9

La estirpe de Patrick tenía una historia de soltería. Durante los últimos ciento cincuenta años, ningún Silver, ni en Irlanda ni en América, se había casado con menos de cuarenta y cinco años. Murray Silver sacó su arcón de Irlanda en 1906, cuando era un muchacho de veintidós años. Se afanó en su sinagoga veinticinco años antes de poder escoger esposa. Era el vicario de Bethune Street y despreciaba los shuls rácanos. La congregación de Limerick tenía que tener una marquesina propia, vidrieras rojas y azules y una sala de invierno para los desgraciados que vivían en torno a Abingdon Square.

Se casó con Enid Rose, una huérfana de dieciocho años que repartía el pan, en 1931. Era una chica callada y sensual, con caderas acentuadas por las muchas faldas que llevaba (el vicario conoció a Enid en invierno) y una lengua dispuesta a aceptar el beso de un vicario. Murray rondaba los cincuenta. Vivía perpetuamente encorvado, de tanto trepar por la escalera de mano de la sinagoga, limpiando techos y reemplazando trozos de vidrio roto. Su congregación irlandesa pensó que una esposa joven le mataría. Recomendaron a Murray que se la tomase con calma. El vicario mandó a paseo todos los consejos. Bebió cerveza negra y se perdió en Enid.

A los ancianos del shul les daban miedo las señales de pasión de Murray. La chica quedó embarazada muy pronto. Los viejos rogaron a Dios que no cargase con un huérfano en su vientre. Los ancianos se equivocaban con Murray. Sobrevivió al parto de Patrick. Pero Enid cogió frío. El frío se instaló en sus pulmones. Antes de que pudieran circuncidar a Patrick ya estaba enterrada.

El muchacho se crió en los escalones de la sinagoga. Su sustento llegaba en botellas negras. Mamó Guinness en Reyes de Munster con su padre. Mientras Murray frotaba los techos, Patrick dormía en los bancos con un casquete sobre la cara. En invierno compartía la sopa de la sala de invierno con los mendigos de Abingdon Square. Vivía en el sótano con Murray, quien había renunciado a sus muebles y su apartamento cuando Enid se resfrió. La sinagoga fue la nueva madre de Patrick. Los ancianos se convirtieron en sus tíos y tías. Y Reyes de Munster fue su guardería.

Murray empezó a perder vigor. Ya no era capaz de llevar por sí solo la sinagoga. A veces se quedaba subido a la escalera y soñaba con su mujer. Patrick tenía entonces que barrer el shul. Aprendió a retirar los vidrios rotos de las ventanas y a manipular los añicos sin cortarse. Preparaba sopa espesa para unos mendigos huraños que consideraban una afrenta a su dignidad que un niño de nueve años les diese de comer. Criado con Guinness, tenía fuerza suficiente para enfrentarse a sus miradas.

—Señores míos, —solía decirles—, toca o meados o sopa de cebada. Ustedes eligen.

Pasaron un par de años y dejó de importar que los mendigos le superasen en número. A los doce años, Patrick pasaba ya del metro ochenta. Llevaba siempre puesta una camisa de fútbol negra y roja (Murray había arramblado con los colores de la universidad de Cork al salir de Irlanda). Los mendigos acabaron por respetar la calavera de la camisa de Patrick. Si alborotaban la sala de invierno, soplándole sopa en la oreja a un compañero, el chico los cogía en brazadas de dos o tres, les tiraba escaleras abajo y los dejaba en la acera.

Patrick protegía también a su padre de las corrientes del sótano y le vestía con jerseys y dos pares de calcetines. Murray cayó en cama, musitando «Enid, Enid Rose», y se dedicó a rememorar los días de 1931, cuando desvestía a Enid y la Tora con la devoción de los locos. Aguantó otros diez años y murió en 1954, un vicario de setenta años.

Ahora le había llegado el turno a Patrick de echarle el guante a una mujer. Era un muchacho de cuarenta y dos años y decidió poner punto final a su soltería antes que su padre. Pero su cortejo se fue al garete. La chica con la que quería casarse ya tenía marido.

No podía enfrentarse a sus patrones, los Guzmann de Manhattan, Lima y el Bronx, cuyos nombres ya estaban fijados en los papeles matrimoniales de Odile. Sin embargo, y dado que se esperaba de él que llevase a Jerónimo, Topal y Alejandro a Jane Street, tenía sus oportunidades con la pequeña goya. A veces le llevaba una rosa amarilla con desagradables espinas, pañuelos de Orchard Street, bizcochos, pañuelitos más propios de san Valentín, chocolates rellenos de un pringue medicinal que el propio Patrick era incapaz de tragar.

El irlandés tenía que estar loco. Odile no se había encontrado nunca con semejante abanico de regalos. Aunque se burlara de Patrick, le metiera los pañuelos en la camisa de fútbol y regalara sus bizcochos, la pequeña goya estaba contenta. A nadie se le había ocurrido nunca cortejarla de una forma tan anticuada. Le gustaba acostarse con Patrick Silver en el suelo mientras uno de los chicos de Papá dormía en la cama.

Aquella mañana le tocaba a Jerónimo. Tendida junto a Patrick, podía oír el petardeo del ventilador junto a la ventana y los resoplidos de Jerónimo. Había extendido una sábana sobre el linóleo para que Patrick no se rasguñase las rodillas. Con la temperatura estival, la sábana pronto estuvo húmeda. El magnífico vello canoso que cubría el pecho de Patrick tenía el tacto de las algas.

—Irlandés —dijo ella—. Follas como Manfred Coen.

Patrick no quería hablar sobre policías muertos (Coen había sido el preferido de Isaac, su mejor ángel). Sabía que a Isaac le encantaba usar a Coen de anzuelo, y que a menudo introducía a su ángel en territorios prohibidos, pero Patrick no era capaz de imaginar cómo había ido a aterrizar Coen en la cama de Odile. No es que sospechase de Odile. Sabía comprender sus apetitos y su carrera con Zorro y los demás proxenetas. Estaba decidido a casarse con la putita. Si hacía falta, se la compraría a Zorro. Patrick no era un jodido reformador. Quería sacar a Odile de las calles. Nada más. No había nada vergonzante en la edad de la pequeña goya. ¿Diecinueve? Podía seguir creciendo en el sótano de una sinagoga y prostituirse para un solo hombre, para él, Patrick Silver.

A Odile, tanta devoción empezó a asustarle. Se aferraba a su pecho y satisfacía todos sus caprichos de irlandés, se bañaba incluso en Guinness si él así lo quería, pero ya no podía seguir oyéndole farfullar acerca de sinagogas y esposas. Los Guzmann la habían escarmentado en lo referente al matrimonio. Patrick no cejó en sus cánticos matrimoniales. Para enfriarle, Odile le contó sus aventurillas con Herbert Pimloe, Wiatt Stone (Aquí Odile tuvo que mentir un poco), Zorro, su tío Vander y Coen.

Patrick no quiso escucharla. Del dormitorio llegaban gimoteos. Jerónimo se estaba despertando. El ruido no parecía de hambre. Patrick se embutió en sus pantalones. Supuso que El Bebé se sentía solo lejos de la sinagoga. Echó un vistazo: Jerónimo estaba tumbado en la cama de Odile con las rodillas dobladas frente a la cara. Patrick no entendía aquella postura tan retorcida. Jerónimo había empezado a aullar. Odile preguntó desde las pringosas sábanas:

—¿Se ha tragado el puño?

El Bebé tenía todo un repertorio de ruidos. Patrick los conocía casi todos. Sabía distinguir cuándo tenía hambre, cuándo se sentía enfermo y cuándo tenía sueño. Pero aquellos berridos le desconcertaron hasta que consiguió interpretar la melodía. Jerónimo estaba imitando la sirena de un camión de bomberos. Tenía un oído increíble. Era capaz de aislar un sonido a diez manzanas de distancia y remedar un camión que estuviese en Houston Street. Patrick sólo reaccionó cuando oyó el mismo sonido en la calle. Se puso los calcetines en menos tiempo del que necesitaba Jerónimo para parpadear. No besó a Odile, ni le rascó los rizos a Jerónimo. Patrick no tenía tiempo para demostraciones de afecto. Masculló: «Esaú, no me abandones», y bajó corriendo las escaleras.

El shul ardía en llamas. El humo asomaba por el tejado. Los muros chisporroteaban. Las vidrieras se agrietaban. Patrick se sumergió en la multitud reunida en Bethune Street para contemplar cómo ardía una sinagoga.

—Paso, chicos, que voy.

Los dos camiones de bomberos aparcados frente al edificio de Patrick estaban en las últimas. Un único bombero se balanceaba subido a una escalera junto al shul y rompía las ventanas del santuario con una larga pica de metal. Otros bomberos desenrollaban largas bobinas de manguera. La manguera no iba a ninguna parte. Serpenteaba entre las piernas de los bomberos hasta caer estéril en la cuneta. Uno de los bomberos dijo algo a propósito de la presión del agua en julio.

—El muy cabrón no sabe en qué mes vive —musitó Patrick. No consiguió localizar a un jefe de bomberos, pero vio a los Guzmann y al rabino Prince detrás del segundo camión. Jorge seguía en el camastro de hospital.

—Por amor de Dios, ¿qué ha pasado?

Papá tenía la nariz llena de mugre.

—A saber, irlandés. El fuego no salió de nuestro cuarto. Empezó en el sótano. Un par de minutos más y a Jorge le hubiera salido el humo por el culo. ¿Dónde está El Bebé?

—A salvo, Moses. Está jugando con Odile.

Patrick se volvió hacia el rabino Prince.

—¿Qué has sacado, Hughie?

—Nada, excepto a Jorge Guzmann. Y bastantes problemas tuvimos para conseguirlo.

—El arcón de mi padre —dijo Patrick, y se le achinaron los ojos—. ¿Lo has dejado en el shul?

—Sólo tengo un par de hombros, Patrick, y bastante torcidos además. No había sitio para Jorge y el arcón.

¿Qué hacía él interrogando a Moses y Hughie mientras el arcón seguía dentro del shul? Hughie adivinó la locura que iba tomando forma tras el adusto entrecejo de Patrick.

—Jesús, sólo soy rabino de vez en cuando. ¿Crees que no habría salvado el arca de haber podido?

Pero el hijo de Murray era muy testarudo. Le quitó a un bombero su abrigo de amianto. Otros bomberos le gritaron:

—¡Eh, gilipollas, no puedes entrar ahí!

Patrick los apartó de su camino. Se echó el abrigo sobre la cabeza, como un manto con faldones y mangas, y después de entrar corriendo en el shul, cerró la puerta tras de sí. El calor le golpeó en la nariz y le hizo tambalearse. Patrick no veía nada. El humo se arremolinaba por toda la sinagoga y ocultaba las escaleras. Se le clavó en los pulmones hasta que la saliva adquirió un color desagradable y sintió una horrible presión en los oídos. Los tablones del suelo ardían, y al arder abrasaban las suelas de sus calcetines. Tuvo que seguir andando de puntillas. Con cada inclinación del cuerpo notaba que el pecho se le desgarraba. No había conseguido alejarse ni un paso de la puerta.

Por fin, arrebujándose en los faldones del abrigo, avanzó entre el humo. Patrick estaba seguro de que el fuego le estaba dejando sin piel. Olía cómo su carne se asaba. Alcanzó las escaleras. La barandilla estaba cubierta en llamas. Tendría que trepar con pasos suaves y medidos o también él ardería.

Patrick no podía estar muy lejos del santuario. Oyó el ruido del cristal al reventar. Debía de estar en la sala de invierno. Tropezó con los colchones esparcidos por el suelo, y los pies se le enredaron en las mantas y almohadones de los Guzmann. Patrick se deshizo de ellos a puntapiés. La saliva creó una costra sobre sus labios mientras buscaba a tientas la puerta de la capilla. Estaba en otra habitación. ¿El estudio de Hughie? ¿El frágil retrete del shul? Patrick tenía puntos de referencia: sus rodillas tropezaron con un reclinatorio. Si llegaba hasta el final de los reclinatorios y daba quince pasos hacia el norte, pasaría de largo junto a la peana de las plegarias y tropezaría con el arcón.

Pero sus cálculos fallaron. Debió de desviarse del camino hacia el arcón. Se vio atrapado en el santuario, palpando el enmaderado. El humo le había privado de sus sentidos. Buscó las ventanas emplomadas de su padre, el murete de vidrio sobre la pared norte. El abrigo de bombero empezaba a resquebrajarse. Las mangas casi habían desaparecido. El amianto, tan cercano a su cabeza, emitía un zumbido ominoso. Un gas tóxico flotaba en el aire estancado. Penetró en los ojos, la nariz y los pulmones de Patrick, y también en el forro de su abrigo. Algunos mechones de pelo estaban ya ardiendo. Se tambaleó hacia adelante y atrás, mientras se daba manotazos en la cabeza. Vio que una llama diminuta lamía los bordes de una tela dorada. Era la cortina irlandesa que pendía delante de las puertas del arca. Saltando como un demente, con la cabellera en llamas, Patrick encontró el cofrecillo de Bagdad.

Fuera del shul, el rabino Prince rezaba un kaddish por Patrick Silver. No había oído hablar nunca de irlandeses a prueba de fuego en los Estados Unidos. Seguramente había un ángel desquiciado que habitaba los muros de la capilla, cerca de la silla de Elías, un ángel al que le gustaba incendiar templos y shuls. ¿Cuál de los ángeles en la Mishna y la Gemara era un pirómano? Porque ése era el que había asesinado a Patrick Silver.

Los Guzmann estaban reunidos cerca de Hughie y murmuraban sus propias plegarias. Sabían cómo guardar luto por un empleado. El irlandés había estado a las órdenes de Papá. Había cuidado de Jerónimo, se había hecho amigo de los otros chicos, les había llevado derechitos a la pequeña goya y había ocultado a todos los Guzmann (a excepción de Zorro) en su shul. Incluso aunque Isaac le detuviese y le alejase de las calles, Papá sabría arreglárselas para obtener cirios de contrabando en las Tumbas y encenderlos en honor de Patrick. Ninguna prisión impediría que los Guzmann presentasen sus respetos. Cantarían para sus compañeros de cárcel (en inglés, español y portugués) y les explicarían las andanzas de Patrick en su lucha contra Isaac el Mierda. Papá no ingresaría en prisión sin berrear el nombre de Patrick. De ese modo, nadie olvidaría nunca al irlandés.

Algo sucedía en la entrada del shul. La puerta se había abierto de golpe. El humo salía en tromba. A los bomberos no les gustaban los aparecidos que salían de una sinagoga en llamas. «Joder» dijeron, «pobre tío». Un fantasma alcanzó tambaleante la acera, con un arcón cargado a la espalda. No era más que dos ojos en un rostro ennegrecido. Vestía un jersey hecho trizas. Los calcetines estaban chamuscados. De su frente salía un hilillo de humo.

Los bomberos estaban consternados. Intentaron cubrirle con sus abrigos de amianto. El fantasma no quiso que los bomberos le sofocasen. Sus labios se abrieron. Tenía los dientes cubiertos de hollín. La lengua tenía un repugnante color amarillo.

—Largaos de aquí —dijo—. Me queda otra faena por hacer.

Cinco detectives se precipitaron al interior del santuario de Isaac. Las corbatas ondeaban lejos del cuello de sus camisas. Se les habían desabotonado las camisas. Las sobaqueras colgaban torcidas.

—El loco de Patrick está aquí…

—Va vestido como un negro, señor. Con harapos negros.

—Pensábamos que era un rastafari. Ha conseguido superar a los de seguridad. Casi le pego un tiro al muy cabrón.

—¿Qué quiere de nosotros? A Morris le ha dado un mordisco en el culo.

—¿Quiere que acompañemos a Patrick al sótano, señor? Podemos encadenarle a uno de los archivos y rematarle.

Isaac observó a sus cinco detectives y el revuelo que habían causado en su despacho.

—Sed amables con san Patricio. Le he invitado a tomar té.

Los temblores se acercaban a la puerta de Isaac. Podía oírse el rechinar de rodillas. Patrick entró a trompicones en el despacho con otros dos detectives aferrados a los tobillos y las costillas. Su famosa camisa de fútbol había perdido las mangas. La raja de las nalgas asomaba por encima de la cintura de sus pantalones. Los dedos de los pies eran visibles tras unos calcetines sin puntera. Tenía la cara cubierta de sangre y mugre negra, como el hollín de una tormenta de fuego.

—Isaac —dijo, con el brazo de alguien casi metido en la boca—. ¿Son estos chicos miembros de tu patrulla de incendios? ¿Han rezado algo con el queroseno? No deberías haber tocado mi shul. Si consigo quitarme de encima a tus moscones, te vas a enterar de cómo se hacen las cosas en Limerick. Te voy a arrancar el cipote para ponértelo por sombrero.

Isaac salió de detrás de su mesa de comisionado.

—A ver, irlandés de pacotilla. El único Limerick que has visto tú en tu vida es el vello púbico de tu padre. Esa maloliente camisa de fútbol ya no engaña a nadie. Naciste cerca de Houston Street, como todos nosotros. Lo que pasa es que tu padre usaba contigo yarmulkes en vez de pañales.

Patrick forcejeó con el detective que tenía sentado en las costillas.

—Vuelve a hablar de mi padre y te vas a vivir con los gusanos, Sidel.

—Que se levante —dijo Isaac—. Estoy harto de sus bobadas. Te estoy esperando, Silver. Ponte de pie y ven a por mí.

Los detectives montados sobre Patrick aflojaron la presa. Patrick se puso en pie de un salto y agarró a Isaac por la garganta. Ambos empezaron a girar vertiginosamente por la habitación. Los policías presentes no conseguían creerse que un don nadie como Patrick Silver, un refugiado de las oficinas, un conserje de shul, se atreviese a enfrentarse con el comisionado primero interino. Se abalanzaron sobre Patrick Silver, le aporrearon e intentaron aferrarse a su camisa; entre sus dedos quedaron retazos de algodón chamuscado. El comisionado les gritó:

—¡Fuera! Patrick es mío. Si alguien más se interpone entre él y yo, me lo cargo.

De modo que tuvieron que desistir. Se frotaron los dedos con sus pañuelos de policías y contemplaron cómo Patrick y el comisionado rodaban por el suelo. Estaban desconcertados. Ya no sabían cómo proteger a su jefe. Sus zapatos tenían punteras de cuero, capaces de perforar el cráneo de cualquier gigante irlandés. Pero Isaac no les daba la orden. Lo único que podían hacer era cerrar la puerta y confinar la refriega a una sola habitación; de lo contrario, toda la central se enteraría. La historia de Isaac forcejeando, con briznas de un material algodonoso en la cara, se extendería por los restantes despachos, llegaría al vestíbulo y todos los policías de Manhattan sabrían que Isaac se había enfrentado a un conserje.

A Isaac las cuestiones de protocolo no le preocupaban: tenía un pulgar clavado en la nuez. No se dejó llevar por el pánico ni gimió pidiendo ayuda; estaba acostumbrado a la gente feroz. Había sobrevivido seis meses junto a Jorge Guzmann, ¿no? Isaac tenía unas cuantas cicatrices: la frente mellada por culpa de unos yonkis aficionados a lanzar martillos, un medallón de carne en la mandíbula, cortesía de un ladrón enloquecido y armado con unos alicates. Isaac había luchado contra los criminales de los cinco barrios y había sabido sobrevivir. No iba a sucumbir ante un gigante irlandés que acarreaba una pistolera como si fuera un tapacojones.

Los detectives no sabían qué hacer con respecto a la sangre en la boca de Isaac. ¿Se estaba asfixiando el comisionado? Se sintieron satisfechos al ver que Isaac escupía trocitos de esmalte. El comisionado no se iba a morir por un diente roto. La suerte de Isaac cambió a partir de entonces. Con dos codos como dos martillos pilones aporreó la barbilla de Patrick y consiguió alejar el pulgar de su nuez.

—¿Te basta con eso, estúpido hijo de puta? —dijo, al tiempo que se abalanzaba sobre Patrick.

—Cuando acabe contigo vas a tener dos cagarros en las orejas —le respondió Patrick, y de un empujón se quitó a Isaac de encima.

La trifulca sé convirtió en un toma y daca, con abundante intercambio de codazos y cabezazos. La ambigüedad de la contienda hacía que los detectives se sintiesen inseguros. Ninguno de los dos ganaba ni perdía.

Patrick e Isaac se separaron al fin. Ambos se quedaron tirados en el suelo, jadeando. Sus caras eran una pura mueca, y tenían los nudillos despellejados. La camisa de Patrick se había desintegrado. Se sacudió los pelos blancos del cuerpo. Isaac examinó el daño que había infligido a su boca.

—Traednos té —gruñó.

Sus subordinados volvieron a su trabajo. Los detectives salieron corriendo a buscar la tetera favorita del comisionado, sus galletas de miel favoritas, azúcar, cucharillas y porcelana.

—Y ahora fuera de aquí.

A solas, sin la bandada de gallinas nerviosas, Patrick e Isaac tomaron té y coñac en tacitas veteadas de azul. No hablaron. Gruñeron una o dos veces. Los hombres de Isaac, apostados frente a la puerta, se preguntaban por el significado de los periodos de silencio en el despacho del comisionado.

El té se le subió a Patrick a la cabeza.

—Señor interino —murmuró, con el coñac pegado todavía a la lengua—, ¿qué es lo que tienes contra los Guzmann? Es un clan pobretón. Hace un año que atosigas a Zorro.

Dio un par de golpes sobre la mesa con el talón de sus calcetines.

—Más te valdría meterte con otra familia.

—Asesinaron a Manfred Coen —dijo Isaac, mientras olisqueaba el coñac de su taza.

—Todos hablan de Coen —dijo Patrick, y echó otro trago a su té mientras recordaba a Odile y al agente de ojos azules de Isaac. Al parecer, Manfred, amable y triste, era irresistible para las mujeres de la parte alta de la ciudad. Según los correveidiles de la central, las mujeres no aguantaban mucho cerca de Coen con las bragas puestas. La agencia de servicios especiales acostumbraba a quitárselo a Isaac una o dos veces por semana: Coen estaba muy solicitado como guardaespaldas de jóvenes estrellas, políticas y esposas de diplomáticos extranjeros.

Patrick se abrazó las rodillas. Circulaban rumores por Manhattan; se decía que Isaac había dejado a Coen a merced de los Guzmann porque su hija, Marilyn la Fiera, estaba loquita por él. Su hija había abandonado a todos sus maridos (se había casado ocho veces, según había oído decir Patrick) para sentarse en el regazo de Coen. Patrick la había visto a veces por la central: una chica a la que cualquier policía le hubiera tirado los tejos de no estar tan próxima al jefe. Era delgaducha, de ojos verdes. Y tenía una madre irlandesa (Kathleen, la esposa separada de Isaac y reina de la propiedad inmobiliaria, que vivía en Florida la mayor parte del año). El comisionado no tenía suerte con las mujeres. Su esposa, sus novias y su única hija le habían abandonado. Marilyn la Fiera estaba en Seattle, cosechando un nuevo ramillete de maridos y escondiéndose de su padre.

—Isaac, ¿ahora dime la verdad? ¿Sacrificaste al pobre Manfred por culpa de lady Marilyn?

Isaac cogió una galleta de miel y la masticó. Si aquel asno irlandés no cerraba la bocaza, volverían a pelearse.

—Si tanto te interesa Coen, ¿por qué no nos ayudas a capturar a los Guzmann?

—Isaac, eso que me pides es mezquino. ¿Qué más te da a ti si los Guzmann viven o mueren?

—Me metieron un gusano en las tripas. Pasé medio año comiendo su mierda.

—¿Y qué esperabas, que Papá te diese dos besos en las cejas? Él sabía de qué iba tu pantomima. Isaac, el gran jefe caído en desgracia. El hombre que renunció a Manhattan para refugiarse en una tienda de dulces. Yo entonces era un mal detective, el más tonto en el departamento del comisionado primero, pero ni siquiera yo podía creerme que Isaac el Puro aceptase sobornos de unos corredores de apuestas. Tú siempre fuiste un gran defensor de la lógica, trazabas unos mapas preciosos sobre la mente criminal; como si fuese un océano de vidrio sobre el que pudieses patinar con tus zapatos de cuero.

La lengua de Patrick se apelmazaba bajo el peso de sus palabras, pero no quería dejar en paz a Isaac.

—Tu lógica apesta. Podrías haberte tomado unas vacaciones en el Bronx sin tantas historias de elefantes. ¿Pero por qué quisiste acostarte precisamente con los Guzmann? ¿Qué pasa, que te ponían cachondo los pelos de las piernas de Papá?

—No —dijo Isaac.

El coñac le ardía en el agujero que Silver le había hecho en la mejilla. Isaac lamentaba la pérdida de su diente. El escozor en las encías casi le hizo levantarse.

—No, Papá no —continuó—. Ni Jorge, ni Zorro. Jerónimo.

Patrick empezó a temblar.

—Maldito seas, Isaac. No me vengas con esa historia. No me hables del loco del pintalabios, porque empezaré a gritar y te mearé las paredes.

—Jerónimo es invertido.

—Algo invertido —dijo Patrick—. Se las arregla bien con la mujer de Zorro. ¿Quieres que te cuente cuántas veces se ha colado en su cama?

—¿Te refieres a la gran Odile? Pensaba que estaba casada con Herbert Pimloe. Esa chica se tira a un ejército entero cada noche. Dime alguien que no haya follado con Odile.

A Patrick la porcelana del comisionado le traía sin cuidado. Hubiera podido morder la taza y devolverle a Isaac los pedazos, pero prefirió dejar la cuestión de Odile.

—¿No estábamos hablando de El Bebé?

—Por supuesto —dijo Isaac—. Un invertido, te lo estoy diciendo. Le gusta mutilar a niños pequeños. ¿Qué esperabas de una familia de chulos?

—Te equivocas. Moses no ha criado a sus chicos para que ataquen a niños por los tejados. Yo soy el guardián de El Bebé, ¿no? Me sé todos sus movimientos. Y si hubiese estado por los tejados haciendo el loco, lo sabría.

—Últimamente ha estado encerrado en casa. Desde que los Guzmann se fueron a vivir contigo. El Bebé es más tímido cuando está su padre cerca. Pero no durará. Lleva la locura en las venas. Se sentará sobre las manos un tiempo, pero acabará por saltar. ¿Cuánto tiempo puede uno alimentarse sólo de chocolate blanco? Le doy otra semana, y saldrá a cazar críos.

Patrick estaba harto de beber coñac en una taza de té. Se agarró a una esquina del escritorio de Isaac y se levantó.

—¿Qué vas a hacer, Isaac? ¿Apostar un enano en cada tejado?

—No hará falta. ¿Estás ciego? Tengo suficientes hombres en Hudson Street para encontrar una aguja en el suelo. Le pillaremos con las manos en la masa.

—Isaac, alguien te ha metido un violín por el culo. ¿Por qué no te vas al centro con tus chicos y quemas unos cuantos shuls más, cabrón de mierda?

Patrick salió con prisa del despacho, apoyado en unos tobillos inseguros. El té le había abotargado. Cruzó un laberinto de oficinas repleto de gente del comisionado. Le saludaron con sonrisas maliciosas.

—Estás loco, Patrick.

Eran las serpientes de Isaac. Patrick no les prestó atención. Le preocupaban otras cuestiones. El Jefe le había llamado «irlandés de pacotilla», hijo de Bethune Street. Patrick debería haberle dicho: «soy tan irlandés como los sapos de Killinane». Había sacado a su Irlanda del cuello de una botella de Guinness y estudiado historia y magia en Reyes de Munster, sentado en las rodillas de Murray Silver.

Los hombres de Isaac le oyeron rezongar. Los ojos de San Patricio de las Sinagogas brillaban con una luz extraña. Sus labios se movían a una velocidad increíble.

Isaaac —decía—, yo connnnozco a los magos, y a los santos, y a los reyes.

Brian Boru, el primer rey de Munster, expulsó a los daneses de Limerick, les zurró la badana con un vergajo de buey hasta que dejaron caer sus cuchillos y huyeron a Skibbereen. Santa Bridget, abadesa de Kildare, fornicó con los salvajes pescadores de Dungarvan para evitar que saquearan su convento de monjas. La bruja de Limerick, un vejestorio espantoso, vivió hasta los ciento noventa años echando maldiciones sobre su ciudad y murió de un estornudo que le partió el pecho. San Munchin, el hermafrodita, llevó a los leprosos a Irlanda y los amamantó con su propia leche. Murray le contó una vez que quizás entre los leprosos hubiese algunos judíos. ¿Cuántos Silver bebieron de las tetas de Munchin? Sabe Dios. La sed de cerveza negra de Patrick provenía de los santos.

Por los pasillos, los detectives miraban de reojo los jirones de tela sobre su espalda. ¡Ahí va uno que entra y sale del cubil de Isaac! ¿De dónde ha sacado esos labios balbucientes? Quedaron admirados de los poderes del Jefe, convencidos de que el comisionado había convertido a Patrick en un espía. No se habían fijado hasta entonces en los ojos azules de Patrick.

—Joder —dijeron todos. Isaac tenía un «ángel» nuevo, otro Manfred Coen.