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El taxista llevaba en el asiento de atrás a dos espantajos: un niño de cabellos grises y un irlandés enorme cuyos calcetines apestaban. Los había recogido en Abingdon Square, porque el día se presentaba malo y no podía permitirse escoger a sus pasajeros. Se estremeció al oír que el gigante mencionaba Boston Road.

—Perdone, pero no creo que sepa encontrar Boston Road ni en cien años.

—Nosotros le enseñaremos cómo se llega —masculló Patrick Silver, con los nudillos apoyados en los pies.

Por la camisa de fútbol de Patrick asomaba un trozo de cuero rayado, pero el taxista no conseguía ver el bulto de una pistola. ¿Qué clase de irlandés lleva puesta una pistolera vacía? ¿Un matón de Boston Road? ¿O un poli fascinado por el cuero? El taxista conocía todas las comisarías desde Chinatown hasta High Bridge, pero nunca se había cruzado con polis tan desaliñados como aquéllos, muchachos encanecidos con trajes de la caridad. El pequeño no paraba de meterse caramelos en la boca. El taxista se encogió en su asiento para amortiguar el crujido de los caramelos al explotar.

Patrick se decidió por el puente de la avenida Willis. El taxista empezó a rezongar. El agua negra bajo el taxi se le antojaba sangre recocida. En su opinión, el Harlem nunca sería un río genuino: era la cloaca del Bronx, y la corriente de orines calientes arrastraba sangre y basura hacia el mar. Un río de pis hirviente y dos imbéciles con canas en las sienes le habían alejado de Manhattan.

Dejaron atrás los terrenos abandonados de una terminal de carga en el lado del Bronx. Estaban en Mott Haven, en el extremo de una antigua zona industrial salpicada de almacenes y dotada de una vía incierta de ferrocarril que parecía agotarse al lado mismo del agua; algunas piezas de la vía parecían a punto de despeñarse por el borde del barrio. Los almacenes se recostaban contra el puente como enormes dientes prehistóricos.

El taxista se sintió mucho más a salvo transitando por los huesos de Southern Boulevard, atravesando calle tras calle de escombros. El Bronx entero podía desvanecerse ante sus ojos. ¿Qué más le daba a él?

Cerca de Boston Road florecían las pequeñas bodegas de paredes de lata. El taxista vio una multitud de coches verdes. Sonrió al reconocer el matiz institucional del verde: nadie excepto un poli tapadito con una manta conduciría un paquebote verde. ¿No serían los imbéciles que llevaba en el taxi parte del mismo equipo?

—Jesús, decidme, ¿a quién estáis espiando? ¿A unos camellos, a los negratas, a los del vudú?

El irlandés le hizo frenar frente a una miserable tienda de dulces. Era una caja de cerillas, construida con desechos de hojalata y madera, incrustada en la pared de un edificio entre escaleras de incendios; en cada tramo faltaban varios peldaños.

De la tienda salió un anciano vestido con el guardapolvo tradicional de los mercachifles. Su cuerpo grueso estaba totalmente despeinado. Las cejas trepaban salvajes por su cabeza. El pelo de nudillos y muñecas hubiera sido la envidia de cualquier peletero. El taxista no podía creerse que aquel viejo fuese el causante de todo el trajín de coches policiales en Boston Road.

—Ahueca —dijo el irlandés, al tiempo que metía un billete de veinte en el bolsillo del taxista. El taxista asintió con la cabeza. Estaba en un barrio inexistente, frente a una tienda de dulces que se levantaba entre ruinas, rodeado de un ejército de policías al volante de grandes paquebotes verdes. Saludó con la mano al niño, Jerónimo, ansioso por ponerse fuera del alcance de las balas.

—Gracias —consiguió croarle a Patrick Silver—, gracias.

Papá Guzmann esperó a que partiese el taxi para abrazar a Jerónimo. Había estado deseando tocar al muchacho, acariciar las orejas al mayor de sus hijos, pero no quiso abalanzarse sobre Jerónimo en presencia de extraños. Los Guzmann eran una raza sensible. Papá podía tolerar al gigantón irlandés. Silver trabajaba para él. Y el olor de Silver no era traicionero. Papá juzgaba a uno con la nariz. Con un olisqueo era capaz de identificar a cualquier criatura mentirosa y pecadora.

Condujo a Jerónimo al interior de la tienda, lejos de la polución de Boston Road. Jerónimo empezó a gimotear reclamando a sus hermanos. Dos de ellos, Topal y Alejandro, salieron en pijama de la habitación posterior, que albergaba varias literas y una cuna (para Jerónimo) y servía de dormitorio y estación de paso para los primos del Perú y para rateros de Ecuador y Miami acogidos por generosidad de Papá. Los dos chicos desaparecieron con sus pijamas bajo el abrazo de Jerónimo, pero éste no dejaba de gimotear. Les lamió la frente con una lengua pastosa al tiempo que su rostro se mojaba con lágrimas prodigiosas, redondas como calderilla. La energía que ponía El Bebé en sus berridos habría bastado para sacar a sus antepasados del infierno. Faltaban César y Jorge. Jerónimo llamó a su hermano pequeño.

—Zor-rr-r-o.

Papá no podía ayudar a su bebé. Él mismo había enviado a Zorro al exilio. Era por culpa de Isaac. El jefe se había sacado de la manga una cretina de doce añitos de edad que juró ante tres asistentes del fiscal del distrito y un juez de Manhattan que César Guzmann, alias Zorro, la había cazado al bajar de un autobús de la Autoridad Portuaria, la había sodomizado y la había vendido para que ejerciese la prostitución. Papá era consciente de la falsedad de la acusación. Ningún marrano sodomizaría jamás a vaca, chica o caballo alguno. Los papeles para el arresto de Zorro estaban listos. Y ahora los escuadrones asesinos de Isaac se habían apostado en Boston Road con citaciones en el bolsillo. Zorro perdería el cuero cabelludo si se acercaba por Boston Road.

Jerónimo se agachó para buscar a César y a Jorge tras las máquinas de Papá. Pasó el puño por los expositores de tebeos, repletos de material escolar, cajitas de san Valentín y pornografía. Papá tenía diapositivas que explicaban la historia de los secuestros en Egipto, el intercambio de esposas entre los esquimales, el concubinato en Cerdeña, los burdeles en Perú. A Jerónimo no le gustaban las mujeres de cartón que le miraban desde un paisaje acanalado. Arrugó sus cabezas con el puño.

—Zor-rr-r-o.

Papá le ofreció un batido de chocolate, regaliz rosa y un mazapán algo pasado. Jerónimo despreció la comida. Sólo después de arrancar el papel de las paredes de Papá, y de meter la nariz bajo las camas para comprobar que Zorro no estaba a su alcance, consintió en sentarse a comer. Se zampó un tocho de halvah, chocolate blanco que sólo un martillo podía romper, medio kilo de delicias turcas y el batido que le preparó Papá con medio litro de jarabe y dos jarras largas de leche.

Nada de cuanto comió o bebió ayudó a El Bebé a dormir. Se sentía inquieto en la tienda de dulces. Papá lo había dado fuera. Ahora vivía en el sótano de una sinagoga con Patrick Silver. Dio vueltas por el dormitorio, con la tripa entre las manos, pero fue incapaz de acomodarse en su antigua cuna. Él dormía las siestas en la cama de Silver.

El deambular nervioso de El Bebé entristeció a Papá. Cruzó algunas palabras con Silver para apartar de su mente la incomodidad de Jerónimo en la tienda.

—¿Anda la poli por tu sinagoga, irlandés?

—En absoluto. Moses, Jerónimo está a salvo conmigo.

Papá hundió un dedo en el guardapolvo.

—Isaac tiene sus espías. ¿Puede haber colado alguno entre los feligreses?

—No te preocupes, Moses. Hace cuarenta años que no vemos una cara nueva en el shul. Además, no se pueden esconder pistolas bajo el manto de las plegarias.

—Llévatelo a casa, irlandés —dijo Papá, mirando de reojo a El Bebé—. Ya no está a gusto con los de aquí. Ninguno de mis chicos había estado antes en una sinagoga.

—¿Quieres que le traiga la semana que viene?

—No —dijo Papá—. Los niños de Isaac se acercan demasiado. En un par de días tendré los coches verdes encima del mostrador.

Silver comprendía el rencor de Papá hacia los coches verdes. Hasta la llegada de los «niños» de Isaac a Boston Road, la tienda de dulces de Papá había sido el principal centro de apuestas del este del Bronx. Pero Boston Road estaba muerto. Los corredores de Papá habían tenido que comerse sus papeletas. Los coches verdes los seguían a todas partes. No podían aceptar ni los cinco centavos de apuesta del charcutero de Charlotte Street sin que se interpusieran los coches. Los detectives les chillaban y aporreaban el escaparate de la charcutería. Los corredores volvieron ante Papá con tics nerviosos en los ojos. Papá tuvo que despedirlos.

—Chepe, toma cincuenta. No alardees. Tienes una tía en Nueva Jersey, ¿verdad? Ve a visitarla un tiempo. Ya te diré cuándo puedes volver.

El padre Isaac había convertido la tienda de dulces en una tumba para los Guzmann. Jorge era el único que entraba y salía. Papá le prendía la lista de la compra a la camisa con un alfiler (Jorge era incapaz de recordar los nombres de los distintos cereales de desayuno) y le enviaba a la bodega del otro lado de la calle. Los polis tenían miedo a Jorge. Era un chico capaz de sacar a un policía de su coche y quitarle la ropa a sacudidas. Jorge tenía el abrazo de una pitón. No era justo. Los niños de Isaac llevaban en el coche un arsenal completo. Palos y porras se desintegraban contra el cráneo de Jorge. Las escopetas no eran apropiadas. Un detective tenía límites. No se le podía volar la cabeza a nadie por las buenas en pleno Boston Road.

Papá despidió a El Bebé con una nueva provisión de caramelos.

—Jerónimo, hazle caso al irlandés. Ahora él es tu padre. No te olvides de limpiarte la boca. Si te portas mal, los judíos te cortarán el pelo.

El Bebé dio un beso a sus hermanos y se fue con Patrick Silver.

Patrick no era una persona apocada. Los coches policiales que pasaban zumbando junto a sus pies no conseguían que subiese asustado a la acera. Un sargento detective se burló de Patrick y El Bebé desde el primer coche.

—Silver, deja de limpiarle el culo a Papá. Danos al subnormal y ya no tendrás que trabajar más para los Guzmann. Te prometo que recuperarás el arma y la placa.

Patrick palmeó el parachoques del sargento.

—Es vuestro, pero no solo. El chico viene conmigo.

Abrió la portezuela del coche y entró con Jerónimo, arrinconando al sargento en el asiento. El sargento rompió su incomodidad con una sonrisa.

—Silver, podría llevarte directo a la central con la sirena puesta. Isaac sabrá qué hacer con el subnormal.

—Isaac y yo tenemos el mismo rabino. Se llama O’Roarke. El comisionado primero cuida de mí. Somos del mismo clan. Nuestras familias proceden del reino de Limerick. Como se te ocurra silbarme en la cara, O’Roarke te partirá los dedos. Vamos a Bethune Street, muchas gracias. Date prisa; llegaré tarde a la plegaria de la tarde.

Papá no estaba ciego. Vio a El Bebé sentado en el coche de la policía. No le preocupó. La afinidad de Silver con la policía le beneficiaba. Un matón cualquiera no habría podido proteger la vida de Jerónimo. A Papá no le quedaba más remedio. Era o la sinagoga o la tienda de dulces, y Papá no se fiaba de sí mismo. Él había tragado mierda de llama en Perú, había bebido sangre de cabra para evitar la inanición, pero Jerónimo no hubiera podido sobrevivir en Boston Road. Isaac le hubiese detenido en la tienda de dulces. Papá hubiera sido incapaz de mantener a aquel hijo de puta alejado de la cuna de El Bebé, por más policías que consiguiesen matar los Guzmann.

Isaac había llegado al mundo para atormentar a los Guzmann. Eso creía Papá. Según la ley marrana, todo hombre tiene un demonio personal. Isaac era el demonio de Papá. ¿Qué otra explicación había para un poli que tiraba la placa por la ventana para poder meterse en la tienda de dulces, contando historias de expulsiones de la policía de Manhattan, y luego excavar en la carne de Papá, debajo del corazón? Moses podría haberle dado la espalda. Pero siguió los instintos de sus ancestros, los criptojudíos de Portugal, chambelanes y monjes que nunca hubieran perdido de vista a un demonio. Era mejor abrazarse a Isaac y olisquear el color de su orina, pálida, azulada, amarillenta.

Papá debería haberle dicho un par de cosas al oído a Jorge: él sabía cómo chafarle la tráquea a un demonio. Pero Papá andaba con tiento con la policía. Años atrás había matado a uno y había tenido que huir de Perú. Quería que Isaac sufriese una muerte más natural. Durante un siglo y medio, los Guzmann habían sido sofisticados envenenadores. Pero Papá no tuvo que cultivar ninguna toxina para Isaac. Sentó a Isaac a su mesa, y le dio de comer cerdo, tripas y morcillas. Ningún demonio podía sobrevivir a la comida de los Guzmann. Papá y sus chicos llevaban suficiente ácido en su interior como para purificar unas morcillas agusanadas (la familia vivió de lo que encontraba en los cubos de basura durante el primer año de Papá en Estados Unidos).

La piel de Isaac empezó a cambiar. Su sudor era verde oscuro. Por las mañanas, en sus orejas las secreciones eran repugnantes. El jefe se moría a cachitos. Se le caían las uñas. Sus pobladas patillas, la envidia de Manhattan, clarearon hasta convertirse en unos escasos pelajos macilentos. Deambulaba por Boston Street siempre mareado, pero Papá no consiguió que sucumbiese. Escapó de los Guzmann al salir de la tienda y regresó a Manhattan.

Y Papá llevaba sufriendo desde entonces. Perdió la hegemonía en el Bronx. De poco le sirvió untar a los policías del barrio. Los coches verdes no eran de allí. Isaac movía los ganglios de la comisaría central como los hilos de una marioneta. Podía tirar de los Guzmann desde Centre Street. Papá cerró la tienda de dulces en mayo y se retiró al lago Sheldrake, donde tenía una pequeña granja con algunos huertos y un pozo. Pero los ganglios podían sacudir las zarzas. La mano de Isaac llegó hasta el lago. Hizo que el FBI incendiase la granja de Papá. Los muy cabrones habrían secuestrado a Jerónimo, si él no le hubiera ocultado en el pozo.

Ahora confiaba en Patrick Silver. Papá no tenía a nadie más. Si Patrick le fallaba, el diablo Isaac enterraría a El Bebé en cal debajo del sótano de la comisaría. Los marranos no podían descansar en una tumba profana. Por eso Papá mantenía un cementerio en Bronxville. El Bebé pasaría mil años aullando sin tierra marrana sobre los ojos. ¿Podía un padre ignorar gritos semejantes? Papá tendría entonces que lanzarse como un golem sobre Manhattan y abatir policías hasta que Isaac desenterrase a su chico. Le daba escalofríos pensar en las consecuencias. Manhattan quedaría bañada en sangre de poli. Frente a la muerte de sus hijos, Papá no tendría piedad.

Una chica de cuello grueso que llevaba una pañoleta en la cabeza entró con paso inseguro en la tienda; un ciego la acompañaba aferrado a su brazo. El ciego tenía las mejillas amarillas, unas frágiles gafas sobre la nariz y un bastón blanco que era más largo y delgado que una caña de pescador. La chica de la pañoleta se deshizo de su ropa. Apareció Jorge.

Papá abrazó a su hijo mediano. Tiró las pañoletas, la falda, la blusa los zapatos y las manzanas (que habían servido de tetas) en un cubo que había bajo la fuente de gaseosa. Miró ceñudo al ciego.

—Zorro, ya sabes lo mucho que te admira Isaac. ¿A qué has venido?

Zorro se apartó las gafas de la nariz y se deshizo del bastón blanco.

—Quería sentarme con mis hermanos.

Había traído peces de caramelo para Topal y Alejandro, y también confites morados de Atlantic City.

Papá no era capaz de controlar a su benjamín. El Zorro de Boston Road debía de haberse reído de los coches verdes al acercarse a la tienda de dulces de su padre.

—Por dos minutos no has coincidido con Jerónimo —dijo Papá.

—Le he visto —dijo Zorro—. No esperarías que me plantase ante el coche de Isaac y le saludase. ¿Qué tal está Patrick Silver?

—¿Por qué no vas a su iglesia, en Bethune Street? Podrás preguntárselo tú mismo.

Zorro rechinó los dientes.

—No me fío de ese capullo irlandés. Ha salido de la tripa de Isaac. Igual que Coen.

—Coen nunca nos hizo daño. ¿Y dónde meteríamos a El Bebé si no tuviésemos al irlandés?

—Jerónimo podría quedarse conmigo.

—Fantástico —dijo Papá—. Y dormirá en una cabina de teléfonos con su hermano. Vivirá de los mocos de las putas. Le lavarás los pañuelos con la lluvia. Genial. Genial de verdad.

Toda la leche malteada que había bebido Zorro en su infancia debía de haberle encogido las orejas. Aún le guardaba rencor a Manfred Coen. Coen estaba muerto. Ambos, Manfred y Zorro, se habían criado en la tienda de dulces. Eran compañeros de clase. Hacían los deberes con las mejillas manchadas de helado. Daban de comer a las palomas de Boston Road. Despiojaban juntos a Jerónimo. Pero Coen empezó a trabajar para Isaac, se convirtió en un poli de ojos azules, y perdió la vida en un accidente impensable. Una bala le acertó en la garganta al final de una partida de pimpón. Patrick había cazado delincuentes junto a Coen. Fue uno de los muchos compañeros de Coen, hasta que el comisionado de policía le retiró el arma.

—Zorro, el irlandés quiere a Jerónimo. No te metas con él. ¿Dónde está el primo Isidoro?

—A salvo, Papá. Nuestros amigos se llevaron a Isidoro de Atlantic City.

—¿Le buscaste plañideras? No quiero que mi primo quede sin bendecir.

Zorro volvía a ser un ciego. Se puso las gafas y recuperó el bastón blanco.

—Papá, ¿tú crees que yo le haría ese feo a Isidoro? Le di más bendiciones de las que merece. Me costó cien dólares encontrar un chantre que quisiese rezar por él.

El Zorro besó a Jorge, Alejandro y Topal, masculló una despedida e hizo ademán de dejar la tienda de dulces, tanteando con su bastón.

—Zorro, ten cuidado —dijo Papá—. Las gafas oscuras no valen una mierda. Los coches de la policía también atropellan a los ciegos.

Zorro no saludó. Se encorvó, olisqueó el aire y se adentró en las cloacas de Boston Road.