5

La congregación de Limerick tiene su sede en Bethune Street, entre una lavandería china y un hospital para gatos y perros. Nadie recuerda su verdadero nombre. En los bares y locales de comidas preparadas en torno a Abingdon Square se la conoce como la sinagoga irlandesa, o el shul de Patrick Silver. Es un edificio ruinoso de arenisca roja: las ventanas, de vidrios tintados, están tapadas por cartones, y la marquesina, que en 1930 resultaba lujosa, hoy es un feo trapo.

Éste es un shul sufriente. Subsiste sin presidente ni junta directiva (los ancianos de la sinagoga, una desarrapada tropa de solterones y viudos, no tienen fuerzas para dirigir nada). No mantiene contactos con congregación alguna en el mundo. No comulga con el principal rabino de Dublín, ni con las viejas sinagogas de Cork. Ningún consejo rabínico de Estados Unidos mantiene relaciones con la sinagoga irlandesa de Bethune Street. No tiene cofradía de mujeres que organice actividades de caridad en Greenwich Village, ni nadie que busque los pedacitos de vidrio de colores que faltan en las ventanas. No puede permitirse las tarifas de un chantre: nadie acude para dirigir el canto por los muertos.

Bethune Street tiene un rabino, Hughie Prince, un hombre de labios prietos que nunca tomó los hábitos. Pregúntenle dónde estudió. Hughie no salió de ninguna escuela rabínica.

Los ancianos lo escogieron porque era el único de todos ellos que entendía alguna que otra palabra de la Mishna y la Gemara. Hughie llevó el Talmud a la sinagoga irlandesa, y limita sus declaraciones a cinco o seis frases a la semana referentes a las leyes de dispersión tal y como se aplicaron a los judíos de Limerick. Se gana la vida como cortador de vidrios, y sólo se le encuentra en la sinagoga por la mañana y al final de la tarde. Hughie pasa casi todo el tiempo fuera, reparando ventanas; si alguien espera algo de religión de él, tiene que recorrer Hudson Street gritando «¡Rabino Hughie Prince!». Patrick Silver dirige el shul. Es el «ministrante» sin sueldo. Impide que irlandeses embrutecidos meen en la sala de estudio. Da de comer a los pobres (Patrick siempre tiene un bocadillo para los mendigos judíos y gentiles en la minúscula cocina del shul). Dirime disputas entre los feligreses dando capirotazos en la oreja izquierda a ambas partes. Sale a la calle a captar individuos para el rabino Prince (sin los minyans de Patrick, el shul se olvidaría de rezar). Navega por la sinagoga con una escoba a modo de cachiporra, y con ella aplasta los mosquitos de las paredes, saca a palos a las ratas de los agujeros húmedos del sótano y remacha cualquier clavo endemoniado de los bancos del templo que pudiese rasgar los pantalones de los viudos desprevenidos; tantea el techo desigual de la sinagoga en busca de puntos débiles, para evitar que se derrumbe sobre Hughie y los textos sagrados, desaloja la porquería de la parte interior de la marquesina, espanta a los ladrones y cobradores, y en ocasiones incluso barre el suelo.

Incluso cuando tenía pistola, Patrick vivía en el shul. Transitaba entre Bethune Street y la Oficina del comisionado primero con la camisa llena de botellas de Guinness. Destina la mayor parte de su sueldo al shul. La congregación de Limerick tenía un enorme riesgo de incendio. Los inspectores y alguaciles del ayuntamiento recibían mensualmente su «diezmo» del shul y hacían la vista gorda ante las grietas de las paredes.

Y entonces Patrick perdió su pistola. Pocos días después de que dejara la policía se presentaron allí varios inspectores con linternas que se quejaron del fango del sótano y los nidos de ratas de las tuberías. Patrick necesitaba una nueva fuente de ingresos. No tenía nada que vender excepto músculos. Ningún blanco quiso contratarle. Las familias mafiosas de Atlantic Avenue y Mulberry Street recelaban de Patrick Silver. No les entraba en la cabeza el pedigrí de un irlandés judío. Suponían que algún comisionado de los importantes le tenía aún en nómina.

Patrick tuvo que meterse en Harlem y trabajar como guardaespaldas de unos prestamistas negros. A los negros les gustó la idea de contar con un gigante que llevaba una yarmulke en el bolsillo. La camisa de fútbol de Patrick pronto fue algo familiar en St. Nicholas Avenue. Los prestamistas le cogieron cariño. Le pusieron en contacto con un shul abisinio cercano al parque de Mt. Morris. Todos los feligreses eran considerados rabinos. Patrick leyó la Tora junto con los rabinos negros de Mt. Morris y discutió con ellos las leyes de Moisés. Aquellos rabinos tenían su propio libro del Génesis. Jacob era blanco, decían los rabinos. Pero Moisés y Esaú eran abisinios.

—Rabino Silver, tú eres tan negro como cualquiera de nosotros.

Patrick no podía asentir ni contradecirles. ¿No había irlandeses que decían que san Munchin, el primer obispo de Limerick, había llegado de África junto con una colonia de leprosos judíos?

El puesto de Patrick en Harlem no duró mucho. Los prestamistas negros tuvieron que despedirle. Los polis del centro mandaron un mensaje muy claro a la Séptima Avenida. Empezaron a sacar de la calle a los prestamistas.

—Mierda —le dijeron a Patrick—. Hay alguien que te la tiene jurada. Ya no nos podemos permitir tus servicios, irlandés.

Los prestamistas no dejaron compuesto y sin trabajo a Patrick. Se lo pasaron a los Guzmann.

Así fue como Patrick heredó a Jerónimo. Pero la dote del chico incluía unas cuantas pegas. La mañana siguiente al regreso de Patrick de Boston Road, una patrulla de «niños» de Isaac cayó sobre el shul. Nueve agentes de ojos azules entraron en el cuarto de Patrick y le encontraron durmiendo con El Bebé (en el sótano no cabía más que una cama). Patrick echó mano de su escobón con las vergüenzas al aire. Se negaba a vestir pijama en el shul. Jerónimo se quedó entre las mantas, el rostro húmedo por el esfuerzo de un sueño de catorce horas (había estado soñando con su hermano Zorro). Todos los policías tenían una Police Special en la mano. Se mantuvieron a distancia del enorme escobón de Patrick. El portavoz, un teniente de bigote rubio, rebuznó:

—San Patricio, no hemos venido a hacerte daño. Te juro por Dios que venimos en son de paz. El comisionado está en el hospital. Le dio una hemorragia en plena noche. No le he visto, pero me han dicho que le salía sangre del cuello. Ahora está con el sacerdote. El cura le está aplicando los óleos al pobre Ned mientras le inyectan sangre nueva. Isaac no quiere que se muera sin echarle un vistazo a tu jeta. Así que no nos lo pongas difícil, san Patricio. Te vamos a llevar al hospital por las buenas o por las malas.

Patrick apoyó la barbilla en la escoba.

—Isaac debe de estar acojonado, si ha tenido que enviarme nueve perros.

—Es conservador —dijo el bigote (teniente Scanlan), sin perder de vista a Jerónimo—. Sabe lo feroz que puede llegar a ser un santo irlandés. Isaac tiene fe en los números. Le pareció que nueve bastarían para convencerte. San Patricio, ¿nos vas a obligar a destrozarte el templito?

—Apartad las pistolas. Apestan a metal. Y cerrad los ojos. Jerónimo y yo tenemos que vestirnos.

Los «niños» de Isaac no guardaron las pistolas en sus fundas, ni cerraron los ojos; observaron las pelotas de Jerónimo cuando saltó de la cama. El Bebé se embutió en unos calzoncillos que le llegaban a las rodillas. Prefería los jerseys a las camisas, y el fondillo de los pantalones se le había encogido. Sacó unas orejeras del bolsillo y pasó la tira de metal alrededor de un codo. Patrick tuvo que atarle los zapatos.

Los polis no pudieron contener una risita al ver a los dos hombres encanecidos y se aprestaron a sacarlos de la sinagoga.

—No tan deprisa —gruño Patrick—. Esto no es un parque de atracciones. Scanlan, tendrás que prestarme a unos cuantos de tus guaperas. Durante media hora serán judíos. Isaac no se opondrá. No pienso irme hasta que no tenga diez asistentes vivos.

Se abrió paso entre los detectives y se apostó frente a la puerta. En los pasillos había seis ancianos. Eran la salvaguarda de la congregación; deambulaban siempre por Bethune Street, y eran el centro de los minyans de Patrick. Aquellos amigos del fallecido padre de Patrick, llevaban sus mantos en bolsitas de terciopelo. Patrick llamó a gritos por el pasillo:

—¿Dónde está Hughie?

Los ancianos se encogieron de hombros.

—Estará cagando por ahí, o cortando vidrio.

Pero Hughie apareció. Tenía la espalda torcida de tanto inclinarse sobre el vidrio, y los dedos mellados por sus instrumentos de corte. Prefería no vestir el gorro tradicional de piel (con coletas) que identificaba a los rabinos y eruditos del este de Europa. Y tampoco tenía una yarmulke bordada en oro que le distinguiese de los demás mortales. Llegó con una gorra sencilla, deshilachada, permanentemente hundida en la coronilla; sobre la visera llevaba unas gafas que le protegían los ojos de las esquirlas de vidrio. Hughie no quiso quitarse las gafas dentro del shul. No veía contradicción alguna entre la Tora y su oficio. Según Hughie, no se podía ser a la vez buen rabino y mal cristalero. Cortaba vidrio con los dedos de Benjamín, Jacob y Elías sobre la muñeca.

Hughie se quedó mirando a los detectives y su arsenal.

—Patrick, sácalos de aquí. No pintan nada en una sinagoga.

—No te preocupes, rabino. Yo invité a los muchachos para que recen contigo.

Tres detectives quedaron atrás. Subieron las escaleras junto con Hughie y los seis ancianos del shul. Tuvieron que atravesar la cocina, la sala de estudio, los retretes y la sala de invierno (abierta a los mendigos entre noviembre y marzo) antes de llegar a la capilla. Los detectives rieron con suficiencia al ver las condiciones que soportaban aquellos judeznos de Limerick, que tenían que rezar en un estercolero. Era el templo más abominable con el que habían dado jamás. Los bancos estaban apilados en una esquina como una hilera de obispos desarrapados; en las alfombras que partían de los bancos había marcas que se podían haber tragado una yarmulke o un ratón. De la galería de las mujeres, que consistía en porches deformados sobre las cabezas de los polis, se habían retirado todos los bancos, puesto que ya no había mujeres que asistiesen a la sinagoga.

La misma capilla estaba en ruinas. El mobiliario no tenía sentido: retazos de seda sobre un arcón roto, una plataforma de barandilla endeble, una silla clavada en la pared. Le preguntaron a Hughie por la extraña inclinación de la silla.

—Rabino, ¿qué hacéis, tirar a los pecadores desde esa silla?

—Es el asiento de Elías. Está mirando al norte, hacia Jerusalén, Bagdad y el mar de Irlanda. Ése es el camino que sigue Elías cuando vuela sobre la Tierra. Cuando descienda de nuevo desde los cielos se sentará entre nosotros.

A los tres «niños» de Isaac les parecía inaudita la credulidad de los judíos irlandeses, asnos salidos de Limerick (Scanlan, su jefe, provenía de la bahía de Donegal). Desde siempre, Limerick había sido el hogar de los idiotas de Irlanda.

Los judíos empezaron a distribuir mantos de oración, y cada detective se vio obligado a hundir la cabeza en una enorme sábana de rayas anchas y borlas primitivas que eran simples tiras de tela anudadas. Se llamó a los detectives a la peana de las plegarias (la plataforma miserable en el centro del shul) junto a Hughie y los seis ancianos. Se quedaron en el peldaño inferior, prisioneros del minyan de Patrick. Los sonidos que oyeron les helaron las sábanas que llevaban en la cabeza. El minyan mugía y gemía como un hato de vacas enfermas. Los detectives hubieran preferido rezar entre rastafaris o cualquier otra secta de lunáticos antes que caer en las fauces de un manto de plegarias.

La sinagoga irlandesa estaba sólo a tres manzanas del hospital de St. Vincent, pero el teniente tenía que valerse de su flota de coches. No podía conducir a Silver y al memo de Jerónimo por Abingdon Square con una pistola en la espalda. Silver era prácticamente un santo en Bethune Street. Hubieran salido idiotas de los bares dispuestos a rescatarle de las garras de Scanlan, y al final alguna asociación civil le acusaría de haber secuestrado a ministrantes de un templo. Por eso Scanlan quiso apartarlos de las calles.

Estaba harto de los Guzmann. Llevaba desde junio exiliado en el Bronx, subiendo y bajando por Boston Road como un piloto del Mississippi. Allí era fácil hundirse en un bache y desaparecer por las cloacas en descomposición. Un destacamento en el Bronx no bastaba para garantizarle la vida. Se hubiera deshecho con gusto de Jerónimo, un Guzmann menos en Nueva York, pero no podía hacer nada contra El Bebé con Patrick Silver en el coche.

—¿Quieres que paremos a por un helado, san Patricio? Jerónimo no sobrevivirá esta mañana sin su ración de papilla de chocolate.

Silver no quería hablar. Iba sentado con las rodillas apretadas contra la puerta, y pensaba en el comisonado Ned. No era un completo ignorante. Habría sabido llegar a la central desde la sinagoga, y desde Reyes de Munster, para visitar a O’Roarke. No había olvidado el camino. Pero sus piernas no querían llevarle hasta allí. El comisionado primero tenía media planta para él solo. Patrick temía aquellas habitaciones. Le habían acunado durante más de diez años.

Patrick era el poli loco de Centre Street, un chico de Limerick con yarmulke, el único judío perteneciente a la Sociedad Shillelagh (una hermandad de detectives irlandeses). Armaba bronca con los Shillelagh, se iba de putas con ellos, se los encontraba en bodas, velatorios y actos sociales, pero Patrick no iba a misa con sus hermanos, ni los seguía en sus retiros. En la central meaba en una botella. Sesteaba con la yarmulke echada sobre los ojos. Abandonaba sus misiones y salía a secuestrar víctimas para las oraciones matutinas y vespertinas. Nadie excepto Patrick tenía la llave del shul. Ningún comandante podía castigarle por sus faltas. Los comisionados estaban obligados a sonreírle. Patrick Silver tenía el mejor rabino del universo: el comisionado primero O’Roarke.

O’Roarke era primo lejano del sacerdote que en 1906 expulsó a todos los judíos de Limerick. No compartía las ideas sobre el demonio judío de su pariente. Sentía un amor primitivo por los irlandeses que toleraba cualquier fe. Conocía los nombres de todos los feligreses de Patrick. Mantenía largos diálogos con Hughie Prince a propósito de mesías, golems y anticristos en la sinagoga irlandesa o en el taller de Hughie. Había estado en el templo con los judíos de Limerick. En su escritorio guardaba un casquete. Sentía adoración por Patrick Silver, y procuraba mantenerle alejado del peligro.

El problema era que Patrick era un pésimo diplomático. El shul le agotaba y le impedía ver las pequeñas rencillas en la comisaría y las maquinaciones de los comisionados rivales. Sano y lleno de vigor, O’Roarke había conseguido que Patrick esquivase a los distintos jefes irlandeses sin mayores problemas. Cuando el comisionado primero empezó a morirse en su sillón, los jefes perdieron la amabilidad con el chico de la yarmulke. Le empujaban por los pasillos. Le escondieron la botella de los orines. Patrick no les prestó atención. Siguió juntando sus minyans y custodiando el shul.

La Guinness fue su perdición. Una tarde pilló una borrachera antológica en Reyes de Munster. Retó a cuatro chicos de Innisfree a una pelea después de que insultasen el río Shannon. Patrick se olvidó de darle su pistola al camarero. Los chicos de Innisfree le arrancaron la pistolera y destrozaron a tiros el mobiliario de Reyes de Munster. No fue posible disimular el tiroteo. Patrick fue convocado ante la junta de armas de la central. Los jefes miembros de la junta le acusaron de ser un borrachuzo incapaz de conservar el arma. Le ofrecieron la opción de renunciar o convertirse en oficinista.

El teniente Scanlan sacó a Patrick de su ensueño con un codazo.

—Ya hemos llegado, san Patricio. Mejor será que lleves a Jerónimo de la mano. En el hospital no dejan entrar a niños sin padre.

Patrick salió del coche, con Jerónimo aferrado a su camisa de fútbol. El Bebé no había estado nunca en un hospital y estaba aterrado. Había hundido el puño en la camisa de Patrick. El tiempo había cambiado. Lloviznaba. Jerónimo trepó las escaleras de St. Vincent’s con la cabeza escondida bajo el brazo de Patrick, de modo que los seis detectives que les empujaban parecían ir en compañía de dos mellizos de mediana edad.

Otro detective los esperaba en lo alto de la escalera. Era más gordo y feo que el resto de la patrulla de ojos azules de Isaac y había salido del hospital para recibir a Patrick Silver.

—Vete a casa, capullo de mierda.

—Pórtate bien —le dijo Patrick a Brodsky, chófer y chico de los recados de Isaac—. Aún corromperás al chico. No está acostumbrado a que los policías digan palabrotas. Duerme en una sinagoga. Reza conmigo.

—Entonces enséñale a rezar por tu vida.

—Brodsky, no te enteras. Isaac ordenó que nos trajesen. Tengo que ver al comisionado Ned.

—Qué lástima, Silver. Como siempre, calculas mal. El gran O’Roarke murió hace media hora.

Patrick trastabilló en los escalones, los calcetines al borde de un nuevo peldaño. El Bebé estuvo a punto de caer. Se aferró con ambas manos a Patrick mientras se le mojaban las orejas.

—¿Murió hace media hora? —masculló Patrick entre dientes—. En ese caso le presentaré mis respetos al cadáver.

—Ni hablar —dijo Brodsky—. Isaac ya no te necesita. Me ordenó echar el cerrojo en cuanto te viera.

—Brodsky, puedo tumbar a puñetazos todas tus puertas. No me tientes. Voy a ver al comisionado.

Brodsky sonrió desde su posición de ventaja en las escaleras.

—Silver, tu protector está en el otro barrio. Así que lárgate. Sin el pobre Ned no durarás mucho con piernas.

Patrick se lanzó a la carga. Podría haber arrollado a Brodsky, y luego cruzado las puertas del hospital, pero su ataque quedó mermado al tener que cargar con Jerónimo. Los seis detectives le agarraron por los pantalones y lo sacaron de las escaleras. Patrick rodó por la acera y Jerónimo cayó sobre su pecho. Scanlan se plantó ante él.

—No te sientes bajo la lluvia, san Patricio.

A Patrick se le escapó un gruñido. No se movió. Poco a poco, Jerónimo resbaló y le liberó el pecho. El Bebé no era tonto. Sabía distinguir lo húmedo de lo seco. Se puso las orejeras. Los gruñidos de Patrick se hicieron inteligibles.

—A Isaac le van a comer los huevos.

Luego se incorporó al mismo tiempo que Jerónimo y regresó cojeando al shul.