7

Odile Leonhardy estaba sentada en el salón eduardiano del Hotel Plaza leyendo el menú del desayuno envuelta en un vestido de crep sin bolsillos ni mangas. Compartía una mesa de lujo en la terraza con el productor de cine Wiatt Stone. El menú la dejó sin aliento. En el Plaza no escalfaban un huevo por menos de dos dólares. A medida que se acercaba su vigésimo cumpleaños, Odile se volvía más mezquina. Comía frutos secos en su habitación, o bien se aprovechaba de Herbert Pimloe para satisfacer su apetito de patatas fritas.

Llevaba tres meses viviendo en el Plaza, a la espera de que la gente del cine de verdad la descubriese. Debía de haber escogido el hotel equivocado. Wiatt era el único productor al que había conocido en el vestíbulo. Y las producciones que tenía en mente no parecían distanciarse mucho de su antigua carrera como Odette, la reina infantil del porno. Wiatt le acarició la pierna bajo la mesa de la terraza y le ofreció el papel de Abisag, la sierva casi niña del rey David, en una superproducción que pensaba llevar a cabo sobre Jerusalén, la Ciudad de Dios. Como tal, Odile tendría que pasarse la película acariciando la entrepierna de un rey moribundo.

—Soy demasiado mayor para el papel —dijo ella, al tiempo que se servía de la servilleta para apartar la mano de Wiatt de su rodilla.

Wiatt no se amilanó. Tenía a Odile acorralada. Podía seguir tentándola con pomelos, cruasanes, o cualquiera de sus pulgares.

—Encanto, está clarísimo. Te quiero a ti para La ciudad de Dios. Abisag no siempre tiene doce años. Al acabar la película es una distinguida señora en el lecho del rey Salomón.

Odile paseó la mirada por las vigas del techo del salón, por los candelabros, el empapelado rosado de las paredes, las exquisitas tazas de té, los huevos escalfados y el entramado de las sillas, y se excusó ante Wiatt.

—Perdona, tengo que hacer pis.

Salió por una de las esquinas mascullando maldiciones. Con los peces gordos del porno, como su tío Vander, una chica sabía al menos cuál era su sitio. Vander no te apabullaba con pomelos de tres dólares. Echaba un vistazo a tus pezones bajo el crep de China y te decía «sí» o «no». No había palabrería sobre Abisag y grandes superproducciones religiosas. No, él decía: «Odile, quiero que se la chupes a un rey viejo».

Salió de la terraza, pasó junto al enorme cuenco de fresas junto a la mesita de reservas y abandonó el salón eduardiano. Hombres y mujeres se atragantaban al ver su vestido de crep. El ascensorista intentó sobarla. Odile tuvo que recordarle quién era ella con un golpe de caderas.

—Niño, no soy tu arbolito. Ve a apoyarte en las tetas de otra, anda.

Estaba en el vestíbulo con las maletas hechas antes de que Wiatt hubiese acabado su segunda taza de té. Vio que Pimloe entraba en el hotel. A Pimloe le costó reconocerla con aquella ropa. Odile tuvo que agitar el crep ante sus ojos.

—¿Qué pasa, Herbert, acabas de salir de un funeral?

—Isaac el Grande me ha claveteado la cabeza. Odile, vamos a tener que pasar sin patatas fritas una temporada. Tengo la tripa fuera de servicio. ¿Podemos vernos en el parque?

—Hoy no. Hazme un favor, Herbert. Ve a donde están desayunando. Pregunta por Wiatt, el productor de cine. Dile que Abisag se va a casa.

Cuando se decidió por el Plaza, Odile no había quemado sus naves. Tenía un apartamento en Jane Street. Era un pisito de muñecas, una habitación y media en la que podía recibir a todo tipo de hombres, policías como Pimloe y los clientes que le buscaba Zorro. Era la chica de Zorro, pero ¿quién podía confiar en él? Espaciaba sus visitas de acuerdo con el calendario que llevaba en la cabeza y se acostaba con ella algunos lunes del año. Ella no entendía su predilección por los lunes, ni el modo en que era capaz de abrir y cerrar su pasión como un puño.

Pero Zorro no le preocupaba. Zorro la localizaría en Jane Street algún lunes, cuando la necesidad le apremiase lo suficiente. Los Guzmann tenían sus virtudes. Con Zorro de protector, Odile estaba a salvo de ladrones e intrusos. Todas las ratas de Manhattan y el Bronx tenían suficiente respeto a Zorro y sus hermanos. Si alguien chuleaba en su territorio o molestaba a una de sus chicas, era fácil que perdiese el cuello a manos del hermano Jorge.

Odile llegó a Jane Street en taxi. No llevaba suelto, de modo que apuntó su nombre y la suma de dos setenta y cinco en un papel y se lo entregó al conductor con un abrazo. El taxista se negó a cargar con su equipaje por las escaleras. Odile tuvo entonces que hacer tres viajes, maldiciendo la descortesía de Nueva York.

El estado de su apartamento le desconcertó. Sobre la alfombra había un cuenco lleno de migas y en el fregadero, pieles de plátano. Los espejos estaban cubiertos con toallas. Entró en su diminuto dormitorio. Zorro dormía.

—Zorro —dijo Odile, al tiempo que apartaba de un manotazo las toallas de los espejos—. Zorro.

Arrancó las sábanas color lavanda que cubrían sus pies. Él no se despertaba.

—Te cuelas en el apartamento de una chica en cuanto se va al centro. Guzmann, te estás aprovechando de mí.

Zorro movió un dedo del pie. La cabeza asomó entre las sábanas. Zorro no quiso mirar a Odile. Los espejos destapados le resultaban deprimentes. Masculló algo acerca de mal de ojo, Perú y las propiedades del cristal.

Odile se compadeció de él. Cubrió todos los espejos.

—Más vale que te largues de aquí, Guzmann. Al poli ese, Pimloe, le gusta seguirme. Seguro que te acuerdas de Herbert. El aprendiz de Isaac. Podría estar abajo.

Pensaba que Zorro saltaría de la cama. Él se hurgó las uñas de los pies.

—No pienso moverme por Pimloe. Se lo devolveré a Isaac con una cereza en la boca.

Le explicó a Odile lo que había pasado con Jorge, Papá y la tienda de dulces.

—¿Dónde has metido a tu familia, Zorro?

—En la iglesia, con el irlandés grande.

—¿Les has dejado con Patrick Silver? Dios, ese atontado se presentó en el Plaza sin zapatos.

Zorro había terminado de parlotear con Odile. La asió de los pantalones de crep y la tiró sobre las sábanas. Le quitó a tirones la ropa del desayuno, como si fueran prendas de leproso. El Zorro despreciaba el tacto del crep. Le volvían loco las chicas con pantalones. No permitió que Odile se escondiera en ninguna de sus cáscaras decorativas. Arrodillado, lamía su cuerpo con la lengua salada de los marranos.

Odile no se sentía incómoda sin su ropa. Le gustaban las libertades que se tomaba Zorro. No era como Wiatt Stone y su meñique debajo de la mesa. No tenía que ser la Abisag de Zorro. Prefería tener a Zorro en la cama que acostarse con un viejo rey.

Dos días de Zorro espesaron el cerebro de Odile. No era chica que pudiese sobrevivir mucho tiempo sin echarse un vistazo en el espejo. Mientras Zorro estuviese cerca no podía ponerse nada. Ni bragas ni pulseras en los tobillos. Zorro se negaba a seguir un horario razonable de comidas. A Odile no le quedó más remedio que masticar plátanos y quedarse en la cama.

Zorro parecía experimentar una lenta recuperación. La lamió una vez y no quiso volver a acercarse a ella. Los Guzmann se comportaban como pequeños rabinos. Se echaban encima de una chica, se retorcían de placer y caían dormidos con una expresión beatífica en sus rostros. Odile se los había tirado a todos en diferentes épocas del año. Le gustaba el sonido de sus orgasmos; era el mismo gemido melancólico. Sus otros amiguitos no se corrían así: ruidosos o quedos, no conmovían a Odile. Sólo otro chico, un poli llamado Manfred Coen, había hecho que Odile mordiera la almohada. Y Coen estaba muerto.

Tenía que alejarse de Zorro un ratito, respirar aire que no estuviese perfumado con plátanos. Quería encontrar un espejo en la calle y buscar a fondo arrugas y lunares. Lo de Odile no era vanidad; era el sentido comercial de una chica que pensaba vender su cara en las películas, y quería ser consciente de cada lunar.

Odile se escabulló mientras Zorro echaba una cabezada. No tuvo la paciencia de ponerse ropa interior. Se ató una falda a la cintura y se echó a la calle. Podía tener todos los espejos del mundo, si tenía el ánimo de curiosear por las tiendas de antigüedades de Hudson Street. Pero Odile era una chica descorazonada. Adoraba a Merle Oberon, a Mary Astor, a Alice Faye, mujeres de verdadero talento, de frentes generosas y ojos enternecedores, pero todos querían que fuese Odette, la reina del porno, un palillo con tetas perfectas.

Mientras bajaba por Jane Street, de camino hacia Abingdon Square, vio a Jerónimo y al grandón irlandés en el parque. El Bebé gimoteó al verla. «Leohoody» (le gustaba llamarla por su apellido). El irlandés no fue tan comunicativo. Tenía un pelo precioso, entre gris y blanco. De sus pantalones asomaban varios botellines negros. A Odile le encandilaba su magnífica nariz irlandesa. Lejos del Plaza, Silver era apuesto.

—¿Qué llevas en los bolsillos? —preguntó ella.

—Cerveza negra.

—¿Negra? —dijo ella—. ¿Cómo que negra?

Silver apretó los dientes y le tendió una botella de Guinness para que la probase.

—¿Es dulce? —preguntó ella.

—No, es cerveza negra.

—Gracias —dijo ella, y volvió a poner la botella en los pantalones de Silver—, no me gustan las bebidas amargas.

Silver empezó a tambalearse en su camiseta de fútbol.

—Es una lástima —dijo—. Así nunca nos llevaremos bien, nosotros dos. Eso de que no le guste la Guinness. Tiene más vitaminas que la leche.

—¿Por qué llevas ese trapo de camiseta?

—No es un trapo —dijo—. Antes era negra y roja.

Le enseñó el cráneo y las dos tibias que apenas sobrevivían desvaídas en la pechera de la camisa.

—Son los colores de la universidad de Cork.

Odile observó ceñuda los rebordes oscuros de las tibias.

—Eres demasiado viejo para ir a la universidad, Patrick Silver.

—No ha entendido lo que quería decir, señorita. Lo que pasa es que podría haber sido mi universidad, ¿sabe?, si alguien no hubiese expulsado a mi padre de Irlanda.

Ella no podía seguir sus descabelladas historias. ¿Cómo se llega desde Irlanda hasta Abingdon Square? Pero le habría gustado descubrir qué había debajo de la camisa de Patrick. ¿Tendría el irlandés pelo cano en el pecho? Estuvo tentada de llevárselo a casa, a Jane Street, pero Zorro estaba dormido en su cama. No podía desvestir a Patrick en la sinagoga. Los Guzmann la habían tomado al asalto.

—¿Qué tal está Papá? —dijo.

—Vivo. Está aprendiendo a rezar con nosotros.

—Dile que Odile vuelve a vivir en Jane Street. Puede visitarme cuando se vea con ganas. Con los chicos, o solo. A mí me da igual.

—¿Algún otro mensaje?

—Sí. Creo que hay policías que nos observan desde los dos extremos del parque.

—Ya lo sé. Son chicos de Isaac. No hay de qué preocuparse. Comen bollitos y miran mucho. No le harán nada.

Odile besó a Jerónimo y dijo adiós con la mano al irlandés. Si Zorro se despertaba y no la veía en casa, se subiría por las paredes, convencido de que Odile lo había dejado a merced del mal de ojo de los espejos. Pasó corriendo junto al detective rubio apostado en la salida del parque. Éste sonrió al ver la mínima raja del vestido, las mejillas empapuzadas de dulce.

—Odile, niña, —dijo—. Tío Isaac te hará un montón de regalos si le llevas hasta ese Zorro estúpido.

¡Dios! Isaac tenía una mandíbula abierta en cada manzana. Ni los perros podían mear contra las farolas sin que algún comisionado se enterase. Corrió a Jane Street para poner a Zorro en guardia contra los detectives rubios y sus bollitos. Al llegar a casa se encontró la cama vacía. Zorro se había ido. Quizá hubiese salido a por plátanos. Dijo para sí: «mierda, mierda, ¡mierda!». Podría haberse quedado tomando el sol en Abingdon Square, y también coqueteado con el guardián irlandés de Jerónimo.