La campaña del Norte (II):
el final
La ofensiva de Brunete apenas sirvió para retrasar la caída del Norte escasas semanas. La entrada de los nacionales en Bilbao había tenido además una importancia fundamental tanto en el terreno ideológico como en el militar. Tras producirse, la jerarquía católica podía expresarse aún con más claridad en favor del bando nacional ya que los católicos vascos prácticamente habían dejado de existir como adversarios. Así lo hizo efectivamente el 1 de julio de 1937 en la Carta colectiva del Episcopado español.[77] Desde un punto de vista militar, la caída de Bilbao significó que la costa norte se vio bloqueada, a la vez que las autoridades del Frente popular no disponían de la marina y la aviación deseados para aprovisionar Santander y Gijón. Su situación, por lo tanto, se convirtió en muy difícil en términos estratégicos.
Pese a todo, el general Gámir Ulibarri, comandante en jefe de las fuerzas del Ejército popular en el Norte, no se dio por vencido e intentó llevar a cabo su reorganización. Así las agrupó en cuatro Cuerpos de Ejército —XIV, XV, XVI y XVII— de los que los dos primeros, vasco y santanderino respectivamente, debían defender Santander. Sus unidades, divididas en dos grandes masas, se orientaban hacia el Este, cubriendo el frente situado entre Castro-Urdiales y Villaverde de Trucios, y hacia el Sur, ocupando el saliente que, en la zona del Alto Ebro, dibuja el límite de la provincia con las de Burgos y Palencia. Su intención era retrasar al enemigo y obligar a Franco a detener su avance en el invierno. Llegados a ese punto, Gámir contaba con acciones desde el Sur que impidieran la caída total del Norte. Para que todo esto pudiera producirse, resultaba esencial que las tropas del Ejército popular que defendían la zona endurecieran al máximo su resistencia.
El mayor obstáculo para la puesta en práctica del plan de defensa del Ejército popular lo constituía la actitud de los nacionalistas vascos. Precisamente por ello Gámir ordenó la reagrupación de las fuerzas vascas sin tener en cuenta su filiación política. La respuesta del Euzkadi Buru Batzar del PNV —que ya estaba en tratos con los italianos para firmar una paz por separado— fue insistir en que debían ser los nacionalistas los que reorganizaran los batallones. Gámir desconocía las conversaciones que los nacionalistas mantenían con enviados del Duce y aceptó su postura aunque insistiendo en que la reorganización debía ser llevada a cabo en el plazo de quince días. La respuesta de los nacionalistas fue exigir de Gámir que sus tropas fueran desplegadas en una línea del frente que mirara hacia Euzkadi. De nuevo, el general republicano accedió a las pretensiones de los nacionalistas vascos y la mayor parte de las unidades de éstos se concentraron en la zona situada entre Solares y la costa de Carranza.
Mientras tanto las conversaciones de los nacionalistas vascos con el enemigo habían proseguido a buen ritmo. El 5 de julio, Mussolini envió a Franco un telegrama en el que le sugería la posibilidad de que los vascos se rindieran por separado a las fuerzas italianas. A cambio de que aquéllos fueran colocados bajo custodia italiana, se habría conseguido mermar de manera importante las fuerzas enemigas, evitar el derramamiento de sangre, conseguir una victoria y acelerar la conclusión de la guerra. Franco contestó de manera favorable aunque manifestó sus dudas de que la rendición de los nacionalistas vascos produjera por sí sola el hundimiento del frente. El 23 de julio, el representante nacionalista Julio Jáuregui se entrevistó en Hendaya con un enviado del Ejército nacional. A cambio de una rendición de los nacionalistas vascos, Franco estaba dispuesto a permitir que sus dirigentes marcharan al exilio y a que no hubiera represalias contra los soldados que se rindieran. Por lo que se refiere a los italianos, también prosiguieron los contactos. En el curso de los mismos, los nacionalistas vascos afirmaron que si no se habían rendido antes se había debido al temor de que no se lo permitieran las fuerzas republicanas de Santander, pero que ahora la situación era distinta. Entre los puntos acordados estaba uno de especial relevancia: «los vascos no lucharían, sino que se mantendrían en situación defensiva, sin abandonar tampoco el frente… o sea sin prestar ninguna colaboración al resto del Ejército del Norte». A cambio de este comportamiento, «los italianos se comprometerían, a su vez, a dejar libre el mar para la entrada de barcos con víveres, los cuales a su salida podrían evacuar la población civil vasca». La conducta de los nacionalistas vascos —que, en puridad, sólo puede ser calificada de traición a las fuerzas del Frente popular que combatían en Vizcaya y el resto de España— llegó a su extremo al señalar a los italianos incluso el punto por donde debían llevar a cabo el ataque contra Santander: «El Ejército de Franco y las tropas legionarias italianas para tomar Santander no atacarán por el frente de Euzkadi… (desarrollarán) su ofensiva por Reinosa y el Escudo para ocupar Torrelavega y Solares, los dos puntos estratégicos de las comunicaciones con Santander y Asturias, y de esta manera copar al Ejército de Euzkadi en su demarcación territorial».[78] Los gudaris capturados de esta manera serían trasladados por barco al extranjero y, caso de no ser posible la huida de todos, los restantes quedarían en campos de concentración italianos comprometiéndose Italia «a que ningún gudari vasco rendido tomase más las armas mientras durase la guerra». De acuerdo con lo pactado, el día 31 de julio, los nacionalistas vascos debían rendirse a los italianos.
Sin embargo, si aquéllos estaban dispuestos a concluir la guerra, el Estado Mayor del Ejército republicano del Norte tenía el propósito de continuar la lucha. Con tal finalidad, preparó el desencadenamiento al mismo tiempo de dos ofensivas, una que se lanzaría sobre el frente de Oviedo —una bolsa nacional en medio de la Asturias republicana— y otra contra la ermita de Kolitza. Aquellas acciones echaban por tierra los planes de los nacionalistas vascos para lograr una paz por separado y, por ello, la oposición de los mismos resultó fulminante. Sin embargo, pese a argüir todo tipo de objeciones —el supuesto antivasquismo de los mandos republicanos, la falta de preparación de las unidades vascas, etc.— el Estado Mayor, decidido a combatir, no transigió en esta ocasión. La respuesta de los nacionalistas vascos fue entonces el sabotaje. Como, años después, indicarían los nacionalistas vascos Lejarzegui y Ugarte en un informe presentado ante la dirección del PNV, «la operación (contra la ermita de Kolitza) se inició pero, preparados oportunamente nuestros batallones de hacer que hacían y no hacer nada, fracasó…».[79]
Algo similar sucedió en relación con la ofensiva de Asturias. Al final, antes de que pasaran veinticuatro horas desde el inicio de los ataques republicanos, los mismos estaban condenados al fracaso por obra y gracia de la actuación de los nacionalistas vascos. Como señalaron en el mencionado informe Lejarzegui y Ugarte: «Al día siguiente (de iniciarse la ofensiva de Kolitza) se pretendió seguir la operación, pero nosotros nos opusimos a ello decididamente, y pasara lo que pasara dimos orden a nuestros batallones para que no actuasen, cumpliéndose la misma y haciendo fracasar totalmente los intentos de lucha».[80]
Las instrucciones cursadas al mismo tiempo a las unidades vascas a fin de que «empleasen los medios más radicales para desacatar los dictados del Estado Mayor» anularon cualquier posibilidad de disciplina. Un día antes, el 31 de julio, el PNV había dirigido a las autoridades del Frente popular un escrito en el que se manifestaba en contra de la realización de estas ofensivas. El 2 de agosto, la ofensiva del Ejército popular contra Oviedo hubo de ser suspendida. El destino de Santander quedó así sentenciado.
Aunque el 31 de julio no se pudo producir la entrega de las fuerzas nacionalistas vascas a las del Duce, las conversaciones entre ambas partes no se interrumpieron. Mientras tanto, el Ejército nacional se preparaba para lanzar una ofensiva sobre Santander que —no era extraño— seguía las indicaciones propuestas por los emisarios del PNV a los italianos. La intención de aquélla era estrangular, primero, el saliente del Alto Ebro, entre los puertos del Escudo y de Reinosa, y avanzar inmediatamente sobre Santander por las dos carreteras que descienden desde los puertos mencionados. De esta manera, se podría tomar de revés a las fuerzas adversarias que estaban en el este de la provincia y de las que se sabía que no presentarían resistencia.
Con la finalidad de llevar a cabo este plan se constituyeron tres agrupaciones de tropas bajo el mando del general Dávila, jefe del Ejército del Norte. La primera, concentrada en el límite entre Santander y Vizcaya, estaría formada por la Brigada de Flechas Negras, las Brigadas 2, 3 y 6 de Navarra y media Brigada de Castilla. La segunda, formada por el CTV italiano y la otra media Brigada de Castilla, debía atacar desde la región de Soncillo hacia el puerto del Escudo. Finalmente, la tercera, compuesta por las Brigadas navarras 1, 4 y 5 y una Brigada de Castilla, avanzaría sobre el puerto de Reinosa arrancando de Brañosera y Barruelo de Santillán.
La ofensiva se inició el 14 de agosto y en el primer día las fuerzas italianas pudieron avanzar treinta kilómetros sin encontrar apenas resistencia. Sólo el batallón vasco de Munguía resistió a los italianos lo que estuvo a punto de abortar las negociaciones para una paz por separado. No sucedió, sin embargo, así. El 15, los batallones vascos estaban ya muy cerca de los puntos en que se había convenido la entrega a los italianos. El 17, las fuerzas atacantes habían alcanzado sus primeros objetivos. Tomados Reinosa y el puerto del Escudo, se estableció el enlace entre las agrupaciones segunda y tercera sobre la carretera transversal de Reinosa a Corconte y así quedó cerrada la bolsa del Alto Ebro. Al cabo de cuatro jornadas, los italianos habían capturado 14 carros, 80 piezas de artillería, la fusilería de 22 batallones y más de 10 000 prisioneros.[81] Ciertamente, se habían resarcido con creces de la derrota de Guadalajara.
Toda orden de repliegue hacia Asturias cursada por el Mando del Ejército popular fue desobedecida conscientemente por las unidades nacionalistas vascas. El 23 de agosto, a las cinco de la mañana, éstas habían incurrido en rebelión armada contra el Mando republicano. Su consigna era que debían obedecer sólo las órdenes emanadas del Euzkadi Buru Batzar. A la vez que procedían a la liberación de dos mil quinientos presos recluidos en la cárcel de Santoña, el comandante local vasco proclamó la «República independiente de Euzkadi». Al día siguiente, mientras la 1 Brigada de Navarra alcanzaba Torrelavega y, tras adelantarse al puente de Barreda, cortaba en ese punto todas las comunicaciones republicanas hacia el oeste, dos oficiales vascos pasaron a las líneas italianas para negociar la rendición. Se entrevistaron así con el general Piazzoni de las «Flechas Negras» y el 26, las unidades nacionalistas vascas de la zona Laredo-Santoña se rindieron finalmente a los italianos. Dos días después, el general Roatta colocó bajo su protección a los dirigentes nacionalistas vascos y les garantizó que les ayudaría a pasar a Francia incluso aunque tuviera que recurrir al empleo de barcos italianos.
De momento, las fuerzas de Franco estaban demasiado ocupadas en perseguir a los restos del Ejército popular que quedaban en Santander como para entretenerse en cuestiones como el destino de los nacionalistas vascos. El 1 de septiembre, las unidades nacionales alcanzaron el puente de Unquera por la carretera de la costa. De esta manera Santander quedaba totalmente en sus manos. Tres días después, unidades del Ejército de Franco sustituyeron a las italianas en la custodia de los prisioneros vascos. Roatta se sintió humillado por aquella acción e incluso señaló que estaba dispuesto a dimitir. Sin embargo, aquella conducta distaba de ser inesperada. A inicios de julio, Franco había aceptado la propuesta de Mussolini de concluir una paz separada con los vascos, pero todo había quedado condicionado a una rendición rápida que evitara una campaña en Santander y el consiguiente derramamiento de sangre. Sin embargo, en opinión de Franco, los nacionalistas vascos no habían cumplido entonces con la palabra dada. De hecho, habían ido retrasando el momento de la rendición hasta que ya no quedó posibilidad de resistir obligando así a Franco a lanzar una ofensiva en la que se le habían ocasionado bajas y pérdidas materiales. Ahora los nacionalistas vascos no podían esperar un trato especial. Éstos, sin embargo, insistieron en su colaboración indispensable para el triunfo de las fuerzas de Franco en Santander. Así, en el informe de Víctor Lejarzegui e Iñaki Ugarte se afirmó taxativamente: «Podemos afirmar bajo palabra de vascos y cristianos que desde la retirada de Bilbao y hasta el presente, se ha actuado por lo que respecta a los batallones vascos y principalmente los nacionalistas, para la realización del convenio con Italia y sin permitir la menor resistencia con nuestros batallones. Sin ninguna jactancia y apelando a nuestra palabra antes citada afirmamos: Que de haber querido la resistencia del Norte, hubiera sido de tanta importancia como la de Euzkadi, en cuyo caso aunque mal resultado hubiéramos obtenido nosotros, el mismo resultado hubiera podido derivarse al enemigo por nuestra resistencia. Sabíamos nosotros y estábamos seguros de ello que si resistíamos hasta el mes de octubre, el Norte no se pierde, porque el invierno hubiera impedido al enemigo organizar sus ofensivas, pero fieles cumplidores de nuestra palabra y roto el compromiso moral con el Gobierno de Valencia por parte de las fuerzas nacionalistas, ya que nadie más que ellas negociaban dicho plan, queríamos buscar una salida visible a nuestro ejército y evitarle cuanto más mejor la pérdida de sus hombres, que mirando en nuestro sentido de pueblo, los necesitamos mucho y en esta inteligencia, la solución única era la “italiana”, que al fin no se ha cumplido y no por nuestra culpa. Dejamos todo ello en manos de Jaungoikua».
Ciertamente, las consecuencias más importantes de las maniobras llevadas a cabo por los nacionalistas vascos fueron la imposibilidad de contener a las fuerzas de Franco en Santander un tiempo similar al de Vizcaya. De esta manera, se había facilitado su avance, la pérdida del Norte para el Frente popular y con ella la de la posibilidad de la victoria en el campo de batalla. El pago que los nacionalistas vascos recibieron por esta acción fue, sin embargo, bien magro. Millares de ellos fueron encuadrados en las unidades de Franco, de manera que combatirían en su seno hasta el final de la contienda.
El deterioro irrefrenable de la situación militar en el Norte obligó a las autoridades del Frente popular a plantearse el desencadenamiento de una nueva ofensiva de distracción que obligara a Franco a apartar tropas de aquel teatro de operaciones impidiéndole así la conclusión victoriosa de la campaña. En resumen, se trataba de intentar el lanzamiento de una ofensiva que repitiera el objetivo estratégico fundamental de la batalla de Brunete. Sin embargo, esta vez, el lugar elegido como escenario fue Aragón.
No faltaban razones para que el Mando del Ejército popular se decidiera por este lugar ya que en esta región, el frente era extraordinariamente fluido. En ambos bandos, los contendientes habían establecido posiciones en torno a los núcleos de población, fortificados con mayor o menor fortuna. El hecho de que la posición más avanzada desde Azaila fuera una covacha de peones rodeada por una alambrada escasa puede dar una idea de lo que esto significaba en términos prácticos. De hecho, cualquiera de los bandos hubiera podido, teóricamente, infiltrarse en la retaguardia del otro de haber contado con fuerzas suficientes como para realizar las debidas operaciones.
La secundariedad de este teatro de operaciones en cierta medida lo predestinaba para ser escenario de un ataque por sorpresa. De hecho, el llevado a cabo por el Ejército popular nunca se hubiera podido producir de desencadenarse una serie de bombardeos sobre los nudos de comunicaciones o las zonas de congestión. Sólo la torpeza de los servicios de inteligencia nacionales puede explicar que, pese a la quietud del frente, las tropas no se percataran de que las fuerzas del Frente popular estaban situadas en sus posiciones el día antes de comenzar la ofensiva, evitando así la viabilidad del ataque.
En la primera quincena de agosto, Vicente Rojo convocó al teniente coronel Cordón en una localidad situada a mitad de camino entre Lérida, donde se hallaba la sede del mando del Ejército del Este, y Valencia. Cordón era un militar profesional del arma de Artillería, que había acabado con la resistencia nacional en el santuario de Santa María de la Cabeza y luego participado en la reorganización del Ejército de Cataluña. Partiendo de esa base, tenía cierta lógica que Rojo le encomendara la elaboración de un plan de ofensiva cuya finalidad era impedir el avance de las tropas de Franco en Santander desviándolas hacia el frente de Aragón.
La situación era realmente preocupante en el Norte y Cordón trazó su plan de operaciones con cierta premura convocando a los jefes de las unidades que participarían en la ofensiva, así como a Pozas y a Rojo. La ofensiva iba a tener una amplitud mayor que la de Brunete gracias a que el Frente popular había recibido nuevos envíos de armamento y contaba con un número de efectivos situado entre los 45 000 y los 50 000 hombres. Las operaciones debían realizarse bajo el mando del general Pozas, jefe del Ejército del Este, siendo jefe del Estado Mayor el teniente coronel Cordón. Aquéllas debían desarrollarse en paralelo al norte y al sur del Ebro.
Por el sur del río, tenía que producirse el ataque principal llevado a cabo por el V Cuerpo, trasladado desde Madrid, y por parte del XII que debía cubrir la maniobra principal. Ésta tenía como objetivo Zaragoza y debía lanzarse por la llanura, entre Quinto y Belchite. De acuerdo con lo planeado, la capital aragonesa debía caer en manos del Frente popular dentro de los tres primeros días. La ruptura debía realizarse de tal manera que se pudiese avanzar con rapidez sobre el frente Fuentes de Ebro-Mediana, mientras eran cercados Quinto y Belchite donde se esperaba una fuerte resistencia. En el caso de Quinto al ataque se sumarían fuerzas que cruzarían el Ebro por Pina, y en el de Belchite tropas del XII Cuerpo que ocuparían Puebla de Albortón y desbordarían el frente por el oeste de Belchite.
Por el norte del río, la División 27 debía romper el frente en dirección a Zuera, ocupar la localidad, contener a las fuerzas que pudieran descender desde el Norte y encaminar una brigada motorizada hacia el sur con el objetivo último de Zaragoza. Al mismo tiempo, la División 45, arrancando de los Monegros, desencadenaría un ataque en dirección a Villanueva del Gallego. Ambas acciones debían lograr que el frente se desplomara para poder amenazar Zaragoza. Según tardaran más o menos en llegar los refuerzos enemigos, se contaba con tomar la mencionada ciudad o con dominar, por lo menos, sus salidas hacia el Norte.
Tanto al norte como al sur del río, lo esencial era alcanzar las proximidades de Zaragoza con la mayor celeridad. Incluso se habían infiltrado unos sesenta comandos en la retaguardia nacional a fin de que se hicieran con el control de los puentes de la ciudad al amanecer del segundo día. De esa manera, se impediría una resistencia eficaz o, como mínimo, se podrían volar. Si Zaragoza caía, el gobierno del Frente popular incluso tendría alguna posibilidad de hacerse oír en el exterior más allá de la URSS o de los ambientes intelectuales controlados por la Komintern, algo enormemente perentorio en aquellos momentos.
A este objetivo estratégico, como ya hemos indicado, se sumaba otro no menos importante. El temor a perder una de las primeras capitales de España debía obligar, de manera lógica, a Franco a interrumpir la ofensiva en el Norte y entablar batalla, desfavorable en sus términos, en Aragón. Aunque las provincias Vascongadas habían caído en su totalidad, cabía mantener bajo el control del Frente popular tanto Santander como Asturias.
El plan era ciertamente ambicioso —entre Zuera y Fuendetodos hay casi cien kilómetros— pero dejaba sin establecer de manera clara algunos aspectos de no escasa importancia. Así no quedaba bien señalada la relación de enlace entre los diversos escalones del mando y algo similar sucedía con los servicios. En cierta medida, las unidades iban a ser lanzadas en una ofensiva en la que carecerían de contacto con las que actuaban a sus costados y no recibirían informes u órdenes de los mandos.
El 24 de agosto de 1937 dio comienzo la ofensiva. Inicialmente, tuvo un resultado desigual. Al norte del río, las diversas acciones ofensivas fracasaron en su mayoría por la propia incompetencia de las fuerzas del Ejército popular. Así, la División 27, una unidad típica de milicias vinculadas al PSUC, arrolló, al cabo de dos horas, a las unidades enemigas y se abrió camino hacia Zuera para, antes del mediodía, entrar en esta localidad. Sin embargo, la oposición de sólo dos tabores (Mehallah del Rif y Tiradores de Ifni) provocó su retirada.
Más al sur, otra columna del Ejército popular, formada por elementos anarquistas de la 47 División, avanzó hacia Villamayor del Gállego. El avance se vio abortado en parte porque su jefe, Kléber, perdió el control sobre el mismo casi desde el primer momento. Además las piezas de artillería de 75 mm que debían apoyarlo se revelaron inútiles, ya que la munición que las acompañaba era equivocada. Kléber no tuvo más remedio que replegarse con la finalidad de poner orden entre las tropas sujetas a su mando. De esa manera quedaba abortado el avance que llegó más cerca —unos seis kilómetros— de Zaragoza.
La única acción al norte del Ebro que tuvo éxito estuvo protagonizada por las Brigadas 52 y 70 que atravesaron el río y se apoderaron de la estación de Pina cortando así el ferrocarril a Quinto. Estas fuerzas colaborarían con los interbrigadistas a las órdenes de Walter en la toma de Quinto.
Al sur del Ebro, era donde debía producirse el embate principal contra Codo-Quinto. Por este lugar debía penetrar el V Cuerpo de Ejército (Modesto) con la División 11 (Líster) en vanguardia. Cordón había partido de la base de que Quinto y Belchite resistirían y por ello la orden de operaciones insistía en que deberían desentenderse de las posiciones enemigas envueltas y seguir avanzando en dirección a Zaragoza. Líster debía avanzar hacia la línea Fuentes de Ebro-Mediana, mientras que la 35 de Walter debía ocupar Quinto y la denominada X de Toral, Codo. Belchite, por su parte, debía ser tomado por el XII Cuerpo de Ejército (coronel Sánchez Plaza).
El frente se desplomó entre Quinto y Belchite. Codo, una población separada de Quinto por una llanada de quince kilómetros, cayó en el flanco izquierdo, aunque hubo núcleos de resistencia que resistieron hasta las primeras horas del día siguiente. También algunas unidades tomaron posiciones cerca de Belchite y se comenzó a hostigar la localidad con fuego de artillería desde la carretera de Lécera. En el flanco derecho, las unidades encargadas de aislar Quinto de Zaragoza habían conseguido a las diez de la mañana su objetivo. En el centro, la división motorizada, precedida de caballería, llegó, tras algunos choques, a Fuentes de Ebro hacia el mediodía. Por la izquierda, el XII Cuerpo rompió el frente y se abatió hacia su derecha para terminar el cerco de Belchite, misión que sólo conseguiría concluir tras dos jornadas.
La descripción del avance en este lado del Ebro podría dar una imagen —falsa, por otra parte— de éxito. La realidad era que el desorden y la falta de coordinación de las unidades del Ejército popular fueron considerables. Las fuerzas de Líster habían llegado a Fuentes de Ebro totalmente dislocadas y su jefe había perdido el control sobre ellas. Cuando consiguió articular un ataque contra la localidad, el general Ponte había enviado desde Zaragoza un grupo de guardias de asalto, un batallón de Infantería y un par de baterías con sus reservas. Se trataba de fuerzas escasas, pero que demostraron ser suficientes para contener a los hombres de Líster.
Además —como en Brunete— el temor al vacío se extendió entre los mandos de las unidades. Las tropas del Ejército popular sabían combatir en posiciones, podían resultar incluso excelentes en la defensa, pero ignoraban cómo maniobrar y, por lo tanto, difícilmente podían llevar a cabo una ofensiva con éxito. Así, el avance hacia Zaragoza se pospuso para la segunda jornada. Con ello, este objetivo de la ofensiva quedaba condenado a no verse realizado.
Durante el segundo día, el deseo de tomar Fuentes de Ebro volvió a diferir el avance sobre Zaragoza. Al concluir aquél, las fuerzas del Ejército popular dominaban la línea Mediana-Fuentes de Ebro, pero aún seguían sin hacerse con el control de esta última localidad. En los dos flancos, Quinto y Belchite continuaban resistiendo de manera encarnizada a pesar de la inferioridad numérica y material. El mando republicano consideraba de gran importancia ambos enclaves, insistió en acabar con su resistencia y descuidó la prosecución del avance. Tal acción resultó fatal.
El día 26 —el mismo en que las tropas de Franco tomaban Santander y frustraban el principal objetivo estratégico de la batalla— Walter tomó Quinto, pero, obviamente, ya resultaba imposible continuar avanzando hacia Zaragoza. La situación en Belchite aún era más desfavorable para las tropas del Ejército popular, aunque la localidad distara de estar bien fortificada. Las obras principales se encontraban en un montículo denominado El Calvario, que se hallaba situado a un centenar de metros de Belchite y dominaba la llanura de El Saso. En este lugar había un emplazamiento para una batería de 75 mm cubierto con hormigón y viguetas. Estas obras no contaban con el camuflaje imprescindible y sus troneras resultaban demasiado grandes. Posiblemente, esta circunstancia se debía al deseo de ampliar el campo de tiro pero, en la práctica, derivó en que algunos proyectiles enemigos entraran por ellas durante la batalla causando daños de importancia. En realidad, las defensas de Belchite no eran fruto de la acción militar sino de la existencia de edificios y construcciones de una cierta solidez. Las escasas fuerzas nacionales aprovecharon las acequias, los muros de las huertas, algunas casas de gente pudiente, las escuelas y, especialmente, el seminario —a cubierto de la artillería por hallarse situado en contrapendiente— como defensas frente a los republicanos. Además, aunque los asaltantes llevaban martilleando con altavoces a los sitiados de Belchite —un recurso ya utilizado por Cordón en Santa María de la Cabeza— lo cierto es que el cerco siguió siendo poco sólido hasta el día 31.
Al producirse la ofensiva del Ejército popular sobre Belchite, Franco había aprendido sobradamente de los errores cometidos en Brunete tan sólo unos meses antes. En aquellos días tuvo lugar en Alfaro una reunión de Franco con algunos de sus colaboradores y se tomó la decisión de no desplazar tropas que estuvieran empeñadas en la campaña del Norte para enfrentarse al ataque republicano antes de que lograra liquidar la bolsa de Asturias.
El día 26, el mismo de la caída de Santander, comenzaron a llegar a la línea Fuentes de Ebro-Mediana las primeras tropas de las Divisiones nacionales 13 y 150. Igualmente, se envió a Zaragoza toda la aviación disponible y, de manera muy especial, la Legión Cóndor alemana y la legionaria italiana. Con ello, el dominio del aire pasaba a las tropas de Franco.
Durante la cuarta jornada, resultó obvio que la ofensiva del Ejército popular había fracasado. Así se intentó continuar el avance en el sector de Fuentes de Ebro, pero ya resultaba imposible. En cuanto a la división que había ocupado Zuera, de hecho, no fue capaz de conservar sus posiciones. Perdió un tiempo precioso en reorganizar sus fuerzas lo cual permitió al Ejército nacional acudir con reservas, sorprenderla y obligarla a repasar en desbandada el río. No volvió ya a recuperar lo ganado días antes. Asimismo resultó detenido el avance de la columna que atacaba Villanueva del Gállego.
Como había sucedido meses atrás en Brunete, la ofensiva del Ejército popular —iniciada con éxito irregular— fracasaba a los pocos días de su inicio (en algún sector el mismo primer día) y las fuerzas atacantes se veían retenidas en un intento, estratégicamente erróneo, de conquistar posiciones de escasa importancia. La responsabilidad, también como en Brunete, cabía achacarla, en parte considerable, a la ineficacia de los mandos. Sin embargo, no iban a obtener mejores resultados las tropas que ahora iban a desencadenar el contraataque. Las Divisiones 13 (Barrón) y 150 (Sáenz de Buruaga) habían entrado en acción, pero Líster se había replegado a una línea de resistencia formada por el río Gisel que nace en las estribaciones del vértice Sillero y transcurre en dirección noreste hacia el Ebro. El transcurso de esta corriente al llegar a Mediana atraviesa una vega de 400-500 metros de ancho y unos diez kilómetros de largo. Contra los márgenes de esta vega, abruptos y fáciles de defender, se estrellaron, una y otra vez, los ataques de la División 13 (Barrón). Desarrollados bajo un calor abrasador y un fuego disparado en contrapendiente por los soldados del Ejército popular, se convirtieron en auténticas carnicerías especialmente en los últimos cien metros. Aun así duraron hasta el 6 de septiembre en que se decidió suspenderlos. Para entonces, la División había tenido algo más de 1400 bajas sobre un total de 4000 hombres.
El 31 de agosto, el general Pozas, con la finalidad de salir de la situación de estancamiento en que se había visto sumergida la ofensiva ordenó al comunista Modesto que intentara envolver a las fuerzas enemigas por el sur del vértice Sillero, en dirección a Valmadrid y Jaulín, llegando así al valle del Huerva y descendiendo hacia Zaragoza por la carretera general de Teruel. El 1 de septiembre, Modesto se entrevistó con Pozas en Bujaraloz —localidad donde estaba el puesto de mando del Ejército— y le expuso la imposibilidad de obedecer aquellas órdenes. No sólo los hombres de la 35 División estaban agotados, sino que además el ataque planeado implicaba una marcha lateral de treinta kilómetros por caminos casi inexistentes, sin suministros seguros a causa de la aviación contraria y con apenas alguna posibilidad de alcanzar Zaragoza. No eran objeciones baladíes y por ello es comprensible que Cordón las apoyara. La ofensiva había fracasado, pero se decidió continuar los ataques sobre Belchite para, por lo menos, obtener —¡y a qué coste!— una victoria simbólica.
A finales del mes de agosto, la situación de los defensores de Belchite era punto menos que desesperada. Su intención era emular la heroica defensa del Alcázar de Toledo pero las condiciones eran mucho menos favorables. Por un lado, había que atender a una población civil considerable a la que se ocupó en tareas de desescombro e incluso militares. Además, desde el día 27 o 28, el acarreo de agua se había convertido en imposible.
El día 1 de septiembre se produjo un feroz ataque de las fuerzas del Ejército popular sobre la localidad, pero, a pesar de las enormes bajas por ambos lados, los nacionales lograron repelerlo. El día 2 —el mismo en que la explosión prematura de un mortero ocasionó la muerte del comandante Rodríguez Córdoba y del alcalde Ramón Alfonso Trayero— los mandos sitiados ordenaron el repliegue de unos 120 hombres que ocupaban posiciones en el seminario para defender la localidad. Al día siguiente, Indalecio Prieto anunció la caída de Bel-chite. El dato no se correspondía con la realidad y, ciertamente, colocaba en una situación muy delicada a las fuerzas republicanas.
El 4 se dio la orden de asalto general. Los soldados del Ejército popular consiguieron tomar la Iglesia de San Agustín con lo que se les abrió la posibilidad de avanzar hacia el interior de Belchite en dirección al último reducto, la Iglesia de San Martín. La suerte de Belchite estaba echada, pero sus defensores estaban resueltos a mantenerse imbatidos hasta el final.
El día 5 a las cinco de la tarde, el general Ponte autorizó a los defensores de Belchite a evacuar la localidad. Semejante acción sólo podía ya realizarse a la desesperada e intentando romper el cerco. Así lo intentó un grupo de seiscientas personas, entre soldados y civiles, capitaneados por el comandante Santapau. Sólo doscientos lo consiguieron, ya que algunos confundieron el camino de salida del pueblo. Aquel mismo día, las tropas del Ejército popular concluyeron la conquista de una localidad en la que se había combatido casa por casa y cuerpo a cuerpo y que había quedado reducida a un montón de escombros.
La batalla de Belchite constituyó, en buena medida, una repetición de la ofensiva de Brunete. El mando del Ejército popular pretendía, fundamentalmente, provocar el desplazamiento de tropas adversarias desde el frente Norte y así impedir su caída y, en segundo lugar, una ganancia territorial que tuviera importantes efectos estratégicos (en este caso, la toma de Zaragoza). El éxito —como en el caso de Brunete— dependía de una acción inicial rápida que permitiera alcanzar los objetivos propuestos antes de que el equilibrio de fuerzas pudiera verse alterado de manera favorable al Ejército nacional.
La ofensiva de Belchite —pese a la conquista de la localidad y de un territorio adicional— constituyó un nuevo fracaso para las tropas del Ejército popular de la República e incluso puede decirse que en este caso quedaron aún más de manifiesto sus deficiencias. Si sus hombres demostraban ser de valor considerable en posiciones defensivas o en ataques y contraataques de envergadura limitada, siguió siendo patente su incapacidad para desencadenar una ofensiva de importancia. Puede incluso decirse que en buena medida, la ofensiva había fracasado ya el primer día como consecuencia de las propias insuficiencias. Durante las jornadas tercera y cuarta, tal situación resultaba innegable y además Santander se encontraba ya en manos de las tropas enemigas. Aquella iniciativa no había pasado de obtener un cierto éxito local —costosísimo en términos militares— pero ni consiguió concluir en una victoria ni tampoco significó un daño real para los planes de Franco. Uno de los protagonistas de la ofensiva, Enrique Líster, señalaría con exactitud el resultado real de la ofensiva para la República: «¿Para qué nos sirvieron Quinto y Belchite, sobre todo este último, dónde se quemaron todas nuestras reservas? Para nada. Y, sin embargo, allí se consumieron varias Divisiones durante días…»[83] A decir verdad, había vuelto a darse un patrón que se repetiría varias veces a lo largo de la guerra. Tras un limitado éxito inicial del Ejército popular de la República, su ofensiva había sido contenida por el Ejército nacional que contraatacaría obteniendo la victoria final.
Por lo que se refiere a Franco, resultó obvio que había aprendido las lecciones derivadas de la batalla de Brunete. No volvió a cometer el error de desplazar tropas desde el frente Norte y se limitó a enviar una aviación que, de manera suficiente, le aseguró que la ofensiva del Ejército popular quedara detenida. Asimismo rehusó empeñarse en un combate en Belchite cuyo coste —como en Brunete— hubiera sido excesivo. De esta forma, la batalla —pese a la insistencia del Frente popular en haber tomado la localidad que le daría nombre— se saldó con un grave fracaso para el Ejército popular, un ejército aún incapaz de desenvolverse con éxito en la ofensiva. Habría que esperar hasta final de 1937 para que tal situación experimentara cambios.
La rendición —pactada con los italianos— de los batallones nacionalistas vascos en Santander y el posterior fracaso de la ofensiva republicana de diversión en Belchite habían sentenciado a la Asturias controlada por el Frente popular a caer en manos del Ejército nacional en plazo breve. Aquélla consistía en una bolsa de 150 kilómetros de ancho por 90 de profundidad bloqueada por el mar. Para liquidarla, el Mando nacional tomó la decisión de fijar al adversario en el oeste y desencadenar el ataque en dirección este y sur. Con esa finalidad, se pasó a constituir dos grandes agrupaciones que serían mandadas por el general Dávila, comandante en jefe del Ejército del Norte. La agrupación oriental, a las órdenes del general Solchaga, estaba formada por las Brigadas Navarras 1, 4, 5 y 6 y un destacamento de las Brigadas de Castilla. Su misión consistía en realizar un avance desde la línea de separación de Santander con Asturias hasta el centro de esta última región. En cuanto a la agrupación meridional, bajo el mando del general Aranda, estaba integrada por unidades del VIII Cuerpo de Ejército, reforzadas por las Brigadas de Navarra 2 y 3. Su cometido consistiría en apoderarse, inicialmente, de los puertos de Pajares, Piedrafita, Vegarada, San Isidro, Tarna y El Pontón. Con posterioridad, debía avanzar hacia el interior de la provincia.
Frente a las tropas nacionales, los restos del Ejército del Norte se habían agrupado en dos masas, aproximadamente iguales, situadas en los frentes del Nalón y del Deva. En los sectores del Narcea y de la zona minera de León, las fuerzas del Ejército popular eran más reducidas ya que se confiaba en lo escarpado del territorio para ofrecer una resistencia considerable.
La esperada ofensiva contra Asturias se inició a primeros de septiembre con un ataque en el frente oriental llevado a cabo por la Agrupación Solchaga. La 4 Brigada de Navarra (Alonso Vega) debía avanzar por la carretera de la costa con la I (García Valiño) flanqueándola por la izquierda. La V (Sánchez González) debía progresar por la carretera de Panes a Arenas de Cabrales con la VI (Abriat y después Te-Ha) escalonada a su retaguardia. Por último, el destacamento Moliner de Brigadas de Castilla debía rodear por el Sur los Picos de Europa.
Inicialmente, pudo pensarse que Asturias constituiría un objetivo tan sencillo como Santander. De hecho, el día 4, Llanes había caído en las manos de las fuerzas atacantes y el valle de Liébana era ocupado por el destacamento Moliner de las Brigadas de Castilla. Sin embargo, las fuerzas del Frente popular estaban decididas a resistir y aprovecharon para ello la fragosidad del terreno. Esta circunstancia provocó un parón de la ofensiva nacional hasta tal punto que sólo del 17 al 18 de septiembre pudieron ser alcanzados los importantes nudos de comunicaciones de Arenas de Cabrales —siguiendo la carretera del interior— y Posadas —por la de la costa.
El 9 de septiembre, Aranda dio inicio al ataque de sus fuerzas en el sector de León. Arrancando de las posiciones de San Pedro de Luna, Aranda embistió de flanco el frente republicano de la cuenca minera leonesa. Así fueron cayendo en días sucesivos Villadangos y el puerto de Pajares. Una vez que las fuerzas de Aranda lograron llegar hasta Villamanín, se lanzaron por Cármenes a Valdeteja, avanzando por las dos carreteras que llevan, respectivamente, a los puertos de Piedrafita y la Vegarada.
Había llegado el momento de realizar el enlace entre los sectores oriental y meridional de las fuerzas nacionales, siendo el mayor obstáculo para esta maniobra los Picos de Europa. Aunque se había intentado rebasarlo por el puerto del Pontón y la carretera que se dirige a Cangas de Onís, no se logró. Se optó entonces por intentar el enlace por el puerto de Tarna. El día 25, las 2 y 3 Brigadas Navarras, bajo el mando conjunto de Muñoz Grandes y reforzadas por una columna del coronel Ceano, emprendieron la tarea de tomar el mencionado puerto. Hasta el 1 de octubre no consiguieron las Brigadas navarras ocupar el puerto de Tarna y el de San Isidro que era el más inmediato hacia el oeste. Mientras tanto, las fuerzas de Solchaga habían rebasado el cruce de la Rebollada y dominado el valle de Onís. El 27 de septiembre tomaron Ribadesella y el 1 de octubre, el santuario de Nuestra Señora de Covadonga. Se cumplía ese día el primer aniversario del nombramiento de Franco como Jefe del Estado y la V de Navarra juzgó oportuno ofrecerle este éxito como un regalo de felicitación.
Sin embargo, pese a estos reveses, las fuerzas del Ejército popular seguían manifestando una voluntad de resistencia notable. Hasta entonces las tropas de Franco no habían llegado al corazón de Asturias y las siguientes semanas se convirtieron en una pugna de dimensiones impresionantes para impedir que lo consiguieran. Apoyándose a ambos lados del Sella y sirviéndose de los macizos de Suave y Santianes, los soldados del Ejército popular intentaron defender sobre todo el pueblo de Arriondas que constituía una auténtica pieza clave de las comunicaciones con el interior de Asturias. Los combates por esta posición resultaron de un notable encarnizamiento. Del 8 al 10 de octubre, los ataques de las fuerzas de Franco experimentaron un especial recrudecimiento y, efectivamente, Cangas de Onís cayó en sus manos en el último día mencionado. No sucedió lo mismo con Arriondas. La entrada en esta localidad no se produjo hasta el día 14, una vez que las fuerzas nacionales cruzaron en amplio frente el río Sella y el Piloña, su afluente.
La caída de Arriondas imprimió, finalmente, un ritmo más acelerado a la ofensiva. El 16, la I de Navarra realizó un envolvimiento desde Arriondas del macizo de Suave, pudiendo atacar así de revés a las fuerzas republicanas del bajo Sella. El mismo día, Muñoz Grandes, descendiendo desde el puerto de Tarna, ocupó Campo de Caso. El 17, se rebasó Colunga. Al día siguiente, las fuerzas de Solchaga llegaron hasta Infiesto. El 19 se tomó Villaviciosa y las unidades de Solchaga y de Muñoz Grandes consiguieron enlazar en la sierra de Pendemules. Avanzadas las fuerzas nacionales hasta los puntos señalados, resultaba obvio que, más que nunca, la resistencia era inútil. El 20 por la noche, la Guardia Civil y los Carabineros se sublevaron en Gijón y procedieron a desarmar y detener a los milicianos. El 21, por la tarde, la IV de Navarra entraba, sin encontrar resistencia, en Gijón. Ese mismo día se pusieron en marcha las tropas de la guarnición de Oviedo. Entre el 22 y el 24 quedaron dominados todos los centros vitales de la provincia.
La represión que el Frente popular había llevado a cabo en Asturias se había cobrado 1493 víctimas mortales desde el estallido de la guerra. Ahora, los vencedores iniciaron la suya. Incluidos los fusilamientos de la posguerra, alcanzaría a 2310 personas.[85] A diferencia de lo sucedido en otras zonas de España, en Asturias docenas de combatientes del Ejército popular —los que no habían conseguido huir en algún género de embarcación en el último momento— se lanzaron al monte para seguir resistiendo. Durante años estas reducidas partidas seguirían llevando a cabo acciones de hostigamiento, pero, en absoluto podrían revertir con sus acciones un resultado indiscutible: Asturias había caído y con ella el Frente popular perdía sus últimos territorios en el noroeste de España.
La ofensiva de Mola, primero, y Dávila, después, sobre Vizcaya, seguida por las de Santander y Asturias, se zanjó con un éxito innegable del Ejército nacional. Lejos de producirse una situación de punto muerto —como la experimentada frente a Madrid— las tropas de Franco supieron realizar un uso notable de sus medios para lograr perforar en un plazo breve el frente enemigo siempre que así se lo propusieron. En el caso de Vizcaya, la resistencia fue menor de la esperada y, a medida que avanzaba la ofensiva, aquélla fue resultando más y más tenue hasta el punto de que Bilbao no sólo no se convirtió en un segundo Madrid —como temía Mola— sino que se entregó sin combatir.
Entre las causas de la sucesión de derrotas del Ejército popular deben señalarse la carencia de unión entre las tropas del Frente popular como consecuencia de la ambigüedad del PNV, la insistencia de Aguirre durante un tiempo en dirigir operaciones militares para las que no contaba con una mínima preparación y la sensación que muchos nacionalistas vascos tenían de que aquella guerra no era la suya y de que estaban quizá más cerca de los nacionales católicos que de los republicanos «sin Dios». Incluso antes de la ofensiva enemiga, algunos nacionalistas vascos sondearon la posibilidad de poder conservar su autonomía mediante una paz por separado con Franco. Tras las primeras derrotas, empezaron a no ver sentido a un combate en un bando con el que sólo les identificaba la posibilidad de poder contar con un autogobierno. A medida que perdían terreno, sólo deseaban que su tierra no fuera arrasada por el enemigo y una vez que cayó Bilbao, muchos buscaron con decisión la paz por separado que garantizara su supervivencia de cara al futuro. Aquella conducta sólo podía calificarse de traición al gobierno de la República en términos reales, pero para los nacionalistas únicamente se trataba de una forma de prepararse para un futuro que no deseaban ligado a la derrota del Frente popular. Con ese trasfondo, los mandos militares —mucho más competentes que Aguirre— enviados por el Gobierno republicano a Vizcaya poco podían hacer. Llano de la Encomienda optó por fijar su cuartel general en Santander y Gámir contempló con profunda desazón la actuación de unos nacionalistas vascos que no sólo no cumplían órdenes sino que las desobedecían pactando, llegado el caso, con el enemigo. Que, finalmente, se produjera una derrota hubiera sido, posiblemente, algo normal incluso si el enemigo hubiera tenido mucha menos altura de la que tuvo. Como vimos, Franco había soldado cualquier posible fisura que pudiera perjudicar a su bando en abril de 1937, por el contrario, en el seno del Frente popular, en mayo del mismo año se producían los sucesos de Barcelona, las tensiones por la dirección militar de la guerra en Vizcaya y la caída de Largo Caballero. Los principales beneficiarios de aquellas disputas habían sido los comunistas, pero no puede descontarse el efecto positivo, de manera indirecta, para el Ejército nacional.
Con la caída de Vizcaya, la situación en el Norte empeoró enormemente para el Frente popular, aunque no se convirtió en totalmente desesperada. La resistencia en Santander, sumada a la llegada del invierno, quizá hubiera podido haber sometido a las tropas de Franco a un retraso indeseable en términos políticos y militares. Si tal objetivo no se consiguió, la responsabilidad debe achacarse en buena medida a los nacionalistas del PNV que prefirieron anteponer sus intereses partidistas y pactar con el enemigo antes que apoyar la causa del Frente popular. Desde su óptica, tal acción tenía lógica. Euzkadi había sido perdida militarmente y ahora lo esencial era salvar de cara al futuro a los jóvenes vascos que, de otra manera, morirían por una República que podía haberles otorgado el Estatuto, pero que no era la suya. Con la defección de los batallones vascos en virtud del pacto de Santoña, la defensa republicana de Santander se convirtió en más difícil y, sin dejar de combatir, la única posibilidad consistió en replegarse hacia Asturias. Resultaba obvio que en esta región no podía prolongarse la resistencia con éxito aunque en algunos casos fuera encarnizada y algunos soldados decidieran mantenerla de manera aislada tras la pérdida de la región.
La victoria de las fuerzas nacionales en el Norte tuvo un carácter decisivo sobre el resultado de la guerra. El Frente popular había perdido, en términos económicos, una región geográfica dotada de un amplio litoral así como el 65% de la industria española y, prácticamente, la totalidad de la riqueza minera, que los alemanes ansiaban tanto y que tanto ayudaría a Franco en su esfuerzo de guerra. En términos militares, en el Norte el Frente popular perdió asimismo aproximadamente el 25% de sus fuerzas, unos ciento cincuenta mil hombres. A esto se sumaban decenas de miles de fusiles, miles de armas automáticas, cuatrocientos cañones y unos ciento cincuenta aviones. Hasta ese momento, el Ejército popular había contado con una superioridad numérica y material que le hubiera permitido ganar la guerra. No había sabido aprovecharlo y tras la campaña del Norte, Franco pudo contar con una superioridad material que sólo ocasionalmente perdería. No sólo eso. Se encontró además en condiciones de incrementar decisivamente los efectivos de su Ejército con las poblaciones de Vizcaya, Santander y Asturias. A fines de 1937, el Ejército nacional contaba, prácticamente, con unos efectivos de tres cuartos de millón de hombres con los que pudo no sólo guarnecer los frentes sino además formar una masa de maniobra integrada por seis Cuerpos, los denominados de Navarra, de Castilla, de Galicia, de Aragón, Marroquí y el italiano CTV. En una trágica paradoja histórica, millares de vascos que habían sido reticentes en la labor de defensa del Frente popular se vieron a partir de entonces encuadrados en las tropas de Franco donde permanecerían combatiendo sin fisuras hasta el final de la guerra. Con la pérdida del Norte había desaparecido para el Frente popular la posibilidad de ganar la guerra en virtud solamente de las acciones llevadas a cabo en el campo de batalla. Se trataba de una circunstancia trágica que no escapó precisamente a la atención de alguno de sus dirigentes más importantes.