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Isla de Blackwell, 1842

Día 1

La carta.

Aquella carta…

El bote de la penitenciaría se internó en la niebla como si fuera el lago estigio. Pronto diluyó las rayas de los uniformes de los presos e incluso se tragó los lamentos de los condenados. El permiso había llegado esa misma mañana a casa de Washington y por la tarde se dispuso para la partida. Kate no pudo entender a qué venían tantas prisas. Y por supuesto, no le habló de sus verdaderos motivos. De su nueva obsesión, que ella calificaría de infantil, por aquellas líneas anónimas que le habían robado para siempre el sueño. Tampoco podía admitirle que en realidad huía de compartir con ella la frenética vida social de sus anfitriones neoyorquinos. Qué locura. ¡En lugar de eso viajaba a Blackwell! No podría llevar consigo más que una bolsa pequeña con ropa que sería registrada y estaban terminantemente prohibidas las navajas de afeitar, las tijeras o cualquier otro instrumento cortante. Incluso el guardia que leyó su permiso en la rampa levadiza del muelle observó con suspicacia y con su único ojo —el otro lo llevaba oculto tras un parche— la pluma de ganso con la que siempre escribía por ser, según él, demasiado puntiaguda. Y en cambio decidió pasar por alto una botella de brandy que le había regalado Washington por si necesitaba beber urgentemente durante su estancia en semejante lugar.

Había decidido dejar su baúl en Sunnyside donde Kate pasaría aquellos catorce días acompañada de una sobrina de Washington. Cuando se despidió del neoyorquino pudo sentir en éste una punzada de envidia y curiosidad de escritor que, muy en el fondo, no podía evitar, aunque su discurso oficial fuera la prudencia. Y eso que no conocía la existencia de la misteriosa carta.

Kate sólo le había pedido que escribiera al menos una vez durante su estancia en Blackwell. Parecía algo más contenta al saber que se quedaría disfrutando de esas cenas y bailes que a Charles le resultaban cada vez más sofocantes.

La barca seguía avanzando con esfuerzo para cruzar un río tormentoso que se había empeñado en impedírselo. Entonces le vinieron a la cabeza las palabras de Washington de la noche anterior: las corrientes del East River eran tan fuertes que no se hacía necesario encerrar a las pobres almas que allí iban. Por su playa deambulaban los locos, los presos, los huérfanos, los sin techo y los sin nombre. Y todo el que trataba de salir de ella, terminaba flotando en el océano.

Entre el mar de nubes intuyó los bultos oscuros en los que se habían convertido los pasajeros de la barca. Los había visto bajar de la Black María, el carruaje macabro y sin ventanas que trasladaba a los prisioneros y enfermos desde los hospitales, juzgados y prisiones de Manhattan hasta el muelle. Varios niños, una anciana, mendigos, presos encadenados… Todos ellos se habían reducido ahora a bultos grisáceos sin rostro, acurrucados ante el destino.

Antes de embarcar se le había presentado un fotógrafo del New York Times. ¡Por Dios Santo! ¡Salían de debajo de las piedras! Si se hubiera encontrado a un periodista cruzando a nado el río para pedirle una entrevista no le habría sorprendido ni lo más mínimo. «Seymour Friedman», había dicho estrechando su mano, «encantado». Era un hombre pequeño, bajo una gorra de cuadros. Tenía un labio leporino que le confería una sonrisa pícara y hablaba con tal grandilocuencia que hacía que todo pareciera tan urgente como importante. En décimas de segundo le informó de que estaba interesadísimo en hacerle una serie de daguerrotipos para un reportaje sobre sus intereses filantrópicos y sociales, y pareció muy intrigado ante su visita a Blackwell. Dickens arrugó el ceño. Aquello no era lo que más le convenía si aspiraba a desentrañar su misterio de la carta; además, quienquiera que le hubiera escrito parecía tener motivos para ser discreto, de modo que, con tal de asegurarse su silencio, le prometió que le proporcionaría un permiso para que pasados los catorce días le hiciera ese retrato en La Isla, al finalizar «su trabajo». El fotógrafo pareció conmocionado ante tamaña exclusiva y le escribió en un papel su nombre y su dirección. Mientras lo hacía, Charles creyó que iba a salivar. Para él sería tan importante, le reiteró Friedman, porque supondría llevar más dinero a casa, ya me entiende, aunque con la vida tan ajetreada que llevaba…, su Dora más bien querría que le llevara un niño, ya me entiende, pero nada, que dormían juntos lo justo y hacía ya cinco años que no había forma, pero bueno…, todo se andaría, ¿verdad?, le dijo sin puntos ni comas, mientras se despedía dándose un toquecito en la visera de la gorra.

A Charles le desesperaba la gente que daba por hecho que se les entendía hablando a esas velocidades, ¿qué ocurría? ¡Se suponía que debería entenderle! Por el amor de Dios, ¡hablaban inglés!, aunque aquel hombre parecía una locomotora que se hubiera empeñado en arrollar el idioma y mutilar sus extremidades.

Una bofetada de aire frío le trajo de vuelta de sus cavilaciones. Cada palada de los remeros describía un círculo que disipaba las nubes y sumieron a Charles en un trance hipnótico. Cada avance le parecía estar más cerca de un mundo de invención que de la realidad. No podía evitar que viniera a su cabeza un cuento muy concreto de Irving, sobre todo al ver el parche con el que el guardia cubría su ojo izquierdo y que ahora parecía flotar sobre el blanco. Aquél era el universo infantil de su amigo. Se lo sabía palabra por palabra y ahora, además, empezaba a reconocer el paisaje: «Ay, de la embarcación que se aventurara», decía Irving en aquel relato. Recordaba con especial excitación el párrafo donde narraba cómo de niño faltaba a la escuela para llegar a este lugar donde podía verse una embarcación que, atrapada por los remolinos, había encallado en un conjunto de rocas. «Se contaba que eran los despojos de un antiguo barco pirata que se había dedicado a sangrientas empresas», relataba. «Cuando bajaba la marea, quedaba a la vista una parte considerable del casco, mostrando el armazón que carecía de las planchas de unión, pero que estaba cubierto de algas, por lo que parecía el esqueleto terrible de un monstruo marino. Todavía se mantenía erguido un pedazo de alguno de los mástiles, del cual colgaban algunas vergas y poleas, que bailaban zarandeadas por el viento, haciendo un ruido que acompañaban los albatros, que giraban y gritaban alrededor del melancólico esqueleto». Los marineros contaban que los fantasmas se dejaban ver de noche sobre el casco, con el cráneo desnudo y fosforescencias añiles en sus órbitas.

A Charles le llegó un desgarro de hierros por la izquierda.

Y allí estaba el mástil roto, asomando en medio del agua, como una señal que le advertía de que se adentraba en un territorio de fantasía.

Cuando por fin la niebla se abrió como el telón vaporoso de una ópera, La Isla apareció ante sus ojos. Poco a poco se fueron desanudando aquellos bultos de harapos que viajaban junto a él para contemplarla. Desde el norte, la luz del faro pasaba rozando sus cabezas y le pareció el ojo de un gran cíclope marino. Los grandes edificios góticos de piedra gris le daban un aspecto aún más fantasmal y el frío era tan intenso que parecía imposible la vida. Una vez llegaron al extremo sur de la isla hicieron varias paradas. La primera la del penal. Desde allí se escuchaban los golpes secos de los presos trabajando en la cantera y los pudo ver caminando lentamente por la playa con sus uniformes. La segunda, la del correccional, el hospital de caridad, el asilo y así, uno por uno, los involuntarios pasajeros fueron abandonando el bote. El guardia le indicó con su voz ronca que no se levantara hasta llegar a la última parada, la del manicomio, de nuevo al lado del faro. Detrás de él había una residencia habilitada para enfermeras y médicos donde le hospedarían. No eran habituales visitas como la suya y habían tenido que improvisar, dijo, exhalando alcohol barato y el ojo que escondía tras el parche pareció arrugarse.

Por fin, la última parada. La única desde la que no se veía ningún edificio. Se izó la rampa tras él y quedó en tierra tan confundido como los demás pasajeros hasta que escuchó una voz de mujer con un suave acento irlandés que le devolvió por momentos a casa:

—Bienvenido, señor Dickens. Está usted en uno de sus cuentos.

Anne Radcliffe, como se presentó ella misma, era enfermera en el manicomio de la isla de Blackwell pero solía encargarse, además, de alojar a los médicos que llegaban allí o de acompañar a las escasas autoridades que la visitaban. Tenía veinte años, la espalda erguida como el gesto, el pelo rubísimo que le caracoleaba en diminutos tirabuzones y le daba un aspecto angelical, lo que contrastaba con su elevada estatura, la voz grave y los labios gruesos y pequeños cortados por el frío que parecían incapaces de fabricar una sonrisa sin romperse. Poseía un atractivo inquietante, mitológico, y una forma de mirar de lo más asertiva: los ojos pequeños y rasgados color río en invierno, grises y cambiantes, la mirada descreída, la piel casi transparente que se enrojecía en la nariz, las mejillas quemadas por el frío y una delgadez extrema que la hacía parecer aún más alta. Sus ademanes eran rápidos y eficaces. Una criatura excepcional, era cierto, pero que no tuvo empacho en reconocerle que no había gustado la noticia de su llegada a las autoridades de La Isla, aunque, personalmente, estaba segura de que su visita no iba a ser ningún problema, ¿verdad? Comprendería que no estaban las cosas en Nueva York como para perder un trabajo, dijo. Luego se disculpó en nombre del director del manicomio, el señor Scraugh; como su visita había sido tan inesperada, se encontraba ausente por un par de días pero le recibiría en cuanto volviera. El director médico, el señor Angelopoulos, se encontraba también volviendo del fin de semana, pero estaría encantado de darle cualquier explicación sobre el hospital, y le invitaba a desayunar con él al día siguiente. Por lo tanto, sería ella su referencia para cualquier cuestión que necesitara durante aquellos catorce días y le informaría de las normas que debería observar.

—Es importante que entienda que éste es un espacio de exclusión, señor Dickens —añadió tras semejante perorata, cuando el carruaje ya avanzaba por un camino de tierra—. Por lo tanto, tenemos normas muy estrictas hasta para las cosas que puedan parecerle más intrascendentes.

—¿Y una de esas normas es no sonreír? —le preguntó él.

Aunque Charles no logró su propósito, ella le devolvió un gesto de irónico asombro que descongeló por momentos el paisaje.

Cuando bajaron del coche se encontraban ya en la puerta del manicomio de la isla. Era un inmenso edificio de piedra con decenas de ventanas que se abrían al exterior asombradas de tener visitantes, y que parecía sacado de una novela de fantasmas. En el centro, una ancha torre octogonal que la niebla engullía a medias por donde Anne Radcliffe desapareció para buscar las llaves de la habitación que le había sido asignada. Charles rodeó el edificio. A los lados, dos alas de cuatro pisos y ni un alma en el exterior. A pesar de ello se sintió observado. Mientras esperaba decidió acercarse caminando hacia la playa. La niebla había sido arrastrada por el viento y el atardecer empezaba a pintar el cielo de colores fríos.

Qué lejos parecía estar ahora Nueva York. En la otra orilla, las tenues luces de gas se iban encendiendo y alumbraban la ciudad para devolver su retrato al agua, convertida en un sueño líquido.

Entonces, en la playa, le atrapó una imagen que le sobrecogió.

Una mujer estilizada y alta como una bandera humana hincada en la arena. Estaba descalza, de puntillas, como si tratara de ver algo sobre el agua. Iba vestida con muchas capas de ropa clara y pesada que le daban el aspecto de una destartalada túnica. Su pelo larguísimo y rojo la hacía ondear como si pretendiera advertir a los marineros que esa isla estaba gobernada por unas leyes desconocidas. A Charles le pareció una versión famélica de un bello mascarón de proa.

—Veo que ya ha conocido a la señorita Lili —gritó Anne Radcliffe a su espalda, desafiando el rugido del viento.

La mujer, que parecía haber escuchado su nombre, les miraba ahora sonriente y serena como si ningún temporal pudiera alterar su estado de ánimo. Caminó hacia ellos hasta que a Charles le llegó el olor a ropa húmeda de quien acabara de emerger del fondo del océano. Les observó durante unos instantes y luego tomó las manos del escritor. Tenía unos ojos verdes e insomnes atravesados de riachuelos rojos y la voz aguda de las criaturas del mar. Aquella extravagante náyade dijo:

—La he visto otra vez. ¿La habéis visto? —Emitió un risilla fatigada—. La gran dama blanca. Venía caminando sobre el agua, desde el océano, por allí. Pero ahora la ciudad no me deja verla…

Y se puso otra vez de puntillas. Mirando hacia el sur, como si así pudiera esquivar Manhattan y divisar el horizonte. Ambos la escucharon relatar una y otra vez aquella visión con el detalle de un narrador experto o de aquellos cuyo talento o enfermedad les permite ver lo intangible.