3

Isaac el Valiente bebió su trago de aceite de ricino y fue al cagadero. Era parte de la rutina de los miércoles por la mañana. El cagadero formaba parte del hospital presbiteriano. Isaac tenía que donar especímenes para el laboratorio de enfermedades tropicales. Una vez a la semana, los expertos examinaban sus deposiciones. El jefe tenía una lombriz en la tripa, vengativa e inteligente, de dos metros y medio de largo, armada con ganchos y ventosas.

La lombriz de Isaac era la joya de las enfermedades tropicales. Médicos y técnicos no recordaban que otra lombriz hubiese crecido tanto en un hombre. Le inyectaban tintes a Isaac para obtener fluoroscopias del parásito.

—Inspector Sidel, ¿seguro que no ha estado en Sudamérica? No estamos en 1905. Ya nadie pilla la solitaria en Manhattan.

El jefe empezó a temer las visitas al cagadero. Salió del hospital debilitado por el aceite de ricino. Pero no tuvo que arrastrarse hasta la central como un oso herido. Su chófer le conduciría al centro.

El sargento detective Brodsky esperaba frente al hospital al volante del enorme Chrysler de Isaac. No conseguía acostumbrarse a la nueva apariencia del jefe. Isaac había entrado en el Bronx con las patillas pobladas. Salió con la nariz llena de ceniza y los tirantes de tafilete hechos una porquería; sobre los corchetes se había acumulado capa tras capa de chocolate blanco. Tenía los dientes marrones. Sus cabellos tenían el aire desordenado de un pollo al que acaban de desplumar. El jefe estaba gris. Los seis Guzmann de la tienda de dulces le habían chupado hasta el tuétano. No podía haber sido un invierno fácil para Isaac. Papá Guzmann no toleraba hibernaciones en Boston Road.

El jefe trastabilló hasta el Chrysler.

—Brodsky, han matado a un chiquillo en Charles Street. Lo bajaron de los tejados. Tenía la cara pringada de rojo. ¿Te suena de algo?

Brodsky intentaba controlar los escalofríos del cuello. Isaac le había sobresaltado. Brodsky podía vivir con sus gruñidos, pero no había esperado frases completas del osazo.

—No puede ser el loco del pintalabios, Isaac. ¿No le encerró El Vaquero? Ése está en las Tumbas. Era un modisto portorriqueño.

—Cubano —dijo el jefe—. Y no hacía vestidos. Eran muñecas.

El oso calló de nuevo. Brodsky manejaba el volante con un pulgar. Sintió el aire detrás de las orejas.

—¿Tú crees en El Vaquero cuando dice que ese pirado está entre rejas?

Barney Rosenblatt el Vaquero, jefe de detectives de la ciudad de Nueva York y presidente de las Manos de Esaú (una hermandad de policías judíos), era el gran rival de Isaac en la comisaría central. El Vaquero podría haber aplastado a cualquier otro inspector de policía, pero Isaac trabajaba para el poli más poderoso de Estados Unidos, el comisionado primero Ned O’Roarke. El comisionado tenía un tumor en la garganta. Se suponía que no debía seguir vivo. El Vaquero no podía fiarse de los estragos de las enfermedades. Mientras el comisionado Ned siguiese en su puesto, el jefe de detectives tendría que bailarle el agua a Isaac el Valiente.

—¿Por qué iba El Vaquero a mentirnos, Isaac?

—Porque es un gilipollas.

El chófer se quedó cortado. ¿Cómo rebatir la lógica de un oso?

—Un gilipollas —murmuró—. Desde luego.

Y enfiló la rampa privada del comisionado primero.

Isaac tuvo que abrirse paso entre una legión de oficinistas. La central se estaba trasladando desde Centre Street. El consistorio había erigido una gigantesca fortaleza de ladrillo rojo para el Departamento de Policía cerca del edificio del Ayuntamiento. Los polis disponían así de una plaza propia y de un edificio inexpugnable para ladrones, revolucionarios y cascotes. Incluso con los Guzmann clavados en la cabeza, el traslado descorazonó a Isaac. Él no quería cubículos con aire acondicionado, ni un archivo capaz de dar con la talla de los calcetines azules y apestosos de cualquier criminal. No había banco de datos que pudiese atrapar a Papá Guzmann, ni explicar por qué Jerónimo llevaba puestas sus orejeras en junio, julio y agosto.

Isaac hizo que uno de sus ángeles llamase a las Tumbas. El ángel le comunicó:

—Isaac, han perdido la ficha de Ernesto, el loco del pintalabios. No saben dónde está.

—Que busquen. Si no localizan al cubano en cinco horas le voy a morder el culo al responsable. Tú diles eso.

No era el primer prisionero que desaparecía de las Tumbas. Al cabo de unos días aparecería un funcionario de prisiones con pruebas de que un cocodrilo se había tragado al loco del pintalabios. Habría dibujos de Ernesto entre las fauces del cocodrilo y un bolsillo rescatado de los pantalones masticados del pobre loco. Isaac fue a visitar al comisionado.

Cuatro sargentos patrullaban la antesala del despacho. Isaac los había apostado allí. Arredraban a los periodistas de sucesos, a los oficinistas fisgones y a cuantos capitanes que creyeran que podían mejorar su situación con unas cuantas genuflexiones ante un comisionado irlandés agonizante.

El comisionado primero estaba sentado en un rincón con una manta sobre las rodillas. Sus ojos verdes estaban salpicados de pintas de color amarillo mate. El tratamiento de cobalto le había quemado las cuerdas vocales y le hacía hablar en un ronco susurro. Sus ojos amarillentos inducían a error. O’Roarke no desvariaba, por muy consumido que estuviese. Dirigía la comisaría central desde su sillita y supervisaba el lento éxodo desde Centre Street.

No alzó las cejas al ver a Isaac. Sus muñecas se ocultaron bajo la manta.

—¿Dónde está Patrick Silver?

Patrick había sido en otros tiempos el favorito de Ned O’Roarke. Ambos eran hombres de Limerick, adoradores del río Shannon. El toque de judaísmo de Patrick no molestaba al comisionado. Los judíos irlandeses, más allá del prepucio, tenían parches de tejido católico. El problema estuvo en que el café irlandés y la Guinness enloquecieron a Patrick. Acribilló a demasiados rateros de tres al cuarto. Entraba en la guarida de los proxenetas blandiendo su cuarenta y cinco con Guinness chorreándole por los ojos. El comisionado tuvo que retirarle el arma. Silver pasó a ser oficinista, miembro de la brigada de las pistolas de goma. Se largó de la oficina del comisionado primero, y renunció a su pensión.

—Patrick está en su sinagoga, comisionado. Dormido. Le he enviado unos cuantos mensajes. Con sus saludos y los míos. Todos recibidos. Mis detectives tienen aún más mensajes. Ellos reanimarán a la bella durmiente.

Isaac dejó la sala privada de O’Roarke con un retortijón en las tripas. Podía ser la lombriz. O un ramalazo de celos. A los irlandeses siempre les había gustado hacerse mimos entre ellos.

En el pasillo había hienas. Herbert Pimloe ponía mala cara junto a Rosenblatt el Vaquero ante el despacho del comisionado. Pimloe estaba a las órdenes de Isaac. Era el segundo lugarteniente de O’Roarke. Pero se había pegado a El Vaquero. En cuanto el comisionado desfalleciese en su sillón, se lanzarían sobre el cráneo de Isaac y le arrancarían a tiras la piel de la cara.

—¿Qué pasó en Charles Street, Vaquero? Cuéntame lo del chico mutilado.

El Vaquero jugueteó con los remaches de su pistolera y fingió no oír al jefe. Isaac se plantó frente a Pimloe.

—¿Había pintalabios en la mejilla del crío? La historia me suena de antes.

—Herbert —dijo El Vaquero, y se inclinó hacia Isaac para tomar el brazo de Pimloe—, son los rastas, ¿no crees? En esta época del año les da por los asesinatos rituales.

La comisaría central tenía un miedo cerval de los rastafaris, una comunidad de negros jamaicanos que adoraba al emperador Haile Selassie y cuyos miembros se enmarañaban los cabellos en largos nudos para que se asemejasen a la melena de un león. Los rastafaris se habían establecido en Brooklyn y el Bronx, y estaban muy ocupados combatiendo en ambos barrios y asesinándose entre sí.

—Vaquero, ésta es otra secta. Los rastas no llevarían a un niño de nueve años a un tejado. Es el loco del pintalabios o uno de sus hermanos.

—Ya —dijo El Vaquero—. Jerónimo. Quizá debería enviar a los de homicidios a por El Bebé de Papá. ¿Quién sabe? Quizá todos los Guzmann sean locos del pintalabios.

—No te rías. No tendrías un niño muerto si los Guzmann se hubiesen quedado en Perú.

—Isaac, estoy harto de tus teorías sobre Jerónimo. El chico es un memo de pelo blanco. Que tú odies a los Guzmann no quiere decir que el loco sea uno de ellos. El loco está en las Tumbas, yo mismo le metí allí.

—Ahí te equivocas, Vaquero. Ernesto ha desaparecido. Alguien ha sacado al fabricante de muñecas de las Tumbas.

Isaac no envió a nadie a por su chófer. Cruzó Bowery a pie. Nadie le saludó desde las peluquerías, ni desde las tiendas de dulces. Hubo un tiempo en que Isaac era el único obispo del East Side judío y portorriqueño. Los dependientes salían corriendo de sus tiendas para besar la mano del obispo. La aprobación de Isaac equivalía a la prosperidad. Las viejas doñas de Eldridge Street podían pasear con el bolso colgado de los pulgares. Tenían al gran Isaac para recuperar cuantos artículos pudieran robarles. Pero Isaac había perdido el contacto con las caseras, con los tenderos y pensionistas de su diócesis. Los Guzmann le habían picoteado las patillas y se habían zampado la carne tierna de su cabeza. Isaac deambulaba por el East Side como un oso descalabrado.

Se detuvo en un restaurante para empapuzarse con cinco cuencos de sopa de guisantes. Isaac tenía que alimentar a su lombriz. La devoción de Isaac por los guisantes no impresionó a los camareros. Esperaban a que el oso acabase y bajase del taburete. Isaac podía corromper cualquier sitio con el sudor que le colgaba de la nariz.

El jefe tenía en mente algo más que los guisantes. Buscaba a Ida, su novia, que era cajera en el café de Ludlow Street. No consiguió encontrarla tras la caja registradora, ni cerca del cubo de la mantequilla, los salamis vegetarianos ni la estufa, donde a Ida le encantaba enrollar las tortitas cuadradas para los blini y los blinchiki especialidad de la casa. Isaac indagó desde su taburete. Los camareros se encogieron de hombros.

—Por Dios te lo juro, Isaac, desapareció un día. No creas que no te fue fiel. Estuvo meses buscándote tras la ventana.

—Myron —dijo Isaac, con un dedo clavado en la camisa del camarero—. Sin esa chica te habrías arruinado. Los blintzes se agrietarían si ella se fuera. Así que dime, ¿dónde está Ida?

—En casa —dijo el camarero—. Preparando el ajuar.

—¿Qué ajuar? —dijo Isaac, con el labio inferior colgando.

—Tiene un pretendiente… Está aquí. En el restaurante.

Myron señaló a un tipo con manguitos de plástico que comía champiñones ayudándose con el pulgar.

—Ése es Luxenberg… nuestro contable.

Isaac cruzó la calle y llamó a la puerta de Ida. Ella casi se atraganta al reconocer al jefe. Ida no tenía mala fe. Ofreció té y bizcochos al hombre que la había abandonado. No iba a estropear la ocasión con grititos y escenas. ¿Cuántas veces vuelve un hombre de entre los muertos?

—De verdad, Isaac, ¿qué son nueve meses entre amigos? Aunque ¿no podrías haberme enviado una postal desde el Bronx?

—Asunto policial —dijo Isaac, con la boca llena de bizcocho—. Ni mi hija lo sabía, Ida. Me vi atado de pies y manos. Los Guzmann me sumergieron en chocolate frío. Me llenaron el pelo de arañas. Me pasaron la solitaria.

—Isaac, ¿quiénes son esos Guzmann que hacen cosas tan horribles?

Ida le vio lamer la miel de su cucharilla. Los Guzmann, quienesquiera que fuesen, no le habían despojado de sus costumbres. Al jefe le encantaba olisquear la miel.

—Estoy prometida, Isaac.

—Me lo han dicho en el restaurante. Luxenberg. Un contable con manguitos de plástico. ¿Se los pone también para mear, Ida?

Ida entró en la cocina. El jefe la siguió. Empezó a quitarle la ropa. No rasgó la blusa de Ida. Fue cuidadoso con todos los botones. Apoyó la falda y las bragas de Ida sobre la mesa de la cocina sin arañarle las piernas. Él no necesitaba sábanas. Le iba bien revolcarse sobre el linóleo de Ida. Ella tosió cuando Isaac lamió el canal entre sus pechos. Notó la cálida nariz del oso en su barriga. Ida comprendió. Iba husmeando en busca de su jarra de miel. Él dio una sacudida y apartó la cabeza. El jefe se olvidó de desvestirse. Sus pantalones cayeron. Reptó hacia Ida.

El oso se sentía fatal. Copuló con el cráneo apoyado contra la pared. Sólo un retrasado mental podría dejar de ver los motivos de Ida. Le tenía miedo al jefe. Tenía surcos profundos alrededor de la boca. Puso los ojos en blanco al colocarse debajo de Isaac: las pupilas se hundieron dentro de la cabeza.

Isaac se mordió la lengua. Los médicos le habían avisado de las incomodidades indefinidas que una lombriz podía causarle. Isaac maldijo a los médicos y sus fluoroscopias. La lombriz se lo estaba comiendo vivo. Su cabeza acorazada pellizcaba y rasgaba sus tripas. Dios era testigo de que podía notar cómo la muy puta se retorcía. La lombriz se había conchabado con Ida para torturar al jefe. Salió de ella sujetándose los pantalones. Ya conocía los trucos de las cajeras. La chica había apechugado con él para hacerle olvidar los manguitos de plástico de su pretendiente. Ida le había dado al oso su propia miel para que no volviese a Ludlow Street y la emprendiese con Luxenberg y el restaurante.

Isaac salió de la cocina. Llevaba la marca del linóleo de Ida en las rodillas. Atravesó Bowery a toda prisa, con el alma enfangada. El jefe había perdido sus antiguas fuentes de tranquilidad. La diócesis ya no existía.

Herbert Pimloe era un poli con insignia de Pi Beta Kappa. Años atrás había soñado con Oliver Cromwell y Thomas Hobbes en Harvard Yard, envuelto en un abrigo empapado y un miserable gorro de lana. Pimloe rechazó los mundanos horizontes de un título de Harvard. Despreciaba a todos los abogados y demás burócratas que se pirraban por oler el aliento de un embajador y por ingresar en el cuerpo diplomático. Pimloe se convirtió en policía de Nueva York.

Se casó con una chica de Chappaqua. Se mudó a Brighton Beach. Tuvo tres hijos, que heredaron el malhumor y el cerebro de Pimloe y vivían obsesionados por la silueta y el color dorado de la insignia de Pi Beta Kappa. Pimloe patrullaba por las calles de Brooklyn en un simple coche patrulla. En comisaría no se le llenaba la boca con ociosas muestras de su sabiduría. Pero no conseguía escapar de Harvard Yard. Un joven inspector de la Oficina del comisionado primero le sacó de Brooklyn. Aquel inspector era Isaac Sidel. Isaac quería a un patricio en la lista del comisionado, un muchacho con una insignia dorada.

Pimloe subía las huellas digitales del sótano. Les llevaba bocadillos a los comisionados irlandeses.

—Harvard, búscame unos cordones. Tráeme tinta para la pluma. Harvard, ¿dónde coño te metes?

Llegó a ser el segundo de a bordo, quien barría detrás de Isaac, quien se abalanzaba sobre los agentes cuyas orejas empezaban a enmohecerse. Comisarías al completo temían a Isaac. Nadie era capaz de calcular cuál sería su siguiente paso. A su lugarteniente le faltaba ese factor sorpresa. Le conocían en todas las comisarías, era mucho más visible que el jefe; Pimloe era el típico tipo al que uno odiaba.

Salió adelante tirando de codos y de recuerdos de Thomas Hobbes. Se pegó al rival de Isaac, Rosenblatt el Vaquero. Con ayuda de El Vaquero se arrastraría al lado de Isaac para sentarse en el sillón del comisionado primero.

Isaac era un hombre marcado. Una pelea con los Guzmann lo había dejado lisiado. Ya no podía heredar el sillón de O’Roarke. Los comisionados irlandeses nunca confiarían en un policía que se lanzaba al Bronx detrás de una tribu de proxenetas y prestamistas marranos de tres al cuarto.

Pimloe esperaba bajo el árbol acordado de Central Park (cerca de la laguna sur) y soñaba con el sillón del comisionado. Le esperaban tiempos difíciles. En Centre Street había veinte inspectores con mejores curriculums que el suyo. El Vaquero tendría que llevarle en volandas sobre sus cabezas.

Mientras, Pimloe esperaba junto a su árbol. Tenía una cita con Odile Leonhardy, la reina retirada del porno. Odile se negaba a llevarle a su habitación en el hotel Plaza. Decía que un poli espantaría a los productores de cine. Estaba ansiosa por meterse en el mundo del celuloide. Por eso había escogido un lugar que no la pusiese en peligro; era un árbol de tronco hendido desde donde Pimloe podía ver el Plaza sin comprometerla. Quería que el poli se muriese de ganas.

Los muros grisáceos del Plaza adquirían un suave tono rosado a finales de julio. A Pimloe ese color le hacía pensar en las entrañas congeladas de una pescadería, en la sangre de la carne. Al lugarteniente se le veía abatido. Pimloe tenía celos de los productores que se codeaban con Odile. Era capaz de ver a aquellos hombres desnudos, convirtiendo a Odile en una nueva Merle Oberon, mientras ella se sentaba en la rodilla peluda de cualquiera.

—Herbert.

Pimloe vio un retazo de cielo a través de las hojas, y un tacón más ancho que la espalda de cualquier pato del estanque sur. El tacón colgaba justo encima de la nariz de Pimloe. Odile se había acomodado en la bifurcación de una gruesa rama. Pimloe no tuvo que atisbar por encima del tacón de sus zapatos de plataforma. La chica llevaba puesto un vestido completamente transparente.

—¿No podríamos acercarnos al Plaza? —le rogó Pimloe bajo las ramas del árbol. Sentía un hambre horrible de Odile—. ¿Cuánto pueden costar unos minutos?

El poli podría haberla amedrentado; podía restregarle sus títulos en la nariz. Herbert Pimloe iba a ser el nuevo comisionado primero tan pronto como O’Roarke se cayese del sillón.

—Te compraré un vestido en Bloomingdale’s —le gritó Pimloe al árbol—. Baja.

—No.

—Pues dime qué quieres.

Pommes frites.

Pimloe empezó a tiritar; Odile le iba a arrastrar al Café Argenteuil de la Calle 52, y una vez allí empezaría a empapuzarse de patatas fritas a dos dólares la rodaja. Pimloe estaba dispuesto a saquear Bloomingdale’s para cargar de vestidos a Odile. Cualquier material ajustado a aquel cuerpo le complacía. ¡Pero no estaba dispuesto a caer en la miseria por unas patatas fritas!

—Odile, los cafés están demodés. Es demasiado pronto para comer patatas. ¿Qué me dices de un whisky? He traído la petaca.

Le ofreció un trago a Odile. El aroma del whisky trepó por el árbol. Odile no quiso rendirse a una mísera botellita plateada que se ennegrecía, poco a poco, con la grasa de los pulgares de un policía.

Las rodillas de Pimloe chocaron con un crujido amargo. Sus hombros se hundieron. Se derramó whisky sobre los pantalones.

—De acuerdo —dijo—. Pommes frites.

Hubo un temblor en el árbol. Unas nalgas veladas se deslizaron desde de la rama. Pimloe oyó un silbido en las hojas. Odile estaba en el suelo. Con sus plataformas resultaba más alta que el poli.

Era la dama milagrosa de Central Park, una criatura de largas piernas sin el menor rastro de ropa interior; los ermitaños y facinerosos apostados en torno al lago abandonaron sus escondrijos para contemplar a Odile. El balanceo de las piernas, nacido en aquellas gloriosas caderas, llevó a más de uno a atragantarse con la lengua. Tenía el paso de un avestruz. Con el vaivén implacable de sus rodillas se abría camino por el parque.

Pimloe saboreaba ya las ligaduras de la columna de Odile. Las hendiduras de su región lumbar desprendían un olor salado. Tendría que escabullirse de Brighton Beach para casarse con Odile. Pimloe conseguiría sobreponerse a la ira de los comisionados irlandeses. Esperaría a que le hubiesen coronado. Entonces tendrían que hincar la rodilla ante el comisionado Pimloe. El comisionado primero podía permitirse cuantas esposas le apeteciesen.