San Patricio de las Sinagogas cortejaba a la pequeña goya en sus pensamientos. Se quedaba a la puerta de su edificio con su nueva cachiporra para disuadir a pretendientes, novias y chulos. Había un toque de magia negra en su media sonrisa, un punto de tristeza irlandesa en el mango de su escoba. Silver había contribuido a destruir a El Bebé. Había permitido que Jerónimo se extraviase en la zona de guerra que Isaac había creado a modo de sala de juegos, de casa de muñecas para los Guzmann y él mismo. Maldijo a sus ejércitos. Patrick era el guardián de El Bebé y había dejado que se le escapase. Patrick se instaló en Jane Street, con los pantalones caídos por culpa de la Guinness en los bolsillos, la camisa desintegrándose sobre su espalda, cantando a las brujas y los reyes irlandeses muertos. Era una serenata estrafalaria. Las ventanas de Odile daban al patio interior. Lo único que podía oír era un berreo tristísimo y un chorro de palabras ininteligibles. Entonces bajaba las escaleras en un camisón etéreo para rescatar a San Patricio. Los vecinos no perdían de vista sus nalgas bajo la gasa, dos montículos preciosos de carne, cada vez que subía las escaleras hacia su minúsculo apartamento con el irlandés y sus botellas. Fuera de la calle, él era un apasionado. Odile tenía magulladuras en el cuello causadas por la barbaza de Patrick. Él le hacía el amor con seriedad.
La pequeña goya apenas si podía respirar con un gigante viviendo en su cama. Cuando él alcanzaba el clímax, las paredes retumbaban. Todo su cuerpo temblaba durante sus espectaculares corridas.
Después del sexo, engullía sus botellas y devoraba una barra de pan. Luego se tendía, eructaba, ventoseaba (sus pedos tenían un timbre capaz de sanar a un perro enfermo) y le cantaba a Odile, le farfullaba canciones que la aterraban.
Había un muchacho llamado Jerónimo
Que cayó enfermo, que cayó enfermo
En la tienda de dulces de su padre.
Vio que Moses daba a los chiquillos
Regaliz y helados
Regaliz y helados
Y quiso colorear sus labios
Sus labios
Con los lapiceros de su padre.
—Jesús —dijo Patrick—, ¿iban a curarlo con una ración de halvah? ¿Por qué no lo llevaron a un hospital? ¿No podría Papá haberles prohibido la entrada a la tienda a los niños pequeños? ¿Quién va a rezar por los niños que murieron en los tejados?
San Patricio lloraba con la boca llena de pan, y se aclaraba la garganta con Guinness. Sobre la mesilla de Odile encontró una circular, un anuncio del concurso de Miss América Desnuda.
—¿Qué es esto?
—Nada —dijo ella, y le arrancó la circular de las manos—. Alguien la coló por debajo de la puerta. Algún chiflado. Ya no saben qué nuevo concurso inventar.
—Lo que hay al final de la hoja ¿es una inscripción?
—No me he fijado —dijo ella, al tiempo que la guardaba en el bolsillo de su camisón. Si volvía a oír otra canción sobre Jerónimo iba a ponerse a chillar. La goya echaba de menos a aquella disparatada familia. Los Guzmann se habían ocupado de ella, le habían proporcionado clientes y dinero de bolsillo. Había recibido una postal de Zorro. Había garabateado quince palabras para Odile. «Esto me encanta. Se puede oler la mierda debajo de las calles. Besos. César». Odile pronto cumpliría los veinte. Se había retirado de las películas pornográficas once meses atrás. Y aunque vivir en el Plaza le había devuelto cierta intimidad, los productores seguían sin apartar las narices de sus tetas. Y los hombres que conocía no estaban, ni habían estado, a la altura de las emociones de una chica de diecinueve años. Querían una nena mecánica, una muñequita con pezones que pasasen de blandos a duros. Pero Patrick se interponía. El irlandés idiota le hablaba de matrimonio al oído. Estaba dispuesto a hacer de ella una lavandera. Tendría que frotar los calzoncillos de todos los rabinos de Reyes de Munster.
Odile tenía que romper con el irlandés. No podía ganar ni un centavo mientras San Patricio custodiase la casa. Hizo una maleta con sus cosméticos y la ropa interior y huyó de Jane Street tan pronto Patrick salió a atender las plegarias matutinas. Se buscó un buen escondite, donde estaría a salvo de cualquier hombre. Era un bar de lesbianas de la Calle 13 llamado El Enano. Allí podía jugar al parchís en la parte trasera y comer ensalada de pepino mientras se limaba los juanetes para el concurso de Miss América Desnuda. No era vanidad lo que animaba a Odile. No le hacía falta que dos mil hombres admirasen la geometría de su vello púbico. Era un negocio, sólo un negocio. Si ganaba el concurso, podría resucitar su nombre de artista, Odette, y volver a ser la reina del porno.
Las porteras de El Enano eran dos primas de espaldas anchas, Sweeney y Janice. Las primas eran capaces de husmear la presencia de travestidos, agentes del FBI y policías de paisano a varios kilómetros de El Enano. Ambas estaban enamoradas de Odile. No habían visto a la zorrita desde hacía más de un año. A Janice no le agradaba especialmente que Odile invadiese el recinto. La chica provocaba el caos en el bar. Las camareras no servían bebidas. Las clientas se peleaban. Todas querían bailar con Odile.
Janice se acercó a su mesa. La zorrita se había aplicado una mascarilla de julepe de menta en la cara, una pasta verdosa que en teoría purificaría su tez.
—Cariño, ahí fuera hay un hombre. Creo que viene a por ti.
La pasta se agrietó en torno a los ojos de Odile.
—Mierda —dijo—. ¿Cómo me ha encontrado ese irlandés?
Se acercó a la ventana. Sonrió a través de la pasta. Sólo era Herbert Pimloe. Se había presentado en El Enano con un traje arrugado de algodón. El lugarteniente de Isaac había olvidado su pañuelo. Se secó la frente con la corbata. El pringue de la cara le irritaba. Le daban miedo las chicas con mandíbulas verdes.
—¿Qué coño es eso, Odile?
Ella no quería hablar en la acera con Pimloe.
—Herbert, me estoy preparando. Vete.
Pimloe tenía una expresión bovina.
—Quiero vivir contigo.
—Herbert, a tú mujer no le haría gracia.
—¿Y qué? No estoy en casa más de dos veces por semana. Te lo juro. Isaac me tiene encadenado a Manhattan.
—¿Eres el preferido de El Gran Judío?
Pimloe pegó un respingo.
—¿Quién lo dice?
—Patrick Silver.
Pimloe habló con desdeño.
—Ese palurdo. Se quedó sin sinagoga, se la quemaron. Odile, Isaac no puede ni firmar sin mí. Ahora soy inspector jefe. Silver es un gilipollas que lleva una pistolera vacía en la tripa.
—No le insultes —dijo ella—. Quizá me case con él.
Odile se retiró al interior de El Enano y dejó a Pimloe con un palmo de narices. Jugueteó con la posibilidad de traspasar el umbral y perseguir a Odile, pero le arredró la visión de Sweeney y Janice en sus trajes a medida. El lugarteniente regresó a la central. Pensaba asaltar el bar al día siguiente con una patrulla de agentes de ojos azules y arrastrar a las dos primas gordas a la calle, para poder estar a solas con Odile. Pimloe era un hombre de Harvard. Convencería a la muchacha para que se quedase con él, la engatusaría con promesas de champán, chocolate y pommes frites.
La pequeña goya no tenía tiempo que desperdiciar con Herbert el poli. Tenía que quitarse la pasta de la cara. Sweeney le prestó un maletín para meter su camisón. Janice no quiso desearle suerte en el concurso ni darle un beso de despedida. Sweeney la acompañó hasta la puerta y la besó con dulzura.
—No tienes que desvestirte para esos cerdos. Puedes quedarte con Janice y conmigo a jugar al parchís. Estaré en el concurso. Si esos cochinos intentan manosearte, habrá bronca.
Odile caminó hasta el Greenwich Avenue Art Theatre con la maletita de Sweeney. Los muros del teatro estaban empapelados con carteles de muchachas y señoritas núbiles. Las criaturas de las paredes aparecían inmaculadas; todas tenían unos dientes blancos, refulgentes, y ninguna tenía puntos negros en los pezones. Odile se preguntó a cuántos fotógrafos habrían contratado para erradicar los lunares de los carteles (incluso la reina del porno tenía unos cuantos en el culo). Entró para inscribirse.
El director del concurso, Martin Light, se comió con los ojos a Odile. Estaba sentado, en camiseta, y distribuía cartulinas rosas a las concursantes. Dentro del Greenwich, el calor era sofocante. Martin no conseguía que el termostato bajase de treinta y cinco grados. Sostuvo la muñeca de Odile más de medio minuto.
—Nena, la cosecha de este año es infame. Te lo vas a llevar todo, te lo digo yo.
Le guiñó un ojo y la envió al corralito que habían levantado junto al escenario para las participantes en el concurso.
Odile se sentía incomodísima entre aquellas chicas. Todas reían, mascaban chicle y afectaban un ceño que daba fe de su completa determinación de salir a escena sin ropa alguna. A Odile aquello le entristeció. Ninguna podía competir con el ondulado perfecto de sus pechos, ni con la silueta de su espalda y sus piernas.
Odile se puso el camisón y se mantuvo alejada de las chicas, que pululaban envueltas en quimonos, pijamas y batirles, o se recostaban contra la pared sin más atavío que las braguitas del bikini. El aire del corralito se enrareció. El cálido aliento de las muchachas empezó a condensarse en el techo. Cayeron los pijamas. Las bragas volaron por la habitación. A las chicas les volvía locas desnudarse.
Recibieron la visita de Martin Light. El director se abrió paso entre la marea de pezones sudorosos. Se detuvo frente a Odile. Aquella chica seguía en camisón. La visión de la gasa entre tanta carne descolocó a Martin.
—Chiquilla, no puedes perder. Ven a verme después del espectáculo.
Odile hizo ejercicios de estiramiento, siempre en su camisón, para evitar que se le durmieran los brazos y las piernas. Las chicas observaban enfurruñadas la esbeltez de Odile. Empezaban a despreciar sus cuerpos bastos. Todas tenían bultos en el trasero que ningún estiramiento del mundo conseguiría alisar. De no haber sido porque el director llegó para recogerlas, hubieran acabado con Odile, le habrían arrancado las gasas de los hombros y le habrían devorado hasta las uñas.
Martin las sacó del corral y las obligó a avanzar en fila. Sus rodillas chocaban dondequiera que fuesen. A través de las paredes del corral podían oírse gritos y murmullos. La concurrencia estaba animada. Las chicas no podían ver nada. Trastabillando en la oscuridad, entre paredes de papel, no conseguían distinguir ni sillas, ni pasillos, ni la silueta de ningún hombre en concreto.
Martin condujo a las chicas hasta un foso debajo del escenario habitado por un puñado de violinistas y trompetistas. A los pies de las chicas se amontonaban los amplificadores y las cajas de las trompetas. Nadie podía moverse sin darle una patada a un altavoz. Las chicas tenían que chupetearse unas a otras el pelo o aprender a respirar de otra manera. Martin se quitó la camiseta. Se empolvó el cuello, la calva y los ojos con una sonrisa homicida y se echó una chaqueta sobre el torso desnudo. Las mangas de terciopelo tenían cicatrices. Le faltaba un puño. Martin mantuvo la sonrisa. Forcejeó hasta abrirse paso entre las chicas, apartando peinados, codos y entrepiernas, y trepó al escenario por una escalerilla diminuta y traicionera. Si perdías pie, ya podías decirle adiós al concurso; equivalía a caer sobre los violinistas y abrirse la cabeza.
Martin se contoneó por el escenario con un micrófono inalámbrico mientras Odile rumiaba en el foso. Los violinistas rasgaron sus instrumentos. La saliva de las trompetas alcanzó a Odile en un ojo. La pequeña goya empezó a sollozar. Estaba atrapada entre aquellas chicas, atascada entre sus ombligos y sus traseros arrugados. No podía regresar corriendo a El Enano.
Entre sonrisas, las chicas subieron, una por una, las escaleras del Greenwich. Ninguna se cayó. Martin fue gritando sus nombres al público.
—Aquí está, la encantadora Monica, el orgullo de Kips Bay. Cuarenta y seis kilos de peso. ¿Qué me dicen de Monica, señores?
Odile tenía que adivinar la opinión del público desde su puesto en el foso. Oyó muchos abucheos para Laura, de Washington Heights, Tina de Hudson Street, Monica de Kips Bay. Monica no regresó al foso. ¿Qué hacía Martin, escondía a las chicas después de los abucheos y los pataleos, capaces de devorar el sonido de los violines? Las chicas del foso gimoteaban. Los acomodadores tenían que ayudarlas a subir por la escalerilla cuando anunciaban sus nombres (el público se mostraba hosco durante las pausas entre las presentaciones de cada chica).
—Odile, de Jane Street —dijo Martin. Ningún acomodador tuvo que arrastrarla al escenario. Se mareó en las escaleras. Podía ver los cerebros de los violinistas. Se deshizo del camisón y siguió subiendo. Las luces del escenario dieron a su cuerpo un tono azulado, como el de una pasa.
—También conocida como Odette —anunció Martin desde el micrófono, el cuello empolvado y hundido bajo la chaqueta.
Nadie le silbó. El público mugió al ver a Odile. No tuvo que contonearse ni sacudir sus encantos. El balanceo natural de sus pechos bajo la luz color pasa bastó para acallar al auditorio.
Desde la primera fila llegaban algunos gimoteos. Los pañuelos asomaban en los palcos. «Dios mío, Dios, mío, Dios mío».
Martin se agazapó detrás de Odile. La aferró por los tobillos.
—Chiquilla, no te marches ahora. Tienes a todo el teatro enamorado de ti.
Odile rezó para que su liberación llegase pronto. Haría falta todo un ejército de amigas de El Enano para sacarla del Greenwich Art Theatre. Sweeney no había ido. Odile se quedó petrificada bajo los focos, con Martin asido a sus tobillos. Sólo Zorro podría haberla salvado. Zorro habría ido de asiento en asiento, rajando gargantas, hasta que se hubiese vaciado el auditorio. Pero Zorro no estaba en Estados Unidos.
La pequeña goya oyó un grito estentóreo entre el coro de mugidos. Debía de haber un rinoceronte en el local.
—Ponte la ropa.
Vio que una mano agarraba a Martin Light y lo arrojaba al otro extremo del escenario. La mano pertenecía a Patrick Silver. Llevaba a unos cuantos hombres colgados de la espalda. El gigante se los sacudió con un giro del cuello. Tenía sangre en las orejas.
—Jesús —dijo.
San Patricio no quería enfrentarse a un ejército de enamorados. Estaba de luto por Jerónimo.
Al gigante le hubiera gustado estar rezando un responsorio en una banqueta de Reyes de Munster. Pero no podía pasarse todo el día recitando un kaddish. Se sentía solo sin Odile. Había deambulado por las calles con botellas de Guinness en los bolsillos del pantalón. Entonces vio la marquesina del Greenwich. Concurso Miss Desnuda. La cabeza no le funcionaba. América Desnuda. Tenía el cerebro anegado en cerveza irlandesa. Entró dando tumbos en el teatro sin pagar entrada. Los acomodadores le golpearon con sus linternas, pero Patrick intentaba fijar la vista en el escenario. Vio a preciosas mujeres feas menear las caderas bajo un haz de luz azulada.
—Debe de ser día de mercado en Kilkenny.
La gente le dijo que se callase.
Se cruzó de brazos y se recostó contra la pared, cansado de tanta carne trémula, hasta que Martin anunció a Odile. San Patricio barrió el pasillo. Avanzó tirando a jóvenes y viejos contra los respaldos de sus asientos. Un conejo le mordió en el culo. Patrick aulló.
—¡Jesús! Se acabó.
Unas uñas le arañaron la nariz. La oreja le ardía. Llegó al foso con cuerpos enteros pegados a la pierna. Tuvo que cascar dos cabezas para levantar el muslo. Se abrió paso entre los violinistas, trepó por la escalerilla, se deshizo de Martin Light y se perdió tras el telón con Odile.
El auditorio en pleno se rebeló contra San Patricio. Los hombres de la orquesta y de los palcos más cercanos saltaron al escenario. De haber podido, habrían matado al gigante para quedarse con Odile. No tenían armas contundentes. Tuvieron que golpearle con hebillas, puños y zapatos. La camisa se desprendió del torso de San Patricio. Sus pantalones cayeron por debajo de las caderas y se quedaron colgando de sus nalgas. Puños y zapatos rechinaban contra el cráneo de Patrick. Las hebillas grabaron muescas rojas en sus omoplatos. El gigante empezaba a enfadarse.
—Esaú —masculló—, ¿dónde está ahora tu papaíto?
Acunando a Odile bajo una de sus axilas, empezó a pelear. Aplastó ojos y narices y azotó con codos, barbilla y rodilla a los caballeros de Greenwich Avenue. Les había sorprendido una tormenta de septiembre que ninguno sabría describir. Nadie podía acercarse a Patrick Silver. La tormenta que le rodeaba habría lanzado a cualquiera fuera del escenario. A Patrick no le hacía falta siquiera reconfortarse en la memoria de Brian Boru. La bruja de Limerick, a sus ciento noventa años, no era más que un espantajo arrugado. Patrick habría podido destruir el Greenwich Art Theatre con el viento que levantó en escena. No podía restituir a Jerónimo, ni proteger a los Guzmann en Barcelona, ni cantar por Manfred Coen, pero sí podía escapar del corral de Martin con la pequeña goya.
Instalada en un sobaco ardiente, con la sangre de Patrick batiendo en su cara, Odile se acostumbró al gigante. No se separó de su pecho. Patrick le gritó al oído:
—Jesús, ¿te casarás conmigo?
La pequeña goya pensó que iba a morirse. El zumbido en su cabeza afectó a sus mofletes. Pero la sordera fue sólo temporal. El zumbido desapareció. Rió y le mordisqueó la axila.