14

En septiembre, una limusina azul se detenía cada jueves por la mañana delante de la Facultad de Derecho John Jay, donde se impartía el curso de Justicia Criminal, para depositar en ella al padre Isaac. El Jefe tenía que llegar a tiempo a su clase de las once. Era profesor de sociología del crimen. Sus estudiantes formaban parte de un grupo de afortunados. Patrulleros, bomberos y camilleros que nunca antes se habían sentado en la misma sala junto a un comisionado primero de la Policía de Nueva York. Isaac les enloquecía. Él les hablaba de Esquilo mientras la culata de la pistola asomaba de su cinturón. Conseguía aturullarles con sus reflexiones y sus recuerdos de poetas, verdugos, criminales, políticos y monstruos de feria.

El comisionado tenía, eso sí, una desventaja: el busca le hacía entrar y salir a menudo de clase. Los pitidos que sonaban a la altura de su corbata bastaban para rizarles las orejas a sus estudiantes. Patrulleros y bomberos esperaban ansiosos hasta que Isaac apagaba el artilugio y se dirigía al teléfono del pasillo. Aquel jueves por la mañana, Isaac estaba de mal humor. Desde la central le pusieron en contacto con el chamizo de un enterrador de Bronxville. Cuando Pimloe se puso al teléfono, le gruñó:

—Estoy dando clase, Herbert. ¿Qué es eso tan importante?

—Hemos encontrado a El Bebé —contestó Pimloe.

Isaac sintió que se le agrietaba la boca.

—¿Dónde, Herbert?

—En el patio de los Guzmann. Isaac, tenías razón. Los muy hijos de puta le enterraron en el terreno de la familia. Te lo juro por Dios. Nos ha costado una hora desenterrarle. Isaac, no te puedes creer la cantidad de huesos que hay en este patio. Papá debe de ser un tío muy metódico. Enterraba a todos sus enemigos en el mismo sitio. ¿Te acuerdas de aquel corredor de apuestas suyo, aquél tan pringoso, Isidoro? Creo que está aquí, durmiendo con Jerónimo. He pedido que venga el coche del depósito. ¿Quieres que te esperemos, Isaac?

—No —dijo Isaac, pensando en los buitres del depósito que se abalanzarían sobre Jerónimo, patólogos de Bellevue armados con su instrumental de disección, tubos, pistolas de laboratorio y frascos esterilizados para conservar muestras de hígado y riñones.

—Herbert, llama a Bellevue. Diles que cancelen el coche.

Pimloe se quedó de piedra, con el teléfono pegado a la mejilla, a la espera de que el comisionado se explicase. El padre Isaac no articuló palabra.

—¿Por qué debería cancelar el coche? —preguntó al fin.

—Porque vamos a dejar a El Bebé bajo tierra.

El Jefe estaba desquiciado. Si el jefe de la Policía llegaba a descubrir que no habían exhumado a Jerónimo, se la iban a cargar todos. Pimloe había tenido que ponerse al frente de un equipo de enterradores para encontrar a Jerónimo. Llevaban removiendo huesos desde las siete menos cuarto.

—Isaac, El Bebé tiene el cráneo hundido. En mi opinión han sido los propios Guzmann. ¿Y qué me dices de Isidoro? Isaac, piensa en cuántos cadáveres podemos colgar a la tribu. Zorro no podrá escabullirse de ésta.

—Herbert, tapa el lío que has montado y vete a casa con tu mujer.

El padre Isaac regresó a su audiencia de bomberos y policías. Un muchacho agusanado le rondaba por la cabeza. No se sentía con ganas de parlotear sobre Esquilo, sangre y crimen. El busca volvió a chillar. Isaac dio la clase por terminada.

No tuvo que discutir con Herbert Pimloe. La central le dio línea con otro lugar. Al aparato estaba su antiguo chófer, el sargento Brodsky, que le llamaba desde un tabernucho de West Street. Brodsky estaba exultante.

—Isaac, los Guzmann son nuestros. Tienen pasaje en un carguero español. Barcelona es la última escala. Imagínate, Isaac. Han usado tu nombre. Se han inscrito como los cuatro Sidel. Vaya huevos que tienen. Ahora mismo están a bordo. A Jorge lo embarcaron en camilla. No he visto a Jerónimo, Isaac.

—Jerónimo está en el Bronx —dijo Isaac.

Brodsky se frotó la nariz.

—¿Qué quieres decir?

—Que El Bebé no va a Barcelona.

—Isaac, no seas así. ¿Está el bobo ese contigo, o con Pimloe? ¿Quieres que haga una redada en el barco? Tenemos mazas. Puedo hacer polvo el muelle entero y sacar a Zorro del carguero español.

—Brodsky, los Guzmann pueden hacer lo que les parezca. Para nosotros, Zorro no existe. Deja que Papá haga su travesía por el océano. El Atlántico le vendrá bien a las piernas de Jorge.

—Dios, Isaac, ¿no puedo arrestar a uno de ellos? ¿Uno solo? Alejandro o Topal. Me da igual.

—Adiós, Brodsky.

Isaac llegó a Horado Street en el coche azul. Despidió al conductor con una leve inclinación de cabeza y entró en Reyes de Munster. Los irlandeses salieron huyendo del bar. El perro solitario del local, un terrier viejísimo al que le gustaba lamer las botellas vacías de Guinness, se escondió debajo de una mesa. Sammy no dijo siquiera «hola». Isaac apretó los dientes y se adentró en el santuario. Patrick tenía su minyan.

No necesitaba al padre Isaac. Le acompañaban el rabino Hughie y los ancianos del shul, y tres individuos de luengas barbas cubiertos por suaves mantos blancos de plegarias.

—Tápate la cabeza —gruñó Patrick—. Estás en un recinto sagrado.

Isaac se echó un pañuelo sobre las orejas.

—Silver, no era mi intención que El Bebé muriese.

—Isaac, no traigas tus sucios negocios a la casa de mi padre. Esto es una sinagoga. Aquí rezamos. No mencionamos a la policía.

Los tres barbudos empezaron a gemir, cubiertos aún con sus mantos blancos. Los mantos cubrían parte de su anatomía. O bien tenían todos joroba, o se encorvaban demasiado. Se arremolinaron en torno al cofrecillo de Babilonia; ninguno llevaba libro de oraciones.

Isaac hablaba en susurros.

—¿Quiénes son? ¿Místicos de Greenwich Avenue?

Patrick miró airado al padre Isaac.

—Nos los envió Papá. Son chantres de Perú. Cierra la bocaza, Isaac. Los chantres están cantando el Kol Nidre para el shul.

Isaac volvió a susurrar.

—Perdóname, Silver. No soy rabino. Soy un poli. Pero ¿quién canta Kol Nidre diez días antes del Yom Kippur?

—Los chantres tienen un calendario distinto. Déjales en paz. Celebran el Yom Kippur cuando pueden.

Isaac se quedó escuchando a los chantres peruanos. Sus cánticos eran incomprensibles. ¿Qué era aquello, una mezcla de spagnuolo y portugués? Sólo los marranos eran capaces de recitar el Kol Nidre en varios idiomas. A Isaac tanto le daba. Los ritmos que eran capaces de generar aquellos chantres, los sonidos inarticulados que parecían resquebrajar sus gargantas eran del gusto de la lombriz de Isaac. Su tripa se relajó. La carne bajo su corazón ya no tenía garras. Pero el pañuelo de su cabeza seguía inmóvil. El comisionado no estaba dispuesto a balancearse con la melodía de los chantres. Aullaban y en sus ojos se formaban enormes lagrimones. Isaac se forzó a seguir impertérrito. Conocía la reputación de los sacerdotes y chantres marranos. Los mejores eran capaces de despertar a los muertos. Isaac no tenía ganas de oír cómo Jerónimo le llamaba desde su tumba en Westchester. Salió de Reyes de Munster.

La gente veía a un tipo con un pañuelo encima de las orejas. Isaac no conseguía correr más deprisa que los lamentos de los chantres. El Kol Nidre se pegaba a su cuerpo como una maloliente piel gruesa y húmeda. No podía regresar a la central. Allí tendría que contemplar cómo los transportistas desmantelaban su despacho y trasladaban todos los archivos a Chatham Square. Isaac sería el último comisionado de Centre Street. Los caudillos irlandeses estaban ya instalados en la fortaleza de ladrillo cercana a Chinatown. Un mes más e Isaac se reuniría con los demás comisionados en los restaurantes mandarines de Bayard Street para tomar té verde.

Cruzó Bowery con el entrecejo fruncido. La lombriz empezaba a reptar. No podía dar un paso sin apretarse las tripas. Alguien le llamó desde la ventana de un restaurante de Ludlow Street. Era su antigua «prometida», Ida Stutz. Salió del restaurante para ver mejor a Isaac.

—¿Esperas una lluvia de sol? —preguntó Ida—. ¿O es una tapadera para los sesos?

Isaac se acordó del pañuelo y se lo quitó.

—¿Dónde está tu marido? —dijo con voz gangrenosa.

Ida palideció.

—¿Quién va a casarse mientras tiene blintzes en el fuego…? ¿Qué marido?

—Tu contable, Luxenberg. El de los manguitos de plástico.

—¿Ese timador? ¿Alguna vez has visto un tipo igual, Isaac? Me usó de tapadera para enredar con los libros del restaurante. Luxenberg nos ha dejado sin blanca.

—¿Por qué no me lo dijiste? Le hubiera arrancado el plástico de los brazos.

—Estabas muy ocupado con los Guzmann —dijo Ida—. ¿Cómo iba a hablar con un comisionado como tú?

Sin el pañuelo, Isaac parecía triste. Ya no era obispo del bajo East Side. Ida empezó a percibir el aroma profundo de su antiguo «prometido». A gusto se habría abalanzado sobre Isaac en plena calle y le habría quitado la chaqueta de comisionado para abrazarle.

—Isaac, ¿nos vemos en tu casa o en la mía?

—En la mía —dijo Isaac.

—Dame veinte minutos, encanto. Tengo una empanada de patatas en el horno.

Isaac se dirigió a su apartamento en Rivington Street. Allí tenía dos habitaciones en las que podría desembarazarse de sus ropas y liberarse de sus obligaciones en la central. En casa era un chico con ligas en las piernas, y no el comisionado interino de la Policía de Nueva York. Isaac no necesitó sacar las llaves. La puerta estaba abierta. Se preguntó si Papá habría contratado a unos cuantos «chantres», un par de caballeros peruanos con porras en la manga para borrar su memoria y arrancar su cabellera. Isaac pensaba enfrentarse a los «chantres» de Papá con un adusto saludo. No lo pensó dos veces. Entró sin echar mano de la pistola.

En la bañera había una mujer desnuda que fumaba un cigarrillo. Isaac no hubiera podido confundir nunca las tetas de Marilyn la Fiera. No todos los padres tienen oportunidad de echarle un vistazo a los pechos de sus hijas. Notó un pitido en las orejas. Quizá las hadas judeoirlandesas que protegían el shul de Patrick querían quemarle los ojos por mirar de reojo a la señorita Marilyn. La lombriz que Isaac llevaba en la tripa debía de ser muy pudibunda. Se aferró a su colon con una energía rencorosa que le obligó a juntar las rodillas y a desplomarse junto a la bañera.

—Jesús —dijo—, ¿no puedes taparte?

Le dio una camisa para que se la pusiera. Marilyn salió de la bañera con un cimbreo sinuoso que sobresaltó a Isaac. No quiso mirar a la pared mientras Marilyn introducía su cuerpo en la ropa. La camisa le llegaba hasta los pliegues suaves de piel encima las rodillas. Vestida, Marilyn no era de ninguna ayuda para Isaac. La proximidad de la chica —el aroma agridulce que desprendían sus cabellos, la curva del cuello recortada contra una de sus camisas, el estilo desgarbado de las rodillas— descentraba al Jefe. Deseó haber podido cumplir los cincuenta sin tener una hija. No era capaz de coexistir en una habitación con Marilyn la Fiera.

—No te molestaré mucho rato —dijo ella—. No quería vivir en un hotel cutre mientras buscaba apartamento. En una semana me habré ido de aquí.

—A la mierda el apartamento —dijo Isaac—. Puedes quedarte aquí, conmigo. No es una idea tan estúpida. Marilyn, nunca estoy aquí.

—No te gustarían los amigos que subiría a casa.

—Trae a quien quieras.

—¿Y qué hay de Ojos Azules? —dijo ella.

Isaac maldijo a todos sus antepasados por haberle dado una hija con dientes afilados. La lengua se le quedó atascada en la boca. A duras penas consiguió balbucir:

—No fue culpa mía, Marilyn. Tengo enemigos. Resulta que Manfred se crió con ellos. Fue un asunto bastante podrido. Tuve que usarle de cebo con los Guzmann… No tenía elección.

—Y una mierda —dijo ella—. Si Manfred se hubiera ido conmigo a Seattle, ahora estaría vivo. Intenté arrebatárselo a la policía. No quiso moverse. Vivía entregado a un gilipollas como tú.

—Seattle —dijo Isaac, y en sus mejillas brillaba un color espantoso—. Ojos Azules no habría salido adelante en Seattle. Es demasiado húmedo. La lluvia habría deformado sus pelotas de pimpón. Habría acabado por volver con nosotros.

—Papá, ¿por qué se mueren todos los que te rodean y tú siempre sales adelante sin un mal rasguño?

—No es verdad —dijo Isaac—. Tengo un montón de rasguños, si tienes curiosidad.

El Jefe trastabilló en su propia habitación, buscando su tarro de miel. Marilyn le había dejado en las últimas. Si no conseguía una cucharada de miel se iba a morir. Marilyn le vio con los dedos metidos en un tarro. Isaac, el oso lastimoso.

—¿Quieres que baje a por una docena de huevos, Papá?

El oso gimoteaba, con la nariz llena de miel.

—Hija, tengo una lombriz que significa más para mí que todas mis cicatrices de batalla. ¿Verdad que la contraje en servicio? Está conmigo cuando cago, cuando ronco, cuando voy a la John Jay. Sabe deletrear «Ojos Azules» con los garfios que tiene en la boca. Es una puta lombriz con estudios.

El desquiciado Kol Nidre de los peruanos le rondaba aún por la cabeza. Estaba rodeado de sacerdotes. ¿Quién había decidido que fuera así? Isaac el Valiente, el pez gordo entre los polis, había asesinado a Ojos Azules, había asesinado a Jerónimo, ¿a cuántos más había conseguido cargarse? No le hacía falta pistola. Le bastaba con su logística para deshacerse de quien fuera. Isaac era el amo de Manhattan y del Bronx. Primero te acorrala y luego deja que otros rematen la faena. Nadie podía levantarle ni un dedo. Isaac sabía nadar y guardar la ropa. Había amado a aquel putón de ojos azules. ¿O acaso no había alimentado a Coen durante diez años? Marilyn tendría que haberse buscado a uno de los altos comisionados como marido, y no a un poli que jugaba a las damas con Isaac. No quería que Coen se tirase a su hija. Aquello reconcomía a Isaac. Ojos Azules era parte de él. ¿Qué hubiera tenido que hacer, pasarse el resto de su vida imaginando a su propio «ángel» en celo por Marilyn la Fiera? Alguien llamó a la puerta de Isaac. Isaac recordó su cita con la reina de los blintzes. Ahora tenía un exceso de mujeres en su apartamento. Marilyn e Ida iban a sacar las garras, y ambas le pondrían mala cara a Isaac.

—Cariño —dijo, y rozó la larga, larguísima manga de Marilyn—, es sólo una amiga. Ida Stutz.