Durante los cinco días que llevó enterrar al comisionado Ned, la comisaría central cayó en un profundo letargo. Todas las actividades cesaron. Los subinspectores lucieron crespones negros en la chaqueta. Los jefes irlandeses subieron a la parte alta de la ciudad para velar el ataúd del viejo Ned. El jefe de la Policía se parapetó en su despacho y rehusó emitir orden alguna. Nada podía suceder mientras O’Roarke estuviese sin enterrar.
Pimloe estaba pasándolo mal. No podía acceder al sillón de O’Roarke hasta que no concluyese el entierro. Y el viejo Ned empezó a retorcerse en su caja. El cadáver señalaba con el dedo a Rosenblatt, el Vaquero, el principal aliado de Pimloe. La Oficina del Comisionado Primero fue la única que no se durmió: los agentes infiltrados de O’Roarke habían recopilado información que demostraba que El Vaquero aceptaba sobornos de una cadena de restaurantes de Brooklyn. Alguien filtró la noticia. El jefe de la Policía tuvo que actuar. Cesó a su jefe de detectives.
El Vaquero gritaba en su despacho:
—Isaac me ha jodido. Ha sido él. Os juro por Dios que no he robado ni un centavo.
Toda su rabia le sirvió de poco. Ya no tenía tres mil detectives bajo su mando. Los jefes irlandeses rehuían la oficina de El Vaquero. Salmodiaban avemarías al pasar frente a su puerta. No podían pensar en Ned sin santiguarse. Tenían escalofríos en la primera semana de agosto. Sus bocas se volvieron grises. Estaban convencidos de que el comisionado Ned tenía al Espíritu Santo de su lado. ¿Cómo si no habría podido un muerto inculpar al jefe de detectives?
No hubo investidura para Herbert Pimloe. Los comisionados no podían ungir a un poli que había medrado junto a un ladrón como el Vaquero Rosenblatt. Pimloe les resultaba ahora odioso. Pero el pánico empezaba a apoderarse de los comisionados. La central no podía funcionar sin un comisionado primero. Pasaron revista en busca de candidatos. La única cara que vieron fue la de Isaac. Seguía siendo un hombre marcado, indómito, obsesionado, que cargaba con la maldición de una solitaria y las marcas de la cara, y por eso le ungieron a medias. Su título no se solemnizó. En menos de nada podrían deshacerse de él. Le nombraron comisionado primero interino.
Aquel desaire a su integridad no molestó a Isaac el Valiente. Tenía en mente a los Guzmann. Pero no podía expulsar de su despacho a todos cuantos deseaban felicitarle. Polis grandes y pequeños acudían para estrechar la mano del comisionado primero Sidel. Los jefes irlandeses le desearon una larga estancia en el cargo (el comisionado podía hacerles mucho daño). Newgate, del FBI, que idolatraba a Isaac, preveía una etapa de estrecha colaboración entre su departamento y los principales comisionados. Había sido el hombre del FBI quien, junto con la policía estatal y los agentes del centro, había ayudado a Isaac a barrer a los Guzmann del lago Sheldrake. El propio Newgate había dirigido el ataque contra la granja de Papá, y estuvo a punto de coger a Jerónimo. Isaac estaba en deuda con él. Permitió al agente federal poner su almohada junto al sillón del comisionado primero.
Pimloe fue el último en visitar a Isaac. Desde el día anterior era un policía desaliñado que dormía con los pantalones puestos. Se acercó al sillón del comisionado con cara de fastidio.
—No te preocupes, Isaac. Me pienso ir.
Isaac no quiso dejarle marchar. Le gustaba la idea de que un chico de Harvard le hiciera el trabajo sucio.
—Herbert, te voy a nombrar mi lugarteniente.
Isaac no deseaba el puesto de O’Roarke. No tenía la menor intención de arrasar los pasillos de la central. Pensaba delegar en Pimloe para que él espiase por las comisarías y convirtiese a los raterillos en soplones. Isaac estaba harto de politiqueos policiales. El Bronx le había curado de ambiciones convencionales. Si había aceptado la placa con puntas doradas de comisionado había sido porque constituía una excelente tapadera. El comisionado primero podía zamparse enterita la tienda de dulces de Papá. Isaac no podría reír, ni cagar sin el aceite de ricino, ni abrazar a una mujer hasta que los Guzmann se rindieran.
Un capitán del Servicio de Prisiones llegó trayendo consigo las felicitaciones de la oficina del inspector general. Se llamaba Brummel. Llevaba una pistola de pequeño calibre sobre el pecho.
—¿Qué ha sido de Ernesto Parra, el loco del pintalabios?
El capitán Brummel sacó una gigantesca libreta de hojas sueltas. Se lamió un dedo y empezó a pasar páginas, y extrajo una sección del libro gruesa como una hogaza de pan.
—Brummel, no te he pedido una enciclopedia de la prisión. ¿Dónde está el pirado?
—Se ahorcó hace cuatro meses —dijo el capitán Brummel, jugueteando con las anillas del libro.
—Y lo escondes en un metro de papel.
—Isaac, fue un error, nada más. Un administrativo traspapeló la ficha.
—Ya. Brummel, dale mis recuerdos al inspector general y sal de aquí perdiendo el culo.
Isaac no estaba disgustado. La muerte de Ernesto afianzaba su acusación contra Jerónimo. Ya podía la comisaría central entera gritarle «Isaac, estás acosando a El Bebé». La central se equivocaba. Isaac notaba en los huesos que Jerónimo era el loco. Dondequiera que fuese El Bebé de Papá, morían niños en los tejados. El pobre Ernesto había sido una víctima de la pasión lujuriosa de El Vaquero por resolver crímenes misteriosos. El fabricante de muñecas apenas hablaba una palabra de inglés. Un equipo de homicidios le extrajo una confesión compuesta de guiños y asentimientos de cabeza. El Vaquero apareció en todas las cadenas locales mostrando las herramientas de Ernesto, un juego bastante mellado de cuchillos Exacto para hacer muñecas. Éstas son las armas homicidas, dijo El Vaquero. Mostró cómo podía emplearse un cuchillo Exacto para rajar a un chiquillo. Isaac estaba por aquel entonces en Boston Road, trabajando para los Guzmann, y no pudo interponerse entre el fabricante de muñecas y El Vaquero. Ernesto murió en las Tumbas.
El comisionado primero interino se escabulló de todos sus admiradores. Salió a pie de la central, sin escolta a su estela. Dos Chevrolets destartalados le esperaban frente a Cortlandt Alley. No eran vehículos corrientes del parque móvil de la policía. Formaban parte de la flota personal del comisionado primero. Eran coches que iban y venían por toda la ciudad y que conservaban el mismo feo color verde durante todo el año. Fuese verano o invierno, nunca tenían oportunidad de estar bajo techo.
Isaac pensaba entrar en el Bronx. No llevó a su chófer consigo. Brodsky era cada vez más como una vieja esposa. Su presencia recordaba a Isaac los días en que era el azote de Manhattan. Los Guzmann habían mutilado la memoria de Isaac. Sólo soñaba con tiendas de dulces, chocolate blanco y la rizada cabeza de Jerónimo.
En el Chevrolet delantero se había sentado un teniente joven, con bigote. El teniente Scanlan se fijaba con atención implacable en todos los detalles. Recordaba las rutas de Jorge cuando cruzaba Boston Road, y la ropa que vestía Alejandro el viernes, y era capaz de ver el color de un batido a treinta metros de distancia. Ahora era el conductor de Isaac.
—Sube las ventanas, Scanlan. No quiero que la gente curiosee.
El Chevrolet estaba lo suficientemente sucio como para ocultar el rostro de Isaac. Con las ventanillas subidas, el aire se vició. La temperatura dentro del coche hizo lagrimear a Scanlan. El Chevrolet alcanzó los cincuenta grados. Perdido en una cegadora tormenta de calor, Scanlan conducía por intuición. «Madre de Dios», pensó para sí. A Isaac no le molestaba un coche sudoroso. Siempre le habían gustado los baños de vapor.
Los dos Chevrolets llegaron a Boston Road. No se alinearon con el resto de los coches de Isaac. El comisionado primero retiró sus otros coches de la carretera. No quiso que Scanlan se acercase a la tienda de dulces. Los Chevrolets se mantuvieron alejados. Isaac sesteó con gesto adusto.
Sabía que Jorge tendría que salir de la tienda. Boston Road había sido en otra época territorio exclusivo de Papá. Su imperio se reducía ahora a los confines de una tienda de dulces. Tenía que enviar a Jorge a la calle dos veces al día para demostrar que los Guzmann seguían vivos. A Jorge no lo amedrantarían unos cuantos detectives en un coche. Era el hijo mediano de Papá. Cuando te agarraba, sus dedos funcionaban como los dientes de un cascanueces. Podría arrancar la mandíbula de la cabeza de un hombre. Pero Jorge era un Goliat amable. No asustaba a los tenderos, ni a los niños, ni a las ancianas. En el colmado español acariciaba a los gatos, incluso cuando le arañaban. A menos que el territorio de su padre estuviese amenazado, Jorge nunca haría daño.
Scanlan se sentía demasiado intimidado para atosigar al comisionado primero de Nueva York. Se reclinó en su asiento y murmuró unas cuantas palabras.
—El animal de Papá —dijo—. Jorge anda suelto.
El ceño fruncido de Isaac se relajó. Se despertó con una sonrisilla. Isaac había pasado seis meses metido en la tienda de dulces, oliendo a los Guzmann, mientras el pelo se le caía y una lombriz crecía en sus tripas. ¿Valía la pena perder las patillas a cambio de ver a los chicos de Papá en ropa interior? Isaac comió el chocolate de los Guzmann hasta que se le empezó a pudrir la cara, pero aprendió a distinguir a los muchachos, aprendió a reconocer sus flaquezas y sus costumbres. Alejandro jugueteaba en la cama con el pito. Jerónimo podía devorar enormes cantidades de chocolate blanco, pero una sola tableta de chocolate negro bastaba para amodorrarlo. Los pulgares de Topal eran suaves, femeninos. Jorge tenía las piernas delgaduchas.
Los Chevrolet enfilaron Boston Road. Siguieron a Jorge durante media manzana. El chico de Papá llevaba un croquis en la cabeza. Caminaba de farola en farola sin bajar nunca de la acera. Isaac no podía cazar a un Guzmann que se abrazaba a las farolas. Fulminó con la mirada a Scanlan.
—Parece que Jorge se queda a este lado de la calle.
—Cruzará —dijo Scanlan, encogido en su asiento—. Siempre cruza en la sexta farola.
Isaac no dejaría que el deambular de Jorge se redujera a las coordenadas de unas farolas. Tenía la mirada fija en el pliegue de las rodillas de Jorge. Tendría que lisiarle, si no los Guzmann se parapetarían en la tienda alimentándose de chocolate. No se vengaba en las piernas de Jorge. Tenía que aprovechar sus debilidades. Jorge era inatacable de cintura para arriba. El pecho de los Guzmann podía hacer frente a todos los Chevrolet que le echaran.
Los enemigos de Isaac eran Papá y Zorro, no Jorge. Él había jugado con Jorge en la tienda, había hecho sombras chinescas en la pared con un dedo, un calcetín y una bobina de hilo. Jorge podría haberle hundido el cráneo, pero Jorge era siempre amable, y le acariciaba como a una muñeca grande, o a un hermanastro. Isaac hubiera preferido atacar a Alejandro, o a Topal, que no valían para nada. Pero Jorge era el único que podía conducirle a Papá.
Jorge siguió la línea de la acera. Scanlan empezaba a dudar de sí mismo. ¿Debía pedirle permiso a Isaac para subirse al bordillo y perseguir a Jorge? Isaac le diría que no. Cuando Scanlan se desesperaba por pillar a Jorge en la cuneta, bajó de la acera. Scanlan hizo una seña al segundo Chevrolet, que se situó frente a Jorge. Le tenían acorralado.
La mente de Jorge era ajena a cualquier pensamiento sobre coches verdes o parachoques. Pensaba en el cambio que llevaba en el bolsillo, monedas lechosas de cinco y diez centavos. Tenía que comprar nabos para sus hermanos. Papá se pondría furioso con Jorge si el tipo de la bodega le sisaba aunque fueran cinco centavos.
Scanlan se abalanzó sobre el chico. No era hora de vanagloriarse. Si chocaba contra el otro coche y Jorge no estaba entre los parachoques, Isaac le sacaría a patadas de la comisaría central y lo encerraría en un vallado para policías en excedencia. El Chevrolet lo estaba asfixiando. Con aquella temperatura no podía respirar. Scanlan había atropellado alguna vez a un perro, pero nunca a una persona. Intentó no fijarse en la espalda redondeada de Jorge. Apuntó a la matrícula trasera del segundo Chevrolet. Las ventanillas cerradas no bastaron para protegerle del ruido de huesos astillados. Era un sonido espantoso, mucho peor que el chirrido del metal. ¿Dónde estaba Jorge? Los dos Chevrolets se separaron y huyeron del barrio.
César Guzmann, el Zorro de Boston Road, entró en una cabina de teléfonos de la Octava Avenida. No estaba llamando por teléfono. Aquella cabina era su oficina en Manhattan. Los mercaderes de putas le dejaban notas bajo la puerta especificando el tipo de chicas que querían: rubias o morenas, con o sin lunares, pechugonas o sin pecho, de trece años o menos. En la cabina no había notas. Los mercaderes acudían ahora a otros en busca de mercancía. Habían echado a Zorro de la Autoridad Portuaria. Ya no podía poner la mano encima a niñas fugitivas. Sin embargo, conservaba todo su talento. Aún podía presentarse con una camisa verde loro y sonreír a las ventanillas de un autobús, llevando un ramo de flores. Pero por las terminales pululaban los hombres de Isaac. Zorro no podía acercarse a un autobús sin derretir antes una barra de cera marrón en sus mejillas. Y ninguna chica se fijaría en un chulo con la cara encerada.
No fue la muerte de su negocio lo que le produjo una punzada en el corazón. Salió dando tumbos de la cabina. Los viandantes pensaron que un sonámbulo circulaba por Times Square. Zorro se mordió la camisa para no aullar. El pinchazo no desaparecía. Algo le había pasado a alguno de sus hermanos. Su pecho no marcaría un ritmo tan intenso por algo menos serio. Los cordones umbilicales de los Guzmann abarcaban toda la isla de Manhattan.
El Zorro se quedó paralizado. Sus hermanos estaban en dos sitios: en la tienda de dulces y en el shul de Silver. Ni siquiera el Zorro de Boston Road podía trasladarse del centro a los barrios de una furiosa zancada. Zorro tuvo que escoger. Silver no permitiría que Isaac el Mierda le hiciese daño a Jerónimo, decidió mientras caminaba. De modo que Zorro se dirigió hacia el norte con giros bruscos hacia el este, saltando de un taxi gitano a otro. Los detectives de ojos azules de Isaac habían puesto a los taxistas de Manhattan en guardia contra Zorro: se le buscaba por sodomizar niñas pequeñas.
A Zorro no le preocupaban los taxistas entrometidos. Cambiaba de taxi a medio camino, sin revelar su destino.
—Sigue recto, hombre[2]. Ya te diré yo dónde girar.
Era el único de los Guzmann que había acabado la primaria. Pero no llegó muy lejos en el séptimo curso. En el instituto Herman Ridder de Boston Road, todos los profesores le atosigaban. Le llenaron el cerebro de geografía irrelevante, que contradecía las nociones del mundo que había adquirido en la tienda de dulces.
Zorro sabía más sobre Cristóbal Colón que cualquiera de sus compañeros. Colón había nacido en el seno de una familia de usureros, ladrones y rateros marranos. La familia huyó de España y se refugió en Génova. Cuando contaba diez años, Colón empezó a chulear mujeres; luego fue convicto, asesino y fanático religioso. En la prisión de Génova sufrió una desquiciada conversión: creyó ser el Mesías, que llevaría a los marranos, a los convictos y a las desperdigadas tribus de Israel lejos de la corrupta Europa. Sus carceleros, amedrentados por sus arengas mesiánicas, le dejaron libre y desterraron de por vida de Génova.
Cristóbal se presentó ante el rey de Portugal. El rey no estaba interesado en convictos ni en judíos apóstatas. Los monarcas de España prestaron mayor atención a las maquinaciones de Colón. Les prometió grandes riquezas. Quería alcanzar el Este navegando hacia el Oeste, y hacer obsequio a Fernando e Isabel de las joyas de la India y de la isla de Cipango (Japón). Los reyes, viendo en esta empresa un modo provechoso de desembarazarse de los judíos, financiaron el viaje.
Cristóbal era un fraude a los ojos de Papá. A ningún marrano se le hubiera ocurrido jamás que el mundo no pudiese ser plano. Colón había falsificado los mapas, había navegado hacia levante y había recalado en las Bahamas con sus tres naves y una tripulación de convictos y proxenetas marranos.
Zorro recitó esa historia ante su clase en el instituto. Los chicos y chicas le escuchaban muertos de risa desde sus pupitres.
—Plano —insistió Zorro—. Boston Road no hace curva.
Le llamaron de todo: imbécil, depravado, macarra salido de un tenducho de dulces… Las niñas más listas fueron las que rieron con más fuerza. «Zorro Guzmann, los planetas son siempre esféricos». Todos le miraban como a un bicho raro cuando le ordenaron que se sentase. Dejó de ir a clase.
Zorro tenía un amigo en clase, Manfred Coen, un judío de ojos azules de Boston Road de su misma edad. Coen no se había reído. Un mundo plano le resultaba perfectamente tolerable. Las cosas redondas, como los globos y los huevos (el padre de Coen tenía una huevería minúscula), no eran para él motivo de alegría. Coen y su familia pasaban los veranos en la granja de Papá. Más adelante, Coen decidió dibujar y se inscribió en el Instituto de Música y Arte. Perdió el contacto con Zorro. Se convirtió en policía, trabajó para Isaac el Mierda, que intentó aprovecharse de la antigua relación del muchacho con los Guzmann. Coen murió en un alocado duelo con uno de los pistoleros de Zorro. Zorro no quiso llorarle. A Coen le había jodido su jefe. El gran jefazo había empujado al pistolero de Zorro contra Manfred Coen. Isaac era el asesino.
El Zorro se embadurnó la cara tras escabullirse del noveno taxi. Había gastado todo el marrón. Sus mejillas eran azules. Pero Zorro no hubiera necesitado pintarse para la flota de coches de Isaac. En Boston Road no había nadie. El Zorro entró en la tienda de dulces con el presagio de las calles desoladas royéndole el corazón.
La parte de delante de la tienda estaba desierta. Un poli, o cualquier otro ladrón, podría haberse largado con las máquinas de café de Papá. Los mocosos podrían haber manoseado las chucherías y robado trozos de balvab. El Zorro dejó escapar un gemido. Entró en el dormitorio de su padre mientras el sudor azul del lápiz goteaba de las orejas. Alejandro y Topal estaban escondidos en sus literas debajo de una panoplia de toallas, mantas y sábanas, como repechos de un monte. Papá estaba recostado contra la pared. No hizo seña reconocible alguna a Zorro, ni indicó nada con la cabeza. Jorge estaba tendido sobre el suelo de linóleo de Papá, con dos almohadas sanguinolentas sobre las piernas. Le acompañaba un equipo de hechiceros marranos, uruguayos con amuletos colgados del cuello, dientes de ajo y puños de mono muerto.
—¿Quién ha sido, Papá, Isaac o el FBI?
Papá siguió recostado en la pared: los pliegues de su espalda indicaban que estaba llorando, aunque Papá no hacía ruido. Zorro no quiso preguntar nada a los hechiceros. Se acercó a los camastros y destapó a Alejandro.
—¿Qué ha pasado, hermano?
Zorro llevaba treinta y ocho años escuchando los balbuceos de Alejandro (César cumpliría en octubre los treinta y nueve). No se desanimó. Extrajo palabras sueltas del galimatías de Alejandro. El diablo Isaac. Parachoques. Coches verdes. El Zorro se sentó junto a Jorge y echó un vistazo bajo las ensangrentadas almohadas.
—Jesús y Moisés —dijo y expulsó a los hechiceros de la tienda.
Zorro, Topal, Alejandro, Jorge y Jerónimo eran hermanos de padre, muchachos sin madre. A Papá una esposa permanente no le servía de nada. En Lima había sido un proxeneta y carterista itinerante. Sus hijos salieron de cinco úteros diferentes. Las «tías», mestizas y putas de mercado, criaban al niño durante seis meses y luego desaparecían. Zorro era el más joven. Su «tía» debía de tener más seso que el resto. De ella, quienquiera que fuese, heredó cierta curiosidad y la capacidad de expresarse con frases coherentes. Él fue el único al que la tienda de dulces le quedó pequeña. Incluso en un mundo plano, el Zorro quería partir más allá de los confines de Boston Road. Y sabía que un diente de ajo atado a un cordel no curaría a su hermano. Jorge iba a morir si no le hacían un vendaje y una transfusión de sangre.
Pero Zorro tenía que poner en movimiento a su padre primero, y sacar a Alejandro y a Topal de la cama. El Zorro no lo dudó. No era persona a la que le gustase rumiar un problema mientras se rascaba las pelotas. Arrancó las toallas de sus hermanos.
—Topal, coge dos maletas. Empaca las cosas de invierno. No volveremos. Alejandro, ve a la compañía de taxis de Southern Boulevard. Llama a la ventana, pero no dejes que te arrastren al interior. Te robarían los zapatos. ¿Lo entiendes? Llama a la ventana y enséñales el puño. Ellos entenderán que queremos una limusina. Y hermano, no te detengas a por pastelitos. Habremos muerto antes de que vuelvas a casa.
Los Guzmann habían tenido un chófer, llamado Boris, pero Isaac lo había apartado de la circulación. Ahora tenían que hacer uso de un servicio portorriqueño de limusinas con chófer para sus desplazamientos. El Zorro y sus hermanos eran gente de ciudad: ninguno habría sido capaz de descifrar el manejo de un volante.
Zorro acarició el oído de su padre:
—Papá, si no me ayudas a trasladar a Jorge, Isaac vendrá a rematarle, y a nosotros también. No nos podemos quedar, Papá. Isaac se ha cargado la tienda.
Papá era consciente de los dedos sobre su oreja. No había perdido de vista a Zorro: conocía muy bien a sus hijos. Estaba pensando en Norteamérica y el Bronx. Los judíos allí eran salvajes. No había demonios como Isaac en Perú. Diez meses atrás, Papá era un ciudadano del Bronx, un hombre que tenía varias posesiones, una granja y varios huertos junto al lago Sheldrake, un cementerio sólo para marranos en Westchester, una correduría de apuestas y una tienda de dulces. Daba dinero y comida al orfanato, a las Hermanitas de la Caridad, a los curas de la iglesia hispana, a las viudas de los bomberos, a los gitanos, a los niños subnormales y a los pobres de Boston Road. Los capitanes de las comisarías del Bronx habían bebido leche malteada con Jerónimo. Divisiones enteras de detectives pasaban por Boston Road para probar el helado de Papá. El viento cambió en cuanto Isaac cayó sobre la tienda, suplicando caridad y un empleo. Los detectives ya no querían su helado. Los corredores de Isaac se mostraban distantes cuando Isaac estaba en la tienda. Papá maldijo su arrogancia peruana. Había planeado devorar a Isaac paso a paso, aprovechar su estancia en la tienda de dulces para comérselo. Mientras Papá le iba dando mordisquitos, Isaac empezó a engullir la tienda, la granja y a los chicos de Papá.
Los dedos apretaban con más fuerza la oreja de Papá.
—Papá, despierta. Jorge se te está muriendo en nuestros brazos.
Papá se despegó de la pared. Con violenta energía arrancó la ropa de cama, ató toallas y sábanas con increíbles nudos judeocristianos y fabricó unas andas para Jorge. Fue un acto de desesperación y amor. Los marranos habían pasado sus vidas haciendo y deshaciendo equipajes mientras huían de hogar en hogar. Papá había pecado contra sus hijos al buscar el sedentarismo en el Bronx. América le había obnubilado y había hecho de él un terrateniente. Quizá se había equivocado con respecto a Isaac. Quizá el Señor Adonai le había enviado a aquella puta de policía para castigar a los marranos que criaban barriga en América. Tanto daba. Papá podía dejar atrás sus muebles y máquinas de leche malteada.
Hicieron falta tres Guzmann para cargar a Jorge en andas con toallas, sábanas y trapos de Papá. Lo sacaron de la tienda con las rodillas dobladas por el esfuerzo. Papá no se molestó en cerrar la tienda con llave; los buitres caerían sobre ella tan pronto desapareciesen los Guzmann. Abuelos, embarazadas y mocosos se colarían por la ventana, como una colonia de hormigas gigantes, y destriparían la tienda: desmontarían camas, paredes y enmaderados; la tienda perdería su historia en media hora. Las ratas saldrían de sus escondrijos y empezarían a roer trozos de halvah. Los tenderos de Boston Road se encogerían de hombros y dirían: «los chuloputas de los Guzmann se han largado a Buenos Aires con sus millones».
La limusina esperaba a Jorge. Alejandro se sentó junto al conductor, chupeteando un pastelito. Zorro no se irritó al ver la nata en la lengua de Alejandro. ¿Cómo podría abroncar a un hermano cuya memoria moría cada quince minutos? Los Guzmann depositaron a Jorge en el asiento trasero. A continuación, Zorro se encaró con Miguel, el conductor.
—Hombre[3] mi hermano tenía un cinturón, un reloj y unos gemelos cuando fue a veros. No ha estado bien desvestirle sin pedir permiso.
Miguel sonrió.
—Zorro, debes de haberte dejado a tu ejército por ahí, porque lo único que veo es sangre y un montón de mierda.
Zorro asió a Miguel de las solapas.
—Hombre, puedo comprar la esquela de tu funeral sin ejército.
Miguel abrió la guantera y buscó en ella las pertenencias de Alejandro.
—Zorro, le estaba tomando el pelo al muchacho. ¿Iba yo a robar algo a los Guzmann? Que la Madre de Dios me rompa las narices si miento. ¿Adónde os llevo, Zorro?
—Al asilo de los huérfanos.
—Por Dios[4], ¿no irás a ingresar a la familia entera? No aceptan a chicos de más de doce años, Zorro.
Zorro no soltó a Miguel.
—Deja de preguntar. A mí no tienes que contarme nada sobre huérfanos.
Miguel condujo a los Guzmann hasta Stebbins Avenue. Entraron en el orfanato por la puerta trasera, Jorge seguía tumbado. Zorro pagó a Miguel.
—Si alguien nos encuentra aquí, tú y tu compañía de taxis vais a acabar en el fondo del río Harlem. Eso para empezar. Tiraré a tu madre, a tu padre, a tu mujer y a la madre de tu mujer por la ventana. Y no creas que reposarán en una tumba. Desenterraré los cadáveres y haré que los perros les meen encima. Durante los próximos doscientos años pasarás vergüenza.
Miguel salió de allí guiñando incontrolablemente los ojos y dando gracias por no tener que transportar a más marranos. Los Guzmann entretanto tenían problemas en el asilo. Las celadoras se enfurecieron al ver que se permitía que un chico sangrara en sus pasillos. Calvarados, el jefe médico, se interpuso entre las celadoras y Zorro. Éste le cogió de la manga.
—Calvarados, creo que tenemos que hablar.
Entraron en el despacho del médico. Resguardado tras una puerta, sin celadoras ni hermanos, Zorro mostró su crispación.
—Calvarados, los Guzmann han pagado las facturas de tus huérfanos. Mi padre ha sido generoso contigo. Sabemos mucho sobre huérfanos, ¿estamos? Mi familia no ha podido permitirse una madre. Así que nos merecemos tu caridad. Mi hermano Jorge va a desangrarse si nos rechazas.
—Señor, no somos un hospital, somos un hogar para niños.
—De acuerdo. Pero tú eres médico, y tienes un pequeño dispensario, suficiente para curar las heridas de mi hermano.
—Se lo ruego, llévenlo a Jacobi, o al Bronx-Lebanon. Aquí no tenemos banco de sangre.
—Calvarados, si hubiera querido ir al Bronx-Lebanon, ¿estaría yo ahora en un cuchitril de Stebbins Avenue? Los hospitales se llevan bien con la policía, y ha sido la policía la que ha jodido a mi hermano. ¿Verdad que tengo una familia detrás de esa puerta? Nosotros daremos toda la sangre que haga falta.
—Eso es imposible —dijo el médico—. No puedo cerrar parte del hogar para acomodar a los Guzmann. Los niños sospecharán.
—Calvarados, no me estás escuchando. Eres el único médico en el que podemos confiar. Es muy sencillo. Mi hermano está en tus manos. Así que no puedes decepcionarnos. En los velatorios somos terribles. De la pena que sentimos acabamos mascando cabezas. Empezamos incendios. Nunca le haríamos daño a un huérfano, ni yo ni mi padre. Pero del personal ya no estoy tan seguro. A Alejandro le gusta hervir a las señoras gordas. Topal es de los que chupan dedos. Y gracias a Dios que Jerónimo no está aquí. Ése siempre saca al menos un ojo y varios dientes.
Calvarados se rindió al Zorro.
—Escóndenos durante tres días —dijo Zorro—. Luego quedarás libre de los Guzmann. Te lo juro por la vida de Jorge, doctor, tengo un sitio a donde ir.
Patrick Silver estaba en el santuario con Jerónimo, Hughie el rabino y los ancianos de la sinagoga, rezando un kaddish por el comisionado O’Roarke. Había asistido al velatorio de Ned y había llevado consigo a Jerónimo, pero los enterradores irlandeses fueron groseros con Jerónimo y no dejaron a Patrick comprar indulgencias para Ned ni arrodillarse frente al ataúd. Los antiguos hermanos de Patrick, detectives de la sociedad Shillelagh, fingieron no verle durante el velatorio y se escabulleron hacia el pub irlandés más próximo sin invitarle.
Por eso, Patrick llevó consigo la cerveza negra de vuelta al shul y cantó el kaddish de quienes guardan luto, mientras Jerónimo se enfurruñaba envuelto en el manto de plegarias. El Bebé llevaba callado desde mediados de la semana. Ya no gimoteaba. Tampoco quería comer dulces, blancos u oscuros. A Patrick le hubiera gustado llevarle corriendo a la tienda, junto con sus hermanos, pero Papá había prohibido a Jerónimo pasear por Boston Road.
El Bebé empezó a gemir cuando el kaddish se acercaba a su fin. No quería cerrar la boca. El manto azotaba los costados de su cara. ¿Llamaba quizá a Silver para que se acercase a la ventana? Silver se asomó a una rendija del cristal.
—Dios nos asista —masculló al ver una destartalada ambulancia frente al shul.
Silver se apartó de la peana de las plegarias.
—Disculpadme, por favor.
Besó las borlas de su manto y bajó las escaleras. La ambulancia debía de proceder de un orfanato del Bronx. Las palabras STEBBS NS AV NUE ORPHAN podían leerse en los costados. Al alejarse dejó delante de las escaleras de la congregación de Limerick a cinco Guzmann y una camilla plegable de hospital. Jorge estaba debajo de las sábanas, la tez de un tono entre blanco y azul. Cuando le sonrió a Patrick Silver, sus mejillas se revelaron delgadas como pañuelos de papel. Tenía costras de sangre seca en la boca, y el pelo pegado al cráneo.
—¿Te vas a quedar ahí mirándonos, irlandés? —dijo Zorro—. Jorge ha tenido un accidente. Se cruzó con Isaac. Ya me entiendes. En tu iglesia cabrán unos pocos huéspedes más aparte de Jerónimo, ¿verdad? No caemos bien en los hoteles del centro, irlandés.
Patrick no había conseguido nunca que Zorro se colocase en línea recta frente a él. Zorro hablaba y se movía siempre en zigzag.
—Entrad, por amor de Dios. Podéis quedaros en la sala de invierno.
Zorro y sus hermanos subieron con la camilla los peldaños irregulares de la escalera. Patrick se olvidó de decirle a Zorro que la sala de invierno era el asilo oficioso de los pobres de la congregación de Limerick, el lugar al que los mendigos acudían en busca de comida y almohadas. Pero estaban a quince de agosto, y no había mendigos en los alrededores (preferían dormir en los umbrales hasta llegado diciembre).
Papá fue el último en entrar en el shul. La pérdida de su territorio había empezado a zumbarle tras las orejas. Ahora estaba dando tumbos por América. La sinagoga le asustaba. Papá no había estado nunca en un shul. Durante quinientos años, los Guzmann de Portugal, España, Holanda, Lima y el Bronx habían esquivado la casa de Dios y habían preferido desparramar sus vidas en esquinas y habitaciones lóbregas. Rezaban en casa, o al fondo de la iglesia local, para confundir a los católicos y postrarse ante su Señor Adonai. Ni siquiera la Inquisición, ya muerta, hubiera podido empujarles al shul. No sabían cómo rezar entre judíos. Recitaban el padrenuestro y rogaban el perdón de Adonai.
Jerónimo había salido de la capilla para ir al encuentro de su padre y hermanos en la sala de invierno. Parpadeó al ver a Jorge en su lecho de hospital y empezó a sollozar. Ni Patrick, ni Topal, Alejandro o Papá pudieron consolarle. Se encogió junto al camastro y lloró por el rostro cerúleo de Jorge. Sólo Zorro sabía cómo enseñarle a no llorar tan alto.
—Jerónimo, Jorge se pondrá bien. Tú y el irlandés le daréis sopa. Pero no es muy fuerte. Si lloras, se le caerá todo el pelo.
Jerónimo recuperó su gimoteo habitual. Zorro abrazó a su padre y a sus hermanos y abandonó la sala de invierno.
—¿Adónde vas? —preguntó Patrick.
—Irlandés, la policía me busca. Podrían entrar en tu iglesia con una orden judicial. ¿Por qué darles una segunda oportunidad de cargarse a Jorge? No es muy inteligente que tantos Guzmann estén bajo un mismo techo. Cuida de mis hermanos, irlandés. Adiós.
Y Zorro bajó corriendo las escaleras.