Una brigada de detectives de ojos azules irrumpió en Reyes de Munster con escopetas y una orden de detención contra Jerónimo (la cría debía de haberles contado a todos los comisionados de la central la lucha que había sostenido con el loco del pintalabios en la sinagoga de San Patricio). Los detectives hicieron ponerse a un lado a los irlandeses, buscaron detrás de la barra, observaron detenidamente a Jorge, inspeccionaron el arcón, se inclinaron ante Patrick y se fueron.
Papá no quiso servir comida tocada por los «ángeles» de Isaac. Tiró todo el abulón y los calamares al cubo de la basura y empezó a preparar otro guiso. Sazonó un cazo de arroz con azafrán y miró furioso a Patrick Silver.
—Tú estás con nosotros, ¿no, Patrick Silver? ¿Por qué has dejado que nos pasasen la mano por la cara?
—Moses, lo que me preocupaba no eran las escopetas. Conozco varias oraciones para cuidar las heridas de bala. Pero no se puede luchar contra la firma de un juez.
—De acuerdo, pero sí puedes tragarte el papel en el que está escrita.
—¿De qué serviría, Moses? Acabarían volviendo. ¿Dónde está Jerónimo?
—Dios sabe. Huye de ti y de la policía. ¿Por qué tuviste que asustarle, irlandés? Él confiaba en ti.
—Te juro que le quité a esa poli pequeñaja de encima. ¿Qué más podía hacer?
—Podrías haberle cogido de la mano y haberlo traído junto a su padre. Zorro te tenía bien calado. Ya me dijo una vez que aunque tú e Isaac llevaseis diez años andando a la greña, al final acabarías metiéndole el dedito por el culo. Isaac te tiene cogido de las pelotas. Irlandés, eres un poli sin placa.
—Zorro no dice más que chorradas —dijo San Patricio. Dejó caer el «cuchillo» de Jerónimo en el mostrador—. Moses, con este juguete se le puede rajar la cara a cualquiera. No es la clase de trasto que esperas encontrarle a un chaval de cuarenta y cuatro años.
Papá le echó un vistazo al afilado trozo de metal del mostrador.
—¿Ésas son todas tus pruebas, irlandés? Tu tío el de la comisaría roba un puto cucharón de helado de Boston Road, lo parte por la mitad y se lo coloca a Jerónimo, para que un capullo como tú se crea el camelo. ¿No dices que había una policía con Jerónimo? Isaac adiestra a una putita para que se vista como un chico. A Jerónimo el disfraz no le engaña. Ella se contonea ante él y juntos van al shul que Isaac incendió. ¿Y por eso ha de ser Jerónimo el loco del pintalabios?
—No soy un abogado yanqui. Soy incapaz de argumentar las sutilezas del bien y del mal. Pero si los fabulosos nenes de Isaac le echan el guante a El Bebé, va a cojear una temporada. Isaac sabe cómo sonreír a un juez. Cavarán un hoyo para El Bebé, y nunca le encontrarás.
Papá se mordió el labio.
—Moses, puedo ayudarte si llego antes que nadie a donde está El Bebé. ¿Está en Manhattan o en el Bronx? Dímelo.
Papá se encogió de hombros y regresó a su guiso.
Patrick salió a la calle. La cerveza empezaba a hervir en sus pantalones. Abrió una botella con el pulgar y bebió la cálida cerveza negra. Llegó a Abingdon Square con el sol metido en los ojos. Un patrullero de camisa veraniega le confundió con un pordiosero y le hundió la porra en las costillas.
—Venga, andando, pringado. Vuélvete con tu mierda a Bowery. Aquí vive gente respetable.
Patrick no se quejó: permitió que la energía contenida en la porra del policía le empujase hacia la parte alta. Tenía dos barrios enteros que rastrear en busca del escondrijo de Jerónimo. El gigante estaba perdido. ¿Era mejor vigilar los columpios de Little West con la Calle 12? ¿O mejor seguir hacia la Novena Avenida? ¿O infiltrarse en los edificios de Chelsea? Sus piernas torcidas le llevaron a la Calle 23. No le quedaban botellas en los pantalones. Tenía que buscar un bar irlandés y repostar Guinness. ¿No debería dejar las calles y seguir a El Bebé por los tejados? Mientras deambulaba por la cuneta, un taxi estuvo a punto de arrancarle de cuajo las rodillas. La puerta trasera se abrió. Un gruñido familiar le llamó desde el oscuro interior del taxi.
—Mueve el culo, irlandés.
Patrick se arremangó lo que quedaba de su camisa y se acomodó entre los cojines. El taxi salió disparado, dejando atrás las bulliciosas aceras de la 23. El gigante iba sentado junto a Zorro Guzmann, el Zorro de Boston Road.
—Enhorabuena, irlandés.
—Zorro, los Guzmann no felicitan nunca sin una pizca de malicia. ¿En qué te he ofendido?
—Irlandés, te juro que lo digo en serio. Papá me ha dicho que estás enamorado de Odile.
—Papá dice muchas cosas.
—Quédate con la goya, irlandés. No llores. Zorro te la da.
—Quizá no esté en tu mano dármela.
—¿A qué vienen los insultos? —dijo Zorro, arrellanado en su asiento—. Tengo un cuarenta por ciento de ella, por lo menos. Pero no vamos a discutir ahora por eso. Irlandés, tú has cuidado de mi hermano. Eso vale un cuarenta por ciento de cualquier goya.
—Tu padre cree que le vendí El Bebé a Isaac.
—No le juzgues mal, irlandés. Sería capaz de matar a la mitad del Bronx por Jerónimo.
Zorro sacó el juguete de metal de El Bebé de uno de sus bolsillos.
—No tendrías que haberle enseñado esto a Papá. Le has ofendido.
—Lástima —dijo San Patricio—. Papá jura que es de Isaac, un camelo para hundir a El Bebé.
—No —dijo Zorro—. Es de Jerónimo. Casi siempre lo lleva en la camisa.
El gigante se acercó al benjamín de Papá.
—Entonces tu padre debería reconocer quién ha estado rajando niños por los tejados.
—Irlandés, trabajas para nosotros. Recuérdalo. Tu tarea es proteger a Jerónimo, no ponerle las esposas.
—Jesús —murmuró Patrick—. ¿Y qué debería hacer con los pequeños muertos? ¿Queríais que le encontrase carnaza nueva a Jerónimo? ¿Quiere usted que le acompañe por los tejados, señor Zorro?
—Irlandés, nosotros no somos como los estadounidenses. Tienes la palabra de Zorro. Mi hermano no volverá a acercarse a los tejados.
—Te lo agradezco —dijo San Patricio, mientras por la ventanilla observaba las calles, hinchadas y pesadas. Al igual que su antepasado, O’Carevaun el gigante, tenía ganas de destruir determinadas cosas. Si Cruathair había podido desmantelar el puerto de Cork, Patrick podía zamparse Manhattan, manzana a manzana, digiriendo gente, farolas, perros y ladrillos. Tenía una sequedad atroz en la garganta. La sed estaba matando a Patrick.
—Estoy reseco —dijo, incorporándose en el asiento—. En medio minuto voy a vomitar sangre. Para el coche.
Zorro tuvo que contener al gigante.
—No te muevas, irlandés. Ahora salimos.
El taxi les dejó en Columbus Avenue, en lado oeste de las Calles 8o. Zorro dio un golpecito en el cristal y el taxista se perdió hacia el centro. Patrick no recordaba haber visto la cara del conductor. ¿Podía Zorro dirigir una flota de taxis con un simple gesto de la mano? Se metieron en un bar de cubanos en la Calle 89. Zorro debía de conocer a la gente del bar. Se restregaba contra los cubanos mientras repetía: «Hombre, hombre». Los cubanos le sonrieron con sus dientes de oro. Pero recelaban de un gigante con pistolera. Patrick notó que le rodeaba un mar hostil de ojos. Se desplomó en un taburete, convencido de que tendría que beber cerveza rubia con los cubanos.
—¡Cerveza de perro[5]! —le graznó Zorro al camarero.
La frente de Patrick se arrugó al ver una Guinness sobre el mostrador.
—Madre de Dios —dijo.
El camarero había conjurado dos preciosas botellas de cerveza negra. San Patricio aceptó sin queja el milagro.
—Salud.
Las botellas estaban frías. Las calentó en la mano (la «fiebre» devolvería a las botellas el sabor amargo que tanto le gustaba a Patrick). Luego bebió con el Zorro.
—Zorro, ¿quién les ha hablado a estos chicos de la Guinness?
Zorro tenía el labio cubierto de espuma parda.
—Irlandés, eres patético. Vivir en una sinagoga te ha atontado. ¿Cómo puedes ver el mundo con un manto echado sobre la cabeza? En Cuba tenían Guinness antes de que alguien como tú naciese. Los habaneros la llaman «cerveza de perro». Los padres se la dan a sus hijos. Para que les salga pelo en el pecho. Vamos, irlandés. Tengo que encontrar a mi hermano.
—¿Está Jerónimo por aquí cerca? ¿Le esconden los cubanos?
—Cállate ya, irlandés. Coen tenía un tío, Sheb. Acostumbraba a jugar con Jerónimo. Meaban juntos en la taza, comían huevos duros, se tumbaban al sol delante de la tienda de dulces de mi padre. Sheb está en un hogar de ancianos cerca de Riverside Park. Allí es donde tenemos que buscar. Cuando mi hermano se canse de caminar, irá a buscar a Sheb.
—Coen no acaba de morirse —dijo Patrick—. Ojos Azules es el capullo al que todos usan. Yo, tú, Isaac, Odile, Papá, Jerónimo y ese tío, todos nos alimentamos de su leche y de su sangre. Y no quiere desaparecer. No puede uno dar un paso sin encontrarse trozos de Coen entre los dedos.
—Tenemos cosas que hacer. Así que no me calientes las orejas. Isaac no es un ignorante. Sabe cómo se mueve mi hermano. Me juego algo a que tiene a cinco agentes sentados con Sheb Coen. Yo no puedo advertir a Jerónimo. La panda de cabrones de Isaac me daría de patadas. Pero tú puedes encontrar a mi hermano antes de que llegue al hogar de ancianos. A Isaac le dan miedo tu yarmulke y tus calcetines negros. No le buscará las cosquillas a un chico de sinagoga.
Estaban a una farola de distancia del bar cubano y Patrick volvía a tener ganas de cerveza de perro. Cualquier mención de Isaac iba directa a su garganta. No podía recorrer una milla irlandesa sin mamar de una botella. Zorro intentó atajar por Broadway. Le preocupaban los agentes de paisano camuflados en la multitud de chulos, putas, mendigos, lisiados, travestidos, viudos, retrasados mentales, heroinómanos, vendedores de cucuruchos de helado, fugitivos, carteristas y músicos callejeros que podrían reconocerle. Pero el gigante aferró a Zorro por la camisa y le arrastró a un bar irlandés de Broadway, el Claremorris; de joven frecuentaba el bar con el comisionado. Acostumbraba a acercarse para beber una Guinness, con o sin huevo.
—¿Estás loco, irlandés? Éste es un bar de detectives. No puedes dar ni medio paso sin olerles el aliento.
—No te preocupes —dijo Patrick—. Conmigo estás a salvo.
—¿Y qué hay de Jerónimo?
—Ahora vamos a por El Bebé. Enseguida. Necesito un par de pelo en pecho.
Patrick vio a unos cuantos viejos hermanos suyos de la sociedad Shillelagh. Eran detectives de primera y arrugaron la nariz al ver a un poli reducido a la categoría de conserje vestido con ropas hediondas. Supusieron que Zorro era una rata de las que Silver había salvado de su shul en llamas. ¿Quién si no llevaría las mejillas pringadas de amarillo? A Patrick la actitud glacial de sus hermanos le traía al pairo. Tenía la vista clavada en los santos lomos de una chica que bailaba con cuatro marineros al fondo del local. Sus caderas parecían raíces largas y sinuosas mientras pasaba de marinero en marinero. Jesús, la silueta bajo la falda ceñida era muy familiar. No hizo falta que se volviera y guiñase un ojo. El lomo pertenecía a Marilyn la Fiera.
¿Qué estaba haciendo la delgaducha hija de Isaac en el Claremorris? No se confundía. La había visto a menudo pasear por los pasillos de la comisaría central del brazo de un marido, que cambiaba de año en año. A Patrick no le gustaban aquellos maridos. Todos lucían ostentosas botas de cuero y un bigotito recortado. Hasta el último oficinista del despacho de Isaac sabía que la chica estaba enamorada de Manfred Coen. Aparcaba a su bigotito con su padre y remoloneaba junto a la mesa de Coen. Los polis de su padre se daban un festín con ella. No había manera de pasar por alto aquellos pechos, ni la curva de su trasero irlandés. Todos la observaban hasta que Isaac salía para fulminar con la mirada a Ojos Azules y llamar a Marilyn la Fiera. San Patricio de las Sinagogas, el detective diácono de Bethune Street, tenía la polla más dura de todo Nueva York cuando Marilyn aparecía.
Patrick la hubiera dejado retozar con los marineros, pero algo no encajaba. Marilyn parecía cansada de su compañía. Tenía una maleta debajo de la mesa, y los marineros no le permitían que la recuperase. Los cuatro la tenían atrapada en una jungla de brazos, piernas y blusas marineras. No conseguía escapar de la red de marineros. Algunas manos se metieron en su blusa. Los caballeros sentados a la barra parecían bendecir el cortejo múltiple de Marilyn. Había muchos aplausos y silbidos en el Claremorris. Los gritos de ánimo envalentonaron a los marineros. Marilyn iba de hombro en hombro, con la cabeza echada hacia atrás, la vista clavada en el techo mientras cuatro marineros la sobaban al mismo tiempo.
San Patricio empezó a apartar caballeros de su camino.
—Cuidado, chicos, que voy.
Zorro le aporreó la nuca.
—No te metas, hombre. Aquí les gustan los marineros. ¿Qué más te da a ti ese palillo?
—Es amiga mía —dijo Patrick.
—Eso ya es otra cosa. Tú ve a por los brazos, irlandés, yo me encargo de sus huevos. Pero date prisa… ¿Cómo se llama?
—Marilyn la Fiera.
Zorro enseñó los dientes.
—Hombre. Isaac anda por ahí intentando cargarse a mi hermano, ¿y tú esperas que salve a su niña? Debería bailar con los marineros y darles la enhorabuena.
—Vale —dijo Patrick—. Pero entonces tendría que partirte la cara a ti también. Zorro, no culpes a Marilyn de la mierda de su padre.
Patrick trincó a dos de los marineros por el cuello alto y cuadrado de sus blusas y los apartó de Marilyn. Zorro tumbó al tercer marinero de un mordisco justo por debajo de la rodilla. El cuarto marinero echó un vistazo al loco de Patrick y salió corriendo del bar. La clientela del Claremorris estaba furiosa con Patrick y su sapo. Les parecía inmoral morderle la rodilla a un marino. Los detectives de la sociedad Shillelagh llevaban unas cachiporras diminutas en los bolsillos, y con ellas podían chafarle las orejas a un conserje y sus amigos.
Zorro se encogió. Rezó a tres de sus santos: Moisés, Judas y Simón del Desierto.
—Escúchame —susurró—. No pelees con los codos. Así no ganaremos. Tírate a por los ojos.
Los parroquianos avanzaron hacia Patrick. Les gustaba la idea de organizar una buena trifulca irlandesa a media tarde. Algunos canturreaban. Todos miraban a Marilyn.
—San Patricio, ¿nos das permiso para bailar con tu amiguita?
—¿Estás prometido con el bombón, Pat?
—Sé buen chico. Enséñanos cómo le bendices el chochete.
—Cuidado con lo que decís —dijo Patrick—. Es la nena del comisionado. La hija de Isaac.
Un hedor atravesó el Claremorris. Los miembros de la sociedad Shillelagh olían su propia ruina. Habían insultado al padre Isaac, le habían gritado guarradas a Marilyn la Fiera. Ahora temían la pérdida de sus salarios.
—Señorita Marilyn —dijeron, mientras desempolvaban su maleta—. Señorita Marilyn.
Patrick cogió la maleta y acompañó a Marilyn hasta la puerta del Claremorris. Ella no había olvidado al hosco gigante irlandés que compartía escritorio con Manfred Coen. Los agentes de su padre le habían puesto el mote de San Patricio de las Sinagogas porque nunca habían oído hablar de un irlandés tan apegado a un shul. Ojos Azules le tenía cariño al gigante. A veces se sentaban los dos en el escritorio y compartían una tarrina de queso fresco. Marilyn sonrió a San Patricio. Tenía las costillas magulladas por los achuchones de los marineros. Había entrado en el Claremorris para tomar un whisky sour. Le dio pena uno de los marineros y accedió a bailar con él (acababa de llegar de Seattle, una ciudad de marineros en la que chicos solitarios deambulaban por las calles vestidos de un blanco tan puro que ni siquiera la lluvia conseguía ensuciarlo). Marilyn no había contado con un magreo en Broadway; se vio obligada a bailar con ocho rodillas metidas entre las piernas.
—Patrick —dijo—, no le dirás a mi padre que estoy en Manhattan, ¿verdad?
—Tu padre y yo no nos hablamos mucho. ¿Necesitas una pensión? Puedes quedarte con nosotros, siempre que no te importe dormir al lado de un barril de whisky.
—Gracias —dijo ella—. Ya encontraré algún sitio. E iré a ver a Isaac cuando esté lista.
Cogió la maleta, se puso de puntillas para besar a San Patricio, recuperó su estatura para besar a Zorro y echó a caminar hacia el bullicio de Broadway, donde los vendedores de helados y otros hombres comentaron la hermosura de sus tetas, su culo y sus piernas. El gigante se habría enfrentado a todos los hombres del vecindario para proteger a la señorita Marilyn (la admiración por sus lomos era más recatada), pero Zorro le tiró de la pistolera.
—Irlandés, no es el momento. Jerónimo anda suelto.
Tuvieron que abrirse paso entre las chicas de Broadway para llegar hasta Riverside Drive. Las alcantarillas emanaban un gas verdoso. Patrick añoraba la tranquila bruma de la cerveza en el interior de Reyes de Munster.
Zorro le apostó a una manzana del Manhattan View Rest Home, donde vivía el tío de Manfred. Luego desapareció detrás de los maleteros de los coches aparcados a lo largo de Riverside Drive. El gigante se impacientó mientras esperaba a Jerónimo. Imágenes de niños con heridas en el cuello le atravesaron el cráneo. Con sus siestas en el viejo shul, El Bebé había conseguido que Patrick bajase la guardia. Jerónimo salía del sótano mientras Patrick bostezaba sobre sus botellas de cerveza. Con el guardián refugiado en Reyes de Munster, Jerónimo podía salir de caza. Patrick se frotó los puños. Por amor de Dios, los Guzmann le habían utilizado para cubrir el rastro de El Bebé. Todo el lucro que había obtenido de ellos, el dinero que había mantenido con vida al shul, estaba manchado de tripas de niños.
Mantuvo los ojos abiertos. Le había jurado fidelidad a Papá Guzmann. No pensaba traicionar al clan. Sin más calzado que sus calcetines, resultaba un vigía muy prominente; la cálida brisa que llegaba del parque sacudía los faldones de su camisa. El gigante empezaba a convertirse en plomo. No quería delatar a Jerónimo.
¿Cuántas horas pasaron? ¿Cinco? ¿Dos? ¿Una? Incluso de haber nevado en agosto, Patrick no se hubiera movido. Sus canas empezaban a encresparse. El resto de su cuerpo era gris. Un chico encorvado apareció en la esquina camino de Riverside Drive. Su pelo tenía el mismo color que el de Patrick, blanco con destellos de azul. Caminaba abrazado a los muros de los bloques de apartamentos, que a la luz del atardecer ardían en un furioso tono naranja. El chico galopaba a través de la bruma anaranjada. Nada podía impedir el avance de sus rodillas.
Patrick llamó a Jerónimo. En su frente se agolpaban los amargos recuerdos del arte de El Bebé: ceras de colores, labios, mangos afilados y ojos. «Que Dios se apiade de todos»; no podía condenar a El Bebé. Un irlandés tenía una llama lo suficientemente grande en su interior para incendiar el planeta, pero no eran capaces de desterrar el afecto de sus corazones. Decidió olvidar las historias de monstruos. Volvía a ser el guardián de Jerónimo. Le mantendría alejado de los techos y escondería sus lápices y su trozo de metal.
—Jerónimo.
El Bebé miró hacia él por encima de los ladillos naranjas. Tenía la boca abierta y la piel tensa alrededor de los ojos. Se encorvó aún más. Empezó a caminar hacia atrás, arrastrando los pies y balanceándose sobre los talones, se sumergió en Riverside Drive.
—Jerónimo, no huyas de mí.
El Bebé saltó a la cuneta. No llegó a cruzar la calle. Un coche se detuvo ante él. Era el polvoriento taxi de Zorro. Patrick pudo verle a través de la ventanilla. Oyó el chirrido de la puerta. Las piernas de El Bebé estaban en el aire. Acomodó la tripa en el asiento. Estaba casi dentro del coche.
El gigante podría haber vuelto a capturar a Jerónimo. No tenía más que invocar los poderes de Cruathair O’Carevaun, asir el parachoques de Zorro y arrojar el taxi a Riverside Park. Patrick vio cómo Zorro se alejaba con Jerónimo.
—Hermano con hermano —dijo—. Dios les bendiga.
Se dirigió a Broadway. Aún podía beber cerveza de perro en un bar irlandés. Era el salvador de Marilyn la Fiera. La sociedad Shillelagh anunciaría sus muchos pecados: Patrick Silver, el esclavo de los Guzmann que perdió su pistola y se enamoró de una zorrita de Jane Street. Tanto daba. Aún podía entrar en el Claremorris con la pistolera colgada del muslo como una polla fláccida. Ninguno de sus antiguos hermanos le expulsaría.