Veinticinco años atrás
Un viento frío sacudió la carta entre sus manos y a punto estuvo de robársela y lanzarla al mar. La agarró con fuerza mientras se apoyaba en la barandilla de cubierta. Quién la habría enviado y cuáles eran sus razones era algo que empezaba a obsesionarle. Desde luego, un enigma así era una forma inmejorable de iniciar su viaje, pensó, mientras observaba las siluetas de otros pasajeros que empezaban a subir a la cubierta. Tenía los dedos manchados de tinta azul. Hacía un par de años que había cambiado de color para escribir. Antes siempre utilizaba el negro. Charles presumía de ser un hombre metódico aunque Kate opinaba que a sus treinta años lo era más que cualquier anciano. Era temprano y había aprovechado que ella aún dormía en el camarote para salir a cubierta y no perderse la llegada del barco al puerto de Nueva York, ni el paso por Hell Gate, Hog’s Back, Grying Pan y otras localidades que aparecían en los libros de su admirado Washington Irving.
Estiró sus miembros desperezándose. Lo que peor había llevado del larguísimo viaje en barco hasta América había sido, sin duda, el no poder hacer ejercicio. Había supuesto una tortura bajar del transatlántico en Boston para, con sólo un día de diferencia, tener que embarcar en otro vapor rumbo a Nueva York por río. Además, la gira de seis meses por Estados Unidos se anunciaba fatigosa y no le quedaría otro remedio que adaptar sus rígidas costumbres por una vez. Tendría que darle la razón a Kate. Para sus años quizás era demasiado metódico y sentía que pasaba siglos enteros sentado escribiendo. Si no lo alternaba con sus largos paseos por Londres acababa sufriendo de la espalda. Bueno, a decir verdad, lo peor del barco, además de no poder ejercitarse, habían sido los terribles mareos. Ni la más fértil imaginación podría figurarse los tumbos que daba un barco de vapor en medio de una tempestad atlántica sin irse a pique. La noche antes de llegar a Boston había resultado la peor, recordó mientras pasaba su pañuelo por la barandilla y volvía a acodarse. Lo único que podía recordar era, en medio de esa indiferencia general que te provoca el mareo, el hecho de que su esposa estuviera lo suficientemente indispuesta como para no hablar con él por un día. Sonrió de medio lado. Sí, eso le producía un diabólico placer. En aquel estado nada le habría producido asombro ni sorpresa: si un duende cartero se hubiera presentado en su camarote a plena luz del día con aquella carta, disculpándose por ir empapado de caminar por el océano, le habría dado las gracias igualmente.
Lo que sí recordaba en medio de aquel caos era que, cuando consiguió reponerse un poco, se dio cuenta de que estaba de pie y en cubierta agarrándose a algo, no podía discernir ahora si era un aparejo o el contramaestre, porque no conseguía distinguir el cielo del mar y el horizonte parecía borracho. Todo resbalaba y daba tumbos y cada camarero se había caído al menos una vez durante la cena y llevaba alguna parte del cuerpo enyesada.
Dickens suspiró y zambulló su mirada en el agua. Por Dios Santo…, qué aventura. Luego dejó que el sol le diera en la cara. ¿Era posible que en Londres fuera casi de noche y sus hijos estuvieran a punto de irse a dormir? Qué poco acostumbrado estaba en los últimos años a vivir y cuánto a soñar. Y sin embargo, sus obras, su impulso por escribir había nacido, aunque no de la aventura, de la desventura. Esa tragedia, esa mácula que manchó su infancia y que nunca podría revelar en Inglaterra mientras viviera, porque los círculos más selectos, esos que ahora leían sus libros, le habrían dado la espalda.
Pero ahora ya era el gran Charles Dickens.
Con treinta años acababan de nombrarle hijo predilecto de Edimburgo y sus novelas habían cruzado antes que él el océano. Por eso era importante volver a vivir una aventura. Pensó en sus hijos a los que no vería hasta seis meses después y sintió una punzada de culpabilidad. Ninguno de ellos pasaba de los seis años. Pero en casa de Macredy estarían bien, se dijo con convencimiento. Sí, estarían muy bien.
Respiró el aire que venía del mar. Era una mañana húmeda y tranquila, con mucha neblina, pero empezaba a salir el sol. Su pelo castaño y abundante le sacudió el rostro. Kate opinaba que debía llevarlo un poco más corto. Ya iba cumpliendo una edad. Sin embargo, Charles sentía ese pálpito de niñez de los que se han saltado la infancia, como si fuera un miembro amputado que seguiría añorando el resto de la vida. Quizás por eso experimentó un hormigueo en el pecho que creía perdido cuando recibió aquella carta. Y también quizás por eso no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a Kate.
Desdobló el papel. Quienquiera que hubiera escrito la carta había decidido no firmarla. Se la había entregado el recepcionista del hotel nada más desembarcar en Boston pero el matasellos era de Nueva York.
Mi muy admirado Mr. Dickens:
No puedo revelarle mi identidad pero, como escritor que es, espero que sepa reconocer en estas palabras la esperanza que hay tras ellas. Me atrevo a enviarle estas líneas con motivo de su inminente llegada a nuestro país. Tiene usted fama de ser un caballero sensible con los desprotegidos y de apoyar causas nobles. Se ha anunciado en la prensa que durante su estancia visitará algunas instituciones de caridad, cárceles, manicomios, orfanatos, para interesarse por sus métodos. Por eso le invito a que, durante su visita a Nueva York, venga a conocer la isla de Blackwell. Puede creerme, es un lugar que no le será propuesto por sus anfitriones. Pida un permiso para visitarla durante dos semanas a cualquier amigo que considere influyente.
Todas las islas guardan un secreto o un tesoro. Ésta guarda ambas cosas.
Que Dios le bendiga, Mr. Dickens.
La letra era tan redonda y pequeña como la de un niño pero el lenguaje era el de un adulto, especuló. Manejaba el misterio de forma femenina pero en el tono percibía cierto aire de reto varonil. Charles sintió por fin el calor del sol sobre su pelo. Se desajustó un poco la lazada del cuello y se abrió el abrigo. Desde luego, fuera quien fuese el autor de aquella misiva sabía cómo excitar el hambre de un novelista.
En ese momento la nave enfiló un estrecho formado por islas que le resultó conocido. Aquello debía de ser Hell’s Gate, la llamada «Puerta del Infierno». Célebre por la cantidad de barcos que habían naufragado en sus costas arrastrados contra las rocas por las corrientes del East River: mercantes, barcos holandeses, incluso temidos galeones pirata que habían sobrevivido a las peores tormentas, terminaron hechos pedazos allí. O eso escribía en su libro Washington Irving. Según relataba en uno de sus cuentos, cuando era niño iban al gran río al bajar el caudal para ver cómo asomaba el temible mascarón de proa en forma de sirena negra de uno de esos barcos y soñaban con que un día podrían llegar hasta él para buscar, entre esqueletos anidados de algas, su tesoro.
Qué ganas tenía de ver al bueno de Washington, pensó Charles, alborotándose el pelo. Luego hizo una reverencia a una señora de sombrero amarillo que, como una gran seta, acababa de aparecer en la cubierta. A Kate iba a encantarle Sunnyside. No había podido ser más generoso ofreciéndose a alojarles.
Ahora, a derecha y a izquierda podía ver laderas inclinadas y verdes salpicadas de bellas mansiones con céspedes y árboles. ¿Sería así la mansión de Washington? Desde luego, nunca se le habría ocurrido describir de esa forma la Puerta del Infierno y, si tuviera ese aspecto, no era un mal lugar al que ser condenado.
Un poco más allá apareció ante sus ojos una isla. Lo primero que vio fue el faro en su extremo norte. Y detrás le llamaron la atención una serie de desproporcionados edificios de piedra. Por un extraño efecto de luz, sólo esa isla parecía estar en sombra, y no había casas, ni se veía caminar a nadie por ella hasta que del último de los edificios, el más cercano en ese momento al barco, vio salir una estampida de personas corriendo por la playa y lanzando sus gorras al aire para saludar al New York a su paso.
—Marinero —gritó Charles a uno que ya se afanaba en adujar cabos preparándose para la llegada—. ¿Qué es ese lugar?
El hombre levantó la vista y protegió sus ojos del sol con una mano.
—¿Eso? —Se secó la frente—. Un infierno del que nadie vuelve.
—Pero ¿qué son esos edificios?
El hombre apuntó hacia ellos con su barbilla.
—Una prisión, un reformatorio, aquel de más atrás creo que es un asilo, y este primero por el que pasaremos, un manicomio. —Tras una risa socarrona, añadió—: Mire cómo saludan esos pobres dementes. Siempre lo hacen.
El escritor miró la carta y luego a la isla de nuevo y otra vez investigó el papel. No supo por qué, pero no necesitó que el marinero le desvelara el nombre de aquel lugar. Instintivamente levantó la mano y saludó de vuelta a la manada enfebrecida que seguía el trayecto del barco desde la orilla.
Aquélla fue la primera vez que vio la isla de Blackwell.
En pocos minutos el barco entró en una bahía majestuosa que brillaba bajo el sol, y ante Charles y Kate, ya juntos en cubierta, se extendieron confusos grupos de edificios: un chapitel aquí, un campanario allá, y detrás de ellos una nube de humo que se alzaba lento, y un bosque de mástiles, un ondear de banderas con barras y estrellas, un sinnúmero de navíos de pasajeros, de carga, transbordadores, que entraban y salían del puerto, y en la orilla centenares de atareados insectos correteando en todas las direcciones. Más allá se distinguían algunas cumbres y más islas sobre el río centelleante que se perdía en una lejanía celeste.
Así, Nueva York apareció ante sus ojos. Una hemorragia de vida sobre el agua. Deslumbrado ante aquella visión, algo le decía que no iba a echar de menos su vida en el barco, matar el tiempo dedicado a pasear, fumar, beber brandy rebajado con agua, tampoco añoraría el taconeo de las señoras sobre su cabeza cuando se recogía en su camarote, como decían los marineros. No añoraría, no, las continuas protestas de Kate, aunque no le faltara razón, por haberla embarcado en un viaje tan largo sin los niños y la ausencia absoluta de silencio que era el mar, las gárgaras del agua contra el casco y cómo hacía crepitar al barco el oleaje: el sonido de una inmensa hoguera de ramas secas. Ahora su cerebro se agitaba ansioso por comprobar qué le esperaba en la ciudad de la que todo el mundo hablaba en Londres.
Kate se cogió de su brazo como si la visión de aquella urbe la inquietara —«Cuántos barcos», musitó— y con la otra mano se peinó los largos tirabuzones negros que le caían sobre las sienes lechosas. La observó. No la recordaba despeinada ni una sola vez en su vida. Ni siquiera cuando dio a luz a cada uno de sus cuatro niños. Ni en cubierta con el viento del mar sacudiéndole suavemente el rostro. A Charles le divirtió ese pensamiento. Consideraría el añadírselo como característica a alguno de sus personajes. Luego reparó en ese gesto tan suyo de dar pequeños toquecitos con sus dedos, alternativamente, como si pulsara un piano imaginario o pensara en braille o estuviera contando los minutos que le quedaban en el barco o quizás los meses que estaría sin ver a los niños o los años que le quedaban hasta morir. Quién sabía. Kate seguía siendo para él un misterio. La primera vez que la vio hacerlo fue sobre la mesa del despacho de su padre, el entonces director del Morning Chronicle. En aquel momento era sólo Catherine Thompson Hogarth, la hija del jefe, y él era el autor de unos cuentos y varios artículos afortunados. Ella no calculaba el futuro con los dedos o a él no le importaba que lo hiciera. Quizás por eso se resistía a indagar más en Kate. Por si en el fondo no había en ella ningún misterio.
El barco lanzó un bramido y el rostro de su mujer desapareció tras el eclipse de su sombrero.
Cuando atracó por fin, la cubierta se convirtió en un ir y venir de equipajes y todos los pasajeros contemplaron la joven Nueva York desde la seguridad de las barandillas. Cientos de personas se arracimaban en el muelle esperando a que el célebre y veloz New York llegara al puerto. Gritaban con una alegría exagerada una frase que Charles no lograba descifrar.
—¿Qué dice esa gente? —le preguntó Kate—. Parece que miran hacia aquí.
Tras aquella multitud, los carromatos habían hecho complicados dibujos sobre la nieve; algunas mujeres mayores asaban castañas que les ofrecían a los pasajeros recién llegados; todo el mundo chocaba yendo y viniendo con sus cestas de mimbre, y otros barcos se aprovisionaban antes de partir: un grupo de hombres embarcaba la leche (o, en otras palabras, subía la vaca a bordo), otros cargaban con productos de la huerta, blancos lechones, aves de corral…, más allá unos marineros recogían cabos, hasta que distinguió la gorra del sobrecargo asomándose para saludar a la multitud que seguía gritándoles algo que se le hacía inaudible. Éste se giró hacia el escritor.
—Lo llevan haciendo meses cada vez que atraca un barco con pasaje inglés, pero esta vez saben que llega usted, señor Dickens.
—¿Cómo dice?
—Al parecer aún no ha llegado a Nueva York la última entrega de su Almacén de Antigüedades y están ansiosos. Salúdeles. Son sus lectores americanos.
Charles levantó atónito su mano y escuchó a un joven gritar: «¡Ahí está! ¡Es el señor Dickens!». Y por fin entendió lo que gritaban con toda claridad:
—¡Señor Dickens! ¡Señor Dickens! —decían unos y otros, voces de hombres, mujeres, jóvenes, maduros, ante un escritor boquiabierto que empezaba a ser consciente de su éxito internacional—. ¡Señor Dickens! ¿Es verdad que la pequeña Nell ha muerto?
Kate se giró hacia él, ilusionada y le cogió del brazo.
—Oh, querido, han venido por ti.
Pero una sombra había cruzado el rostro del escritor.
—Sí, ha muerto —susurró, vencido.
Era un hecho. Había tenido que matar a su personaje más querido. Así terminaba su Almacén de Antigüedades. Millones de personas habían seguido por entregas las desventuras de su pequeña huérfana durante meses. Y la muerte de la niña, tan realista como patética, había conmocionado a Inglaterra igual que si hubiese fallecido una celebridad ocasionando toda una cadena de reacciones: desde un parlamentario de los Tories que aseguraba haberse pasado toda una noche llorando, hasta el muy cáustico Wilde, quien acababa de publicar que desde luego la muerte de la pequeña Nell era para llorar, sí, pero para llorar de la risa por sentimentaloide, cursi y lacrimógena que era.
En pro o en contra, lo que nadie salvo el propio Dickens podía sospechar era que aquella agonía la había transcrito el autor desde su propia experiencia. Su muy querida cuñada de tan sólo diecisiete años, Mary Hogarth, quien se había trasladado a vivir con él y con Kate, había muerto en sus brazos de idéntica forma y en ella había inspirado el personaje de Nell.
El escritor recordó a la adolescente, a quien tanto había adorado, y extrajo de su bolsillo un pequeño instrumento de bronce. Una brújula estropeada que le regaló Mary el último día que la vio sonreír cuando su cuerpo se había consumido hasta convertirla en una sombra vestida de rosa. «Es la brújula que te ayudará a encontrar tus sueños», le dijo la niña. Y su mano que ya anticipaba el frío de la muerte la dejó en la suya. El escritor observó su aguja errante, bailando de un lado a otro como si estuviera ebria y, de pronto e incomprensiblemente, por primera vez apuntó hacia el este, donde parecía haber encontrado su nuevo norte.
Charles dirigió la mirada en esa dirección y una borrasca inesperada nubló sus ojos.
Abajo, en el puerto, sus lectores americanos seguían vitoreándole y preguntándose por el futuro de la pequeña protagonista.
Se quitó el sombrero y saludó.
Luego lo sacudió y alzó la vista al cielo blanco que anunciaba más nieve. Una lluvia de átomos de hollín caía sobre ellos arrastrada desde las chimeneas de los barrios ricos, y Charles se sintió una figurita feliz dentro de una de esas esferas de cristal que atrapaban un paisaje en el que se hubieran alterado los colores.