A una hora al norte de Nueva York, en la agreste y pequeña localidad de Tarrytown conocida por su cementerio de Sleepy Hollow y su leyenda del jinete sin cabeza, el afamado autor de la misma discutía acaloradamente con un político demócrata apoyado sobre unos planos. A sus casi sesenta años, Washington Irving era ya el más querido neoyorquino de su tiempo por sus cuentos sobre el viejo Nueva York, por la bondad de su mirada, la diplomacia de sus palabras, pero también por su implicación constante e incansable para mejorar su ciudad. Y en esta ocasión se le había metido en la cabeza un nuevo y muy ambicioso proyecto.
—Pero ¿cómo sería de grande? —se alarmó el político, quien sabía de las influencias del escritor y de su cabezonería.
Irving deslizó su dedo robusto por el plano trazando un inmenso rectángulo que comenzaba a la mitad de la isla de Manhattan y subía hacia el norte. El político se secó la frente con un pañuelo. Irving apretó los labios.
—Vamos, Perkins, la gente necesita un lugar saneado donde acudir con sus familias a descansar del trabajo, ninguna ciudad es una gran ciudad sin un buen parque —se ofuscó el escritor mientras acariciaba un pequeño anillo que llevaba en su dedo meñique—. O prefiere que perpetuemos esa enternecedora y muy sana costumbre inglesa de ir de pícnic a los cementerios. ¡Por el amor de Dios!
Irving consultó la hora en un reloj de pared de nogal que había traído de España y se disculpó. Ese día esperaba a un huésped muy querido en su casa y tenía que hacer algunos preparativos.
Cuando se despertó, Charles no supo muy bien dónde estaba. Su cuerpo seguía empeñado en imitar los zarandeos del barco y caminó por la habitación hacia el baño dando tumbos, convencido de que el hotel naufragaría en cualquier momento. Kate estaba también indispuesta y ninguno de los dos consiguió desayunar antes de que les recogiera el carruaje que había enviado Irving para llevarles hasta su casa, en el valle del Hudson. Bien merecía la pena el esfuerzo, pensó Charles, mientras metía la ropa para esa estancia meticulosamente doblada en un pequeño baúl de viaje. Había iniciado una relación por carta con el escritor neoyorquino unos años atrás cuando se conocieron en Londres, y la conexión —con su literatura primero y con sus ideas después— había sido tan profunda que sentía ya un gran afecto por él. Y parecía mutuo. Nada más enterarse de que Dickens y su esposa visitaban Nueva York, se ofreció a hospedarles en la mansión inglesa que había comprado y a la que había bautizado como Sunnyside. Sus tertulias empezaban ya a ser toda una leyenda en Nueva York.
El carruaje se detuvo por fin y al mirar por la ventana, a Kate se le recompuso el rostro. El lugar era una versión soleada de cualquier cuento de Irving. Un jardín romántico espolvoreado de nieve rodeaba la casa que se alzaba a orillas del Hudson. Aquí y allá se abrían senderos con bancos de hierro donde disfrutar de las vistas. La casa de piedra tenía un aire gótico, tres pisos y un tejado rojo en el que asomaba un gran número de buhardillas y chimeneas.
Enseguida reconoció la figura corpulenta y enérgica de Irving acercándose al coche seguido de la que parecía su ama de llaves, una mujer fatigada y oronda que caminaba sonriente detrás.
Charles bajó del coche.
—Señor Washington Irving, ¿no le da miedo hospedar a un inglés en su casa? ¡Si me gusta podría quedarme en ella! —dijo Charles estrechando la mano de su anfitrión.
—Ya luché contra vosotros una vez. Y sigo conservando mi uniforme de batalla en mi armario —respondió el otro riendo mientras lo abrazaba.
Kate asomó por la puerta del coche y Washington se apresuró a ayudarla.
—Querida Kate, bienvenida. Tu belleza compite con la de este paisaje.
Ella aceptó el cumplido con una sonrisa mientras se estiraba la gruesa capa de lana roja.
—He tenido cuatro hijos desde la última vez que nos vimos, Washington. —Sonrió irónica—. Pero agradezco que para variar sea otro escritor el que me mienta. Por lo menos lo hacéis de una forma tan bella…
Washington aplaudió la ocurrencia de Kate y Charles guardó silencio. Los tres caminaron hacia el interior de la casa.
Sería imposible describir con detalle el interior de Sunnyside porque toda la casa estaba plagada de detalles. Bastará decir que era una biografía en tres pisos de su dueño. Las estancias parecían de estilo inglés si no fuera porque las invadía una luz que iluminaba óleos franceses, ingleses y españoles con los que su dueño había tapizado las paredes. Ni una sola estancia, ni siquiera los cuartos de baño, estaban libres de estanterías llenas de pesados volúmenes de Historia. Los dormitorios, pintados de colores alegres, tenían techos abovedados con bancos bajo las ventanas para contemplar el río. En la habitación de invitados no faltaba un detalle: una sombrerera para el sombrero de copa y otra para el de señoras, un tocador con perfume y flores de invierno del jardín.
Mientras Kate desempaquetaba el equipaje, Charles acompañó a Washington al despacho.
Había empezado a nevar. La señora Nightingale, el ama de llaves, echó más retama a la lumbre que chisporroteó en pequeños fuegos artificiales y los dos hombres se sentaron a ambos lados de su mesa de trabajo donde había varios tinteros, tres dagas que habían viajado desde España y una pequeña lámpara de gas apagada. Charles contempló el escritorio con ojos de fetichista. Sobre él se habían escrito obras históricas como Cuentos de un viajero o Los cuentos de la Alhambra. Le observó mientras servía un par de whiskies escoceses que le doblaban la edad. Sus manos fuertes y de piel fina luciendo el anillo de su primera prometida, los puños abotonados con gemelos, la pechera blanca, el chaleco inglés, el grueso cuello bajo una lazada negra. Seguía vistiendo de una forma exquisita. Estaba más gordo y el tiempo le había dado un par de pinceladas blancas encima de las orejas. Arrugó un poco su nariz, simpática y redonda, que dulcificaba su mirada política, esa que ahora le estudiaba con afecto.
—Mi querido Dickens, no sé qué habrá contribuido más a tu buen aspecto, si tu paternidad o la fama mundial, pero te veo mejor que nunca —dijo mientras le alcanzaba la copa.
—Bueno, lo cierto es que el éxito empieza a pasarme tanta factura como la paternidad.
Ambos rieron y bebieron.
—Querido amigo, no te creo. Pero cuéntame. ¿Cómo llevas tu estancia en…, ¿cómo lo llamáis en Europa? Ah, sí…, el «Nuevo Mundo». ¿Eso no os convierte en el Viejo?
—Aparte del hecho de que no me habéis dejado a solas ni un segundo y del disgusto considerable que me produce que masquéis y escupáis tabaco sin parar, me parece un país idílico.
Ambos rieron de nuevo.
Washington sacó orgulloso unos periódicos de un cajón.
—La ciudad se ha volcado contigo. No se habla de otra cosa. —Hizo una mueca—. Presumiría de huésped ilustre pero temí que se organizara una caravana de periodistas hasta mi casa. Debo decir que estoy impresionado. ¿Te has sentido bienvenido?
Charles se removió en el asiento con pudor.
—De momento, nuestra aduana haría bien en tomar ejemplo de la amabilidad con la que te dan la bienvenida los oficiales de Estados Unidos. —Se sacudió las mangas de la levita—. Siempre he opinado que es una imagen deshonrosa para Inglaterra la forma insultante con la que se recibe a los extranjeros. Que mantengamos a esos perros ariscos gruñendo a sus puertas de entrada, es… —Puso los ojos en blanco.
Washington pareció complacido. A pesar de su fama, seguía refugiándose en la ironía para recibir un halago. Se gustaban. A Dickens aún le parecía increíble poder disfrutar de la amistad de ese hombre, el escritor al que había leído cuando soñaba con ser escritor, y Washington era consciente de que aquel inglés sensible con la sociedad estaba destinado a escribir una página importante en las enciclopedias universales.
Pasaron un rato poniéndose al día: a sus cincuenta y nueve años, Washington acababa de aceptar la embajada de Estados Unidos en Madrid —España seguía siendo su gran pasión—, y Charles le informó de que en Londres se habían avivado de nuevo los rumores de un supuesto romance entre el neoyorquino y la escritora Mary Shelley, viuda de Percy, cuando éste vivió en Londres.
—Y es cierto —admitió sin miramientos ante su sorprendido amigo.
—¿Y por qué no le pediste matrimonio? Ella siempre habla de ti con mucho afecto.
Washington se mojó los labios en alcohol como si quisiera cauterizar el recuerdo de aquellos besos, y contestó:
—Porque le dijo a su buen amigo Payne que tras haberse casado con un genio sólo podría casarse con otro.
Charles levantó una ceja. Lo cierto era que una alianza amorosa entre Washington y la autora de Frankenstein podría haber dejado a los lectores del momento sin respiración. Quién sabía qué engendros literarios podrían haber surgido de sus charlas íntimas frente a esa chimenea. Pero Charles sabía muy bien por qué su amigo seguía huyendo del amor. Lo indicaba la alianza de compromiso que llevaba en su dedo meñique, el único en el que le cabía ya un anillo tan pequeño.
Seguía huyendo del amor porque ya estaba enamorado.
De un fantasma, eso era verdad, pero lo estaba. Había perdido a Matilda, su primer amor, después de una dolorosa enfermedad cuando ésta tenía diecisiete años. Casi cuarenta años después, en el dormitorio de su refugio romántico seguía dándole las buenas noches a su amante. Todas las noches.
—¿Has visto esto? —le dijo de pronto Washington, interrumpiendo sus pensamientos, y lanzó sobre la mesa un ejemplar del New York Herald que estaba hojeando. Leyó el titular—: «El escritor inglés Charles Dickens asegura que a EE. UU. le queda mucho para ser la República de la Libertad».
Hizo una mueca burlona. Charles resopló enfurecido:
—Pero ¿qué pasa aquí con la libertad de expresión? Si cito a Bancroft o su Historia de los Estados Unidos, me advierten que guarde silencio, porque es una oveja negra, un demócrata. Si hablo de la necesidad de un copyright internacional, me piden que tenga cuidado…
—¿Un copyright internacional? —le interrumpió Irving, atónito—. ¿Piensas hacer un discurso sobre derechos de autor aquí?
—¿Y qué tiene de malo? —Se sacó la levita—. Dios mío, Washington, si hubiera escrito mis primeras novelas en este país intentando tener cuidado con todo lo que me advierten, ¡me habría muerto joven y de hambre!
El neoyorquino le miró de reojo y abrió otro periódico.
—Ah, mira, aquí te dedican otro titular. Éste me divierte. Dice: «¿Un inglés dando un discurso contra la piratería?».
—Muy agudo. —Charles se tensó en el asiento—. Ése es un discurso contra la piratería… de libros.
—Mi querido y joven amigo… —dijo Irving, y le dio una palmadita en la mano—, admiro tu idealismo. Yo mismo intenté sacar adelante una ley de propiedad intelectual argumentando que hay una gran generación de nuevos escritores en este país que deben poder vivir de lo que escriben —abrió una caja de puros y le ofreció uno, el otro negó con la mano—, pero éste es aún un país tan joven como tú. Charles, eres un gran escritor y nos superarás a todos, sin ninguna duda. Pero yo te llevo unos cuantos años de prudencia. A nadie le gusta que venga un extranjero a decirles lo que tienen que hacer y en este caso, peor aún si es un inglés —concluyó levantando las manos en un gesto de obviedad.
Olió el cigarro, mordió la punta con decisión y añadió:
—Charles…, la guerra está aún demasiado cerca. En esta tierra nos hemos saltado todas vuestras invasiones y revueltas: la romanización, la Revolución francesa, el colonialismo… —Abrió el cajón y revolvió con impaciencia hasta extraer una caja de cerillas—. Sólo hemos tenido una guerra de independencia hace nada para tener algo de Historia que contar y quizás, si seguimos como vamos, es decir, con un presidente que de pronto va de sureño y aristócrata, acabaremos teniendo una civil. —Frotó el fósforo contra la caja y éste ardió con impaciencia—. Todo lo que vosotros habéis asimilado en dieciocho siglos nosotros lo estamos digiriendo en uno. No le pidas peras al olmo.
Charles le escuchó irritado mientras acariciaba rítmicamente el pie de la copa.
—Quizás tengas razón. Quizás me ilusioné de forma pueril con una república donde podría alcanzarse el sueño liberal…
—¿El sueño liberal? —Se sorprendió—. Por Dios Santo, Charles. ¿Has ido al Sur? ¿Has visto las plantaciones? Bueno, no. Mejor déjalo o cualquier día de estos te equivocas y en lugar de dar una conferencia sobre un libro tuyo, das un discurso antiesclavista.
—Ya lo he hecho.
—¿Que ya lo has hecho? —Ahora fue Washington el que se terminó la copa de un trago—. Bien, esperaré con ansiedad los siguientes titulares.
El neoyorquino se quedó observándole con su mirada política y Charles se concentró en el líquido ámbar que quedaba en su copa.
—Entonces, ¿tan mal lo está haciendo Tyler?
Irving hizo una mueva.
—Hombre, si consideras que el cargo le ha tocado en una tómbola, y que al llegar al poder ha vetado las reformas de su propio partido y del pobre Harrison, que en gloria esté, si consideras que es un absolutista que sólo cree en el poder de los estados del Sur, sí…, creo que lo está haciendo francamente mal. Tanto que lo han echado de su propio partido.
—¿Y ahora quién os gobierna?
—Eso quisiéramos saber.
—¿Ya no es el Whig?
—No, ya no; ahora Tyler dice que es «independiente». Imagino que quiere decir que nos gobierna él solo. —Suspiró—. Whigs, demócratas, republicanos, al final, mi querido Charles, son todos eso, «independientes».
Dickens frunció el ceño. Quizás era oportuno cambiar de capítulo.
—Me han dicho que has vuelto a escribir para The Knickerbocker. Pensé que aborrecías escribir artículos en revistas.
—Y lo aborrezco, pero necesitaban una firma importante que les diera un poco de vuelo y yo necesito un extra para mantener Sunnyside. Es lo malo de las casas antiguas, estoy todo el día reparando goteras.
—¿Y sigue escribiendo allí tu protegido?
—¿Edgar? —preguntó el neoyorquino soltando una risotada.
Sabía que su protegido había pasado de alabar en público a criticar duramente en privado las novelas de Dickens. Éste asintió con un gesto de indiferencia.
—Sí —admitió Irving—. El joven Edgar tiene un gran talento para el asesinato literario… Deberías hablarles a tus editores ingleses de él.
—Pero estaría bien que escribiera sus críticas en un estado de menos…, cómo decirlo, euforia. Mejor aún si está sobrio. A veces su prosa es confusa e innecesariamente sanguinaria.
—Bueno. Es su estilo.
A Charles le reventaba la debilidad que Washington mostraba por Edgar Allan Poe. Quizás se sentía identificado porque Poe también había perdido a su prometida o por su forma de vida marginal, o porque había sido huérfano…, pero ¡qué demonios!, pensó Charles. También él había tenido una infancia difícil, había visto a su padre arruinarse e ir a la cárcel, y no por eso se dedicaba a arremeter contra todo el mundo por una venganza de clase, a ir de escritor maldito. La diferencia entre Poe y él era que Poe reconocía su pasado y él no. Pero también que a Poe no le habían dejado salir de ese mundo marginal y a él sí. ¿Qué habría pasado si en Londres hubieran conocido sus orígenes? ¿Si Kate los hubiera sabido antes de casarse? Charles no necesitó responderse a aquella pregunta ni siquiera mentalmente.
Unos minutos más tarde la nevada había cesado y los dos hombres decidieron salir a dar un paseo. El sol insistía en descongelar el paisaje sin conseguirlo y la casa parecía que estuviera hecha de merengue. Habían pasado casi dos horas sin parar de hablar. Washington era un gran conversador y la persona perfecta para informar sobre la realidad de su país. Con su inteligencia y diplomacia había conseguido que tan pronto le diera un cargo un líder del partido Whig como un demócrata como Jackson a quien culpaban de la crisis financiera.
—Ah, quién sabe si algún día saldremos de esta maldita crisis —dijo Washington haciendo crujir sus cervicales—. Llevamos ya cinco años en los que no hablamos de otra cosa. Es agotador.
—Sí, lo cierto es que en Inglaterra ya tenemos hasta un refrán al respecto —respondió el inglés.
—¿Ah, sí?
—Decimos: «Vales menos que un crédito norteamericano».
—Mira, qué amables… —Ambos rieron y se adentraron en el jardín dando pequeños resbalones—. La crisis era algo inevitable, Charles. Éste es un país en constante cambio. Has estado en el puerto, ¿no? Habrás visto las hordas de irlandeses que están llegando. Pobres. Sin formación. Aquí se les considera una plaga, se les acusa de borrachos, de ladrones y violentos y se les trata peor que a los negros.
Le sujetó del brazo al comprobar que Charles perdía el equilibrio y sus zapatos resbalaron hacia delante y hacia atrás durante unos segundos.
—Sí —dijo cuando logró estabilizarse—, pero esos que los tratan como basura, ¿se han preguntado quién construiría las carreteras?
—Estamos de acuerdo, Charles —asintió—. Pero eso no elimina el problema. Empezamos a ser demasiados. El sur de Manhattan está tomado por las bandas: inmigrantes contra nativos americanos…
Charles abrió mucho los ojos.
—¿Nativos americanos? ¡Pero si sus padres o abuelos eran inmigrantes!
—Se consideran «nativos» aquellos que lucharon contra vosotros en la guerra de Independencia.
—Hace tres días.
—Así de importantes sois para nosotros…
Intercambiaron sonrisas irónicas. Irving se quitó el guante derecho y giró el anillo de su dedo meñique.
—Más de la mitad de los neoyorquinos han nacido en el extranjero. ¡Más de la mitad, Charles! Tenemos un índice de desempleo altísimo. Y Jackson, para qué vamos a engañarnos, tampoco estuvo a la altura.
Charles se sacudió los zapatos y pareció sorprendido:
—¿Me vas a decir que eres de los que le crees responsable de lo del 37?
—Bueno —titubeó el otro—, está claro que el pánico vino provocado por la fiebre especulativa en la Bolsa, Charles, de eso no hay duda. Pero también es cierto que Jackson hizo ciertas declaraciones sobre el Bank of America por su antipatía hacia su director. Y luego le retiró su apoyo al banco y esto alarmó a los granjeros del Sur, que empezaron a querer sacar su dinero en metal y… ¡BANG! —Dio una palmada—. El Bank of America cayó y todos los demás lo siguieron en cadena. Cinco años después todavía estamos pagando las consecuencias.
Charles ladeó la cabeza con escepticismo. «¿Y no estarían buscando un cabeza de turco?», le preguntó al neoyorquino mientras éste le señalaba un camino de tierra franqueado de arbustos de los que colgaban grandes y transparentes carámbanos. Se adentraron por él rodeando la casa.
Charles se frotó la barbilla:
—Pero las intenciones de Jackson eran buenas. Acabas de acusar a Tyler de ser un esclavista, Jackson por lo menos siempre fue un populista. De hecho, ha sido el único presidente de origen humilde que se ha preocupado…
Washington se detuvo. Un vaho frío salía por su boca.
—Sí, de acuerdo, pero como te decía antes, querido amigo, hay que tener cuidado con lo que se dice y con cómo y, sobre todo, cuándo se dice. No seamos hipócritas. Aquí nadie se ha preocupado de las condiciones de los pobres hasta los incendios del 35. Ni siquiera Jackson. Tampoco yo.
Charles suspiró.
—Sí, me enteré. Aquello debió de ser terrible —dijo, frotándose las manos.
—¿Terrible? Fue un infierno. Ardieron seiscientos edificios en la zona de Wall Street. El paisaje de Nueva York ha cambiado para siempre, Charles. La ciudad nunca volverá a ser la misma. En la zona sigue habiendo un hueco negruzco. Es como si Dios hubiera querido extraer un gigantesco diente cariado a la ciudad. Aún siguen resintiéndose los edificios de alrededor.
—Si fuera así, creo que Dios habría querido extirpar el edificio de la Bolsa. Lástima. Erró el tiro por una manzana —concluyó haciendo una mueca.
Washington miró hacia el río que volvían a tener delante; al final pagaban siempre los más humildes y, como si se lo contara a sí mismo, prosiguió:
—Sólo en ese momento los ricos empezamos a preocuparnos de los pobres, o más bien, de lo peligroso que era que los pobres siguieran en esas condiciones.
Por eso mismo, en opinión de Washington, quien ahora cobraría más fuerza era el Tammany Hall, quienes habían encontrado la nueva bolsa de votos más creciente en la política local. Se beneficiaban de los irlandeses pobres que llegaban en manada huyendo del hambre.
—¿Y tú, Washington? ¿Con quién comulgas?
El otro rió casi con coquetería.
—Ya sabes que yo me considero un federalista —torció la boca—, más por una cuestión estética que por una cuestión política.
Charles se sonrió. No podía evitarlo, era un diplomático.
Cuando volvieron del paseo, el río bajaba aún más furioso, con prisa. Washington decía que había comprado aquella casa porque así estaba seguro de que si alguna vez se caía al río, su cuerpo llegaría sin esfuerzo hasta el puerto de Nueva York en menos de una hora. Los dos hombres se recortaban sobre el blanco con sus abrigos negros y entallados. Empezaba a soplar un viento gélido y la señora Nightingale asomó a la puerta para avisarles de que la comida estaba lista.
Sobre la mesa había nueces, uvas y un asado de ternera que habría hecho salivar hasta a un herbívoro. Kate había cambiado su vestido de viaje por un bonito traje de invierno de cuadros escoceses y sus mejillas, habitualmente blancas, tenían un color encendido que le hacía parecer una niña.
Cuando se sentaron a la mesa, el mayordomo les sirvió un vino cuyas maderas impregnaron la habitación.
—Es del sur. No es vino español pero es sabroso —dijo, y luego añadió girándose hacia Kate—: Me han dicho que tu marido anda haciendo travesuras y que incluso fuisteis a visitar Five Points.
—No, yo no fui. Después de lo que me contó Charles, no habría podido soportarlo —dijo Kate mientras daba un pequeño mordisco a una uva.
—Tomé precauciones, fui escoltado por dos agentes —se defendió el aludido.
—Ni con un ejército estás seguro en esa zona, Charles. —Se cruzó de brazos—. No sólo por la delincuencia. En el puerto a veces llegan barcos en cuarentena y mientras unos sacan los ataúdes por decenas, otros los saquean. Algunas bandas secuestran los barcos a su llegada.
Charles vio palidecer las sonrosadas mejillas de su esposa por momentos. No, aquellos comentarios no iban a ayudarle nada, pensó, y se llevó la mano al bolsillo donde había guardado la carta misteriosa que le invitaba a conocer la isla de Blackwell.
Mientras, Washington seguía con sus mensajes alarmistas destinados a asustar a su mujer para que ésta le impidiera hacer más tonterías: había asesinatos todos los días, continuó con vehemencia, los americanos nativos anglosajones contra los irlandeses inmigrantes y católicos…, para colmo, la prensa amarilla le daba publicidad a sus hazañas…
—¿Y qué sabes de la isla de Blackwell? —Charles sorbió un poco de vino que dejó retenido unos instantes a la altura del paladar.
Hubo un silencio. Hasta el mayordomo pareció incomodarse.
—¡Ahora me dirás que quieres ir allí de turismo! —Washington le contemplaba sorprendido.
—De turismo, no. —Volvió a acercarse la copa a los labios—. Estoy interesado en visitar distintas instituciones de caridad. Además, siempre quise visitarlo después de tus cuentos de piratas.
—Es una broma, espero. —El otro hizo un gesto al mayordomo y salió del comedor tras una inclinación de cabeza.
—No, no lo es. —Dejó la copa y le miró, y luego miró a Kate de reojo—. Sé que se necesita un permiso especial para visitar La Isla, como la llamáis aquí. Y tú podrías conseguírmelo. Kate se quedaría aquí durante una semana o dos para que yo realice un trabajo.
—¿Una semana o dos? —se asombró el americano.
—Pero Charles… —protestó ella.
—Dos como mucho —agregó el inglés.
Y Kate decidió no continuar porque reconoció al instante la mirada de cuando a su marido se le metía algo en la cabeza.
—La isla de Blackwell ya no es el lugar de mis leyendas, Charles —dijo Washington soltando la cuchara sobre el plato—. Esto no es un cuento. Es un lugar donde el que es condenado casi nunca vuelve. No vas a encontrar más que desolación. Aquellos enfermos infecciosos que no tienen cura, aquellos locos no recuperables, los pobres más pobres, los huérfanos que nadie quiere. —Su voz sonaba rotunda y los ojos del inglés brillaron de pronto—. Es el basurero humano de Nueva York, Charles; todo lo que la sociedad no soportaría ver está allí. No es lugar para un hombre como tú. ¡Por Dios Santo! ¿Qué vas a hacer allí dos semanas? Aunque ahora que lo pienso…, es como si todo tu imaginario literario se hubiera convertido en isla. —Su nariz se arrugó irónica—. Deberían cambiarle el nombre y llamarla isla de Dickens. Tendré que proponerlo al Parlamento…
—¿Lo harás?
—¿Proponérselo al Parlamento? Sí, mañana mismo. ¡Había subestimado su vanidad, señor Dickens!…
Washington resopló. Charles miraba expectante. «El basurero humano de Nueva York», se repetía mentalmente. El otro se tragó una uva casi sin masticar.
—Está bien. Escribiré a un par de colegas. Ve a Blackwell y cuando vuelvas, me cuentas. Eres un inglés extravagante, tozudo y caprichoso, ¿lo sabías?
Charles deslizó su mano encima de la de Kate, quien retiró la suya despacio y se quedó con la mirada fija en la chimenea. Washington se sonreía ahora concentrado de nuevo en el sonido de la cuchara contra el plato, con algo parecido a la admiración. Al fin y al cabo, era él quien recitaba de memoria la teoría del individualismo. Tenía que ser consecuente.
Charles cortó su filete de un limpio tajo. Para él era importante seguir el rastro de esa carta. Definitivamente, iría, y más después de lo que acababa de contarle Washington. Quizás eran ciertas las acusaciones de Kate: escribía el mundo para poder controlarlo. Pero por primera vez podía dejarse arrastrar por lo desconocido.
Observó que Washington levantaba la vista del plato y le guiñaba un ojo. Cómo le admiraba. Tenía delante a uno de los escritores más famosos de su tiempo, a alguien que había logrado incluso que a sus conciudadanos se les apodara con el nombre de «Knickerbockers» en honor a uno de sus personaje pero, sobre todo, era un buen amigo.
Esa misma noche, la última que pasarían juntos, cuando Washington le afirmó que había tomado la decisión de que quería vivir solo, le preguntó sin pensar: «¿Y morir solo?». Su amigo no le contestó y Charles se arrepintió de estar desinhibido por el alcohol. Pero cuando diecisiete años después le llegó la noticia de que ciento cincuenta carruajes y más de mil personas habían acudido a despedirle cruzando todo Manhattan tras su féretro, lo recordaría como entonces: en su paraíso romántico de Sunnyside, al lado del fuego, sirviéndole un buen vino a todos los amigos que durante años se pasaron y pasarían por allí, rodeado de los tesoros de sus viajes y sus libros, como un expedicionario que ya había cumplido con la Historia, acariciando aquel anillo que seguiría brillando en su dedo meñique.