11

El rabino Hughie Prince, que leía el Talmud con el ojo estricto de un vidriero, había declarado que toda porción de tierra con cuatro paredes y un techo podía considerarse sinagoga en tanto tuviese dentro el arca sagrada. Y Patrick Silver había depositado el arcón de su padre en el almacén de Reyes de Munster. Sammy Doyle, el tabernero, tuvo la astucia de permitir que los ancianos de la congregación de Limerick orasen en su almacén. Si Patrick Silver llevaba su shul a otro vecindario, Reyes de Munster tendría que cerrar. Patrick generaba la mitad de los ingresos de Sammy. Los irlandeses de Abingdon Square iban al bar de Doyle para beber con el gigante de Limerick.

Sammy tenía otros problemas. Los Guzmann suponían un quebradero de cabeza. Nunca había oído hablar de un shul con cinco inquilinos permanentes. Sus parroquianos ya hablaban de los gitanos que tenía viviendo en el bar. Bloqueaban el acceso a Reyes de Munster. El bar tuvo que adaptarse a un flujo constante de brujos. (Papá los llamaba para que cambiasen los vendajes de Jorge y cantasen sobre las piernas destrozadas del muchacho). Del santuario emanaba un hedor que flotó durante días sobre el bar. Papá asaba pollos en el almacén. Los hechiceros habían exigido ofrendas en forma de carne de pollo para apaciguar a Baal, protector de las ciudades, capaz tanto de curar a un lisiado como de arrastrarlo por las cloacas, dependiendo de su humor.

El tabernero tuvo que tolerar la peste. No podía importunar a Patrick al respecto. Silver estaba enamorado de la pequeña goya de Jane Street. Sammy tenía que consolarle cada vez que llegaba tambaleante al bar y pedía sus botellas de Guinness. El tabernero le recordaba de niño. Todos pensaban que sería más grande que el viejo gigante de Munster, Cruathair O’Carevaun, quien en un arranque de rabia destruyó el puerto de Cork tras ser expulsado de un burdel para marineros, allá por 1709 (las chicas temían lo que se escondía debajo de los pantalones de Cruathair). Pero el gigante de Limerick dejó de crecer a los doce años. Patrick se quedó en metro noventa y cinco para el resto de su vida.

Brindó con las mejillas manchadas de Guinness y deambuló por Reyes de Munster, que en ese momento era sinagoga, bar y pensión. Un arranque de furia le sacó del local. Estaba intentando recortar la lista de pretendientes de Odile. Para ello se apostaba en Jane Street con uno de los escobones de Sammy (había perdido la porra en el incendio) y ahuyentaba a los hombres que llegaban con flores y regalitos para Odile. Patrick se enfrentaba pecho contra cara con Pimloe (Herbert era mucho más bajito que el gigante de Limerick) dos veces al día. Pimloe bailoteaba bajo las narices de Patrick y juraba:

—Te voy a machacar, San Patricio. ¿Sabes quién soy yo? Soy el lugarteniente de Isaac. El comisionado no puede ni pestañear sin Herbert Pimloe.

—Pues vuelve a casa con Isaac. Porque como hay Dios que te daré una zurra aquí, en mitad de la calle.

Patrick tenía un dilema. No podía pasarse toda la tarde patrullando Jane Street. Tenía una cita en el centro. Así que dejó el escobón en las escaleras de Odile para recordar a todos los visitantes que su presencia en la casa no era bienvenida. Se encaminó hacia el este, hacia los altos hoteles y las suntuosas residencias de la parte baja de la Quinta Avenida. Recorrió la avenida con su camisa de fútbol destrozada; sobre su espalda, los jirones de tela ondeaban como dedos sucios. La gente se apartaba a su paso, los niños señalaban con el dedo al hombre de la camisa destrozada, que era tan pobre que no podía permitirse unos zapatos.

San Patricio no sólo tenía a la pequeña goya metida en la cabeza. Su encuentro con Isaac le había desconcertado. Un comisionado no tenía por qué zurrarse con un antiguo miembro de la brigada de las pistolas de goma. ¿No sería que Isaac se había revolcado con Patrick por el suelo para susurrarle al oído cosas sobre Jerónimo? Al cruzar la Calle 34, se detuvo para gritar delante de una tienda de moda de caballeros:

—¡No es un degenerado! ¡Que me caiga muerto ahora mismo si Jerónimo es el loco del pintalabios!

De la tienda salieron unos chicos que se quedaron mirando al grandullón harapiento. San Patricio se alejó de ellos. Tomó la Calle 50, y se quedó mirando ceñudo las hermosas carteras de una tienda de artículos de cuero. Prefería las cosas sencillas, carteras en las que no importaban los rasguños, camisas deterioradas pero aún presentables. Iba a visitar al tío de Odile: Vander Child, el ángel de Broadway, para discutir el futuro de Odile con él. Su vestuario completo, camisas y trajes de sus años de detective, había quedado destruido junto con el shul de Bethune Street. No quiso que Hughie le prestase una chaqueta. Él era Patrick de las Sinagogas, el apóstol de las dificultades.

El portero de Vander esbozó una media sonrisa al verle. Patrick sacó una botella de Guinness del pantalón y le quitó la chapa con los dientes. Bebió la botella de un trago.

—Dile al señorito que su sobrino Patrick va a subir.

El portero llamó a Vander y le explicó que había un gigante en el vestíbulo.

—Uno de los malos, señor. Dice que es sobrino suyo. Bebe un mejunje negro, y ha dejado la botella en el suelo.

Vander recibió a San Patricio cerca del ascensor, le estrechó la mano y le condujo a su apartamento.

Patrick relajó los hombros. Atravesaron habitación tras habitación con muebles blancos como el hueso, cómodas más altas que su frente, cajoneras tres veces más anchas que él. Se volvió hacia el tío Vander y le expuso su petición. Pero la cerveza, el paseo hasta el centro y la preocupación por Jerónimo le impedían hablar con claridad. Las frases se le agolpaban en la lengua y salían inconexas, incoherentes:

—… Certificado de matrimonio… Zorro… Boda falsa… esposa…

Vander sonrió. Su sobrina le había hablado de Patrick. Aquel grandullón la estaba acosando. Se quedaba frente al edificio de Odile y espantaba a sus clientes y amigos con un escobón. Nadie podía ver a Odile excepto los hijos subnormales de Papá Guzmann y el propio San Patricio. Su devoción estaba arruinando a Odile. Ya no podía recibir a nadie en su apartamento, ni desnudarse delante de nadie. Por su culpa iba a caer en la miseria.

—Odile no le quiere a usted en Jane Street, señor Silver. Se entromete usted demasiado. Le tiene a usted cariño, creo, pero no busca un abuelito. Manténgase alejado.

Patrick recuperó la lengua. Asió a Vander por las solapas, le alzó hasta que las pupilas de ambos estuvieron a la misma altura y dijo:

—Yo no soy el abuelito de nadie, señor Child. Soy un muchacho de cuarenta y dos años. Mi padre era vicario, mi madre repartía pan, y yo voy a casarme con su sobrina.

Regresó a Reyes de Munster, invitó a los presentes a una ronda de Guinness, se sonó la nariz y anunció su compromiso con la pequeña goya. Sus muchos maridos, Papá, Jorge, Alejandro, Topal y Jerónimo acogieron la nueva con alegría.

—Irlandés, no puedo hablar por Zorro —dijo Papá—. Pero puedes quedarte con mi parte. La goya es tuya.

Para celebrarlo, Sammy metió unas cuantas hamburguesas congeladas en el horno eléctrico.

—Como hay Dios que hoy coméis todos.

Papá se quedó mirando aquella caja sudorosa con un desprecio enorme. Apagó el horno y tiró las hamburguesas. A continuación le susurró a Topal la lista de la compra. Topal buscó unos cuantos lápices de colores en el almacén, se pintó las mejillas para camuflarse y partió hacia la fábrica de embutidos de Hudson Street con la lista de su padre.

Mientras los irlandeses bebían otra ronda de Guinness en el bar, Papá preparó un potaje de judías y salchichas. El aroma del cerdo sazonado al fuego estuvo a punto de volver locos a los irlandeses, que en Reyes de Munster nunca habían comido nada excepto bocadillos escuálidos y patatas de bolsa.

Sammy, responsable del local, tenía derecho a adelantarse a sus clientes y probar el guiso con el cucharón. Un bocado de judías con salchichas le convenció de que Reyes de Munster no podía dejar marchar a sus inquilinos. Los irlandeses encontraron platos y servilletas en el estrecho aparador de detrás de la barra y se sirvieron el potaje de Papá. Se sentaron junto al gigante de Limerick a engullir salchichas y judías.

Patrick no quiso ni tocar el potaje. Sentado en un taburete, observó a Jerónimo jugar con los lápices de colores de los Guzmann. Jerónimo estaba en el santuario. Encogido bajo las puertas del arcón babilonio, reblandecía las minas con el calor de sus dedos. Luego llevó los lápices consigo al lecho de Jorge. El Bebé empezó a pintarle los labios a su hermano. Jorge sonrió, con la boca cubierta de cera. El Bebé era mucho más concienzudo. Tensó la cara mientras aplicaba la cera. La vena artística del hijo mayor de Papá era evidente. De los labios de Jorge pasó a los lóbulos y a los ojos. No había nada de circunstancial en su trabajo. Era capaz de compensar las irregularidades de mejillas y cejas. Dibujaba halos perfectos.

Patrick apartó la vista, incapaz de seguir espiando a los dos hermanos. Había tenido una fea revelación: Jerónimo era el loco del pintalabios. Pintaba a niños pequeños y luego los asesinaba. Patrick siempre había sido un detective malísimo. Isaac era el genio, y no Patrick Silver, de la brigada de pistolas de goma. El jefe podía examinar la escena del crimen e hilvanar una historia a partir de una caja de cerillas, algo de sangre en el zapato de la víctima, los resguardos de unas entradas de cine y los esputos en un pañuelo. Pero Patrick vio los halos en torno a los ojos de Jorge. Él también fue capaz de esbozar una historia a partir de los trazos firmes del puño de Jerónimo. Las líneas de El Bebé eran fuertes. Nunca hundía el hombro. Le juzgaba a uno con los lápices. Primero te marcaba, y luego te arrancaba la vida. Jerónimo era el loco.

¿Había empezado como un juego? A Jerónimo le hacía falta una criatura dócil para practicar su arte. Uno de sus hermanos, o un niño. Subidos al tejado, cogidos de la mano. Al principio, la cera debía de haberle gustado al niño. Pero luego no habría querido estarse quieto. ¿Era aquello lo que había enfurecido a Jerónimo? ¿Por eso había acuchillado al niño pintarrajeado?

Patrick buscó el arma que usaba Jerónimo. En el tesoro de la familia sólo encontró objetos romos: cucharones de helado, silbatos de plástico, cordones de hueso. ¿Dónde estaba el cuchillo de Jerónimo? Patrick tuvo que colarse a rastras en el santuario mientras los Guzmann estaban ocupados y Jorge dormía. Buscó en todos los escondrijos posibles. Se le encajaron los dedos en las grietas de la parte posterior del arcón y pasó un rato muy desagradable intentando liberarlos. Lo único que encontró fue polvo y un ratón muerto.

Patrick dejó de patrullar delante de la casa de Odile. Se quedaba en Reyes de Munster. Bebía su cerveza negra con la vista puesta en Jerónimo y atendía las necesidades del shul. El rabino Hughie había puesto un cepillo de colectas en la barra para que la gente contribuyese a que el shul pudiese contratar a un chantre durante las festividades. Estando San Patricio tan cerca, los irlandeses tuvieron que rascarse los bolsillos y llenar el cepillo de Hughie con billetes de un dólar. Hughie se desesperaba, incluso con el cepillo lleno: ¿qué chantre iba a querer cantar el Kol Nidre en la parte de atrás de un bar? El shul tendría que contratar a un renegado, un hazan expulsado de las sinagogas de Nueva York.

Patrick no era capaz de concentrarse en la cuestión de los chantres. Esperaba a que Jerónimo se echase a la calle. El Bebé no se movía. Tenía su caja de lápices de colores, hermanos, chocolate blanco, halvah y los guisos de su padre. Encerrado en un bar irlandés, sin nada mejor que hacer, Papá aceptó la invitación de Jimmy para convertirse en el principal cocinero de Reyes de Munster. Sobre el bar descendió una plétora de comida. Papá no se conformó con hundir salchichas en una tumba de alubias negras. Pidió a los hechiceros marranos que llevasen sus especias a Horario Street. Preparó platos con los que jamás habría soñado un irlandés: picadillo de pollo y calamar sobre una pila de arroz amarillo, aderezado con pimientos, aceitunas y pepino de mar; escalopines tan finos que se derretían en la lengua; salsas capaces de despertar estornudos; tiras de abulón que se retorcían en la boca como alevines; y diez variedades de cerdo.

Los platos de Papá empezaron a atraer a los irlandeses de otros bares. Desde las cuatro de la tarde hasta medianoche, las horas en que Papá tenía abierta la cocina, no había un asiento libre en Reyes de Munster. Patrick tenía que abrirse paso con ambos codos para conservar su puesto; si no, El Bebé se le habría escabullido en la neblina de irlandeses. Cuando la multitud se hacía insoportable, se apoderaba de la caja de lápices, sabiendo que Jerónimo no podía desaparecer sin sus colores. A veces, mientras los irlandeses se atiborraban de calamares y abalón, alzaba la vista y veía a El Bebé con la mirada fija en él, Jerónimo con un lápiz en la boca, los ojos enormes, las orejas hinchadas por el calor, y Patrick tenía que apartar la mirada o bajarla hasta sus calcetines.

Una tarde, Patrick se vio asaltado por una docena de irlandeses que le conminaron a echar un pulso con todos ellos. Patrick se enfrentó a los irlandeses de cuatro en cuatro. Cuando tenía ya a los últimos apoyados contra el brazo, se le ocurrió volver la vista hacia el santuario. Escudriñó el territorio de los Guzmann en el almacén: camas, fardos, suelo. La caja de lápices no estaba.

—Dios santo —dijo Patrick, sacudiéndose irlandeses del brazo. El Bebé había conseguido escabullirse bajo las mismísimas narices irlandesas de Patrick.

—¿Dónde estáaaa esee chiiiico?

Los clientes de Sammy se agolparon junto a las paredes del bar al oír el rugido de San Patricio.

Patrick embutió unas cuantas botellas de Guinness en sus podridos pantalones, se sacudió los muslos y salió a la calle. ¿Por dónde deambularía un bebé? Los viejos establos y fábricas de Greenwich Street no le interesarían. Patrick se dijo que Jerónimo iría hacia Perry o Charles. Abingdon Square estaba repleto de gente y había demasiados coches para secuestrar a un niño en la acera. Patrick llegó al comienzo de Charles Street. No se veía a ningún niño por los alrededores. Perry Street estaba lleno de grupos de turistas gays que se mofaron de aquel gigante canoso, harapiento y descalzo.

Patrick siguió caminando hacia Bethune Street. A media manzana del shul calcinado vio a Jerónimo caminando con un crío. El gigante les siguió con las rodillas temblorosas. No fue capaz de ver nada impropio en su paseo (Jerónimo no manoseaba al crío, ni le tocaba la ropa). Elevó una plegaria a Esaú, el velludo, el desafortunado hijo de Isaac y Rebeca, para que despejase su cerebro de irlandés. El crío le preocupaba. Era verano, pero llevaba gorra y abrigo, y uno de sus tobillos era más grueso que el otro. Patrick había convivido durante quince años con aquellos «tobillos gordos»; eran muy habituales en la comisaría central. Una de dos: o el crío sufría elefantiasis o llevaba una pistola cerca del zapato.

Patrick maldijo su propia credulidad. El crío era un cebo enviado por Isaac para atrapar a Jerónimo y atraerle a los tejados. Patrick se había precipitado al juzgar a Jerónimo. ¿Por qué no podía el niño de Papá pasear por Bethune Street? ¿Qué había de malo en visitar un shul muerto? El crío estaba allí para seducir a Jerónimo. Luego subirían a un tejado decidido de antemano por Isaac. El crío le daría un besito en la mejilla a Jerónimo, según el plan acordado. A continuación, la Poli se abalanzaría sobre El Bebé, lo esposaría y gritaría «¡el loco, el loco!».

Pero no sucedería si San Patricio jodía bien jodido a Isaac el Valiente. Intentó advertir a Jerónimo. Hizo bocina con las manos y gritó hacia la calle:

—¡Jerónimooooooo!

Jerónimo no caminaba hacia los tejados. El mequetrefe entró con él al shul.

—Dios —dijo Patrick.

Corrió hacia el shul, con las botellas tintineando en los bolsillos. Mareado por culpa de la cerveza, el gigante tuvo que reducir el paso para evitar caer de bruces al suelo. Los servicios municipales habían cegado con tablones la entrada al shul. Jerónimo y el crío debían de haberse colado por debajo de las tablas. Patrick no podía entrar. Se destrozó los dedos tirando de los maderos. Pisó clavos largos de carpintero, y la herrumbre le horadó el talón. Invocó a Cruathair O’Carevaun, el gigante de Munster, para que le diese fuerza frente a aquellos tablones. Finalmente consiguió abrir un agujero suficientemente grande.

El shul estaba oscuro como un barril de patatas. Patrick no podía ver más allá de sus narices. Se quedó clavado en el sitio hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. No había escaleras que trepar. El shul parecía una caja vacía. Las paredes olían aún a fuego. San Patricio avanzó con cuidado entre los cascotes.

—¡Jeróoooonimo!

Algunos cascotes resbalaron. Se oyó un «coño», y luego un «joder». Parecía una chica. Patrick siguió avanzando. Del emplomado de la pared, donde antes estaba la vidriera, le llegaron destellos de una luz parda, tiznada. Jerónimo y el mocoso se revolcaban a los pies de Patrick. El crío era una agente de policía diminuta, con el pelo cortado a lo chico.

—Maldita espía —dijo Patrick. La apartó de Jerónimo.

Ella forcejeó entre los brazos de Patrick, la boca llena del hollín del shul, mientras Jerónimo huía. Debía de haber perdido la pistola en la refriega, porque la funda del tobillo estaba vacía.

—Maldito hijo de puta —dijo ella—. Obstrucción de un agente de policía. De ésta te van a mandar a Riker’s Island.

Patrick la depositó entre los escombros.

—Bonita manera de montar una trampa. Besuqueándose con un pobre chaval loco en mi shul. Mejor reza para que no me queje a Isaac.

La agente le miró con desprecio.

—Ha intentado matarme, macaco irlandés.

—¿Con qué? ¿Con los lápices? ¿O con la porra que lleva en el pantalón?

—Con esto —dijo ella, y depositó en la mano de Patrick un objeto reluciente.

Era cálido al tacto. Patrick achinó los ojos en la luz tenue y reconoció el mango de un cucharón de helado. El gigante intentó pincharse. El mango estaba afilado por ambos extremos. Jerónimo debía de haberlo frotado contra las tuberías de la tienda de dulces de Papá. Patrick notó que tenía un lápiz de colores entre los pies. Recuperó la caja de colores y salió tambaleante del shul.