello. En su pelo había colocado tantos jirones y cintas que parecía el nido de un pájaro. A Charles, sin embargo, le pareció que estaba radiante con sus joyas imaginarias. Cuando los vio, se acercó a ellos majestuosamente con un periódico grasiento bajo el brazo y que, según Anne, databa de la época en que fue recluida. Se bajó sus gafas con la misma delicadeza que si estuvieran hechas de oro y, con refinadísimos modales, ofreció su mano al escritor.

—Esta dama —dijo Anne con suma ceremonia ante la fantástica figura— es la anfitriona de la casa, señor. La mansión le pertenece. Como ve, se trata de una importante casa que requiere un gran número de sirvientes. Señora —dijo entonces dirigiéndose a ella—, un caballero de Inglaterra que acaba de llegar después de un viaje muy tempestuoso. Señor Dickens, la señora de la casa.

Intercambiaron los saludos más dignos con profunda gravedad y respeto.

—¿Quiere usted una taza de té? —le preguntó Ada. Ése era el nombre de su anfitriona.

Una invitación que a Charles le costó rechazar aunque se tratara de una humeante taza imaginaria. Entonces la anciana recortó con sumo cuidado un cuadradito del viejo periódico que llevaba consigo y se lo dio al escritor. En una caligrafía redonda y perfecta aparecía su nombre, Ada Schnell, y una dirección del East Side de Nueva York. «¿Me honrará entonces con su visita otro día?», se alejó diciendo, «pero no deje de avisar para que mis criados lo tengan todo previsto», pero Charles ya no la escuchaba, sólo recorría con ansiedad esa grafía que hizo que se le disparara el corazón.

Cuando quiso volver a hablar con ella, ya se había quedado de nuevo inerte y en silencio, con la cabeza apoyada dramáticamente en la chimenea.

Al salir del edificio, Charles se detuvo para leer sobre el dintel de la puerta un cartel en bonitas letras barrocas:

Demos gracias por el dominio de uno mismo,

la quietud y la paz

—Curioso cartel para un lugar como éste —comentó Charles.

Y entonces observó que Anne lo recorría con sus ojos despacio, como un niño al que aún le costara descifrar las letras una por una. Consiguió leer las tres primeras hasta que se dio cuenta de que el escritor la estaba observando y siguió caminando a su lado con indiferencia.

Cuando salieron ya había oscurecido, así que Anne tocó una campana para llamar al vigilante, que les alumbraría el camino hasta la residencia. Durante ese rato, bajo la luz de gas que titilaba en la entrada del manicomio, Charles quiso saber más sobre las normas en Blackwell. Necesitaba poner en orden las sensaciones que había tenido al visitar La Isla. Intentar descubrir por descarte quién, de todos sus sospechosos hasta el momento, podría haber tenido la posibilidad de haber enviado la carta.

Anne le explicó, esta vez en voz baja, que las enfermeras tenían prohibido hablar de la vida fuera de la isla, de sus familias u orígenes porque, según el señor Scraugh, no había ninguna garantía de que aquellas personas fueran a salir de allí alguna vez. Argumentaban que tener información del exterior los hacía más rebeldes. Scraugh había prohibido también los relojes y dar información alguna sobre el paso del tiempo o noticias de actualidad.

Charles no pudo aguantar más:

—¡Pero qué ser humano tan cruel! ¡Qué tipo de métodos son ésos, por el amor de Dios! No sé cómo pueden sobrevivir estas criaturas en un entorno tan malsano. El que es violento se hará más violento, el que esté deprimido intentará suicidarse, y el que tenga un leve trastorno terminará enloqueciendo —dijo ocultando las manos en los bolsillos de su abrigo, aún con los rostros de los niños del orfanato en su memoria.

Entonces avanzó hacia ella hasta que la luz anaranjada del farol endureció sus rasgos.

—Cómo pueden colaborar ustedes, los que trabajan aquí, con todo esto de una forma tan impasible, Anne. Dígame. Cómo es posible que una criatura a la que he adivinado gestos tan dulces sea capaz de aceptar…

Anne, que en principio se había sobresaltado ante la ira del escritor, le contemplaba ahora apretando sus labios pequeños y agrietados.

—Usted no es quien para juzgarme, señor.

Charles quedó en silencio.

—Tiene razón, señorita Radcliffe. Le ruego que me disculpe.

Entonces se acercó a él y susurró:

—Usted… Usted no sabe nada. Ni imagina a lo que me expondría si… Quizás no debería contarle esto, pero… Señor Dickens, aquí también funcionan otras normas, ¿sabe?; no escritas. —Ella dudó un segundo. El inglés acercó levemente su oreja—. Verá: ni siquiera les entregan las pocas cartas que les llegan de sus familiares. Miss Grady las tira al fuego porque según ella pueden desencadenarles crisis que los harían menos manejables. Cuando les envían algo de ropa, se queda lo que le gusta y el resto la reparte entre las enfermeras, y como por lo general es muy difícil conseguir un permiso para visitar la isla, los familiares no conocen…, cómo decirlo, las condiciones en las que se vive aquí. Y ante tanto papeleo, como muchos no saben escribir, terminan por no querer saber más. Aquí no se celebra la Navidad, ni siquiera con los niños, porque, según el director del hospital, esta gente es demasiado sentimental y de pasiones frágiles…

Al final se le quebró la voz y un suspiro profundo se escapó de su boca, que huyó en forma de frágil fantasma.

—¿Y usted, Anne? —Charles buscó sus ojos—. ¿Usted qué piensa de esto?

A la enfermera le castañeteaban los dientes. Juntó sus manos, que temblaban con imperceptibles convulsiones. Se estiró la sobrefalda blanca como si tratara de sacudirse algo de encima. Él se quitó el abrigo y se lo echó por los hombros. Ella hizo una pausa de unos segundos pero contestó:

—Yo creo que es importante que celebren la Navidad, señor Dickens.

—¿Y por qué cree que es importante, Anne? —le insistió sin dejar de mirarla.

—Porque hasta los más ancianos vuelven a recordarse de niños. Por eso es importante. Porque hasta los menos crédulos piden un deseo al año. Porque nos obligamos a recordar quiénes fuimos y qué deseamos. Se nos da licencia para soñar, señor Dickens, para creer en los milagros al menos durante una noche. —Por momentos se le contraía el rostro hasta parecer de piedra—. Hoy no se les deja celebrar la Navidad porque no van a apreciar su sentido; mañana no se les pone la calefacción porque así estarán más hechos al frío, y pasado mañana nos preguntaremos si son personas.

Cuando se percató de cómo la observaba, la enfermera enmudeció porque sin duda había hablado demasiado. Pero él no la observaba por eso. Sintió que las palabras de aquella mujer provenían de esa clase de inteligencia tan poco común. La que te da la extraordinaria capacidad de mejorar el mundo. En esos momentos se abrió paso en la oscuridad una figura tan espectral y gigantesca que Charles estuvo a punto de dudar de su cordura.

Lo llamaban Tom el Gigante, y se encargaba de acompañar con una antorcha encendida a las personas que tenían que ir de un edificio a otro en medio de la noche. Era negro, tenía el rostro alargado y un gesto feroz. Su voz resonaba como un trueno en la enorme caja torácica, sobre todo porque no hablaba, rugía, y al hacerlo lanzaba sus largas y pesadas extremidades con lentitud. A la enfermera pareció divertirle el gesto cada vez más perplejo del escritor.

Mientras lo seguían en la oscuridad a una corta distancia, la memoria fotográfica de Charles le devolvió los rostros de las personas que había conocido ese día: el preso de la celda 106, el niño de mimbre, el Ratón del correccional, la anciana científica, la visionaria señorita Lili y la misteriosa y elegante Ada, con su caligrafía perfecta y redonda.