El final
Mientras se producía el avance imparable de las fuerzas nacionales hacia la frontera con Francia y las últimas unidades del Ejército popular retrocedían intentando que aquél fuera más lento, tuvo lugar el 1 de febrero de 1939 la última sesión de las Cortes de la Segunda República. De los 473 diputados que las componían, sólo pudieron estar presentes en el castillo de Figueras, que les servía de sede improvisada, el reducido número de 62. No pocos de ellos se habían sumado en julio de 1936 al alzamiento. También faltaban los que habían sido asesinados por las fuerzas del Frente popular a pesar de que no se hubieran unido a los alzados. Negrín, el jefe del gobierno, manifestó ante los reunidos su intención de continuar combatiendo y obtuvo el voto de confianza de los presentes. La acción revestía un notable cinismo porque, como hemos visto, Negrín ya había pactado con Stalin la desaparición del sistema parlamentario muerto años atrás y su sustitución por una dictadura comunista de partido único. Negrín había intentado que Azaña permaneciera en España en su calidad de presidente de la Segunda República, pero no lo consiguió. Convencido desde hacía años de la derrota del Frente popular, Azaña se trasladó inmediatamente a París y se estableció en la Embajada española. Le acompañaban Giral, Hernández Saravia y Rivas Chérif. Para todos ellos resultaba obvio que la guerra estaba concluida.
En paralelo, Franco había impulsado algunas normas legales de especial relevancia. El 15 de diciembre de 1938, el Consejo de Ministros aprobó un proyecto de ley «para reparar la injusticia que las Cortes Constituyentes cometieron el 26 de noviembre de 1931 con don Alfonso de Borbón Habsburgo-Lorena». El texto legal rehabilitaba a Alfonso XIII y se aprobaba en contra de las presiones de Mussolini que temía que Franco restaurara la monarquía en lugar de crear un régimen fascista.
El 22 de diciembre, Franco presidió en Burgos un Consejo de Ministros en el que se aprobó la paga extraordinaria de Navidad y el desempeño de las papeletas del Monte de Piedad inferiores a diez pesetas. Al mismo tiempo, se creó una comisión de antiguos ministros de la monarquía parlamentaria y de la Segunda república, junto con intelectuales y profesionales, para estudiar la «ilegitimidad de los poderes actuantes el 18 de julio de 1936». Se trataba de justificar jurídicamente el alzamiento contra un gobierno ilegítimo, el del Frente popular.
El día 14 de enero, el mismo en que cesaba toda resistencia del Ejército popular en Cataluña,[17] el gobierno de Franco promulgó un decreto de responsabilidades políticas que colocaba fuera de la ley a los que no se habían sumado a la rebelión militar de julio de 1936 y también a los que a partir del 1 de octubre de 1934 se hubieran opuesto al «movimiento nacional». Quedaba así consagrado legalmente el destino que los vencedores preparaban para los que habían apoyado el proceso revolucionario. De manera bien significativa, la ley recordaba a la que antes del estallido de la fuerza había impuesto el Frente popular[18] para juzgar las responsabilidades políticas. Visto desde esa perspectiva, no deja de resultar curioso que Franco esperara casi tres años para imponer una legislación similar. Aunque los oficiales nacionales que visitaron los terribles[19] campos de refugiados franceses[20] aseguraron que nadie sería juzgado por su afiliación a un partido político o por sus ideas, la realidad iba a resultar trágicamente diferente. No es de extrañar que, previéndolo, más de 400 000 refugiados españoles permanecieran en Francia y sólo regresaran unos 70 000. Incluso en el caso de los que volvieron pesaron, sin embargo, en no pocos casos mucho más circunstancias de carácter personal (como el deseo de reencontrarse con la familia) que la confianza en las difusas promesas de seguridad de los vencedores.
La solución podía haber sido distinta pasando, por ejemplo, por un decreto de amnistía. Franco meditó en esa posibilidad y se decidió en contra fundamentalmente porque estaba convencido de que los crímenes cometidos por el Frente popular durante aquellos años debían ser castigados penalmente y porque temía las reacciones de venganza que se producirían en las familias que habían perdido a sus parientes en los fusilamientos o las sacas.[21] Iba a dar así inicio un proceso que se extendería hasta inicios de la siguiente década y que, durante la posguerra, se traduciría en 27 966 fusilamientos.[22]
A esas alturas, las autoridades del Frente popular se habían dividido ya de manera irreparable. El 9 de febrero, Negrín salió de Toulouse en avión con destino a Alicante. Le acompañaba Álvarez del Vayo. Tanto estos dos personajes como los comunistas seguían siendo partidarios de mantener la resistencia contra Franco a cualquier precio. Alegaban en favor de su postura que la República aún contaba con unidades militares en el centro y en Levante —cerca de medio millón de hombres— que podían alargar la guerra hasta medio año más. Obviamente, no se contaba con derrotar al Ejército nacional que ya superaba holgadamente el millón de hombres. En realidad, lo que se continuaba pretendiendo, como el año anterior, era ganar tiempo hasta que estallara la guerra mundial, una guerra que, supuestamente, permitiría implantar el proyecto de dictadura comunista que Negrín había pactado con los agentes de Stalin.[23]
El 21 de febrero, Negrín se trasladó a Madrid y poco después se entrevistó con Casado, jefe del Ejército del Centro. Negrín insistió en el material de guerra que estaba en suelo francés y que, según él, podría ser trasladado a la España aún controlada por el Frente popular. La respuesta de Casado fue señalarle que la resistencia era imposible y que lo mejor que podía hacerse era tratar de conseguir las mejores condiciones para la capitulación. En el curso de la discusión le indicó asimismo que resultaría conveniente celebrar una reunión con los jefes del Ejército, de la Fuerza Aérea y el almirante de la Flota para que expresaran su parecer sobre la situación.
La reunión se celebró efectivamente el 27 de febrero al mediodía en el aeródromo de Los Llanos. Con la excepción de Negrín, eran militares de carrera todos los asistentes: el general Miaja, jefe supremo del Ejército; el general Matallana, jefe del Grupo de Ejércitos; el coronel Casado, jefe del Ejército del Centro; el general Menéndez, jefe del Ejército de Levante; el general Escobar, jefe del Ejército de Extremadura; el coronel Moriones, jefe del Ejército de Andalucía; el coronel Camacho, jefe de la Zona Aérea Centro-Sur; el general de ingenieros Bernal, jefe de la base naval de Cartagena y el capitán de navío Buiza, jefe de la Flota. Una vez que Negrín expuso la necesidad de seguir resistiendo a cualquier coste, los distintos militares fueron manifestando su punto de vista. Si Escobar insistió en la necesidad desesperante de armas y municiones, Buiza manifestó el cansancio de unas tripulaciones inermes ante los ataques de la aviación enemiga y afirmó que a menos que antes del 4 de marzo el mando pasara a una Junta de militares que pudiera negociar la rendición, la flota se dirigiría a un puerto francés para buscar refugio.
Resultaba obvio que ninguno de los mandos —salvo Miaja— se adhería a las tesis de Negrín. La conclusión de la crisis de Munich y, sobre todo, la derrota en la batalla del Ebro y la pérdida de Cataluña habían desmentido hacía tiempo la viabilidad de la postura de Negrín y por ello no resulta extraño que para otros dirigentes republicanos, aquella visión resultara excesivamente voluntarista, por no decir irresponsablemente suicida. Por otro lado, constituía una quimera pensar que Franco podía mostrarse razonable con los vencidos ahora cuando no lo había hecho en circunstancias mucho peores para él. En la misma línea, Azaña, Martínez Barrio, Companys y Aguirre abogaban por la rendición militar ya que la misma, al menos, evitaría un derramamiento de sangre que estimaban inútil.
El 27 de febrero, Francia y Gran Bretaña, sin esperar a la rendición formal del Ejército popular de la República, reconocieron como legítimo al gobierno nacional. Como en el caso de la rendición de Menorca, Gran Bretaña —y Francia que dependía totalmente de ella para conjurar el peligro alemán— adoptaba la posición mejor de cara a la posguerra española. Podía abrigar reticencias hacia el nuevo régimen, pero no dudaba en considerarlo preferible a lo que sus diplomáticos habían definido antes de la guerra como una «España soviética». Ese mismo día, Azaña envió a Diego Martínez Barrio, el presidente de las Cortes republicanas, una comunicación en la que presentaba su dimisión como presidente de la República. El 1 de marzo, el Consejo de Ministros, asentado en París, tomó la decisión de hacer pública la dimisión de Azaña. Al día siguiente se reunió la Comisión permanente de las Cortes —también en París— y aceptó la dimisión. Enfrentado con los mandos militares y con las autoridades de la República, Negrín se había convertido en el jefe de un gobierno sin ministros, dispuesto a halagar a los militares para arrastrarlos hacia sus posiciones[24] y a realizar reestructuraciones de fuerzas que ponían ya en manos de los comunistas el poco poder con que no contaban en la España controlada por el Frente popular.[25] La línea de gobierno seguida durante años resultaba ahora más evidente que nunca. El 2 de marzo, tras entrevistarse con Negrín en la Posición Yuste, Casado y Matallana se trasladaron a Valencia. Allí, reunidos con Miaja y Menéndez, decidieron dar un golpe de estado que derribara a Negrín y facilitara las negociaciones con el enemigo para llegar a un acuerdo de paz.
No sólo pensaban así los militares de carrera. El día 3, Negrín recibió un mensaje de Martínez Barrio en el que este último le comunicaba que estaba dispuesto a hacerse cargo de la presidencia de la República sólo en el caso de que el gobierno se comprometiera a llevar a cabo una acción política que desembocara en «terminar la guerra con el menor estrago posible». Ese mismo día, Negrín había convocado en Madrid a Miaja, a Casado y a Matallana. Sólo asistiría el último.
De todos los mandos militares nombrados en última instancia por Negrín para mantener el control del Ejército en sus manos sólo llegó a tomar posesión de su cargo Francisco Galán en Cartagena. Se le había notificado su nombramiento el 4 de marzo en el curso de una reunión a la que Negrín había convocado a los comunistas Cordón, Jesús Hernández, comisario político de la Zona Centro-Sur, y Togliatti. Durante la misma, a Galán se le anunció que se esperaba para las once una sublevación en Cartagena que debía ser sofocada a ser posible sin derramamiento de sangre. Sin esperar a reunirse con la CCVI Brigada mixta, acantonada en las afueras de Murcia, Galán se dirigió a Cartagena y allí tomó posesión a las diez y media del mismo día 4. El jefe de la base hasta esos momentos, Carlos Bernal García, no opuso la más mínima resistencia a la cesión del mando.
Sin embargo, la llegada de Galán no conjuró el peligro. Interpretada como un intento de golpe comunista que prolongaría la guerra innecesariamente, el 5 de marzo, un grupo capitaneado, entre otros, por Gerardo Armentia, jefe del Regimiento de artillería de costa, y Arturo Espá, segundo jefe del mismo, se apoderó de la artillería de la base, así como de la emisora Flota Republicana de Cartagena. Bajo la consigna «¡Por España! ¡por la paz!», los conjurados radiaron un mensaje en el que se afirmaba que en la ciudad había estallado una sublevación.[26]
La situación se complicaría pronto y escaparía del control de los sublevados. Obligado Galán a dimitir, Espá se vio pronto rebasado. Entregado el mando al general Barrionuevo, éste inmediatamente pidió a Franco el envío de tropas para controlar totalmente la base. De manera casi inmediata lo que había sido una sublevación contra Negrín se convirtió, con el apoyo de elementos civiles, en un golpe en favor de Franco. El cuartel general de éste respondió de manera inmediata enviando una escuadrilla de Savoias que atacó a los barcos anclados en Cartagena. Sometido al bombardeo aéreo y ante el peligro de las baterías costeras, Buiza, el jefe de la Escuadra, dio la orden de que la flota abandonara el puerto.
A las once de la mañana del 5 llegó a Cartagena el teniente de navío Antonio Ruiz al que Negrín había nombrado para sustituir a Galán. La ciudad se encontraba en esos momentos en manos de elementos favorables a Franco. Ruiz llegó a un acuerdo con Barrionuevo en virtud del cual las baterías costeras no impedirían la salida de la flota. A continuación, a bordo de las naves abandonaron el puerto Galán, el propio Antonio Ruiz y otros.[27] Aparentemente, todo parecía indicar que los alzados habían obtenido un fácil triunfo. Sin embargo, no fue así. La CCVI Brigada entraba en Cartagena mientras zarpaba la flota y en un par de horas controló la situación nuevamente aunque persistían algunos reductos. El 6 de marzo a las cuatro de la mañana, la flota republicana se enteró del fracaso de la revuelta en Cartagena y se planteó la posibilidad de regresar a la base. Si no lo hizo fue por temor a no encontrar el combustible suficiente. De sus 4000 hombres, 2400 solicitaron regresar a España. El resto prefirió el exilio.
Aquel mismo día, las fuerzas de Franco sufrieron un drama inesperado. Tras recibir varios mensajes solicitando tropas, dio la orden de trasladar a Cartagena por vía marítima las divisiones acantonadas en Castellón y Málaga. Para este cometido se recurrió a buques mercantes de pésima calidad habilitados para el transporte de tropas. El 6 de marzo se encontraban ya frente a Cartagena varios navíos de la Escuadra de Franco. Cuando penetró en el puerto el Castillo de Olite no halló una ciudad en manos amigas. Por el contrario, una artillería de nuevo leal al gobierno del Frente popular acertó a darle en la santabárbara y provocó su hundimiento. De los 2200 hombres que viajaban en el barco, sólo pudieron ser rescatados 1048. La sublevación de Cartagena concluyó así con pérdidas considerables para ambos bandos. Si el Frente popular mantuvo en sus manos la base fue a costa de perder la Escuadra y de dejar aún más de manifiesto su enorme debilidad interna. Por lo que se refiere al bando nacional, la pobreza de los transportes se tradujo en la muerte de más de mil hombres apenas unos días antes de que la guerra concluyera.
Los confusos acontecimientos de Cartagena se produjeron en paralelo al acontecimiento que, finalmente, llevaría a capitular al Ejército popular de la República. El 5 de marzo, a primeras horas de la mañana, Negrín, que se encontraba en la Posición Yuste, tuvo noticia de que Casado había anunciado mediante un manifiesto que el gobierno era destituido y que se había formado un Consejo Nacional de Defensa con la finalidad de acabar con las hostilidades. La respuesta inmediata de Negrín fue dirigir un mensaje escrito al Consejo en el que le instaba a que la transmisión de poderes se realizara de manera constitucional. Asimismo propuso Negrín que se designara a una o varias personas para que acabaran con las discrepancias que pudieran existir entre el Consejo y el Gobierno. La propuesta no obtuvo respuesta y Negrín el 6 de marzo decidió abandonar España en avión. Pronto sería seguido por algunos comunistas que tenían la pretensión de seguir resistiendo en el exterior.
El Consejo, desde luego, comenzó su vida sin preocuparse de lo que pudiera hacer o pensar Negrín. Uno de sus miembros más relevantes, el socialista Julián Besteiro, dejaría constancia por escrito de sus sentimientos, unos sentimientos que compartían no pocos españoles de la España aún controlada por el Frente popular:
«La verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas (claro que el hacer mías estas culpas es pura retórica). Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos. La política internacional rusa, en manos de Stalin y tal vez como reacción contra un estado de fracaso interior, se ha convertido en un crimen monstruoso… La reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la línea bolchevique, la representan genuinamente, sean los que quieran sus defectos, los nacionalistas, que se han batido en la gran cruzada anticomintern.
…
El drama del ciudadano de la República es éste: no quiere el fascismo; y no lo quiere, no por lo que tiene de reacción contra el bolchevismo, sino por el ambiente pasional y sectario que acompaña a esa justificada reacción (teorías raciales, mito del héroe, exaltación de un patriotismo morboso y de un espíritu de conquista, resurrección de formas históricas que hoy carecen de sentido en el orden social, anti-liberalismo y antiintelectualismo enragées, etcétera). No es, pues, fascista el ciudadano de la República, con su rica experiencia trágica. Pero tampoco es, en modo alguno, bolchevique. Quizás es más anti-bolchevique que antifascista, porque el bolchevismo lo ha sufrido en sus entrañas, y el fascismo no».[29]
No se equivocaba Besteiro en sus juicios. La España republicana se había introducido en el camino que conducía hacia la dictadura comunista en un anticipo de lo que luego serían las denominadas democracias populares del Este de Europa posteriores a la segunda guerra mundial. Así lo afirmarían posteriormente personajes como el poumista Julián Gorkín,[30] Enrique Castro Delgado, creador del Quinto Regimiento,[31] Jesús Hernández, ministro comunista en el gobierno republicano[32] o el futuro general del KGB Pavel Sudoplatov que actuó en España como agente de Stalin encuadrado en el NKVD y que afirmaría años después: «España demostró ser un jardín de infancia para nuestras operaciones de inteligencia futuras. Nuestras iniciativas posteriores relacionadas con inteligencia surgieron todas de los contactos que hicimos y de las lecciones que aprendimos en España. Los republicanos españoles perdieron pero los hombres y las mujeres de Stalin ganaron».[33]
Ahora urgía, por lo tanto, llegar a ese acuerdo con los indudables vencedores de la guerra civil. Casado creía —o ansiaba creer— que Franco se avendría a una paz sin represalias y que incluso se conservarían los grados obtenidos a los militares del Ejército popular. El 5 de marzo, en el sótano del viejo caserón del Ministerio de Hacienda, sito en la calle de Alcalá de Madrid, se instaló el Consejo Nacional de Defensa. A las ocho de aquel mismo día se acordó, a propuesta de Besteiro, que la presidencia fuera desempeñada por un militar y, a instancias de Casado, recayó en Miaja que estaba ausente. En el curso del mismo día, Julián Besteiro, Casado y Cipriano Mera se dirigieron por radio a todos los españoles anunciando el propósito que guiaba al Consejo: acabar la guerra y obtener una paz sin represalias.
El recién creado organismo estaba constituido por representantes de las diversas tendencias republicanas, socialistas y anarquistas.[34] Los comunistas, a los que se contemplaba como terribles enemigos, fueron excluidos. Aunque de los cuatro Cuerpos de Ejército que componían el Ejército del Centro, tres se encontraban bajo mando comunista y el cuarto a las órdenes de Cipriano Mera,[35] todo hacía suponer que no surgirían complicaciones. De hecho, los mandos del I Cuerpo[36] (Barceló) y del II[37] (Bueno) habían acordado con Casado que aceptarían las decisiones del Consejo. Sin embargo, en la noche del 5 al 6 de marzo, Barceló se proclamó jefe del Ejército del Centro y unió bajo su mando y contra Casado a las unidades cuyos mandos eran comunistas. De manera inmediata, se sumó a Barceló el II Cuerpo de Ejército cuyo jefe era ahora Ascanio al haber caído enfermo Bueno.
La División 8 del II Cuerpo de Ejército consiguió apoderarse de la plaza de Colón y de la plaza de la Cibeles en Madrid, mientras que la 42 Brigada mixta, también del mismo Cuerpo de Ejército, controlaba los Nuevos Ministerios. Mientras tanto en Alcalá de Henares, la División 300 de guerrilleros y la base de carros de combate se sublevaron y se dirigieron hacia Torrejón de Ardoz, donde se les unió la V Brigada de Carabineros. La División 300 ocupó sin lucha la Posición Jaca en la Alameda de Osuna.
La columna procedente de Alcalá de Henares consiguió entrar en Madrid y allí enlazó con los comunistas sublevados contra Casado. El 7 de marzo, además de los enclaves señalados, controlaban el Parque del Retiro, las plazas de Manuel Becerra y de la Independencia, la Comandancia General de Ingenieros y el Gobierno Civil. El Consejo casadista, por su parte, estaba aislado en un reducido triángulo formado por la Cibeles, Antón Martín y el Teatro de la Ópera. Aparentemente, su situación era desesperada. Por ello, no es de extrañar que, convencidos de su posible triunfo, los comunistas hubieran comenzado ya a fusilar a algunos de los jefes republicanos.[38]
El cambio en la situación vino, en buena medida, de la mano del anarquista Cipriano Mera. A partir del 7, sus tropas se enfrentaron con las comunistas en un decidido esfuerzo por dominarlo. Mientras tanto, Casado daba orden de retirar fuerzas de los frentes de Levante y de Extremadura y de bombardear la sede del PCE en Madrid con fuerzas de la base aérea de Albacete. El 10 de marzo, la sublevación comunista había sido prácticamente liquidada en Madrid, aunque algunos focos persistirían todavía hasta el 12. Ese mismo día, Casado planteó un ultimátum a los últimos comunistas que seguían resistiéndose al Consejo. Éstos no sólo aceptaron abandonar la lucha sino que incluso se presentaron como leales defensores del nuevo orden republicano.[39] Llegaron incluso hasta el punto de no defender a los coroneles Francisco Ortega y Barceló y al comisario Conesa a los que Casado ordenó fusilar por haber dado muerte a algunos prisioneros tomados a los casadistas. Así concluyó una nueva guerra civil entre republicanos dentro de la guerra civil española. La habían provocado, como en mayo de 1937, los comunistas y también como entonces Franco se había mantenido al margen, librándose de lanzar ataques en unos momentos en que sus adversarios se mataban entre sí.
Como hemos señalado, el objetivo fundamental —en realidad, único— del Consejo casadista no era otro que negociar una paz con Franco en la que estuvieran incluidas garantías de que los vencidos no serían sujetos a represalias. El 12 de marzo, el mismo día en que concluía la sublevación comunista, compareció ante Casado el teniente coronel Centaño, jefe del Parque de Artillería 4, acompañado de un civil. Al afirmar que eran representantes de Franco, el Consejo, ese mismo día, decidió la redacción de un documento donde quedaran reflejadas las condiciones en que se produciría la capitulación. Éstas eran: a) Independencia e integridad nacional; b) Eliminación de toda clase de represalias y c) Expatriación de todos aquellos que desearan abandonar el suelo español siempre que no estuvieran incursos en delitos contemplados por el Derecho penal común. De manera clara, el Consejo casadista venía así a excluir la posibilidad de una mediación internacional como la que poco antes el embajador republicano en Londres, Pablo Azcárate, había sondeado.
El 14 de marzo el tribunal de responsabilidades políticas de Franco comenzó sus actuaciones. Cinco días después se produjo la respuesta a las condiciones presentadas por el Consejo. Franco insistió en que la rendición debía ser incondicional y en que a los vencidos no podía quedarles otro recurso que entregarse a la benevolencia de los vencedores. Para tratar aspectos más concretos de las negociaciones debían trasladarse a Burgos uno o dos oficiales profesionales, pero no —como había propuesto el Consejo— civiles como Julián Besteiro. Casado se ofreció para acudir personalmente a negociar acompañado del general Matallana, pero Franco rechazó también esa posibilidad. Finalmente, el Consejo designó al teniente coronel de Estado Mayor Antonio Garijo Hernández y al comandante de Caballería Leopoldo Ortega Nieto que eran en esa época jefes de las Secciones de Información y Organización del Grupo de Ejércitos.[40] El 23 de marzo, Burgos accedió a que éstos cumplieran la función de representantes. Por parte del Gobierno nacional se designó como representantes a los coroneles Luis Gonzalo Victoria y José Ungría Jiménez y a los comandantes Carmelo Medrano Exquerra y Eduardo Rodríguez Madariaga, que eran miembros del Cuartel General y del Estado Mayor.
Una vez en Burgos, Garijo y Ortega mantuvieron inmediatamente una reunión con Victoria y Ungría. Frente a la comunicación de Casado, firmada dos días antes, que presentaron los primeros solicitando una paz sin represalias, los segundos insistieron en que podían fiarse de la humanidad y los sentimientos cristianos de los vencedores que, no obstante, no aceptarían firmar un acuerdo formal. Finalmente, los representantes de Franco aceptaron señalar ocho «bases» para la rendición que quedaron expresadas de la siguiente manera:[41]
Se fijó como condición para continuar las gestiones que la totalidad de la Aviación republicana fuera entregada antes de las 6 de la tarde del 25 de marzo. Los representantes del Consejo aceptaron la entrega de la Aviación, pero señalaron —con razón, por otra parte— que no podría consumarse en el plazo señalado por razones de imposibilidad técnica.
El día en que vencía el plazo, a las tres menos cuarto de la tarde, los representantes del Consejo regresaron a Burgos donde fueron recibidos por sus interlocutores. Se produjo entonces una discusión en torno a si había posibilidad de entregar la Aviación por zonas. Los nacionales se negaron a ello, pero aceptaron la redacción de un documento que sería suscrito por ambas partes. Con la finalidad de que los emisarios republicanos elaboraran un borrador se les dejó solos, pero a las 6 de la tarde, la hora en que vencía el plazo, Ungría volvió a hacer acto de presencia y les comunicó que «de orden de la Superioridad» quedaban terminadas las negociaciones. El mismo oficial aclaró a los republicanos que se trataba de una orden procedente del Generalísimo. A continuación se les condujo al aparato que debía devolverlos a Madrid. Las últimas esperanzas del Consejo quedaron así pulverizadas por el deseo personal de Franco.
El 26 de marzo, el Consejo, en un vano intento de obtener garantías, se ofreció a entregar la Aviación al día siguiente pidiendo al Gobierno de Franco que señalara la hora. La respuesta del Generalísimo fue que se iba a producir un avance general en todos los frentes y que los republicanos debían responder con bandera blanca y entrega de rehenes. Asimismo, Franco manifestó su deseo de que los miembros del Consejo Nacional salieran del país, indicando que si no contaban con aparatos se les facilitaría un trimotor. El socialista Besteiro rechazó el ofrecimiento con la esperanza, que se revelaría sin base, de poder interceder por otros republicanos. No sólo no lo lograría sino que después, a causa de la enfermedad, él mismo fallecería en prisión.
A las once y media de la noche del 26 de marzo, el secretario del Consejo, José del Río dio cuenta por la radio de las negociaciones que se estaban llevando a cabo con Franco para concluir la guerra. El 27 por la noche celebró el Consejo su última reunión. Lo único que podía hacer ya era huir del vencedor con el que había intentado negociar. De hecho, así lo había hecho ya el general Miaja el día antes, precisamente en la misma jornada en que daba inicio la ofensiva de Franco denominada de la Victoria.
En ella debía participar la práctica totalidad del Ejército nacional. Así se desplegó el Ejército de Levante (Orgaz)[42] desde el sector de Nules al de Somosierra, el Ejército del Centro (Saliquet)[43] desde el sector de Somosierra a la línea del Guadiana y el Ejército del Sur (Queipo de Llano)[44] desde la línea del Guadiana al sector de Motril. La maniobra planeada debía consistir en un esfuerzo principal llevado a cabo por el Ejército del Centro desde la cabeza de puente de Toledo hacia Ocaña, Tarancón y Cuenca a fin de aislar Madrid del resto de la España del Frente popular. Previamente, los Ejércitos del Sur y de Levante deberían realizar ataques encaminados a absorber las reservas enemigas.[45]
El día 26 de marzo, tal y como estaba previsto, el Ejército del Sur rompió las líneas del Ejército popular —donde no se produjo prácticamente resistencia— y alcanzó las localidades de Santa Eufemia y Pozo-blanco. Al día siguiente, el Ejército del Centro comenzó el avance por el sector de Toledo sin encontrar ningún obstáculo y sus unidades llegaron a las carreteras generales de Valencia, Cartagena y Andalucía. Ya la noche anterior el frente de Madrid había desaparecido y al final de la jornada sólo estaban en sus posiciones los Estados Mayores del Ejército popular. La Aviación republicana por su parte emprendió la huida. En algunos casos, los pilotos se pasaron al enemigo; en otros volaron hasta el África francesa en busca de refugio. El 28 de marzo, la población que llevaba esperando la caída del Frente popular desde hacía tres anos salió a las calles de Madrid para recibir a las tropas nacionales. Aquella mañana, los miembros del Consejo Nacional de Defensa —con excepción del socialista Besteiro que fue detenido el mismo día— habían huido en avión hacia Valencia. Concluía así una resistencia de 29 meses. Había sido la más larga —incluso más prolongada que la de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial— ofrecida por una ciudad a un Ejército enemigo en toda la Historia contemporánea.
Aquel mismo día, sucedería lo mismo en Valencia, Murcia, Almería, Jaén, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara. Resultaba obvio que, en términos militares, la guerra había terminado y que las fuerzas nacionales sólo tenían que avanzar y ocupar posiciones inermes. El 29 entraron en Guadalajara, Cuenca, Ciudad Real, Jaén, Albacete, Almería y Sagunto; el 30, en Valencia, Murcia y Cartagena, y, finalmente, el 31, en Alicante. En esta última ciudad se habían ido hacinando los republicanos que intentaban huir al extranjero. Más de la mitad se entregaron a las tropas italianas, mientras los restantes confiaron en poder subir a algún barco francés. Tanto unos como otros se verían frustrados en sus ilusiones. El Canarias, seguido del Júpiter y del Vulcano, impediría al navío galo acercarse a recoger a los huidos. En cuanto a los italianos que custodiaban a los presos republicanos fueron sustituidos aquella misma noche del 31 de marzo por fuerzas de Franco.
El 1 de abril, el único día de la contienda en que guardara cama a causa de una enfermedad, Franco, aquejado de gripe, firmó el último parte de guerra:
«EN EL DÍA DE HOY, CAUTIVO Y DESARMADO EL EJÉRCITO ROJO, HAN ALCANZADO LAS TROPAS NACIONALES SUS ÚLTIMOS OBJETIVOS MILITARES. LA GUERRA HA TERMINADO».