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Patrick Silver dejó a El Bebé en el vestíbulo del Hotel Plaza. El Bebé, que tenía cuarenta y cuatro años, se sentó en un sofá tapizado y metió los nudillos en el regazo. Se llamaba Jerónimo. Un muchacho con canas alrededor de las orejas, de los Guzmann de Boston Road; su educación se interrumpió en primero de básica. Vivía casi todo el día en una tienda de dulces, vigilado por su padre y sus muchos hermanos. Pero los Guzmann estaban en guerra con la policía. No podían proteger a El Bebé. Y tuvieron que poner a Jerónimo en manos de Patrick Silver. Patrick era su cuidador temporal.

Jerónimo tenía moras en la cabeza. La alfombra bajo los pies y los candelabros en torno a su silla, le hacían pensar en la granja de los Guzmann en el lago Sheldrake. Era época de moras, y Jerónimo tenía ganas de hundir los dedos entre las zarzas y beber jugo de moras. Pero allí estaba, a cien kilómetros del lago Sheldrake, esperando a Patrick Silver en un hotel con alfombras de lana de color óxido en el suelo.

Patrick Silver subió en el ascensor del Plaza vestido con una astrosa camisa de fútbol. El ascensorista se sintió incómodo junto a aquel gigante que apestaba a cerveza dublinesa. Silver tenía una complexión rubicunda. Había ido al Plaza sin zapatos. Sólo en calcetines negros levantaba un metro noventa y cinco del suelo.

Patrick avanzó por los pasillos del tercer piso. Las camareras apartaban los carritos de las sábanas a su paso. Para las doncellas, un hombre sin zapatos era un anatema, y siguieron el avance de los calcetines de Patrick con la nariz hundida en los carritos. Retomaron sus tareas tan pronto Patrick llamó a una puerta. Masculló tres palabras:

—Me envía Zorro.

Entró en una habitación inesperadamente pequeña en un hotel donde los ascensores tenían paredes doradas y una moqueta capaz de engullir los pies de cualquiera. Una chica estaba de pie tras la puerta, enfundada en un jersey propiedad en otro tiempo de Jerónimo; le colgaba holgado sobre los hombros, pero no conseguía disimular la forma de sus senos. Patrick no tenía un conflicto de lealtades. A él le pagaban por proteger a los Guzmann y sus intereses. Con todo, no era hombre que ignorase la marca de unos pezones bajo un jersey viejo.

La chica sonrió al ver los calcetines de Patrick. Había oído hablar del estrafalario guardaespaldas que vivía en el sótano de una sinagoga y llevaba siempre puesta una camisa de fútbol y una funda de pistola sin pistola. Le gustaron los rasguños de su cara, el pelo blanco de sus nudillos, su nariz imperfecta. Ella era Odile Leonhardy, la reina adolescente de la pornografía, y admiraba a los hombres de napias grandes. Se había mudado a la parte alta de la ciudad y había alquilado una habitación en el Plaza para entrar en el mundo del cine de verdad.

—¿Dónde has dejado la yarmulke, Patrick Silver?

—La llevo en el bolsillo —dijo él.

—¿Y por qué no te la pones?

—Me la pongo para rezar, señorita. O cuando me entran escalofríos.

—¿Qué le ha pasado a El Bebé?

—Está abajo.

—¿Es prudente dejarle solo?

—Ningún policía se atreverá a detenerlo en el Hotel Plaza, señorita. Si lo sabré yo, que fui trece años detective.

—No me llames «señorita». Me llamo Odile. ¿No te dijo Zorro que me trajeras a Jerónimo?

La muchacha le estaba confundiendo.

—No. Zorro ha ido a Atlantic City. Me pidió que la visitara y le dijera que estará fuera una temporada.

—¿Qué pinta él en Atlantic City? Zorro odia el océano. ¿Alguna vez le has visto quitarse la camisa?

—No ha ido a nadar. Tiene algunos negocios en Nueva Jersey.

—Que le cunda. Y ahora haz tu trabajo, Patrick Silver, y tráeme a Jerónimo.

¿Pensaba acaso jugar a las palmas con Jerónimo? No era asunto suyo. Volvió esquivando los carros de las camareras y sacó a Jerónimo del vestíbulo. ¿Qué poder tenía Zorro sobre la muchacha? Ella desabrochó el cinturón de Jerónimo y gruñó a Silver:

—Espera fuera.

Patrick se estaba adentrando en la madurez (dentro de otros ocho años cumpliría los cincuenta). Los Guzmann le habían convertido en un mamporrero irlandés: era el tipo que llevaba a Jerónimo a la cama de Odile.

Patrick tuvo que escuchar música de putas: no podía alejarse de la puerta. Odile murmuró «Jerónimo, Jerónimo», y El Bebé empezó a jadear. Por lo que Patrick pudo interpretar, no eran gritos de queja.

Los jadeos dejaron de atravesar las paredes. Jerónimo no podía llevar dentro más de tres minutos. Tenía el cinturón abrochado cuando Odile le sacó al pasillo. Ella tenía en el jersey las mismas arrugas que antes.

—Dile a Zorro que Odile le desea suerte en Atlantic City.

—Lo haré, señorita.

Patrick cogió la mano de El Bebé y la sostuvo durante su caminata por los pasillos. Las palmas de Jerónimo estaban húmedas. Daba grandes bandazos con la cabeza al caminar: los hombros se le encorvaban a cada zancada, y le silbaba el pecho mientras arrastraba a Silver hacia la cabina del ascensor.

Jerónimo agotaba a su custodio irlandés. A Patrick le faltaba el aire. Los dos muchachos ancianos se metieron en el ascensor. Los pasajeros los miraron. Tanto Patrick como Jerónimo tenían enormes mechones de cabellos grisáceos; sus ropas gruesas olían a invierno; el gigante de la camisa de fútbol no creía en los zapatos.

Salieron del ascensor cogidos de la mano, El Bebé aferrado al pulgar de Patrick. Condujo a su custodio más allá de la marquesina del Plaza, hacia la humedad de julio.

Había putas en la terminal, putas y espías, con el relieve de las armas asomando bajo sus jerseys de colores, antenas de la policía que les trepaban por la espalda y periódicos hechos una pelota en los sostenes; debajo de las espesas pelucas se escondían los «ángeles» rubios de la Oficina del Comisionado Primero. Era la gente de Isaac Sidel. Su jefe había perdido la guerra con la familia Guzmann, una tribu de proxenetas y extorsionistas del Bronx, judíos marranos de Boston Road. Papá Guzmann y sus cinco hijos: Alejandro, Topal, Jorge, César y Jerónimo, habían enfurecido al jefe al cruzar el puente de la Tercera Avenida para dirigir un mercado de putas en el centro de Manhattan. Isaac el Valiente no había sido capaz de capturar a César, conocido en el Bronx como Zorro, ni a su caterva de prostitutas infantiles. El jefe había decidido entonces excluirse a sí mismo de la Oficina del Comisionado, se sumergió en el Bronx, y reapareció como hombre para todo de Papá Guzmann en Boston Road. Pero la proximidad de los Guzmann le trajo pocas ventajas. Emergió del Bronx con la solitaria, una lengua ennegrecida y ninguna detención. Los «ángeles» rubios vengarían la derrota de su jefe. Rastrearon la Autoridad Portuaria en busca de una pista de Zorro y sus hermanos. Iban dispuestos a romperle el cuello a Alejandro, a sumergirle el cerebro a Topal en un retrete, a clavar dos monedas en los ojos de Zorro.

Pero no vieron nada. Zorro se escabulló entre los jerseys vestido con calzones de seda. Llevaba la cara embadurnada con la mina derretida de un lapicero marrón y cargaba con una maleta de rafia como las de los chicanos que todos los veranos eran introducidos ilegalmente en Nueva Jersey para la cosecha del boniato. Le acompañaba su hermano Jorge. La mina derretida había dejado algunas virutas bajo las orejas de Jorge.

Los hermanos subieron a un autobús con antiquísimos asientos de mimbre. Zorro llevaba para su hermano un plátano del Bronx y una maleta llena de manzanas del huerto de Papá. Las manzanas estaban ligeramente magulladas. Los Guzmann las habían recolectado poco antes de que los amigos de Isaac del FBI se colaran en el terreno con un soplete y acabaran con la granja de Papá.

Los dos soportaban los pinchazos del mimbre en el trasero por amor a Papá. Iban a visitar a un recaudador llamado Isidoro, un pariente lejano de Papá.

El recaudador le debía su vida a Papá. Vivía muerto de hambre en una chabola de Bogotá cuando Papá lo rescató y lo plantó en una tienda de dulces del Bronx. La tienda tenía vidas múltiples: era el cuartel general de los Guzmann, su hospital, su dormitorio y su local de apuestas. De no haber aparecido Isaac, Isidoro habría vivido feliz, comiendo chocolate amargo y perdiendo pelo en la tienda. Incapaz de corromper a ninguno de los chicos de Papá, Isaac empezó a rondar a Isidoro. Aterrorizó al pobre bogotano[1] y le explicó lo que la policía de Manhattan hacía con los recaudadores.

—Te van a llenar la lengua de agujeros si no estoy yo para ayudarte, Isidoro. Aquí no tienes futuro.

Con ésa y otras zalamerías se ganó a Isidoro. El recaudador se convirtió en espía de Isaac. Sus revelaciones fueron escasas: no le vendía al jefe más que retazos inconexos de información. Después de que Isaac abandonase la tienda de dulces, el recaudador se dio el piro a Atlantic City. La desaparición de Isidoro e Isaac dio a Papá mucho que pensar. Empezó a imaginar la verdadera relación entre su pariente e Isaac el Mierda.

Los hermanos llegaron a la antigua terminal de autobuses de Arctic Avenue. Jorge sentía punzadas de hambre. Se agarró la tripa y empezó a lanzar patéticos quejidos, mientras buscaba alrededor inexistentes vendedores de dulces. Zorro no llevaba más plátanos en el bolsillo, pero tenía que acallar a Jorge: los gañidos de un hombre con un cuello de dos palmos y medio atraerían la atención sobre ambos y desvelarían la presencia de los Guzmann en Atlantic City.

—No llores, Jorge. En la playa habrá dulces.

Continuaron por Arkansas Avenue hasta llegar a la pasarela, y se detuvieron en una tienda de bagatelas de la Hadassah para comprarle a Jorge un sombrero que resguardase sus ojos del sol. Pasaron ante una hilera de hoteles venidos a menos cerca de Pacific Avenue, vieron los porches desvencijados, las entradas con escalinatas y a los ancianos tras las ventanas. La cúpula enmohecida del hotel Claridge destellaba en South Indiana Avenue. El olor de las cremas de bronceado se abatió sobre los hermanos en el instante en que pusieron un pie en la playa. Sin la protección que ofrecía Arkansas Avenue, tuvieron que aspirar el viento tórrido.

La curvatura del paseo marítimo entarimado puso a Zorro de mal humor. Poco podía avanzar sobre una madera que al abombarse se alejaba de sus pies. Llevó a Jorge a una confitería. Jorge sonrió al ver una cinta transportadora que llevaba los cacahuetes tostados del escaparate a un horno en el fondo de la tienda. Un muñeco de vivaces manos mezclaba la masa en un cuenco de cobre tras los cacahuetes. La pelambrera del muñeco le recordó a su hermano mayor.

—Jerónimo —masculló, olvidándose de su tripa por un instante. No quería caramelos de nata, ni negros, ni blancos, verdes o amarillos. Zorro tuvo que comprarle monedas ácidas de caramelo, peces de goma y almendras garrapiñadas.

Treparon por la pasarela alabeada, esquivando los tranvías cargados de pasajeros con sombreritos de paja que sorbían botellines de ron y se reían de los colores de Zorro. «¡Síguenos, carita pintada!». Con gusto Jorge hubiera zarandeado los tranvías para meter a todos los sombreritos bajo la pasarela, de no haber estado allí Zorro para detenerle con el pulgar metido en el pantalón.

—Papá ya te advirtió que no te pelearas con idiotas. Perderemos el rastro de Isidoro. Hermano, recuerda lo que nos hizo Isaac. Intentó matar a Jerónimo. Nos quitó nuestra casa de campo.

Jorge lanzó almendras garrapiñadas a los tranvías. Masculló maldiciones que sólo los marranos podían entender. Habló en un portugués ininteligible. Pero no arrancó los guardabarros de los coches. Se dispuso a seguir a su hermano. La gente les observaba cobijada en las terrazas cubiertas de sus monstruosos hoteles de piedra, que llegaban hasta el borde mismo de la pasarela. El óxido de los tejados de cobre de los hoteles había adquirido un color verde cenagoso. Los muros de piedra de las terrazas se agrietaban bajo la superficie. Jorge siguió los bultos de la pared más cercana.

Las impurezas de la piedra centelleaban al sol, bajo la visera de su gorra. Jorge se habría quedado embelesado con una mano sobre la pared, pero Zorro le apartó de los porches. Un tirón en los pantalones lo metió en un tenducho gitano que apenas era un feo desconchón en la pared. La palabra «frenólogo» estaba escrita encima del tenderete en un bonito color amarillo. A Jorge, que no sabía leer palabras largas, aunque era más listo que Jerónimo, le asustó. Jorge era capaz de planchar una corbata, de pronunciar frases completas y de mear con pulso firme en el centro de una taza de retrete. Al igual que sus hermanos, desconocía la fecha de nacimiento (su padre era muy supersticioso en esas cuestiones), pero era un chico estival, nacido en enero, durante la estación seca en Perú, algo menos de cuarenta años atrás.

Dentro de la cueva de los gitanos, Jorge notó una suave brisa en el cuello. Una mujer embarazada vestida con una camiseta de hombre estaba sentada junto a la entrada. Les dio la bienvenida con un bostezo descomunal que le arrugó la camiseta y dejó al descubierto las estrías de su vientre. Zorro no le interesaba. Le gustaban las cabezas grandes de orejas pequeñas. Jorge tuvo que inclinarse ante la gitana. Ésta le echó el aliento sobre el cuero cabelludo. Sin siquiera palpar a Jorge fue capaz de interpretar la silueta de sus lóbulos y la magnitud de los bultos en su cabeza.

—Este chico ansia mujeres —dijo—. Tenga cuidado con él. Sus rodillas no son fuertes. Va a caerse.

—Vale —dijo Zorro—. Perfecto. Ya me ocuparé de las rodillas de mi hermano.

Dejó caer cinco dólares en la camiseta de la gitana.

—Ahórrate las predicciones, madame Sonia. Nuestra religión no nos permite tener futuro. Somos católicos a la prehistórica. Amamos a Jesús, pero su madre nos importa más bien poco. Así que no esperes misericordia por nuestra parte. Mi padre echa en falta a su primo. ¿Dónde está Isidoro? Por lo visto, ahora eres su casera.

El bogotano tenía poco seso. La mitad de los corredores y recaudadores de Papá veraneaba frente al paseo entablado, entre Texas Avenue y el muelle de Steeplechase, porque Miami quedaba demasiado lejos. Los corredores habían visto a Isidoro con la bruja embarazada.

—No seas tonta, Sonia. Ya has visto los surcos en el pelo de mi hermano. Quiere volver a casa. ¿Es que no lo ves? Le entran gases en cuanto sale del Bronx. ¿Dónde está Isidoro?

Un chico salió disparado de detrás de la silla de la bruja. Apoyó un pequeño revólver contra la cabeza de Jorge. Zorro pudo ver que tenía los dientes torcidos y que el tambor, recubierto de cinta adhesiva, temblaba contra la oreja de Jorge.

—Es mi hijo —dijo la gitana embarazada—. Sólo me hace caso a mí. Te juro que le volará la cabeza a tu hermano. Largaos de Atlantic City.

Jorge no se acobardó. Una pistola en la oreja no iba a paralizarle. Se tragó uno de los peces de caramelo y asió con dos dedos el cañón de la pistola. El trayecto de la mano de Jorge desconcertó a la bruja; parecía de idiotas acariciar un arma con dos deditos.

Zorro se rascó la mejilla. Los marranos despreciaban las armas de fuego (las pistolas eran para bandidos urbanos, y para polis como Isaac el Sapo), pero Zorro conocía la firmeza de la garra de su hermano.

—Tráeme a Isidoro.

El muchacho le hizo una mueca a Zorro e intentó apretar el gatillo; no consiguió que girase el cilindro. Los dos dedos de Jorge bloqueaban el funcionamiento del arma. La bruja se removió en su silla. Los Guzmann tenían que pertenecer a otra categoría de humanos, criaturas de almas hediondas; ¿quién si no comería balas de plomo con la presión de un dedo?

—No le hagan daño a mi chico, señores.

La pistola desapareció bajo la manga de Jorge. La gitana asintió con vehemencia. Sólo alguien que bebiese el orín hirviente de los santos judeocristianos disponía de una magia tan poderosa. Sonia había oído hablar de los marranos que se encomendaban a la protección del Moisés del Sinaí, de Jesús, de Jacob y de los reyes babilonios. Sacó a los hermanos de la cueva y los condujo a la espesa hierba de un terreno privado, apenas una tajada de terreno detrás de Pennsylvania Avenue. No había carricoches en la hierba de la bruja, tan sólo el cartelón de un viejo restaurante, «La percha del tritón», trozos de hojalata que imitaban la forma de una góndola u otra embarcación semejante y se oxidaban en el suelo; la góndola tenía el contorno carcomido y enormes boquetes en el centro.

A Jorge le confundió la góndola entre la hierba. Se habría destrozado los pantalones intentando saltar sobre una góndola de gigantes orejas dentadas. Zorro tuvo que acompañar a su hermano a saltar sobre el cartelón, rodilla con rodilla. El óxido destrozó los zapatos de Jorge.

La gitana les condujo hasta una casita al fondo del solar. Los hermanos no encontraron nada parecido a una puerta. Tuvieron que colarse por un hueco de la malla del porche para entrar en casa de la gitana. El recaudador no opuso resistencia. Le gritó a Zorro desde la cocina:

—César, ¿qué quieres que te prepare? Echo de menos el té de tu padre. No tengo paciencia para recitar las oraciones sobre la tetera. No soy como Papá.

—Hoy no traigo la lengua seca, Isidoro. Puedo pasarme sin tu té.

El recaudador se movía en pijama por la cocina. El rencor de Zorro había desaparecido: no debería haber sido tan brusco con el primo de su padre. Los Guzmann bebieron un té rojo bien cargado con Isidoro. Jorge se quemó los dedos con el vaso. Isidoro se permitió una sonrisa tímida. Los criptojudíos de España, Portugal, Holanda, Brasil, Perú y el Bronx sólo disfrutaban el té si estaba hirviendo; la quemazón en la garganta les confirmaba que seguían vivos.

Con el té en el cuerpo, la ira de Zorro disminuyó. Había cuestiones de dinero que discutir.

—Isidoro, Papá te debe ciento setenta dólares. Lo leí en sus cuentas. ¿Cómo hay que pagarlo? ¿A la gitana y a su hijo?

—La mitad —dijo el recaudador—. La mitad a madame Sonia y la otra mitad al orfanato de la avenida Stebbins.

—Isidoro, ya sabes lo bobos que son los que lo llevan. Tu donación acabará en el bolsillo de algún médico ricachón.

Los ojos hinchados del recaudador acallaron los razonamientos de Zorro. Garabateó con un lápiz una suma en el puño de la camisa, que era donde los Guzmann hacían casi todas sus cuentas.

—Ochenta y cinco dólares para los huérfanos de la avenida Stebbins —anunció Zorro. Luego, él y Jorge abrazaron a Isidoro; los tres se balancearon cerca de la estufa de la gitana. Los hermanos no habían perdido su afecto por el bogotano.

Siguieron abrazados mientras Jorge sorbía por la nariz y el recaudador se interesaba por Jerónimo.

—El Bebé está en buenas manos. Papá le ha contratado un guardaespaldas. Un macaco irlandés.

Zorro casi podía oler a Isaac en el pijama del recaudador. Deshizo el abrazo.

—Isidoro, no tendrías que haber hecho manitas con Isaac. ¿Por qué no ligaste con otro poli?

Jorge encajó un codo debajo del cuello del recaudador. Isidoro no forcejeó contra el pecho de Jorge. Sus ojos no se inyectaron de sangre. Las venas de sus mejillas no se hincharon en lentos y horribles racimos azulados. Los huesos bajo sus orejas crujieron una vez y el recaudador murió.

Un camión llegaría entrada la tarde. Los Guzmann no eran dados a sacrilegios. Papá ya había dispuesto medidas para su primo. No tendría que descansar bajo el suelo de Jersey. El camión le llevaría hasta el cementerio de los Guzmann en Bronxville, y allí una compañía de plañideras se rasgaría las vestiduras en honor de Isidoro, y llorarían hasta que el cielo ennegreciese.

Los hermanos salieron de la casita por el mismo agujero de la malla, cruzaron la góndola herrumbrosa y salieron de la cueva de la gitana. Se encerraron en un retrete del muelle de Steeplechase. Zorro vació en el suelo su maleta. Manzanas, dos pañoletas, faldas, una blusa, zapatos de tacón. Jorge salió del muelle con las pañoletas en la cabeza y las manzanas en la blusa. Así pensaba Zorro ocultarle de vuelta a la tienda de dulces de su padre. Isaac el Mierda tenía polis apostados por todo Boston Road. Sólo los negros, los niños y las chicas con pañoletas estaban a salvo.

Jorge iba enfurruñado bajo los pañuelos, la blusa y las faldas. Se bajó las manzanas a la cintura. Caminaba tambaleándose por el paseo entarimado. Zorro no podría llegar a la Arkansas Avenue sin comprarle antes más peces de caramelo a su hermano.