8

Los chicos de Isaac se trasladaron de Boston Road a Bethune Street. A los dos días de llegar los Guzmann, los Chevrolets verdes patrullaban delante de la sinagoga irlandesa. Jerónimo podía ver sus anchos alerones a través de las numerosas rendijas de las ventanas de la capilla. Isaac aparcó su infantería a la puerta misma del shul. Uno podía encontrar detectives a pie desde Washington Street hasta Abingdon Square. El nuevo comisionado tenía a Silver y a toda su gente en una caja de zapatos. Si quería, Isaac podía asfixiarlos, o dejarles unos pocos centímetros de tranquilidad.

Patrick no estaba dispuesto a rendirse ante unos ojos azules y una flota de Chevrolets. No le hacía falta adentrarse en las cloacas en busca de judíos al azar. Podía organizar sus minyans dentro del shul. Patrick tenía cuatro nuevas cabezas con las que jugar: las de Topal, Alejandro, Papá y Jorge. Pero no fue brusco. Atrajo a tres Guzmann hasta el santuario, aunque no invadió la cama de Jorge. Buscó una yarmulke para el hijo mediano de Papá y la colocó en el estrado de las lecturas, después de que Hughie el rabino sentenciase que un enfermo que se encontrase dentro del shul no estaba obligado a estar presente físicamente en los servicios religiosos; podía estar presente en espíritu por medio de un casquete u otro artículo de fe, según dictaba la Tora que Hughie tenía grabada entre ceja y ceja.

Papá se sentía incómodo en la capilla. Musitaba sus cánticos en portugués, temeroso de que el Señor Adonai se ofendiese si un apóstata recitaba sus plegarias en hebreo. Se cubría con un enorme pañolón de lino, como los ancianos del shul. Convenció a Topal de que no sacudiese los hombros hasta que se hubiera extraído la Tora del armarito de la pared, y le prohibió a Alejandro llenar de migas de halvah las escaleras que rodeaban la peana de las plegarias. Pero censurar a sus hijos no conseguía aliviar sus pesares. ¿Cómo iba a olvidar los Chevrolets? Al oír el ruido de sus motores se echaba el manto sobre la cabeza hasta que le cubría por completo y se retiraba a la única arca que un marrano podía construir para sí mismo: el aire muerto delante de su nariz.

Patrick vio a Papá envuelto en su sudario y quiso consolarle con un susurro al término de la plegaria:

—Moses, estate tranquilo. Me trae al pairo que Isaac sea el rey de las aceras. No puede entrar por la ventana con su Chevrolet. Estate tranquilo.

Pero no podía tener a Papá cogidito de la mano durante el servicio matutino. Patrick era el guardián de las escrituras. Los ancianos le habían otorgado el honor de tapar y destapar la Tora. Ese oficio, el más sagrado en la sinagoga, recayó sobre Patrick en memoria de su padre.

De no haber sido por Murray Silver, el fallecido vicario de Bethune Street, la congregación de Limerick no habría existido nunca. El destartalado arconcillo que contenía las escrituras era el arca de Murray. En otro tiempo había estado en el shul de King’s Island, en el condado de Limerick. Tallado en Bagdad (Patrick lo supo a través de su padre), el arca había viajado de Irán a Turquía, de Turquía a España y de España a Irlanda en el transcurso de setecientos años. Nadie osaba poner en duda el pedigrí del arconcillo de Bagdad. Era el receptáculo más sagrado de toda Irlanda para los judíos de Wolfe Tone Street. Cuando la enloquecida gente de Limerick expulsó hasta al último judío, Murray no permitió que el arca se pudriese en King’s Island. La llevó consigo a Dublín en un carro, cargó con ella mientras cruzaba el mar de Irlanda y se sentó con ella en el vapor desde Liverpool a Nueva York.

Tantos viajes habían desvencijado las esquinas del arcón; llegó a América con una pata de menos. Murray no se preocupó. Pasó por inmigración con el arca coja a cuestas y, con la ayuda de una sociedad de ayuda a los judíos desposeídos, se trasladó a una pensión. En la sociedad conoció a un puñado de sus antiguos cofeligreses, los llevó a la pensión, y juntos celebraron la supervivencia del arca de Bagdad y empezaron a hacer planes para crear una sinagoga que acogiese al arca de Murray.

Aquel arconcillo antiquísimo, cubierto con una andrajosa cortinilla irlandesa (diseñada por los tejedores judíos de Limerick, y que perdía pelo) tenía atemorizados a los Guzmann. Papá y sus muchachos estaban convencidos de que el Señor Adonai habitaba el arcón de Bagdad. Cada vez que Patrick levantaba la cortinilla, esperaban ver salir humo. Cuando el gigantón irlandés les presentaba la Tora sentían escalofríos. Había que besar la Tora. Apenas si rozaban la tela con los labios muy apretados. El terciopelo les quemaba la boca. Cerraban los ojos en cuanto Patrick destapaba la Tora. No soportaban ver un pergamino desnudo. La lengua sanguinolenta de Adonai podía azotarles desde la maraña de letras hebreas.

Excepto por las visitas a la capilla, Papá se negaba a salir de la sala de invierno. Se sentaba con Jorge y retorcía trozos de cordel jugando contra sí mismo un desquiciado juego de cunita. Las figuras aparecían y desaparecían entre sus dedos a una velocidad pasmosa. Papá no tenía otras ocupaciones.

De vez en cuando, Zorro enviaba médicos al shul. Eran siempre jóvenes avejentados vestidos con batas de hospital: internos, enfermeros y camilleros que Zorro había conseguido sobornar para que dejasen las salas de emergencia de cualquiera de los barrios cubanos del Bronx. Los médicos de Zorro eran los únicos capaces de apartar a Papá de sus juegos de cuna. Se acurrucaban junto a Jorge, recortaban sus vendajes con una mugrienta tijera de hospital y se reunían en conciliábulo en un rincón de la sala de invierno. Su parloteo no tenía pies ni cabeza para Papá. Hablaban de rótulas de plata, de fluido espinal, de dosis robadas de sangre. Estaban deseosos de convertir la planta baja de la sinagoga en una sala de operaciones. Junto a la cama de Jorge empezaron a acumularse las mascarillas y los escalpelos.

A Papá le llevó unas cuantas semanas descubrir que aquellos hombres eran unos fanfarrones, idiotas embutidos en batas de hospital. Eran capaces de asesinar a Jorge con sus bisturíes. Él no quería rótulas de plata para su hijo. Expulsó a los médicos de Zorro de la sinagoga. Al pie de las escaleras mascullaron el nombre de Zorro.

—A Zorro no le va a gustar esto. Nos pagó para que cuidásemos a su hermano. ¿Qué sabes tú de medicina, viejo?

Papá llamó a sus hechiceros marranos. Tenían caras mucho más amables que las de los avejentados jovenzuelos. Ellos sí sabían cómo llorar por un chico lisiado. Y eran profesionales capaces. Estaban siempre junto a la cama, echando vaharadas de ajo sobre las heridas de Jorge. Papá no tenía queja alguna respecto a las curas que mencionaban en sus cánticos. Prometían resurrecciones variopintas: nieve en Jerusalén, tobillos y rodillas sanos, camas de hospital que desaparecían en las paredes, y el regreso de todos los marranos a una España árabe. Papá lloró al oír las noticias. Empezaba a recuperarse del embotamiento causado por treinta años de dirigir el cotarro en el Bronx. Estados Unidos no era un país para él. Los marranos no podían sobrevivir entre cristianos y judíos. Pero la España que buscaban había muerto cuatrocientos años atrás, cuando los moros se fueron de Granada.

Patrick tenía que dar de comer a los Guzmann y sus hechiceros, que eran gente muy remilgada. Los marranos comen con las manos, le indicaron, despreciando las cucharas de Patrick. No quisieron tocar sus bocadillos ni sus sopas. Patrick tuvo que ir corriendo a un restaurante cubano-chino cercano al hotel Chelsea para buscar cerdo y frijoles en grandes cantidades. Cuidar de los Guzmann podía agotar a cualquiera. Patrick se escapaba a Reyes de Munster en cuanto tenía un rato libre en el shul. Echaba grandes tragos de Guinness y volvía a la sala de invierno borracho como una cuba y cantando canciones picantes (acerca de la bruja de Limerick y del tráfico debajo del Ballsbridge) que nadie entendía.

Papá era incapaz de retener en la cabeza la geografía de Irlanda. Bastante trabajo le costaba recordar los dos extremos de Bethune Street. Incluso Boston Road empezaba a desaparecer. De un parpadeo era capaz de olvidar toda una generación de moras, leches malteadas y halvah. La capilla seguía siendo un lugar aterrador. Tenía una silla para Elías y un arcón para Adonai. Por esa razón, Papá estableció su cosmos en la sala de invierno. Allí podía tropezar con las paredes con relativa tranquilidad. Allí podía apremiar a los hechiceros para que le iluminaran con profecías más claras. Podía limpiarle la cara a Jorge con un trapo. Podía observar la desazón de Patrick y oír los gruñidos de sus hijos. Papá no era ciego: Topal tenía un ladrillo en los pantalones. ¿Qué se puede hacer con un chico que mantiene una erección dieciséis horas seguidas? Papá le rogó a Patrick que llevase una prostituta a la casa.

—Ayúdame, irlandés. Va a romper los pantalones… Topal está en peligro. Se le puede romper la polla.

—Moses, lo siento por el chico, pero no se pueden meter putas en un shul.

—¿Qué hay de la mujer de Zorro? —dijo Papá con su voz más melosa.

—¿Quién es?

—La goya jovencita, Odile.

—Puede venir si quiere —dijo Patrick—, pero no para fornicar. Ésa es la ley.

Papá se estaba exasperando.

—No sabía que estábamos en un monasterio, irlandés. Mis chicos tienen pollas, a Dios gracias. Llévales junto a la goya, de uno en uno. Irlandés, confío en ti. No dejes que se encuentren con los parachoques de Isaac. Tengo un hijo sin piernas. Es suficiente.

—No te preocupes, Moses. Las calles aquí son estrechas. Puedo esquivar un Chevrolet.

Patrick inauguró el trayecto de la sinagoga a Jane Street. Topal era el más necesitado. Por eso fue el primero en acompañar a Patrick.

—Cógete de su mano —le gritó Papá desde las escaleras—. Irlandés, no dejes que tropiece. Podría quedarse sin rodillas.

Salieron del shul cogiditos de la mano. Los detectives croaban desde sus coches verdes.

—Patrick, ¿por qué no nos das a ese bebé? Nos gustan los Guzmann. Le daremos lametones en los ojos.

—Largaos —masculló Patrick—, antes de que me cague en el parabrisas.

Y arrastró a Topal lejos de los coches. No pudo entrar en casa de Odile. Tuvo que llamar al interfono desde la calle.

—Señorita Leonhardy, abra. Le traigo a un chico, Topal Guzmann. Y los saludos de Papá.

Odile le esperaba en la puerta con un batín de fiesta. Patrick se quedó clavado en sus calcetines negros. La pequeña goya mostraba suficiente piel para reblandecerle el cerebro a cualquier irlandés. Se estaba convirtiendo en un puto malporrero que le llevaba chicos Guzmann a Odile.

—¿Prefiere que me quede en el pasillo hasta que haya terminado?

—No —dijo ella—. Entra.

Había estado antes en apartamentos de putas, pero en ninguno había visto mantelitos de ganchillo, ni una freidora de gofres. La cama era diminuta. Patrick habría tenido que cortarse los tobillos para caber en ella. La pequeña goya de Papá era una zorrita extraña. Desvistió a Topal con tirones afectuosos. ¿De veras estaba casada con Zorro? ¿O era que los Guzmann tenían una opción preferente sobre ella? Patrick no alcanzaba a comprender las expansiones y contracciones del imperio de Moses. Él era sólo el brazo fuerte de la familia, y el cuidador de tres de los hijos de Papá. Topal tenía el pecho rizado. Su polla se recortaba contra la tripa, pero era difícil ver su escroto. Los Guzmann tenían un cuidado exquisito con sus pelotas. Siempre las tenían bien resguardadas de forma que ningún enemigo, hombre o mujer, pudiese llegar hasta ellas.

Patrick sintió que las encías se le encogían cuando Odile se quitó la bata. No podía creerse la firmeza con que sus nalgas se aferraban al arranque de los muslos. «Dios nos proteja», pensó, «la goya no tiene ni un gramo de carnes caídas». Tampoco se sentía cohibida por la presencia de Patrick Silver. Humedeció la polla de Topal con un poco de saliva y se montó en el chico. Patrick se retiró a la cocina.

Oyó un sonido parecido al gruñido de un perro malhumorado. Después nada. El silencio le molestó más que el gruñido. Patrick era un hombre religioso, casi un vicario del shul de su padre, y desde luego no era un mirón. Pero ¿qué podía estar haciendo Odile con el muchacho? Se asomó desde la cocina. Topal se había dormido sobre un almohadón (ya tenía todo el placer de un mes). Odile no le había estafado: había en su cara un rubor profundamente angélico. La pequeña goya estaba sentada en la cama, sin interrumpir el sueño de Topal. Había vuelto a ponerse el batín.

La seda de sus piernas hundió a Patrick en la melancolía. Era un irlandés que cargaba con la Tora en brazos. ¿Podía acercarse a la pequeña goya? ¿Ofrecerle dinero? Había sido un hipócrita al sermonear a Papá sobre el pecado que constituía fornicar en un shul. Con gusto habría escondido a Odile en el arcón sagrado de su padre, para quedarse con ella tras las plegarias. Estaba dispuesto a tirar a Hughie por la ventana si el rabino ponía en tela de juicio sus derechos sobre la chica. Y pensaba arrancarle la cara a mordiscos a cualquiera de los ancianos que intentase interponerse. Patrick tendría su concubina o cerraría el shul.

La locura de su deseo empezó a darle miedo.

—Jesús —dijo—, me voy a casa.

Odile entró en la cocina. No coqueteó. No aflojó la bata. No metió la mano en el bolsillo de Silver. Él, san Patricio del shul de Bethune Street, se mostró arisco con ella.

—Explícame cómo te convertiste en la mujer de Zorro.

—¿Quién dice que estoy casada?

—Papá lo dice. ¿Es un cuento de los Guzmann?

—No. Pero fue una boda amañada. Tuve que casarme con seis personas. Papá y sus cinco hijos. Fue idea de Zorro.

—Menudo zorro está hecho. ¿Pensaba partirte en trozos como al chocolate de Jerónimo? Cada Guzmann se queda con una onza. Lástima que no hicierais siete partes, así hubiera tenido yo también la mía.

—No seas bobo —dijo ella—. A los Guzmann no les interesaba una esposa. Zorro estaba juntando certificados de matrimonio. El cura era un chalado. No tenía ni iglesia. Tuvo que casarnos en la capilla de una funeraria portorriqueña. Zorro pensó que no podrían echarnos del país si toda la familia se casaba con una chica estadounidense. Firmé los certificados con nombres distintos. Al cura tanto le daba.

—Señora de Guzmann —dijo Patrick—. Enhorabuena.

Ella le miró enfurruñada mientras desataba el cinturón de la bata.

—No me llames eso. Una chica no puede tener seis maridos. En Nueva York es ilegal. Además, era menor. Tenía diecisiete años cuando los Guzmann se casaron conmigo.

Patrick no podía combatir la lógica de su argumentación, ni retirarse hacia la puerta. Ella le atrapó entre los faldones de la bata. El peso de sus pechos contra la camisa de fútbol le golpeó debajo de las rodillas. Se hundió en Odile, paralizado de cuello para abajo. Tan sólo quería abrazar a la pequeña goya, sentir sus pezones contra su pecho y notar que sus piernas flaqueaban durante el resto de su miserable vida.