10

Podría haber pasado la tarde entera en su despacho, ordenar que un lacayo le afeitara y después le quitara los restos de la camisa de Patrick. Pero el comisionado no era un maniático. Podía sobrevivir con un poco de algodón quemado en la cara. Tenía suficientes mandarinas y galletas de miel para sobrevivir a los oficinistas acampados en torno a su puerta. Isaac no pensaba firmar documentos aquel día. Tenía un pequeño apartamento al otro lado de Bowery. Se metería en su ascensor privado, saldría de la comisaría central e iría a Rivington Street a darse un baño y ponerse un traje limpio de lino. Pero Isaac había perdido su diócesis. Ya nadie le quería en Essex, ni en Delancey. Marcó el número del garaje de la policía.

—Vaya calentando el Chrysler, ¿quiere? Y busque a mi chófer. Seguramente estará en el baño con sus tebeos.

Ahora que era comisionado, Isaac podía evitar la escalera principal y esquivar al resto de comisionados y policías. Bajó en su ascensor hasta el garaje, se metió en el Chrysler y cerró la puerta. El aire acondicionado se coló bajo su ropa. Aún tenía los muslos húmedos tras el combate con Patrick Silver. Dio un par de golpes sobre la mampara que le separaba del conductor.

—Palisade Avenue —dijo—. Está al final del Bronx.

Isaac iba a su antiguo apartamento en Riverdale. Pertenecía a su esposa. Kathleen estaba en Florida, convirtiendo pantanos en casas semiadosadas; Isaac tenía el apartamento para él solo. En alguno de los armarios encontraría un traje, una camisa de seda con los bolsillos bordados, una corbata pintada a mano y ropa interior.

El comisionado primero gobernaba un reino de policías gordos y delgaduchos; podía convertir a un inspector jefe en patrullero, desmantelar divisiones enteras, quitarle el arma a quien fuera, crear un escuadrón propio de «ángeles», destruir a los Guzmann uno por uno, pero seguía siendo esclavo de Centre Street. Estaba de servicio veinticuatro horas al día, como el más mugriento de los becarios de Bellevue. Llevaba en el cinturón un busca que podía ordenarle en cualquier momento presentarse en la central o ponerse en contacto con el jefe de la Policía. En cuanto llegase a Riverdale, pensaba tirar el trasto debajo de un cojín y meterse en la bañera de Kathleen.

No le daba pena el grandullón irlandés. San Patricio no debería haber llevado a los Guzmann al shul. La comisaría central de Isaac no era un club de aficionados. Estaba dispuesto a ahumar todos los nidos de los Guzmann en Manhattan. Nadie podía acusar al comisionado de causar incendios. Lo único que había hecho Isaac había sido decirle a uno de sus espías (Martin Finch formaba parte de una banda de pirómanos de Cobble Hill) que había una sinagoga lista para arder.

—Está a punto de caramelo, Martin. Una cerilla en el sótano, un chorro de gasolina y adiós. Pero ten cuidado. El conserje es un gigante irlandés. Le reconocerás porque tiene el pelo blanco y le huelen los pies. Espera hasta que salga a dar un paseo. Dentro vive una familia de idiotas. Chamúscales las narices si quieres, pero no quiero una pira funeraria. Nada de cremaciones, ¿me oyes? Limítate a sacarlos a la calle.

Los porteros de Palisade Avenue saludaron al comisionado. Isaac se había convertido en la celebridad del edificio. Todos habían leído los artículos sobre él en el New York Post, artículos en los que se decía que Isaac era el comisionado más inteligente que había tenido nunca la ciudad: da clases en la John Jay, persigue criminales, juega al ajedrez.

Encontró un sostén y una libreta abierta en el parqué de Kathleen. ¿Había un ladrón en la casa, algún lunático al que le gustaba olisquear sostenes mientras revolvía entre otras pertenencias? Isaac llevaba una pistola junto a la tripa. Pero no quería blandiría ante un niñato en un dúplex. Ni registrar los armarios de los pisos. Empezó a encender las luces. Alguien había doblado unos pantalones de cuadros encima del sofá favorito de Kathleen. El niñato tenía su propio modus operandi: trabajaba en ropa interior.

—Sal de donde estés, cabrón. Soy policía. No me obligues a sacarte por las orejas.

El ladrón salió del dormitorio de Kathleen con su camisa, corbata, calcetines y zapatos entre los brazos. Era un hombre de entre sesenta y sesenta y cinco años, con largas patillas grisáceas y algo de tripita. Isaac le reconoció. Era Miles Falloon, uno de los muchos socios de Kathleen. Recuperó los pantalones del sofá antes de que Isaac pudiera decir «hola».

—No pasa nada, Miles. Sólo he venido a darme un baño y a cambiarme de ropa. Vuelve dentro.

Pero Falloon había desaparecido. Isaac se encogió de hombros y empezó a desabrocharse la chaqueta de verano. Kathleen le observaba desde la puerta del dormitorio. La diosa de las inmobiliarias tenía casi cincuenta y dos años. Los pantanos de Florida no habían podido con su belleza irlandesa. Se había envuelto, voluptuosa, en una bata púrpura. Ninguno de los bomboncitos que Isaac conocía, chicas veinte años más jóvenes que su esposa, tenía el escote de Kathleen. Era como una herida bajo la garganta, un trozo vulnerable de piel entre sus pechos que después de veintisiete años de matrimonio aún volvía loco a Isaac.

Isaac se casó a los diecinueve años, fue padre a los veinte. Había conocido a la belleza irlandesa en una oficina inmobiliaria cerca de Echo Park; él era entonces un estudiante que buscaba un piso barato en Washington Heights. Kathleen se llevó a su universitario a hacer la ronda de los pisos disponibles e hicieron el amor en cada uno de los apartamentos vacíos. Isaac supuso que él era para Kathleen un pasatiempo, un divertimento con cuello de toro, un chico anónimo que le hacía compañía durante la jornada laboral. Pero ella no le dejó alquilar un apartamento. El universitario tuvo que irse a vivir con ella. Se casó con Kathleen en una iglesia de Marble Hill, Isaac, el escéptico judío, estalinista en 1948, un chico con fe en las fuerzas históricas y las verdades eróticas de los veinticuatro años de su esposa.

—¿Dónde está tu cariñito? —preguntó ella desde la puerta.

¿Tenía que explicarle ahora que Ida Stutz le había dejado por un contable que usaba manguitos de plástico? Pero Kathleen no podía haber oído nada acerca de Ida en los pantanos. El Jefe decidió ponerse impertinente.

—Tengo muchos cariñitos —dijo—. ¿A cuál te refieres?

—Manfred Coen.

—¿Ojos Azules? Está muerto.

—¿Y por qué no te has puesto de luto?

A Isaac se le trababa la lengua.

—Yo no le maté. Fue una familia de apestados… Los Guzmann. Tenían un matón, Chino Reyes. Manfred le había abofeteado una vez. El matón se vengó. Se cargó a Manfred con un arma robada.

—¿Dónde estabas tú cuando sucedió, príncipe Isaac? Eres el más santo de los policías. ¿No podías haber salvado a Manfred Coen?

—Kathleen, fue un accidente. Estaba a dos minutos de donde sucedió.

Kathleen salió del umbral para escrutar a Isaac.

—Eres un mierda —dijo—. Ya me conozco tu vocabulario. Siempre que te hace falta una buena excusa estabas «a dos minutos de allí». ¿Y ahora, qué demonios haces aquí? No he encargado una carabina. ¿Quién te ha pedido que vengas a espantar a mis amigos?

Isaac balbució la palabra «Florida».

—Pensaba que estabas en las Everglades.

Le explicó a Kathleen que había venido a meterse en su bañera.

—He tenido un problema en la oficina. Un loco, un judío irlandés se me echó encima en mi despacho. Si no me hubiera defendido me habría arrancado el cuello con las manos.

—Mírate —dijo ella—. Dios bendiga a ese judío irlandés. Me gustaría darle las gracias por embadurnarte la cara de hollín.

—No es hollín —dijo Isaac, malhumorado—. Son trozos de la camisa de Patrick Silver. El muy lunático salió de un incendio para pelearse conmigo.

Notó que unos dedos se metían en su chaqueta. Kathleen le estaba desvistiendo.

—Quítate la ropa —gruñó ella—. ¿A qué esperas? ¿No te quieres dar un baño?

Bajaron las escaleras y llegaron a la bañera de Kathleen; Isaac cargaba con la pistola y la ropa sucia. Kathleen echó la ropa al cesto de la colada. Isaac se metió en la bañera. A Kathleen no le interesaba para nada un marido, pero aún sabía apreciar la firmeza de las nalgas de Isaac, y la robustez de su carne enrollada como una armadura. Había aguantado junto a su oso judío hasta que la hija de ambos fue a la universidad. Entonces huyó a Florida y con una empresa inmobiliaria de nueve socios (los otros ocho eran hombres) entró en tromba en las Everglades y construyó un montón de colonias de jubilados sobre los pantanos. Los oficinistas de la central en Miami admiraban a Kathleen. Despreciaban a los demás socios, a quienes consideraban gente inferior. «Vaya par de huevos tiene esa señora», decían para sí. Según sus propios cálculos, Kathleen valía millón y medio de dólares.

Isaac se sentó en un charquito de agua. Kathleen echó aceites de baño entre sus rodillas. Sus pechos oscilaban bajo la bata. Isaac le hizo señas de que entrase en la bañera.

—Ni en sueños —dijo ella—. Escúchame, tonto, dentro de una hora tengo que estar en el aeropuerto. No voy a bañarme contigo.

El oso estaba hambriento. Su polla asomó entre el baño de espuma de Kathleen. Ella le echó más aceite. Kathleen no estaba dispuesta a fornicar en una bañera con su corpulento esposo; tenía cinco millonarios que bebían los vientos por ella, gente de Florida, sin cicatrices en el cuerpo causadas por martillos, navajas o culatas asesinas.

—Marilyn se ha separado de su nuevo marido —dijo, agrediendo con la información a Isaac. La polla volvió a hundirse en el agua. Los ojos se le achicaron.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Me llamó a Miami. Le dije que viniera a verme. Incluso le envié el dinero para el viaje. Pero no se presentó.

—¿Por qué no llamó a su padre?

—Te tiene miedo. Cuatro maridos en seis años. Debe de ser un récord. En cualquier caso, la culpa es tuya. Ella quería a Coen. Y tú se lo quitaste.

—Coen —dijo Isaac, chapoteando en la bañera—. Yo no saqué a Ojos Azules de su cama. Pero a esa chica le vuelve loca el matrimonio. Coen trabajaba para mí, ¿te acuerdas? No quería a un yerno subido a mi chepa. Manfred era guapo, pero tenía problemas para escribir su nombre. Era huérfano. Los huérfanos no duran. Hubiera muerto de una forma u otra.

—Pero no hacía falta que le dieses la puntilla, príncipe Isaac.

El Jefe no podía discutir con Kathleen. Tenía una garra en las tripas: la lombriz emigraba de nuevo. Se clavaba en sus intestinos con un ritmo corto y repetitivo. Isaac tuvo que gritar.

—¡Dios, joder, hostia, coño!

La diosa de las inmobiliarias le miró fijamente.

—¿Te has tragado un dedo, Isaac? ¿Qué te pasa?

Él aporreó el agua, con la cabeza hundida entre las rodillas. Farfulló palabras ininteligibles para Kathleen, que pensó que a su marido le había dado un ataque. Isaac palidecía. Sus pectorales empezaron a agitarse.

—Lombriz —dijo—. Me estrangula. Tengo que alimentarla.

Ella no rió al oírle hablar de lombrices. El oso gimoteaba. Al fin consiguió mascullar:

—Yogur. Tráeme yogur.

—Isaac, no hay comida en casa. Sólo estoy un día al mes en Nueva York.

Al ver la cara contorsionada de Isaac, subió corriendo a la alacena. No había nada en los estantes, a excepción de una cajita de té y un tarro de miel vieja. Le llevó el tarro a Isaac y le dio la miel a cucharadas. Isaac temblaba. La cuchara no conseguía reanimarle suficientemente rápido. Le arrebató el tarro y comió la miel a lametones. La palidez desapareció. Isaac el Valiente tenía las mejillas pegajosas.

—¿Quieres que le pida al portero que te traiga un hueso de pollo? ¿O prefieres que te hierva los cordones en una taza de té?

—No tiene gracia —dijo Isaac—. Los Guzmann me pasaron la solitaria.

—¿Es contagiosa, Isaac? ¿Como las ladillas? No deberías haber intimado tanto con esa familia.

—¿Intimado? Los muy hijos de puta me envenenaron.

Isaac se encorvó en la bañera hasta que sus labios tocaron el agua. También el policía más poderoso de la ciudad tenía que poner las pelotas en remojo de vez en cuando. El Jefe se estaba viniendo abajo. Su gente le había dejado de lado. Su padre había abandonado a los Sidel cuando él tenía dieciocho años. Una pandilla de adolescentes desquiciados había matado a su madre de una paliza. Estuvo siete meses en coma, y murió dormida mientras Isaac estaba en el Bronx con Papá Guzmann. Su hija estaba en Seattle. Marilyn la Fiera recorría el país coleccionando y descartando maridos. Manfred, su ángel, había muerto por su culpa. Isaac metió a Coen en su guerra con los Guzmann y no consiguió sacar al ángel a tiempo para salvarle el cuello. Ned O’Roarke, su benefactor, se mantuvo en el sillón del comisionado con un tumor en la garganta y durante seis años presidió su propia muerte. Y Kathleen, su mujer, prefería su porción de Florida a la compañía de Isaac.

A Kathleen le interesó la lombriz. Le gustaba la idea de que hubiera un animalito clavado en la tripa de Isaac. Su sufrimiento empezó a excitarla. Ya no era tan santurrón con la boca retorcida en un grito. Se quitó la bata y entró en la bañera con Isaac. El Jefe resopló con fuerza. Era como en los viejos tiempos: el universitario ansioso por lamer a la belleza irlandesa. No conseguía superar sus apetitos más tempranos. Con gusto habría muerto con la cara hundida entre los pechos de Kathleen.

Ambos dieron un respingo en el agua al oír unos fortísimos pitidos. Kathleen intentó sacudirse el ruido de la cabeza.

—Por Dios, estoy sorda —chilló. Isaac tuvo que escabullirse entre sus piernas y revolver en busca de su ropa. Encontró el buscapersonas debajo de una toalla en la cómoda de Kathleen. Desconectó el estúpido aparatejo y se disculpó ante su esposa.

—Lo siento. No puedo hacer nada. Así mis hombres se mantienen en contacto conmigo.

Llamó a su oficina desde el teléfono del vestidor de Kathleen. Pimloe contestó.

—Isaac, los Guzmann han dejado las calles.

—¿Viven entre los restos de la sinagoga?

—No.

—Herbert, no te me pongas elíptico. ¿Dónde están Papá y sus muchachos?

—Se han trasladado a un bar.

—¿Qué bar?

—Reyes de Munster. En Horatio Street.

—¿Cómo crees que entraron allí, Herbert?

—Ni idea. A lo mejor a Papá le gusta el whisky irlandés.

—Idiota. San Patricio les ha colado. Es su bar. Se crió en Horatio Street. Alimentará a Papá con Guinness durante una temporada.

—¿Quieres que le prendamos fuego también?

—Déjalo, Herbert. Yo me ocupo de Papá.

—Isaac, no te preocupes. Tengo a un chico en cada uno de los tejados que dan al bar. El Bebé no puede dar ni medio paso sin que lo sepamos. Jerónimo se va a meter en un lío si le pillamos cerca de un tejado.

—Eso está bien, Herbert. Adiós.

Pimloe se había convertido en el abnegado lugarteniente de Isaac. Desaparecido Rosenblatt el Vaquero, se había olvidado de sus ambiciones y cazaba moscas, mosquitos y marranos para Isaac. El jefe regresó al baño con una sonrisa. Buscaba a Kathleen y a su bañera. Pero la diosa de las inmobiliarias estaba frente al tocador, vestida con falda y blusa.

—Aeropuerto —dijo—. Me voy.

Isaac cogió sus ropas y se fue mientras en su cráneo de comisionado bullían Ojos Azules, Marilyn y Jerónimo.