CONCLUSIÓN

Los porqués de una derrota, los porqués de una victoria

Los porqués de una derrota

En abril de 2006, algunos medios de comunicación españoles publicaron un manifiesto titulado «Con orgullo, con modestia y con gratitud» en el que llevaban a cabo una reivindicación de la II República. El texto era una repetición de una mitología republicana que no hubieran respaldado —de hecho, no lo hicieron— los principales protagonistas del drama español entre 1931 y 1939. Que este manifiesto fuera suscrito por gente del mundo del espectáculo o de las artes tenía una cierta coherencia teniendo en cuenta cómo, históricamente, nunca han faltado miembros de tan honrosísimas ocupaciones que apoyaran públicamente las peores atrocidades que el mundo ha conocido desde Lenin a Mao pasando por Mussolini, Hitler o Stalin. Más notable es que entre los firmantes se encontraran autores de libros de Historia de los que, si bien muy escorados ideológicamente, se espera un mínimo rigor científico.[1] No es finalidad de esta obra entrar en el contenido de ese manifiesto y más cuando las conmemoraciones del 75.° aniversario de la Segunda República no lograron reunir en toda España ni siquiera a tres mil personas. Pero sí debemos detenernos en una de las afirmaciones del texto donde se dice categóricamente que la victoria «sólo fue posible gracias a la ayuda de los regímenes fascista y nazi que preparaban una invasión de Europa que acabaría provocando una guerra mundial y, aún más decisivamente, gracias a la culpable indiferencia de las democracias, que, antes de convertirse en víctimas de las mismas potencias en cuyas manos habían abandonado a España, eligieron parapetarse tras el hipócrita simulacro de neutralidad que representó el comité de No Intervención de Londres». Semejante lectura del conflicto no sólo es contraria a los hechos, sino que constituye una patética reproducción de la interpretación propagandística de la Komintern tras la invasión de la URSS en el verano de 1941. Subrayémoslo bien: de la propagandística porque las interpretaciones de uso interno fueron muy diferentes, por ejemplo, en el informe Stepanov; y después de la invasión de la URSS porque, nada más acabar la guerra civil española, Stalin suscribió un acuerdo con Hitler que permitió a ambos dictadores repartirse Europa, prepararse para el siguiente asalto y considerar como el peor enemigo no al otro Estado totalitario sino a las democracias occidentales. Recordemos, por ejemplo, que cuando Hitler atacó a Francia y Gran Bretaña, las órdenes de la Komintern —la misma Komintern que organizó las Brigadas internacionales para combatir en España— ordenó no combatir contra la invasión alemana porque se trataba de una guerra entre potencias imperialistas e incluso sabotear el esfuerzo de guerra de las democracias contra los nazis.[2]

Esa visión de la Komintern —y no es de extrañar— no fue la de los vencidos siquiera porque muchos habían acabado concibiendo una profunda aversión a Stalin y al PCE. De hecho, para los derrotados en la guerra civil española, el porqué se había perdido ésta resultó en no pocos casos casi de tanta importancia como la derrota en sí. Examinando los diversos testimonios orales a los que todavía se puede acceder,[3] resulta sorprendente el número de ex combatientes que creyeron hasta el final que la guerra civil sería ganada por la República. En el fondo de esa confianza residía no pocas veces no una fría consideración de los datos objetivos sino más bien una fe punto menos que metafísica. Puesto que estaban convencidos de que la razón estaba de su lado, de que los rebeldes no habían hecho nada por el pueblo, de que habían activado un mecanismo de clara represión antiobrera… no podían ganar la guerra. Si se produjo la derrota tuvo que deberse a causas internas que debilitaron la fortaleza que, supuestamente, tenía la causa obrera. Pero no sólo la gente de a pie vio así la derrota. Lo mismo sucedió con dirigentes de talla. El anarquista Diego Abad de Santillán, por ejemplo, escribió al año siguiente de concluido el conflicto[4] que la pérdida de éste se debió a: «a) la política franco-británica de la no intervención… unilateral; b) la intervención rusa en nuestras cosas, y c) la patología centralista del Gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras». En resumen, la guerra se había perdido por el abstencionismo de las democracias occidentales, pero también por la acción de lo que Abad de Santillán consideraba, como anarquista, auténticas bestias negras: la acción comunista y el intento de organización del Gobierno central (bien limitado en sus resultados) que sólo podía interpretar como «patología centralista». Por supuesto, el dirigente anarquista no pensaba que la desintegración del poder republicano provocado, no en exclusiva pero sí en buena medida, por la CNT-FM tuviera nada que ver con la derrota final del conflicto.

Algo similar, aunque con mayor equilibrio y distinto enfoque, encontramos en otra obra, publicada en 1941, debida a Julián Gorkín,[5] un importante dirigente del POUM. Para Gorkín, la guerra se había perdido por la acción directa de Stalin (que había enviado el material militar «tarde y con pobreza») y de los comunistas («que lo administraban conscientemente mal») sumada a la disposición del dictador soviético a pactar con Hitler. No dejaba de ser un punto de vista curioso el de atribuir la derrota a la potencia que más había ayudado al Frente popular, bien es verdad que según su conveniencia y aniquilando de paso a grupos no dispuestos a someterse a Moscú como fue el caso del POUM. Con todo, la versión de Gorkín coincidiría, en cuanto a la atribución de responsabilidades, con la de los comunistas arrepentidos Jesús Hernández —ministro republicano y factor esencial en la caída de Prieto—[6] Enrique Castro[7] y Valentín González «El Campesino».[8] Para todos ellos, la derrota debía atribuirse no a Hitler y a Mussolini o a la pasividad supuesta de Gran Bretaña y Francia, sino de manera principal a Stalin, cuya intervención no sólo había provocado la misma sino además el régimen de terror creado por los comunistas españoles servilmente a sus órdenes.

Esa misma versión fue la seguida por importantes socialistas —tan enfrentados por tantas otras cosas— como Largo Caballero[9] y Besteiro.[10] Este último, como ya vimos,[11] llegó incluso a la conclusión de que Stalin era mucho peor que Franco.

Por supuesto, la opinión de éstos difería sustancialmente de la de anarquistas, poumistas y comunistas desengañados. Para la Pasionaria, la derrota había arrancado, no de la intervención de Alemania e Italia a favor de los alzados, sino de la falta de unión del Frente popular, especialmente «tanto más que los nacionalistas vascos y los anarquistas… no participaban en el Frente Popular». Aunque, en teoría, la Pasionaria no pretendía minimizar el papel de los partidos republicanos en la guerra civil, sin embargo su conclusión no podía resultar más tajante:

Y sobre todo, lo que la guerra mostró de manera exhaustiva, es que sin la unidad de la clase obrera, la dirección de la revolución democrática cae inevitablemente en manos de la burguesía, que frena esta revolución, que no la lleva hasta el fin, que incluso la transforma en instrumento contra el proletariado.[12]

Pese a las diferencias ideológicas existentes entre estos autores, la interpretación de la derrota resulta muy similar. La misma se debió, fundamentalmente, a la acción del adversario interior que para unos era el PCE (POUM-CNT) y para otros eran los anarquistas y asimilados (PCE). De manera implícita, parecía desprenderse que los rebeldes nunca podían haber vencido por sus medios y que la derrota había que atribuirla a que una determinada visión política —la propia, por supuesto— se había visto imposibilitada por la rivalidad de otras que también se hallaban en el mismo bando.

En algunos análisis de los vencidos sí se concedió un cierto papel a la intervención extranjera a favor de los alzados pero, de manera bien significativa, en ningún caso como aparece citada en el Manifiesto pro-republicano que hemos citado al principio de este capítulo. Por ejemplo, José Antonio de Aguirre, el presidente del gobierno vasco,[13] atribuyó así la misma al «frío egoísmo de las cancillerías (que) condenó a muerte a quienes entonces eran los únicos que estaban defendiendo con las armas en la mano los ideales democráticos», a la ayuda germano-italiana y, de manera muy especial, al «compromiso de Munich» que acabó con cualquier posibilidad de resistencia de la República. De manera bien significativa, Aguirre no dice ni una palabra de la política desleal de los nacionalistas vascos hacia el Frente popular. Por su parte, Francisco Ayala[14] señaló cuatro razones fundamentales para la derrota: la intervención italo-germana, la negativa de Francia e Inglaterra a entregar a la República «aquellas armas que por un tratado previo estaban obligadas a venderle», la intervención soviética dotada del «mismo frío cinismo que el Eje Roma-Berlín» y la «desprevenida inocencia» de España. De manera bien significativa, ninguna de estas explicaciones hace referencia ni a las carencias generales del bando frentepopulista ni, mucho menos, a las motivaciones militares relacionadas también con el otro bando.

Finalmente, entre los vencidos, hay que señalar a un tercer grupo de personajes que intentó realmente profundizar en la totalidad de causas de la derrota de la República sin caer, al menos no de manera tan explícita y parcial, en discursos de tipo apologético. El primero de ellos fue un político: Manuel Azaña. En su obra La revolución abortada[15] el presidente de la República señaló como causas de la derrota el hundimiento del Gobierno republicano en septiembre de 1936, la intervención internacional en favor de los alzados; el sectarismo de los gobiernos vasco y catalán que impidieron un mando único, rivalizaron con el Estado en el funcionamiento de los servicios públicos relacionados con la guerra y de la industria; y el «efecto paralizante» provocado por el «derrame sindical». Éste, según Azaña, fue el mayor auxiliar de los alzados después de los alemanes e italianos, en la medida en que destrozó el orden anterior sin crear a cambio uno nuevo. De esa manera, se aceptaba que los derrotados eran, en no escasa medida, responsables de su derrota y que las dificultades que habían impedido la victoria del Frente popular habían sido de orden internacional, pero también técnico, es decir, militar e industrial.

Con todo, y tiene lógica que así sea, entre los personajes que captaron con mayor profundidad las causas de la derrota del Frente popular se encuentran un ministro de Defensa (Indalecio Prieto) y un militar (Vicente Rojo). Ambos fueron vencidos, pero no es menos cierto que Prieto desempeñó su papel de manera competente y que Rojo fue el mejor militar del Ejército popular de la República. El primero, al caer el frente del Norte —un hecho que implicó que el Frente popular ya no podría ganar la guerra militarmente— hizo públicas las causas de aquel desastre.[16] Las mismas, que con escasos matices podían extrapolarse a las razones de la derrota final, eran las siguientes:

  1. Antagonismos políticos terriblemente perjudiciales en estas circunstancias y a cuyo conjunto corrosivo ha dado en denominarse con gran justeza la «sexta columna».
  2. Intromisiones de la política en el Mando militar, privándole de libertad, quebrantando su prestigio y, a veces, destruyendo sus planes. A una decisión política, a la cual se ha aludido antes, fueron debidas las consecuencias más graves del desordenado repliegue de Santander.
  3. Insuficiente solidaridad entre las regiones afectadas por la lucha, dejando que deleznables resentimientos pueblerinos llegaran a tomar carta de naturaleza en el propio Ejército.
  4. Desconocimiento de la verdadera naturaleza de sus funciones por parte de los comisarios que, mediante injerencias intolerables, incluso anularon órdenes del Mando.
  5. Apartamiento del ejército combatiente de personal excesivo de entre el movilizado para dedicarlo a funciones pseudoindustriales, auxiliares o burocráticas, y el cual, al ser incorporado a filas a última hora y en momentos críticos, constituyó una rémora en vez de un refuerzo.
  6. Conducta errónea de la retaguardia, consintiendo que cobre influencia en ella el enemigo.
  7. Cultivo de recelos injustificados en torno a los Mandos, bajo sospecha de que reveses inevitables son fruto de la traición, y el afán de sustituir aquéllos, sin darse cuenta de que la enorme complejidad de una guerra moderna no permite eliminar su dirección técnica, que forzosamente han de asumir los militares profesionales, debiendo quedar reservada la política a la misión de trazar las líneas generales de la campaña, pero sin inmiscuirse en la ejecución de los planes.

    La síntesis de estas causas, como se ve, es la falta de Mando único cuya conveniencia reclaman todos, pero que casi nadie acepta.[17]

La descripción de Prieto es enormemente interesante. Señala como causas de la derrota la división partidista del Frente popular inexistente en el bando nacional (1), el peso excesivo de la política en las operaciones también desconocida en el caso del enemigo (2, 4 y 7), la desgracia que significó tener a los nacionalistas vascos como aliados (3), la corrupción que suele mencionarse poco, pero que causó un enorme daño al Frente popular (5) y el número de españoles que, estando en la zona controlada por el Frente popular, simpatizaban, sin embargo, con los nacionales, una circunstancia curiosa si se tiene en cuenta que Prieto desplegó una extraordinaria labor represiva en la retaguardia con la colaboración de los agentes de Stalin. De manera bien significativa, porque Prieto contaba con datos abundantes al respecto, no menciona ni la intervención de Alemania e Italia —sabía que la de la URSS era muy superior— ni una supuesta inferioridad material, porque hasta finales de 1937 ésta recayó de manera abultada en la España dominada por el Frente popular. Prieto sabía y no se equivocaba que la responsabilidad esencial de la derrota se hallaba en los propios derrotados.

No debería extrañar que Vicente Rojo llegara a conclusiones muy similares que se fueron reflejando en diversos documentos escritos antes y después de la guerra. Así en la minuta de una entrevista sostenida entre Rojo y Matallana en Valencia del 16 al 19 de noviembre de 1938,[18] justo en la época en que Negrín llegaba a un acuerdo con la URSS para implantar una dictadura sometida a Stalin al final de la guerra, el militar afirmaba:

Es preciso llegar a la unidad política o pedir la paz, porque de lo contrario sobrevendrá el caos.

La guerra es posible sostenerla y ganarla con las siguientes condiciones:

  1. Unidad absoluta en lo político y en la dirección de la guerra.
  2. Disciplina absoluta en el frente y en la retaguardia.
  3. Organización de los abastecimientos y garantía de los mismos.
  4. Importación urgente de armamentos.
  5. Reorganización militar y social.

Si esto no es posible por falta de personas, por falta de medios, por desavenencias políticas o por lo que sea, liquidar el conflicto evitando el caos, con una de las fórmulas siguientes:

  1. Conversaciones previas para entrega de las personas responsables.
  2. Preparación de la entrega de poderes.
  3. Evacuación de la masa responsable para evitación de represalias.
  4. Secreto en las decisiones que conduzcan a la liquidación.

Rojo había llegado a las mismas conclusiones que Prieto aunque mantuviera más tiempo que él la fe en la victoria del Frente popular. La derrota no cabía atribuirla a la intervención germano-italiana sino, sustancialmente, a los mismos vencidos que habían sido incapaces de alcanzar unos objetivos conseguidos por Franco antes de que acabara 1936.

Después de la guerra, Rojo describiría las diez causas de aquella derrota:

Nada de esto hubiera ocurrido:

  1. Si no hubieran decidido sublevarse por haber perdido las elecciones de febrero.
  2. Si no hubieran creado el terror con las patrullas de choque de FE.
  3. Si no hubieran pactado con potencias extranjeras (Italia) la cooperación económica y militar para derribar un régimen político legal.
  4. Si no se hubiera organizado por Franco y desde el Estado Mayor Central la sedición, traicionando a la República a la que juró servir lealmente.
  5. Si no hubieran iniciado el levantamiento con crímenes y matanzas en África idénticas a las que aquí se relatan. Les corresponde el gesto de la iniciativa de la barbarie.
  6. Si no hubieran sembrado el terror y el miedo.
  7. Si no hubieran implicado a la Iglesia y a todas las fuerzas de derecha en la insurrección.
  8. Si no hubieran destruido con la insurrección todos los resortes del poder legítimo que se vio naufragando en medio de innumerables traiciones.
  9. Si hubieran montado el golpe de Estado más inteligente y audazmente y con mayor espíritu de sacrificio de los dirigentes que dejaron a merced del populacho en las principales ciudades a la masa de jefes y oficiales que ignoraban los planes o que querían ser fieles a su juramento.
  10. Si hubieran medido la verdadera calidad del pueblo español, sus aspiraciones y la conciencia que tenía de sus derechos y del progreso al que aspiraba.[19]

En su análisis final, Rojo sí mencionaba ahora a Alemania e Italia, y, curiosamente, aún a pesar de culparles del fracaso del golpe (su éxito hubiera significado un fin inmediato del Frente popular), no tenía más remedio que reconocer el papel de los militares alzados en la victoria. Lo hacía intentando minimizar su habilidad militar y subrayando su uso del terror, olvidando, por ejemplo, que éste no había sido menor en la zona controlada por el Frente popular y no por ello había garantizado la victoria. Al final, por muchas vueltas que se quisiera dar a tan desagradable tema, lo cierto es que la victoria había derivado de factores militares y organizativos y en ambos terrenos, por desgracia para el Frente popular, el adversario se había mostrado superior. Por una de esas paradojas de la Historia, las circunstancias que provocaron la derrota de los Blancos en su lucha contra los Rojos durante la guerra civil rusa, se dieron en España en la zona controlada por el Frente popular. Como los Blancos, los frentepopulistas contaron en su bando con el lastre de los nacionalistas; y como los Blancos, los frentepopulistas padecieron la falta de un mando único. Contaban con otras ventajas no escasas que no tuvieron los Blancos en Rusia, pero no supieron aprovecharlas de manera adecuada.

Los porqués de una victoria

Si los alzados de 1936 vencieron se debió a un conjunto de causas, mucho más prosaicas pero también más reales y efectivas. Las siguientes podrían sintetizarse de la siguiente manera:

1. La superación de la inferioridad material inicial

Como señaló muy lúcidamente el socialista Indalecio Prieto[20] al comenzar la guerra, la superioridad con que contaba el Frente popular debía determinar de manera casi matemática su victoria sobre los alzados. Éstos, quizá con la excepción de Franco, nunca pensaron en el desencadenamiento de una guerra civil. Las directrices emanadas del general Mola, y las esperanzas de los otros generales alzados, apuntaban al triunfo de un golpe de Estado que debería decidirse apenas en unas horas si se alcanzaba el triunfo en Madrid o en unos días si había que marchar sobre la capital para que ésta cayera. Al adoptar esta visión, Mola estaba siguiendo uno de los axiomas desarrollados por Clausewitz, el gran estratega germano, en la tercera parte de Sobre la guerra. Éste consistía en afirmar que la victoria dependía de hallar el centro de gravedad que, herido, derribaría al adversario. En los Estados desgarrados por disensiones internas, también según Clausewitz, este centro está en las capitales. Independientemente de que la teoría del centro de gravedad desarrollada por Clausewitz fuera o no acertada en 1936, lo cierto es que los alzados no consiguieron llevarla a la práctica y la guerra —como se lamentaría Rojo, pero también republicanos históricos como Sánchez Albornoz—[21] se prolongó.

El golpe hubiera podido ser abortado con relativa facilidad en esos momentos dada la abultada superioridad en hombres y material del Frente popular. Si no fue se debió, fundamentalmente, a dos razones: el estallido de la revolución —o revoluciones— que, desde el PSOE a la CNT pasando por el POUM o el PCE, eran el objetivo político esencial desde hacía décadas; y la firmeza de los alzados en seguir combatiendo y no desmoralizarse dando ejemplo de una tenaz gallardía que se manifestó de manera especial en episodios como Oviedo, Huesca o el Alcázar de Toledo. Mientras que un bando pensó que no sólo la superioridad material se hallaba de su parte, sino también la moral y que además contaba con el respaldo del «pueblo» al que pretendía representar de manera exclusiva; el otro, que, como veremos daba enorme importancia a los factores morales, sabía que la victoria derivaría de aspectos esencialmente militares. Mientras que un bando creía en la victoria de sus respectivas utopías, el otro estaba convencido de que debía contener la marea revolucionaria si deseaba no sólo salvaguardar su libertad religiosa y la unidad de España, sino incluso sobrevivir físicamente. Si el Frente popular había llegado a asesinar a Calvo Sotelo, a pesar de su condición de aforado, ¿quién podría estar a salvo? Esa circunstancia explica que episodios como los de los matrimonios que entregaban sus alianzas para comprar armas en la zona nacional, carecieran de paralelo en la controlada por el Frente popular o que el número de voluntarios fuera mayor en la zona nacional —a pesar de contar con menos población— que en la dominada por el Frente popular.

Hasta finales de 1937, el Frente popular contó con una superioridad técnica y material indiscutible derivada de sus propios medios y de los proporcionados por la URSS, principalmente, y por otras naciones, de manera secundaria. Sin embargo, dividido en partidos empeñados en llevar a cabo utopías incompatibles, sin capacidad ni voluntad de controlar a los nacionalistas vascos y catalanes, y desprestigiado ante Gran Bretaña por la represión llevada a cabo sobre todo en Madrid, no supo aprovecharla. Tras la pérdida del Norte, la posibilidad de una victoria sobre los nacionales se fue alejando más hasta hacerse imposible después de la terrible derrota en el Ebro.

2. El mejor empleo de la ayuda extranjera

Constituye un tópico muy extendido el de afirmar que mientras que el Frente popular careció del material militar, especialmente el debido a la ayuda extranjera, para ganar la guerra; los nacionales sí contaron con el suficiente. La afirmación no deja de ser una tautología, ya que no cabe duda de que si un bando ganó y otro fue vencido, es que al vencedor le bastó y al derrotado le resultó insuficiente. Esta línea de razonamiento tan poco sólida es la seguida, por ejemplo, por Gerald Howson en su libro Armas para España,[22] una obra elogiosamente comentada por Santos Juliá.[23] La obra de Howson insiste en varios aspectos muy concretos como que la España del Frente popular recibió menos armas de lo que se ha indicado, que ese material era anticuado si es que no inútil y que las personas y organismos encargados de su adquisición por parte del gobierno de la República fueron engañados o estafados. La derrota del Frente popular sería así inevitable. La tesis es obvia. El problema es que el libro de Howson está plagado de errores ya señalados por algunos de los historiadores militares españoles.[24] En algunos casos, Howson repite tópicos propios de ciertos «hispanistas» como que cada duque o marqués poseía «un castillo, un palacio, tres casas solariegas, una casa en Madrid, un piso en Montecarlo, dos aeroplanos privados y seis Rolls-Royce»,[25] mientras que el pueblo de las aldeas vivía en chamizos; que en 1931 estaban en condiciones peores que «en el 431 de la era cristiana».[26] Esa población española rural había sido pagana ¡hasta su conversión al cristianismo ya en el siglo XX![27] y creía «que los animales, aves e insectos del campo nacían espontáneamente de los elementos ambientales de la tierra, el aire y el agua».[28] Con esos presupuestos sobre la situación en España, no resulta extraño que Howson afirme, erróneamente, que el Ejército español tenía en 1931 ochocientos generales;[29] que la Legión está formada por «ex presidiarios españoles cuyas penas se habían conmutado por el servicio militar»;[30] que era la «tercera parte extranjera del ejército»;[31] que antes de 1936 no había habido socialistas en gobiernos españoles[32] o que llegue a afirmar que la revolución de 1934 —que justifica— costó «cuatro mil vidas».[33] Junto a esos errores graves sobre la sociedad española y la Historia contemporánea, Howson acumula los relativos al tema concreto del libro. Por ejemplo, suprime repetidos envíos de armas recibidos por el gobierno de la República como el del vapor Elaie, que llegó al puerto de Alicante el 18 de enero de 1937; el artillero recibido en agosto de 1937 en el C.O.P.A. de Almansa y en Lérida; el del vapor soviético Ijora que llegó a Bilbao el 8 de enero de 1937;[34] el del material soviético que cruzó la frontera catalana en enero-febrero de 1939, por citar sólo algunos. No menos se equivoca Howson cuando afirma que después de julio de 1937 llegó muy poco material de uso militar para la República de países que no fueran la URSS.[35] Por citar sólo algunos posteriores a esa fecha, hay constancia de que el Reyna llegó a Gijón, el 18.10.37; de la salida desde Gdynia del Mostaganem, el 27.10.37, del Gravelines y el Perros Guirec, el 29.1.38, del Thielbeck, en la noche del 5 al 6 de febrero de 1938, del Virginia (ex Morna) el 26.2.38; del Winnipeg de Rótterdam a Burdeos, a finales de marzo-inicios de abril de 1938, el Diana (ex Scotia) el 14; otra vez el Virginia. Igualmente en abril de 1938 el Fenja y el Yorkbrook llevaron material de guerra desde Marsella a Barcelona. En esas y otras expediciones, el Frente popular recibió fusiles, municiones, armas automáticas, aviones y piezas de artillería procedentes, entre otras naciones, de Checoslovaquia, Paraguay, Bolivia, e incluso de Alemania e Italia, si bien en el caso de estos últimos países actuaron como mediadores cargueros finlandeses. No resulta extraño que con esas carencias en el análisis, Howson considere exagerada la cifra de 1968 piezas de artillería importadas por los republicanos tal y como señaló José Luis In-fiesta Pérez en la revista Ejército de noviembre de 1992.[36] La verdad es que desde que Infiesta publicó su trabajo sabemos que el Frente popular recibió todavía más piezas hasta llegar al número de 2418. En paralelo a la disminución del material recibido por la República, Howson hincha las cifras del que tuvo el Ejército nacional y así, por ejemplo, señala que los nacionales emplearon 700 cañones en «su contraofensiva… hacia el final de la batalla del Ebro». La realidad es que ese número de cañones era el que tenía todo el Ejército nacional y las bocas de fuego empleadas en la ocasión a la que se refiere Howson rondaba las 320. No más acertado anda Howson en el material aeronáutico soviético recibido por la República y en su empleo. De hecho, reduce el número a 657 aparatos, cuando no fueron menos de 923, o afirma que los I-152 no participaron en la guerra,[37] cuando lo cierto es que sí efectuaron misiones de guerra.

Si deficiente es el análisis en lo referente al número, no mejor es el relativo a la calidad de los materiales que, según Howson, para la República fue vetusto y no pocas veces inútil. Por lo que se refiere a fusiles, ciertamente el Ejército popular de la República recibió modelos que habían sido proyectados en su casi totalidad en la última década del siglo XIX o la primera del s. XX, es decir, que estuvo en una situación como el Ejército nacional que recibió de Italia un modelo de 1891 y de Alemania, de 1898. Pero además el Ejército popular de la República contaba con los Mosin-Nagant soviéticos que eran excelentes —aunque Howson no sepa que la diferencia entre el antiguo y el moderno era sólo que las medidas ya no se calculaban en arshin sino en sistema métrico decimal— y, como otras armas, ambicionadas por el Ejército nacional. Entre éstas se hallaban las ametralladoras Maxim Mod. 1910, los fusiles ametralladores Maxim-Tokarev, los fusiles ametralladores Bergmann MG 15nA, alemanes, y Browning Wz 28, polacos. La ametralladora francesa Saint-Etienne Mod. 1907 de la que dice que fue retirada del frente occidental en 1914 —probablemente confundiéndola con la Puteaux Mod. 1905 ya que la Saint-Etienne continuó usándose hasta los primeros tiempos de la segunda guerra mundial— fue aún más usada por los nacionales que por el Ejército popular. Finalmente, hay que recordar su afirmación de que el fusil ametrallador Chauchat Mod. 1915 no era bueno, al indicar que, según Jasón Gurney, los interbrigadistas británicos los «tiraron a la basura la primera mañana de la batalla del Jarama».[38] Muy sobrados de material debían estar los interbrigadistas porque el Ejército nacional lo siguió usando hasta el final de la guerra.

No más acertados son los juicios de Howson en lo que al material de artillería se refiere.[39] Se escandaliza así de que el Ejército popular estuviera armado con «sesenta tipos distintos de piezas de artillería»,[40] pasando por alto que la artillería nacional empleó 74 modelos diferentes más otros 25 de costa. No más acertado está cuando califica de «prehistóricos cañones de campaña franceses»[41] a los Saint Chamond franceses que en 1939 se consideraban armamento suficiente para intentar una recuperación de Gibraltar. Pasa por alto además que del material artillero enviado por Alemania e Italia al Ejército nacional tan sólo las tres baterías del Grupo experimental —septiembre de 1938— eran modernas, ya que las restantes eran anteriores o contemporáneas a la primera guerra mundial. Finalmente, por lo que se refiere a la escasez de proyectiles —otro de los tópicos utilizados por Howson— nunca hubiera debido de ser un problema grave ya que el Frente popular tenía organizada la fabricación en su territorio. Cuestión diferente es si la gestión de esa necesidad se llevó a cabo con competencia o con torpeza.

En términos de carros de combate, el Frente popular contó con una «abrumadora superioridad cualitativa».[42] La diferencia fue tan extraordinaria a favor del Ejército popular de la República que sólo se fue nivelando cuando, a medida que avanzaba la guerra, el Ejército nacional se fue apoderando de los carros enemigos. Baste decir al respecto que en septiembre de 1938, la Agrupación de Carros de combate nacional disponía de 64 carros Panzer I y 32 T-26 capturados, es decir, el 33% era material soviético capturado. En noviembre, la proporción de material soviético capturado era aún mayor, casi un 39%. Por no referirse a la Agrupación de Carros del Sur del Ejército nacional que estaba armada en un 100% con material capturado al Ejército popular de la República.

Por lo que se refiere al material aeronáutico, también la República contó con una clara superioridad durante buena parte de la guerra. No sólo los aparatos proporcionados por la URSS eran superiores técnicamente a los alemanes o italianos, sino además más numerosos.

Esa superioridad del enemigo la fue equilibrando el Ejército nacional gracias a diversos expedientes. Uno fue, como ya hemos mencionado, la captura de material enemigo y es que, en medida no escasa, el Ejército nacional pudo abastecerse gracias a esa circunstancia. La captura de envíos como los del Sylvia, el Eugenia Cambanis, el Virginia S y el Ellinico Vouono permitió a los nacionales surtirse de material indispensable que, originalmente, iba destinado al Frente popular. Súmese además el perdido por el Ejército popular de la República en los diferentes enfrentamientos. De hecho, no deja de ser significativo que hacia el final del conflicto, entre un 25-30% del Ejército nacional estuviera equipado con material capturado al enemigo hasta el punto de que, por una cruel ironía de la Historia, el Ejército popular de la República se había convertido en uno de sus grandes proveedores.

Pero a esa circunstancia se unió otra que dice mucho de lo sucedido en ambos bandos. Los nacionales apresaron veintidós[43] Aero A.101 que transportaba el Hordena y que Howson califica de «vetustos y prácticamente inservibles».[44] A juzgar por las palabras de Howson, los aviones carecían de valor y, de hecho, los aparatos de ese tipo que llegaron a las manos de los republicanos sólo fueron utilizados de manera fugaz en Belchite para, acto seguido, verse relegados a misiones de reconocimiento marítimo en el seno del Grupo 71. Pues bien, a diferencia de lo hecho por sus adversarios, la Aviación nacional los utilizó en la campaña de Vizcaya, en la detención de la ofensiva del Ejército popular sobre La Granja-Segovia, en la batalla de Brunete, en las campañas de Santander y Asturias, en la de cierre de la bolsa de Mérida y en la contención de la ofensiva contra Peñarroya. Todavía el 28 de marzo de 1939, dos días antes de acabar la guerra, se usaron en una misión en el sector de Aranjuez.

Como ha señalado muy acertadamente A. Mortera Pérez, «la moraleja de todo esto es que, cuando llegaba a manos nacionales —bien por captura, bien por adquisición— un tipo de material anticuado o desgastado, éstos, en vez de postergarlo entre lacrimógenas quejas o acerbas críticas, se limitaban a repararlo, ponerlo en servicio y tratar de sacarle así el mayor rendimiento posible».[45] Y es que, al final, la conclusión a la que se llega al examinar las cifras escuetas y exactas del material empleado por ambos bandos se llega a la conclusión de que con el material de que dispuso, el Frente popular pudo ganar la guerra y que la derrota no puede achacarse a un desnivel de suministros.

3. La baza diplomática

De no menor importancia en la derrota y victoria finales fue la baza diplomática. Sin embargo, una vez más, hay que atribuirla en no escasa medida a las acciones llevadas a cabo por los respectivos gobiernos. El gobierno del Frente popular no fue abandonado por las democracias como suele repetirse de manera tópica e inexacta. El gobierno francés del Frente popular simpatizaba abiertamente con el del Frente popular español e incluso en las épocas en que la frontera con Francia estaba formalmente cerrada siguieron llegando a la España frentepopulista entregas de armas.[46] Por su parte, como ya hemos visto, Gran Bretaña había llegado a la conclusión antes del estallido de la guerra de que el Frente popular avanzaba en la dirección de un sistema similar al soviético y no estaba dispuesta a apoyar semejante eventualidad. La propaganda posterior hablaría de la lucha entre la democracia y el fascismo, pero, de manera bien significativa, la guerra civil española no fue vista así por las potencias de la época. Para Alemania, se trataba de una lucha entre los blancos —el nombre que dieron desde el principio del conflicto al bando nacional— y los rojos similar a la vivida por Rusia o Finlandia. Sus enemigos intentarían homologar a Franco con Hitler o Mussolini, pero el Führer sufrió especialmente el carácter blanco del régimen de Franco y el que el sector azul del bando nacional, la Falange —el único con similitudes con los fascismos— pesara tan poco. Durante la II Guerra Mundial, Hitler se plantearía incluso la posibilidad de dar un golpe de Estado en España que derribara a Franco e implantara una verdadera dictadura fascista. Para la URSS, se trataba de una oportunidad de extender la revolución mediante la creación de una dictadura similar a la que, después de la segunda Guerra mundial, conocería el Este de Europa. Sin embargo, no fue tan ingenua como para pensar que se enfrentaran en los campos de España los partidarios de la democracia y los del fascismo. Sin duda, desde la perspectiva de la Komintern, el bando nacional era fascista, pero también lo habían sido los socialdemócratas alemanes o las democracias occidentales si se terciaba. Cuando concluyó la guerra en España, Stalin no tuvo ningún problema en pactar con Hitler el reparto de Europa oriental y en ordenar que los partidos comunistas en Occidente sabotearan el esfuerzo de guerra de las democracias contra el nacionalsocialismo alemán.

Las democracias como Estados Unidos o Gran Bretaña no simpatizaban con ninguno de los dos bandos, pero no pudieron dejar de percibir el peligro comunista como algo mucho peor que la implantación de una dictadura autoritaria. Las noticias sobre matanzas como las de la Cárcel Modelo de Madrid o las de Paracuellos no pudieron ser neutralizadas mediante inventos propagandísticos como el de la supuesta matanza en masa en Badajoz. Era obvio que los alzados fusilaban y que se veían episodios de horror en la zona de España que controlaban. Sin embargo, no estaban desencadenando una revolución como la soviética, precisamente la revolución que las legaciones diplomáticas podían observar con verdadero espanto en ciudades como Madrid y Barcelona, donde la represión frentepopulista se cobró más de veinte mil vidas durante la guerra, es decir, tantas como el régimen de Franco en toda España tras la guerra. Entre la revolución al estilo soviético y la contrarrevolución, optaron por la neutralidad benevolente hacia la segunda.

Dicho sea de paso, sería el mismo comportamiento que seguirían después de la segunda guerra mundial y durante la Guerra Fría.

Como puede apreciarse en el cuadro que adjuntamos en el apéndice, los intercambios comerciales con el «área de la libra y el dólar» fueron para Franco tanto o más importantes que los llevados a cabo con Alemania e Italia. La suma del factor revolucionario y del económico explica sobradamente la política británica durante la guerra civil española. Cuando se produjo el estallido del conflicto español, los puestos principales del Almirantazgo británico estaban controlados por personajes como sir Samuel Hoare, que siempre se mostró partidario de reconocer a Franco y llevar una política de amistad con Mussolini, o sir Ernle Chatfield, más inclinado hacia los rebeldes que hacia el Frente popular. Hoare y Chatfield formaron un tándem invencible que se opondría a cualquier intento de perjudicar a Franco o de ayudar al Frente popular. Ya a finales de 1936, el Almirantazgo británico —que conocía las matanzas de oficiales perpetradas por los simpatizantes del Frente popular— se pronunció repetidamente en favor de reconocer el derecho de beligerancia de los alzados lo que equivalía a considerar a ambos bandos como similares ante el derecho internacional.[47] De hecho, hacia finales de noviembre de 1936, se reconoció de manera tácita el derecho de Franco a imponer un bloqueo.

Cuando el 2 de enero de 1937, Eden supo de la llegada de millares de soldados italianos destinados a ayudar a Franco, propuso que se impusiera un bloqueo británico que frenara la creciente intervención de Mussolini. Sin embargo, el 8 de ese mismo mes, el veto de Hoare en el Consejo de ministros impidió que se llevara a cabo esa medida que hubiera resultado fatal para Franco. Éste, respaldado por el gobierno británico, pudo ahora continuar bloqueando los puertos del Norte frentepopulista.[48] Cuando se produjo la caída de éste, las relaciones entre Gran Bretaña y Franco continuaron mejorando y eso a pesar de que entre agosto de 1936 y septiembre de 1937 se produjeron ocho ataques contra barcos británicos.

El Comité de Nyon, reunido por primera vez el 10 de septiembre de 1937, fijó la división del Mediterráneo en áreas de patrulla para las flotas francesa y británica y tal medida impidió por un tiempo los ataques a barcos británicos. En enero de 1938 volvieron a producirse éstos, pero para entonces Eden ya poco podía hacer. Al mes siguiente, fue sucedido por lord Halifax en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El primer ministro británico, Chamberlain, no consideró que aquella situación debiera cambiar la política británica hacia Franco. Esta debía consistir ahora en que aquella guerra concluyera cuanto antes y en llegar a un acuerdo con Italia que impidiera una nueva guerra mundial. Así se decidió incluso que si los buques de Franco hundían barcos británicos y tales acciones se debían «a la buena fe», semejantes actos no serían considerados «piratería».[49]

Si la baza diplomática de las democracias —con la excepción de Francia— acabó basculando en contra del Frente popular por su política revolucionaria, no mejores fueron las consecuencias de su alianza con la URSS. La Academia de Ciencias de la URSS dio unas cifras de ayuda al Frente popular —sin incluir las Brigadas internacionales— que aparecen recogidas en el texto ruso de Solidarnost narodov s Ispanikoy respublikoy que hemos utilizado para esta obra:[50]

806 aviones de combate (mayormente cazas), 362 tanques, 120 autos blindados, 1555 piezas de artillería, cerca de 500 000 fusiles, 340 lanzagranadas, 15 113 ametralladoras, más de 110 000 bombas de aviación, cerca de 3 400 000 proyectiles de artillería, 500 000 bombas de mano, 826 millones de cartuchos, 1500 Tm de pólvora, lanchas torpederas, estaciones de reflectores para la defensa antiaérea, camiones, emisoras de radio, torpedos y combustibles. No todos estos pertrechos de guerra llegaron a su destino, porque, como ya hemos indicado, algunos buques soviéticos y de otras naciones, fletados con esta finalidad, fueron hundidos por los piratas italianos o conducidos a puertos que estaban en poder de los sublevados.

Ciertamente, Franco necesitaba tan imperiosamente la ayuda de Alemania e Italia como el Frente popular la de la URSS, pero negoció de manera incomparablemente mejor las condiciones. En el caso de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista, Franco logró evitar la entrega de bases en territorio nacional —algo en lo que seguiría insistiendo Hitler durante la segunda guerra mundial— pactó condiciones razonables de pago (en contra de imposiciones pretendidas por Alemania) y mantuvo la independencia de su régimen. Difícilmente hubiera podido ser más distinta la forma de actuar del Frente popular. Se ha insistido repetidamente en que Stalin estafó a España y que no puso interés en que el Frente popular ganara la guerra. Como ha resumido magníficamente A. Mortera Pérez,[51] Stalin cobró el material de guerra al Frente popular considerablemente más barato de lo que Franco lo recibía de sus suministradores, y siguió enviando material en cantidades importantes cuando la guerra estaba ya perdida —después del Ebro— pero sus agentes habían logrado pactar con Negrín la transformación de la República en una dictadura comunista. Lejos de tratarse de un paso obligado, el envío del oro del Banco de España a la URSS vino motivado por la cercanía ideológica entre el Frente popular y un régimen totalitario que, a la sazón, había exterminado a millones de seres humanos y mantenía a otros millones en una red inmensa de campos de concentración. Hacia la URSS marcharon unas reservas que no debieron salir de España o que podían haber sido enviadas a una nación más fiable y no puede resultar extraño que un personaje tan carente de escrúpulos como Stalin aprovechara la situación. Sin embargo, no se trató de una mera estafa. Stalin deseaba resultados en España y desde el inicio de la guerra dio instrucciones al socialista Largo Caballero sobre la manera en que debía llevar a cabo la revolución, envió abundante material de guerra, decidió la formación de las Brigadas internacionales y puso la impresionante maquinaria político-propagandística de la Komintern al servicio del Frente popular. Franco no estaba dispuesto a convertir España en una nación sometida a Alemania e Italia y así lo dejaría de manifiesto durante la II Guerra Mundial. Por el contrario, un sector importante del Frente popular —como lamentarían amargamente algunos de sus componentes— sí deseaba ansiosamente la colaboración con Stalin e incluso la conversión de España en una nación de características similares fiscalizada por agentes de Moscú. Aunque no se conocieran todos los detalles, esas circunstancias pesaron de manera considerable en contra del Frente popular y, siquiera de manera indirecta, a favor de Franco. Algo similar sucedería con un factor esencial para entender la guerra y para comprender su desenlace.

4. El factor religioso y moral

Otro factor que tuvo una considerable relevancia en la victoria final de Franco fue el que podríamos denominar religioso y moral. En un estudio sobresaliente acerca de la derrota de los Estados del Sur en la guerra de Secesión, ha quedado de manifiesto cómo éste contribuyó decisivamente a la misma.[52] Lo mismo podría decirse de la guerra civil española. Sin embargo, en el caso español, a diferencia del estadounidense, el aspecto religioso estuvo íntimamente ligado con la persecución emprendida por uno de los bandos, una persecución que tiene claros paralelos en la guerra civil rusa y en la guerra de los cristeros en México.

Si los diversos segmentos en que estaba fragmentado el Frente popular creían en la justicia de sus respectivas causas no siempre coincidentes y no pocas veces incompatibles, los distintos sectores del rebelde estaban unidos por uno muy concreto: la necesidad de evitar una revolución que no sólo pretendía despedazar España sino también aniquilar la religión mediante una persecución terrible. Así, los muertos eran «caídos por Dios y por España». Habían combatido para salvar a la nación de su desmembramiento por parte de los nacionalistas catalanes y vascos y de la implantación de una dictadura de izquierdas, así como del exterminio de la Iglesia católica. Sin embargo, el evitar la quema de iglesias, el saqueo de conventos y el asesinato de sacerdotes y religiosas fue, más que ninguna otra, la circunstancia que dio coherencia a las masas de un bando ideológicamente muy variado. Por ello, no resulta chocante que en muchas de las unidades combatientes la formación ideológica real estuviera más conectada con el «páter» que con elementos cercanos a la Falange o al Requeté.

Esta circunstancia proporcionó a los vencedores la certeza de combatir por el Bien e inspiró desde prácticas como las del «Detente»[53] o la de entregar cualquier magro bien de que se dispusiera por el bien de la Causa. Probablemente tampoco dejó de causar mella en sus adversarios. Para muchos nacionalistas vascos, el hecho de que sus aliados estuvieran asesinando sacerdotes y quemando iglesias no dejó de ser motivo de profundas tensiones de conciencia y seguramente ese drama se repitió en el interior de muchos españoles que estaban en zona republicana: ¿podía vencer una causa que perseguía a los supuestos representantes de Dios?

Una vez más, el Frente popular sólo recogió las consecuencias de sus actos. Su persecución contra los católicos —la más terrible del siglo XX contra los fieles de esta Iglesia— colocó a la aplastante mayoría de los católicos del mundo a favor del bando de Franco ya que no podían permanecer indiferentes. La victoria del Frente popular implicaría la consumación de un proceso de exterminio. Aunque sólo fuera por eso, la guerra debía ganarla Franco. El efecto que esta circunstancia tuvo en las opiniones públicas de países como Irlanda, Francia y, especialmente, Estados Unidos distó mucho de ser insignificante y, desde luego, pesó, junto con otros factores, sobre los gobiernos para que no ayudaran a la República. Al respecto, no deja de ser significativo que México, el único país que junto con la URSS ayudó oficialmente a la República, hubiera protagonizado una terrible persecución religiosa tan sólo unos años antes.

5. La conservación de la mentalidad militar y la unidad de mando

A lo anterior hay que añadir que, lejos de subordinar lo militar a lo político —como recomendaba, por ejemplo, Clausewitz— Franco hizo todo lo contrario. Así supo mantener la cadena del mando, se ocupó desde el principio de la formación de acuerdo a principios específicamente castrenses de sus hombres, atendió a aspectos logísticos de enorme importancia y fue articulando un ejército que en 1939 superaba el millón de hombres. Se puede objetar que todo lo hizo guiado por un espíritu escasamente creativo (tardó más que la República en modificar la unidad básica) y demasiado convencional. Pese a todo, los resultados fueron muy positivos. Lejos de distraerse, como sus adversarios, con luchas internas referentes al modelo político o a la prioridad de la revolución sobre la victoria o viceversa, captó desde el principio que lo único que importaba era obtener el triunfo militar. Así lo vieron también los otros militares sublevados. Ellos eran conscientes igualmente de que lo más importante era ganar la guerra y de que Franco era el más indicado para ese papel. Como señalaría Queipo de Llano: «¿Y a quién habríamos nombrado si no? A Cabanellas, imposible. Era republicano convencido y todos sabíamos que era masón. De haber nombrado a Mola, habríamos perdido la guerra».[54] A partir de entonces, Franco controlaría sin oposición un instrumento encaminado a ganar una guerra que concluiría con su victoria. Esa unidad de mando, ese principio elemental del enfoque militar no se dio en el bando del Frente popular. Tampoco existió —y resultó fatal— la unión política y administrativa.

El Frente popular contó con una superioridad material y numérica muy abultada hasta finales de 1937. Contó igualmente con militares brillantes como Vicente Rojo,[55] pero nunca logró ni la unidad de mando ni una articulación central. Tanto en Rusia como en México, la ausencia de ese mando central fue sufrida por los Blancos y los Cristeros respectivamente. No resulta sorprendente que ambos perdieran la guerra.

La guerra que ganó Franco

La derrota final del Frente popular —una derrota vinculada a factores militares— fue responsabilidad obvia del propio Frente popular. Se trata de una obviedad, pero es una obviedad negada de manera tópica y machacona por aquellos que se empeñan en retrotraer a acontecimientos del pasado que, por su propia naturaleza, no pueden cambiarse, las luchas políticas del presente. Sin embargo, no sería justo atribuir sólo a sus torpezas y errores la derrota. En ella tuvo un factor esencial el propio Franco como supieron ver desde el principio los generales que decidieron otorgarle el mando único.

Aunque Franco tardó en sumarse al Alzamiento, no pasó mucho tiempo antes de que la guerra civil se convirtiera en «su» guerra. En julio de 1936 vio con enorme claridad que sería larga y dura y decidió pedir ayuda a Inglaterra, Italia y Alemania. En agosto y septiembre, con una acusadísima carencia de medios y una notable inferioridad de condiciones, fueron sus columnas las que llevaron a cabo las acciones más espectaculares de los sublevados y lograron unificar a los distintos focos rebeldes salvo alguna excepción. Antes de finalizar el mes, se había convertido en el Generalísimo de los ejércitos alzados, pero también en su suprema autoridad política. La unidad de mando quedaba así conseguida.

Durante los meses siguientes —tras liberar el Alcázar de Toledo— llegó a las puertas de Madrid. El Ejército popular de la República podría haberlo aplastado dada su enorme superioridad numérica y material. No lo consiguió y aunque aprovecharía propagandística-mente el haberlo contenido a las afueras de la ciudad, no pudo privarlo de la iniciativa militar. De hecho, durante los meses sucesivos, el Ejército popular no pudo ir más allá de concluir las sucesivas batallas en tablas con la excepción de la derrota italiana de Guadalajara, muy aireada por la propaganda, pero de escasa relevancia militar.

Con la elección de desplazar el centro de gravedad militar al Norte republicano, Franco dio un vuelco a la guerra que resultaría verdaderamente decisivo. A pesar de su inferioridad numérica y material, Franco no sólo logró tomar Vizcaya, Santander y Asturias, sino que además aniquiló las ofensivas de diversión lanzadas por el Ejército popular.

Franco decidió entonces desencadenar una nueva ofensiva sobre Madrid que le permitiera concluir la guerra. Para evitar tal posibilidad, la República lanzó la ofensiva de Teruel. Se produjo entonces un proceso que se repetiría vez tras vez durante la guerra civil. Franco detuvo, primero, la ofensiva republicana y después la transformó en una contraofensiva de consecuencias terribles para el adversario. En esta ocasión, el quebranto sufrido por las fuerzas republicanas pudo aprovecharlo Franco rompiendo el frente de Aragón y partiendo en dos la España del Frente popular en la que fue, quizá, la ofensiva más brillante de la guerra.

Al término de aquella ofensiva, Franco, en contra del parecer de sus generales, en lugar de dirigirse contra Cataluña, dirigió sus esfuerzos ofensivos sobre Valencia. La decisión se ha discutido, pero, posiblemente, fue acertada. Tanto que para evitarla, el Ejército popular de la República llevó a cabo el paso del Ebro. Pasadas las primeras jornadas, y a pesar de la incomprensión de sus generales o del propio Mussolini, Franco demostró controlar la situación. Como señalaría al abandonar una reunión, «no me comprenden. En treinta y cinco kilómetros tengo encerrado al ejército rojo». Tenía razón y, de hecho, supo mantener una notable serenidad durante la batalla. Mientras discurría la misma, y a pesar de los juicios agoreros, Franco se empleó en tareas de gobierno como el inicio del programa de obras de transformación del puerto de Pasajes; la puesta en marcha del plan de subsidios familiares para los trabajadores; la reorganización del Instituto Nacional de Previsión; la promulgación de la ley de reforma del bachillerato… la aparición del Instituto Social de la Marina o la constitución del Tribunal Supremo, De manera bien significativa, de los 20 magistrados que lo integraban en 1936, 13 se habían reincorporado a su puesto en la España nacional.[56] El paralelo con la España del Frente popular —donde Negrín pactaba por aquel entonces la conversión de la República en una dictadura de partido único controlada por Stalin— salta a la vista. El Ebro concluyó con una nueva victoria de Franco que, pocos meses después, se convirtió en definitiva.

Se puede objetar —con razón— que Franco no era Napoleón. Sin embargo, fue muy superior a sus adversarios al menos en cuatro aspectos. En primer lugar, porque, desde una situación de enorme inferioridad —que en algunos aspectos como el de los carros de combate duró casi toda la guerra— supo equilibrar materialmente el conflicto y acabar consiguiendo la superioridad; en segundo lugar, porque supo hacer un mejor uso de sus recursos; en tercer lugar, porque supo plantear mucho mejor la baza diplomática y, en cuarto lugar, porque, en paralelo, mantuvo la unidad política y militar de sus fuerzas y supo construir un Estado. Es cierto que las deficiencias manifestadas por el Frente popular facilitaron en parte la labor de Franco, pero si el Ejército nacional hubiera adolecido de las mismas, hubiera perdido la guerra.

Los costes de la guerra

Como en el caso de Rusia, de Finlandia, de México, la guerra civil española fue un conflicto nacido de un proceso revolucionario que provocó una reacción contrarrevolucionaria. A semejanza de Finlandia —pero a diferencia de Rusia y México— fueron las fuerzas contrarrevolucionarias las que vencieron. Los costes del proceso revolucionario y de la guerra fueron considerables y aunque no es tarea de una obra como la presente detenernos detalladamente en ese tipo de aspectos, resulta indispensable hacer una referencia mínima a los mismos. En términos materiales, la tierra sembrada en 1939 descendió a ocho millones de hectáreas de trigo en relación con los once de 1935 cuando aún no habían comenzado las ocupaciones de tierras previas al estallido de la guerra y las posteriores ocupaciones y colectivizaciones. No se trató de un daño proporcional en todo el territorio español. Lógicamente, las zonas más afectadas agrícolamente fueron aquellas en que tuvieron lugar las operaciones militares. Si la huerta de Valencia salió casi intacta del conflicto, por el contrario, en áreas de Aragón —como Gandesa— donde se libraron algunos de los combates de la batalla del Ebro, las vides descendieron en casi un 50%. El porcentaje de daños en lo que se refiere a la ganadería resultó bastante similar al de la agricultura. Así se perdió algo más del 30% de aquélla. Si tenemos en cuenta que un porcentaje elevadísimo de la población española dependía de la agricultura para subsistir, no resulta difícil imaginarse el impacto terrible que estas situaciones tendrían en su vida. Sólo cuando —abandonando las teorías sobre la reforma agraria que ya en los años 20 había fracasado en toda Europa y que la II República quiso implantar sin tener en cuenta los precedentes de fracaso— se optó por la vía de la industrialización a finales de los años 50, cambió esa situación y España entró por el camino del desarrollo.

Curiosamente, las pérdidas industriales no resultaron tan graves como las referidas al sector agrícola y ganadero. Las razones para esta circunstancia son varias. En primer lugar, en ello influyó considerablemente el hecho de que Franco, en contra de lo que se suele afirmar de manera no por repetitiva menos inexacta, no practicó una política de grandes bombardeos como la que luego tendría lugar en la segunda guerra mundial. Este resultado positivo no debería, sin embargo, opacar el hecho de que en otro tipo de bienes, los de equipo y transporte, los daños casi pueden ser calificados como espectaculares. Pese a que los combates navales fueron muy limitados por las razones expuestas a lo largo del libro, no es menos cierto que la tercera parte de la marina mercante (220 000 toneladas) se perdió en la guerra. Más grave aún resultó el golpe sufrido por el servicio ferroviario. En el curso de la guerra fue destruido el 42% de las locomotoras, el 40% de los vagones de mercancías y el 70% de los vagones de pasajeros existentes en 1936. No resulta en absoluto exagerado afirmar que las comunicaciones experimentaron un serio trastorno como consecuencia de esa situación.

En términos urbanos, la guerra dejó también una estela de destrucción considerable, aunque, como hemos señalado, durante la misma no se produjeron bombardeos como los que caracterizaron la segunda guerra mundial. Con todo, desde que la aviación y la artillería republicanas comenzaron a bombardear centros urbanos ya en julio de 1936 hasta el final de la guerra, ambos bandos realizaron bombardeos. Así, ciento setenta y tres núcleos urbanos fueron reconocidos oficialmente como perjudicados por la guerra (lo que equivalía a la dispensación de algún tipo de ayuda para su restauración). En número de casas, esto significó la destrucción total de un cuarto de millón y la parcial de una cifra similar. No resulta en absoluto exagerado el afirmar que, en algún momento u otro, millones de españoles en ambas zonas se encontraron sin un techo para cobijarse como consecuencia de esta circunstancia. Entre las destrucciones de edificios tuvieron un capítulo especial las relacionadas con iglesias. No se trató sólo de los daños artísticos —que fueron considerables— sino también de la destrucción completa de un centenar y medio de iglesias llevada a cabo por el Frente popular. El número de las mismas que tuvo daños superiores a un 50% del edificio sólo fue ligeramente inferior a dos mil.

Este panorama —claramente desolador— resulta especialmente palpable cuando nos referimos a categorías de corte macroeconómico. Es cierto que en su conjunto las pérdidas no llegaban a las que sufrieron países como Francia en la primera guerra mundial o la URSS en la segunda, no es menos cierto que las cifras aún sobrecogen. El coste de la guerra, la suma de los gastos internos y externos, bordeó la cifra espectacular de treinta mil millones de pesetas. Además, en 1939, la producción agrícola había descendido un 21%; la industrial, un 31%; la renta nacional, un 26% y la renta per cápita, un 28%. Buena parte de ese descenso fue mayor en la zona controlada por el Frente popular donde las medidas revolucionarias habían tenido un efecto desolador sobre la producción.

A las pérdidas materiales mencionadas, deben sumarse, last but not least, las humanas. El inicio de la guerra se tradujo ya en la represión y el exilio de no pocos personajes vinculados al mundo de la creación y del intelecto. Es conocido el caso del fusilamiento de García Lorca, de la muerte fuera de España de Antonio Machado o del exilio de personajes de la talla de Claudio Sánchez Albornoz o Juan Ramón Jiménez. Todos ellos, por unas razones u otras, implicaron pérdidas lamentabilísimas para España. No es menos cierto que la sangría se produjo en ambos bandos, que el exilio comenzó ya durante la guerra civil y que de haber vencido el Frente popular no hubiera resultado, con toda certeza, menor. Y es que su victoria no hubiera sido seguida por un estallido de libertad sino por una repetición de lo que estaba aconteciendo en la URSS y después de la segunda guerra mundial sucedería en Europa oriental.

La propaganda de guerra —y de posguerra— insistiría en que los intelectuales, tanto en España como en el extranjero, estaban al lado del Frente popular y ferozmente en contra de los alzados en julio de 1936. La realidad fue muy otra porque no faltaron en España los intelectuales que apoyaron a los alzados —curiosamente, entre ellos la aplastante mayoría de los que habían ayudado a implantar la república en 1931 como fue el caso de Pérez de Ayala, de Baroja, de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Marañón…— y porque incluso en el extranjero los intelectuales conocidos que se alinearon con Franco y en contra del Frente popular fueron con seguridad mayoría en países no sólo como Alemania e Italia sino también como Francia o Irlanda. Las razones desde el punto de vista de muchos sobraban si se tenía en cuenta que la Iglesia católica sufría una despiadada persecución que estaba costando la vida a millares de sacerdotes y religiosos, o que la España del Frente popular, como había señalado Churchill, estaba repitiendo la evolución hacia una dictadura comunista que había sufrido Rusia desde octubre de 1917.

Para colmo, en la España controlada por el Frente popular, lejos de denunciar lo que estaba sucediendo, no fueron pocos los intelectuales que legitimaron las muertes e incluso unieron sus voces a los de aquellos que indicaban a nuevas víctimas a la vez que exigían su eliminación. Conocido de sobra es el papel de la socialista Margarita Nelken que afirmaba a unos días del estallido de la guerra: «No basta para darnos garantías con “liquidar a los enemigos que ocupan cargos en los ministerios”. Para tener esas garantías indispensables, para que nuestros combatientes del frente se sientan las espaldas protegidas a retaguardia, para que no tengan que temer que se les apuñale por detrás, es preciso ir al fondo del asunto y encararse con la verdad; esto es, saber y decir quiénes tuvieron la responsabilidad de que los traidores pudieran traicionar; quiénes por su incapacidad para obrar como verdaderos republicanos —por muy republicanos que fuesen— demostraron no tener capacidad para defender hoy a la República».[57]

La visión de la República que tenía la Nelken era puramente bolchevique y no puede por ello extrañar que acabara militando en el PCE. Sin embargo, en teoría hubiera sido de esperar otra postura en gente dedicada en el mundo de la creación intelectual. La realidad fue muy diferente. Una semana antes de que la diputada del PSOE escribiera las frases reproducidas arriba se había iniciado en la administración una verdadera oleada de purgas que afectó a todos los ramos de la vida nacional.[58] El 25 de julio de 1936 Miguel de Unamuno, que se había manifestado repetidamente contra el Frente popular y ahora apoyaba a los alzados, fue cesado de su cargo de rector vitalicio de la universidad de Salamanca y tres días después la universidad de Madrid era objeto de un cambio extraordinario de cargos y nombramientos que llevarían, por ejemplo, a Julián Besteiro a convertirse en decano de la facultad de Filosofía y Letras y a Juan Negrín a ocupar la secretaría de la facultad de Medicina. No eran los únicos hombres del PSOE beneficiados por la purga.

Al igual que había sucedido en Rusia durante la revolución, los intelectuales partidarios del Frente popular se habían arrogado el derecho de expulsar de la vida pública —e incluso de la física— a aquellos que no comulgaran con su especial cosmovisión. Así, el 23 de agosto de 1936, la Alianza de Intelectuales Antifascistas celebró una asamblea cuya finalidad era depurar la Academia Española de la Lengua cuyos miembros eran mayoritariamente de derechas. El comité de depuración, auténtica checa de la cultura, estuvo formado por Maroto, Luengo, Abril y, por supuesto, el poeta Rafael Alberti. La depuración fue durísima —de nuevo, sin comparaciones con ninguna otra sufrida en España en ninguno de los siglos precedentes— pero, con todo, pareció escasa a las organizaciones del Frente popular que la consideraron un tanto tibia. Nuevamente, los intelectuales decidieron plegarse a los intereses partidistas, unos intereses que desde hacía semanas se escribían en sangre, y el 30 de julio publicaron un manifiesto de adhesión a la República. El texto sería utilizado por la propaganda del Frente popular tanto durante la guerra como después del conflicto para dejar de manifiesto hasta qué punto la intelectualidad se hallaba identificada con el gobierno del Frente popular. La realidad, siniestra y cruenta como entonces la vivía Madrid, fue bien diferente. La declaración, ciertamente escueta, estaba suscrita por una docena de intelectuales de primera fila y decía así:

Los firmantes declaramos que, ante la contienda que se está ventilando en España, estamos al lado del Gobierno de la República y del pueblo, que con heroísmo ejemplar lucha por sus libertades.

Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Gregorio Marañón, Teófilo Hernando, Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Gustavo Pittaluga, Juan de la Encina, Gonzalo Lafora, Pío del Río Ortega, Antonio Marichalar y José Ortega y Gasset.

No deja de ser todo un símbolo que ese mismo día fuera detenido Ramiro de Maeztu, otro de los grandes intelectuales de la época, en un piso de la calle de Velázquez número 9. Se trataba del domicilio de su amigo José Luis Vázquez Dodero que había aceptado esconderlo desde la noche del 17 de julio. Fue trasladado inmediatamente a la comisaría de Buenavista donde un inspector lo puso en libertad al no encontrar ninguna causa legal que motivara su detención. Ramiro de Maeztu finalmente sería asesinado en una de las matanzas masivas realizadas en la época en que Santiago Carrillo era consejero de Orden Público.

La firma del manifiesto de adhesión a la República fue obtenida en la mayoría de los casos recurriendo a la coacción y no debe extrañar por lo tanto que fuera repudiado por ellos una vez que se vieron a salvo fuera de la España controlada por el Frente popular. Desde luego, resulta especialmente revelador que los tres escritores que en 1931 habían fundado la Asociación al Servicio de la República —Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala— se desvincularan de manera repetida y expresa de la España del Frente popular. La revolución no se correspondía a su juicio con los valores democráticos que ellos habían propugnado.

Sin embargo, la firma de manifiestos —un instrumento propagandístico inventado por la Komintern y que ha tenido múltiples seguidores desde entonces— no fue ciertamente suficiente para garantizar la seguridad de nadie. Había además que dar muestras de plegarse a las directrices del Frente popular incluidas sus continuas peticiones de sangre. Medios para hacerlo no escasearon. El 1 de septiembre de 1936, por ejemplo, apareció un nuevo periódico de carácter semanal cuya cabecera ostentaba el título de El Mono Azul. Dirigido por Rafael Alberti y María Teresa León, en la cabecera aparecían además como responsables José Bergamín, un católico que había decidido arrojar su suerte con la revolución, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Antonio R. Luna, Arturo Souto y Vicente Salas Vin. Se trataba, sin ningún género de dudas, de una suma perfecta de comunistas y compañeros de viaje. Sin embargo, a pesar de tratarse de un equipo más que adicto al Frente popular, para evitar deslizamientos, el PCE estableció un control sobre el periódico en el seno del Quinto Regimiento a cuya cabeza se hallaba Manuel Sánchez Arcas.

El propio nacimiento de El Mono Azul era una demostración palpable de cómo la revolución se había superpuesto sobre la legalidad. Así, su redacción se encontraba en un palacio incautado al marqués de Duero mientras que la edición se llevaba a cabo, igual que sucedía con Mundo Obrero, en los talleres de la Editorial Católica. Su primer número dejaba de manifiesto lo que podía esperarse de aquella alianza —que nunca fue crítica— entre los intelectuales de izquierdas y el Frente popular. Rafael Alberti lo iniciaba con los siguientes versos:

El Mono Azul sale ahora

de papel pues sus papeles

son provocarles las hieles

a Dios Padre y su señora

A continuación Felipe C. Ruanova se mofaba en un poema del fusilamiento de un sacerdote que en sus últimos momentos había suplicado a sus asesinos que le perdonaran la vida. No se trataba, desde luego, de un tema baladí porque aquel mismo 1 de septiembre de 1936 tres hijas de la Caridad de la Casa de Misericordia fueron fusiladas a la vista de niños y adultos por agentes del Ateneo libertario de Vallecas.[59] También ese día, con un volante de la jefatura de policía se personó un destacamento de los guardias de asalto mandado por un teniente en el asilo de epilépticos de San José en Carabanchel Alto y se llevó detenidos a los religiosos que lo atendían. Todos fueron fusilados junto al Charco Cabrera.[60]

El resto de El Mono Azul eran insultos a Unamuno —al que la propaganda prorrepublicana de la posguerra reivindicaría como propio— redactados por Armando Bazán; y noticias de que Ramón J. Sender actuaba con la checa conocida como la Escuadrilla del Amanecer en el sector de Guadarrama.

Las motivaciones para aquella conducta de apoyo a una revolución extraordinariamente cruenta se hallaron en ocasiones en la convicción ideológica y otras, como el caso de Bergamín, en el miedo. Un caso similar fue el del poeta Juan Ramón Jiménez. También él escribió, a petición de Alberti, unas líneas en El Mono Azul donde afirmaba:

Bien sé que es imposible alumbrar del todo la sombra, que nada enorme es perfecto. Pero que la destrucción y la muerte no pasen más de lo inevitable o merecido. ¡No matar nunca, no destruir nunca a ciegas! No debe ser ciega la fe del noble pueblo español.

Sabía Juan Ramón Jiménez de lo que hablaba porque una patrulla de milicianos en busca de un tal Ramón Jiménez estuvo a punto de darle el paseo. Se salvó simplemente porque uno de ellos le introdujo un dedo en la boca y, al descubrir que no llevaba dentadura postiza, descubrió el error.[61] Sabía de lo que hablaba, sin duda, pero en sus líneas de El Mono Azul tan sólo pedía que no se matara a ciegas —como hubiera sido su caso— pero en modo alguno que se detuvieran las matanzas. Al fin y a la postre, valiéndose de influencias que no estaban al alcance de la mayoría de los españoles, el creador de Platero y yo decidió abandonar la España del Frente popular para no regresar nunca.

El periódico socialista Claridad no dejaba lugar a demasiadas esperanzas al señalar: «Todos los humoristas acaban al servicio de la barbarie, Camba, Fernández Flórez, Muñoz Seca y tantos otros. Hay que desconfiar de los humoristas profesionales. Siempre llevan dentro un contrarrevolucionario».[62] Más bien debían ser los humoristas los que desconfiaran del Frente popular. De los citados en el medio del PSOE, todos acabaron ante un pelotón de fusilamiento o, con suerte, en el exilio. Por otro lado, tampoco se lo ponían fácil a los que buscaban salvarse mediante la entrada en la Asociación de Escritores Antifascistas. Claridad no dejaría de fustigar a todos aquellos que ya en 1934 no se habían sumado a la revolución o que habían cometido el imperdonable pecado de escribir para el Diario de Madrid, El Sol, La Voz, Ahora o la Revista de Occidente. En la única esquela con una cruz que llegaría a publicar, el medio socialista afirmaría:

Descanse en paz

Doña Literatura Pura

Entendieron la literatura como un ejercicio de tipo personal, del que sólo ellos y la gramática eran responsables. Arte concebido como narcisismo o vicio solitario. El arte habrá que aceptarlo como una dimensión del trabajo. Todo lo demás es fascismo.

No se trataba, sin duda, de una acusación de escasa importancia en aquella época. Tampoco lo fue que se enviara desde Madrid a provincias listados de obras y autores a cuya destrucción había que proceder tanto en bibliotecas como en librerías. La poda que pretendían los partidarios del Frente popular era de tal magnitud que, de haberse podido llevar a cabo, hubiera significado la creación de un páramo cultural sin precedentes en la Historia de España. No en vano entre los condenados por la inquisición frentepopulista se hallaban los escritores Enrique Jardiel Poncela, Carlos Arniches, Ramón Gómez de la Serna, Eduardo Marquina, Tomás Borrás, José Juan Cadenas, A. Fernández Arias, Joaquín Calvo Sotelo, Ignacio Luca de Tena, M. Morcillo, Pilar Millán Astray, José María Pemán, Jacinto Miquelarena, Adolfo Torrado, Ramón López Montenegro, Jesús J. Gabaldón, Pedro Mata, Alejandro McKimlay, Antonio Quintero y Felipe Sassone, junto con compositores como Moreno Torroba, Jacinto Guerrero o Rosillo cuya música debía contener, presuntamente, corcheas antirrevolucionarias. No fueron, desde luego, los únicos músicos que tenían que temer. El 1 de septiembre de 1936, Rafael Alberti, convertido, gracias a su condición de militante comunista, en dispensador de patentes de limpieza de sangre política, anunció que se negaba a participar como recitador en un acto organizado por la Asociación profesional de periodistas, dado que en él iba a intervenir también el músico Joaquín Turina, catedrático a la sazón del Conservatorio, porque no lo consideraba afecto al régimen.

Los casos de intelectuales que optaron por el exilio, a ser posible con nombramiento oficial, no fueron, desde luego, escasos. El 1 de septiembre de 1936 se había nombrado a Fernando de los Ríos rector de la universidad de Madrid. Ni siquiera apareció a tomar posesión de su cargo y poco después marchó a ocupar la embajada de la España republicana en Estados Unidos. Jiménez Asúa, decano de la facultad de Derecho, logró igualmente que se le nombrara encargado de negocios en Praga lo que le evitó permanecer en la capital durante la guerra y la revolución. Por lo que se refiere a José Ortega y Gasset salió con su familia hacia Alicante el 2 de septiembre de 1936. En el tren iba a coincidir con Cipriano Rivas-Cherif que partía a Ginebra para hacerse cargo del consulado llevando consigo las memorias del presidente Azaña.

Ortega y Gasset estaba asqueado de la revolución frentepopulista y le faltó tiempo al llegar al exilio para manifestar que si había firmado el Manifiesto de intelectuales había sido coaccionado y en medio de un clima de terror donde los asesinatos estaban a la orden del día.

Sin embargo, antes de que llevara a cabo la menor declaración en ese sentido, la diputada socialista Margarita Nelken lo fustigaría en la prensa por una falta al parecer tan horrenda como la de ser el artífice de la Revista de Occidente: «Hay muchas maneras de ayudar al fascismo y a su advenimiento; no es la menos eficaz la incubación, en torno a una revista “selecta”, de delicuescencias cultivadoras de la deshumanización del arte… ¡Descanse con toda paz don José Ortega y Gasset, en el extranjero y en compañía de su familia! De los que hoy puede prescindir España; el mundo nuevo que España está forjando ya no los necesita».

No se trataba de un episodio aislado. En realidad, era una manifestación más de toda una mentalidad, la misma mentalidad que llevaba a Wenceslao Roces, subsecretario de Instrucción Pública, a señalar que «los actuales Institutos tienen que desaparecer para dar la cultura que el pueblo necesita. Vamos a acabar con la casta de bachilleres que lleva en sus entrañas una dosis de feudalismo… No son títulos académicos los que precisa España»[63] o que emergía continuamente en los periódicos del Frente popular señalando que había que cambiar la población universitaria ya que la actual en su mayoría creía en la religión y no era adicta.[64] Era también la mentalidad que Jesús Hernández, el comunista que sin tener siquiera un título de bachillerato elemental se había convertido en ministro de Instrucción Pública, ponía de manifiesto al señalar: «Es preciso depurar el personal docente, desde los organismos superiores de cultura hasta la escuela primaria… Es necesaria, irremediable, la eliminación de todos los profesores y maestros no afectos y muy atentamente, al señorito fascista, al parásito amparado en títulos académicos, he de depurar el cuerpo estudiantil en las Universidades e Institutos».[65]

El exilio unido a la victoria nacional rondó las 300 000 personas. Fue una pérdida inmensa, pero no es menos cierto que una victoria frentepopulista no hubiera provocado un exilio menor y que incluso muchos de los exiliados hubieran sido coincidentes en ambos casos. Tampoco puede pasarse por alto que, en términos comparativos, fue una cifra considerablemente inferior a la sufrida por Rusia tras la victoria de los bolcheviques en la guerra civil.

El número de muertos en la guerra civil ha sido un tema hinchado por ambos bandos deseosos de aumentar el descrédito del adversario. Las cifras han oscilado entre las 800 000 personas[66] y el medio millón.[67] Tras los magníficos estudios de Salas Larrazábal en los años 70, los definitivos son los llevados a cabo por Ángel David Martín Rubio que han corregido algunos aspectos de Salas Larrazábal y han puesto de manifiesto los defectos obvios de otras obras no por muy publicitadas correctas en su metodología y conclusiones.[68]

De los muertos en combate, la cifra debió aproximarse a las 100 000 personas en número redondos e incluso pudo resultar ligeramente inferior.[69] Estas cifras de partida nos obligan a aceptar el hecho, especialmente doloroso, de que la mayor parte de las muertes de la guerra civil se produjeron como derivación no de los combates en el frente sino en la retaguardia. Quizá sea este aspecto el que pone en evidencia de la manera más sangrante —en todos los sentidos del término— el carácter de enfrentamiento revolucionario que tuvo la guerra civil.

En la zona controlada por el Frente popular, que nunca fue la totalidad de España, el número de fusilamientos ascendió a 56 576,[70] siendo perpetrados cerca de 15 000 tan sólo en Madrid.[71] Lejos de tratarse de muertes debidas a impulsos espontáneos de cólera popular como se repite con insistencia machacona, la represión estuvo en manos de las fuerzas que componían el Frente popular y de los propios organismos gubernamentales republicanos, como ya hemos indicado. Se realizó de manera sistematizada e incluso codificada y siguió toda una filosofía de exterminio revolucionario que se utilizó en Rusia y, en menor medida, en México. Esta circunstancia, como hemos indicado, tuvo un enorme peso en la política seguida por potencias como Gran Bretaña.

En la zona controlada por los alzados, los fusilamientos durante la guerra ascendieron a la cifra de 46 823.[72] A ellos hay que sumar 27 966 realizados durante la posguerra.[73] Obviamente, la derrota del Frente popular evitó que pudiera seguir ejerciendo la represión tras la guerra, pero si juzgamos por lo que fueron los episodios de la posguerra rusa —con la eliminación de las izquierdas no afines y de los nacionalistas— y de toma del poder en las democracias populares, cuesta creer que hubiera sido inferior a la de los vencedores. Por el contrario, todo lleva a pensar que había resultado muy superior. No sólo eso. De haberse continuado, el proceso revolucionario previo a julio de 1936, muy posiblemente a juzgar por el precedente ruso, el resultado de final de libertades hubiera sido semejante.

Cifra especial en esta consideración es la relacionada con los religiosos y sacerdotes católicos. Un estudio de Antonio Montero[74] da la cifra de 6800 religiosos asesinados en zona republicana. Se trata, sin duda, de un número muy elevado que podemos dar por prácticamente exacto, quizá con alguna modificación a la alza. Esta circunstancia convierte la revolución llevada a cabo por el Frente popular en la persecución más grave de la Historia de España, la más grave de la Historia del siglo XX —con la excepción de la sufrida por los cristianos rusos a manos de los bolcheviques— y una de las más cruentas de la Historia del cristianismo. En algunos casos puede aducirse que se debió a impulsos populares —argumento, dicho sea de paso, que no deja en muy buen lugar a ese tipo de impulsos— pero, en términos generales, fue llevada a cabo de manera concienzuda y sistemática por las fuerzas que componían el Frente popular y por los organismos gubernamentales.

Sin duda, detrás de cada una de esas cifras existió un drama humano de no escasa relevancia. Sin duda, así fue vivido no sólo por la víctima directa, sino también por sus allegados. Sin embargo, con excepción de los parámetros relativos a la persecución religiosa —e incluso en ese caso la experiencia rusa fue peor— la guerra civil española no fue la más cruenta de la Historia como tantas veces se repite. En el siglo XIX, la guerra civil norteamericana se zanjó con la muerte del 2% de la población e incluso hubo zonas del Sur donde prácticamente desapareció la población masculina con una edad entre los 15 y los 40 años. La destrucción también resultó incomparablemente mayor. Por ejemplo, según propia confesión del general unionista Sherman, en su marcha sobre Georgia su ejército destruyó bienes por valor de 100 millones de dólares. De éstos, sólo la quinta parte resultó de «alguna ventaja para nosotros» y el resto fue «mero aniquilamiento y destrucción».[75] Como él mismo señaló: «No combatimos sólo contra ejércitos enemigos, sino también contra un pueblo hostil y tenemos que procurar que los viejos y los jóvenes, los ricos y los pobres, sientan la mano dura de la guerra… La verdad es que el ejército al completo arde de deseos insaciables de cometer su venganza en Carolina del Sur».[76] Semejantes hechos carecen de paralelo en la guerra civil española.

Ya en el siglo XX, la guerra civil rusa superó, en términos absolutos y relativos, las pérdidas humanas y materiales de la guerra civil española. Puede decirse lo mismo de un conflicto tan poco conocido como la guerra civil finlandesa donde en apenas unos meses murió el 1% de la población. España no llegaría a esa proporción y eso en un período de casi tres años de combates. Finalmente, la represión de la posguerra fue también muchísimo más elevada en el caso de Rusia y algo similar en términos proporcionales en el de Finlandia. Resultó inferior en el de la guerra de los cristeros en México, pero debe recordarse que ese conflicto concluyó con un pacto favorecido por una mediación internacional. Se trató de una tragedia, pero no fue la tragedia del siglo XX, ni, equitativamente, se puede comparar con episodios como las dos guerras mundiales o el Holocausto, como ocasionalmente se ha hecho.

La guerra civil española, esencialmente, fue una parte del terrible enfrentamiento contra las revoluciones totalitarias iniciado a partir del golpe bolchevique de 1917 y proseguido prácticamente hasta la caída de la URSS en las postrimerías del siglo XX. La resistencia frente a esos procesos revolucionarios fracasó en Rusia, en la Europa del Este, en Cuba y en algunas naciones africanas y asiáticas. Triunfó, sin embargo, en Finlandia, España y Grecia de manera específica y, muy posiblemente, en Italia y Francia tras 1945 de forma más encubierta. Al vencer en el proceso, Franco se colocó en el blanco de las iras de la Komintern —y de otras fuerzas— pero también garantizó la persistencia de su gobierno personal, un gobierno que no pensaba abandonar antes de llevar a cabo lo que consideraba su misión porque tenía muy presente la experiencia vivida por el general Primo de Rivera.

Gran Bretaña y los Estados Unidos no sólo estaban inmersos en la estrategia de la Guerra Fría al poco de acabar la segunda guerra mundial, una estrategia, por cierto, en la que se enfrentaban con Stalin, el principal valedor del Frente popular derrotado por Franco. Además temían que en España se produjera un episodio como el de la guerra civil que asoló a Grecia varios anos después de la Segunda guerra mundial y en el curso de la cual los comunistas griegos intentaron implantar una dictadura al estilo de las del Este de Europa. Puestos a tener que optar entre regímenes, las democracias occidentales prefirieron el de Franco que no pretendía perpetuarse tras su muerte y que había anunciado su propósito de instaurar una monarquía. Como durante la guerra civil, Franco no contaba con las simpatías de las democracias, pero no se les podía ocultar que, a diferencia de Chiang Kai-shek o de los ejércitos blancos en Rusia, sí había vencido a un gobierno que, al menos desde 1938, había pactado con Stalin la conversión de España en una dictadura comunista de partido único. Era así una especie de aliado natural siempre preferible a un régimen prosoviético en el Mediterráneo occidental. Así, como en el pasado y convencidas de que cualquier alternativa era peor, las democracias decidirían su mantenimiento en el poder, apoyarían su proyecto de instauración de una monarquía en la persona del príncipe don Juan Carlos y, tras su muerte, propiciarían la entrada plena de España en el seno del mundo libre.

Al morir Franco, España había sufrido una supresión de libertades que había durado épocas, pero no se encontró con un proceso de adaptación terrible como el vivido por las naciones de Europa oriental tras la desaparición de las dictaduras comunistas. Por el contrario, y a pesar de las desigualdades con otras naciones más avanzadas, bajo el régimen de Franco, había experimentado un espectacular desarrollo durante los años sesenta y se había convertido en la novena potencia industrial del mundo. De manera bien significativa también, la nación regresaba así, en no escasa medida, al punto de partida de unas décadas antes cuando era regida por una monarquía parlamentaria respetada en el resto del mundo. Pero ahora la monarquía parlamentaria no era la misma que había aniquilado las fuerzas que provocaron la implantación de la Segunda república y que en su mayoría se unieron en 1936 en el Frente popular. Tampoco era igual España. Ahora, más fuerte, más próspera, más rica y, sobre todo, con una experiencia terrible de la que extraer las debidas lecciones, España podía reanudar su Historia sobre mejores bases.

Madrid, primavera de 2006