La campaña del Norte (I):
la caída de Vizcaya
La imposibilidad de entrar en Madrid obligó a Franco a replantearse la antigua tesis de que la guerra se decidiría con la entrada en la capital de España. Si deseaba salir del punto muerto a que habían llegado las operaciones a finales de 1936, se imponía la búsqueda de un nuevo frente donde batir militarmente a las fuerzas del Frente popular. Franco decidió que ese nuevo frente sería el Norte. En esa dirección se habían pronunciado los asesores militares alemanes aunque, de la lectura de los documentos del III Reich, se desprende que el deseo de Hitler no era tanto adelantar la victoria de Franco cuanto garantizar los intereses germanos relativos a los minerales del Norte español.[2] Sin embargo, en el ánimo de Franco debió pesar mucho más el hecho de que, a decir verdad, el Norte constituía un objetivo casi obligado en términos militares. Por un lado, había quedado aislado geográficamente del resto de la España controlada por el Frente popular y esto dificultaba —aunque no imposibilitaba— la llegada de ayuda. Además el control de la zona podría abrir la puerta a salir de la situación de inferioridad material que el Ejército nacional sufría en su enfrentamiento con el Frente popular.
Junto con estos factores militares existían otros de carácter político, religioso y social provistos de una enorme importancia. El primero de los mismos era la ambigüedad del PNV en relación con el gobierno del Frente popular y los nacionales. Los nacionalistas vascos, poderosos en las Provincias Vascongadas en las que no había triunfado el alzamiento, eran contrarios a éste en la medida en que se oponía al separatismo e incluso a la autonomía. No obstante, no es menos cierto que difícilmente podían sentirse identificados con los izquierdistas asturianos y santanderinos. No en vano, al igual que los alzados, eran católicos y, por añadidura, su ideología era socialmente de derechas, tanto que el socialista Indalecio Prieto los había definido como «Gibraltar vaticanista». Tan obvio resultaba este aspecto que, de hecho, en las elecciones de febrero de 1936, los votos perdidos por el PNV habían ido a engrosar los del bloque derechista contrario al Frente popular y aquel partido tuvo que reconocer que los comicios habían constituido una «derrota» para él.[3]
A lo largo de la primavera de 1936, las fuerzas que preparaban el alzamiento mantuvieron continuos contactos con el PNV con la esperanza de que éste se sumara.[4] Cuando se produjo, el PNV de Navarra manifestó que no se unía al Gobierno del Frente popular en el enfrentamiento que acababa de estallar[5] y el de Álava cedió a las presiones[6] ordenando, primero, no oponerse a la rebelión[7] y, luego, sumarse a la misma.[8] Los nacionalistas Landaburu e Ibarrondo incluso cursaron una misiva a Aguirre y otros dirigentes nacionalistas vascos de Vizcaya para que apoyaran el alzamiento fundamentalmente por razones religiosas y sociales.[9] De manera nada sorprendente, muchos nacionalistas vascos se encuadraron en unidades de Falange y el Requeté en el curso de las primeras semanas de la guerra[10] y además, durante el mes de agosto, el PNV mantuvo contactos con los alzados con el objetivo de llegar a un acuerdo. El cónsul británico en Bilbao fue informado, por ejemplo, de que los nacionalistas vascos estaban dispuestos a combatir contra el Frente popular si los nacionales les garantizaban que satisfarían sus deseos de autonomía.[11] En ese mismo mes, el PNV llegó a proponer al embajador británico en España que el Gobierno de Su Majestad les entregara armas para poder combatir a las fuerzas republicanas.[12] Si, finalmente, el PNV no se sumó a los nacionales se debió, posiblemente, a esa incapacidad para combatir con éxito a las fuerzas del Frente popular, pero también al hecho de que éste —al contrario de los nacionales— sí estaba dispuesto a conceder la autonomía a las Vascongadas. Como señaló Francisco Basterrechea a Indalecio Prieto a mediados de septiembre de 1936 sólo la concesión del Estatuto podría hacer que Euzkadi resistiera «las embestidas fascistas».[13] Esa política de los nacionalistas vascos explica, por ejemplo, que hasta el 18 de septiembre Mola no declarara la disolución de las organizaciones del PNV en el territorio controlado por sus fuerzas. Había esperado dos meses a que el partido, conservador y católico, tomara el mismo camino que el resto de los católicos y conservadores españoles. La apreciación de Mola no era quimérica. Por el contrario, el 22 de septiembre, cuando sus unidades llegaron al Deva, Vizcaya estuvo a punto de capitular. Sin embargo, el 26 de septiembre el nacionalista Irujo entró en el gobierno del Frente popular presidido por Largo Caballero y el 1 de octubre las Cortes republicanas aprobaron el Estatuto vasco. De momento, Vizcaya siguió al lado del Frente popular.
A esta ambigüedad del PNV —resuelta formalmente en el otoño de 1936— se sumaron, en segundo lugar, unas pretensiones de autonomía en tiempo de guerra que no sólo quebraban el techo estatutario y constitucional de las Vascongadas sino que, en la práctica, imposibilitaban toda posibilidad de defensa coordinada de Vizcaya por parte de las fuerzas republicanas. El control de esta provincia por parte del PNV determinó que las actividades policiales fueran encomendadas a una nueva policía vasca, la Ertzantza, que no eliminó los actos de violencia que se estaban produciendo en otras partes de España, pero sí minimizó los ataques contra el clero si era nacionalista y evitó que se produjeran socializaciones y colectivizaciones como las llevadas a cabo en el resto del territorio controlado por el Frente popular. Sin embargo, no es menos cierto que también significó el rechazo de cualquier posibilidad de acción conjunta e integrada con las provincias de Santander y Asturias, también situadas en el norte de la España controlada por el Frente popular. Así se llegó, por ejemplo, al extremo de importar carbón de Gran Bretaña en lugar de traerlo de Asturias. Naturalmente, semejante conducta sólo sirvió para crear suspicacias importantes y para debilitar las posibilidades defensivas del Norte republicano. Semejante visión llegó a su punto máximo cuando Aguirre decidió crear un ejército nacional vasco. El 26 de octubre de 1936 anunció de manera oficial que todas las fuerzas armadas situadas en territorio vasco se encontraban sometidas a la «autoridad superior del Consejo de Defensa de Euzkadi» y que, por lo tanto, resultaban independientes en la práctica de la autoridad militar central del gobierno de la República. En esta misma línea, el 7 de noviembre de 1936 se estableció un Estado Mayor del Ejército de Euzkadi. Hacia finales del mismo mes, éste contaba con unos efectivos de veinticinco mil hombres, a los que se sumaban entre doce mil y quince mil milicianos. El número no era despreciable, pero su efectividad, si se compara con la de las fuerzas del Ejército nacional, resultaba reducida como se comprobaría pronto.
El 30 de noviembre de 1936, el nuevo Ejército de Euzkadi desencadenó la denominada ofensiva de Villarreal, ya que toda la operación iba dirigida a tomar esta pequeña población que constituía la principal posición defensiva de los nacionales en el norte de Álava. Dirigida por el capitán Arambarri del Estado Mayor vasco, el Ejército de Euskadi contaba con cerca de treinta mil hombres distribuidos en 29 batallones, apoyados por cinco compañías de ingenieros, 25 cañones y 8 blindados soviéticos. La proporción numérica en favor de los atacantes vascos era de 8 a 1 y hubiera sido de esperar que aplastaran a sus adversarios. Lo cierto es que fueron batidos en toda regla por las fuerzas nacionales. Aunque muy inferiores numéricamente y enfrentados con una superioridad material abrumadora, los soldados nacionales demostraron un extraordinario valor y deshicieron, uno tras otro, todos los asaltos lanzados contra ellos por los nacionalistas vascos. Cuando, enterado de la ofensiva, Franco envió algunas unidades reducidas de refuerzos al Norte, las pérdidas vascas comenzaron a elevarse extraordinariamente y el 12 de diciembre hubo que suspender el ataque. Las bajas vascas superaron el número de cuatro mil quinientas —de ellas más de un millar fueron muertos— mientras que las de sus oponentes sólo llegaron a 255. Se trataba de una derrota mucho peor que la sufrida por los italianos en Guadalajara, pero, de manera comprensible, no tuvo la misma repercusión propagandística. En cualquier caso, no es de extrañar que los detractores de Aguirre comenzaran desde entonces a denominarlo «Napoleontxu» (el pequeño Napoleón).
El 14 de noviembre, en un intento del gobierno del Frente popular de salvar lo que podía degenerar en un auténtico desastre, todas las fuerzas de la zona quedaron incorporadas en un Ejército del Norte, bajo el mando del general Llano de la Encomienda. En la práctica, la medida no tuvo apenas repercusión. De hecho, el presidente vasco Aguirre prácticamente no perdió ocasión para vilipendiar a Llano de la Encomienda que, en febrero de 1937, decidió trasladar su cuartel general a Santander, convencido amargamente de que intentar dirigir las fuerzas vascas bajo control nacionalista era imposible. Su impresión no era equivocada ni estaba teñida por la exageración. Como señalaría el 13 de febrero de 1937, daba la impresión de que los nacionalistas vascos tenían más miedo a los «rojos» que a las tropas de Franco y, por ello, habían establecido una impermeable frontera con Santander.[14] La única excepción a esta lamentable política militar fue el envío de siete batallones a Asturias donde lucharon en el último ataque republicano contra Oviedo en febrero de 1937. En realidad, dada la situación de las fuerzas militares que había en las Vascongadas no resulta extraño que las esperanzas de defensa descansaran en el denominado «Cinturón de Hierro», asentado en torno a Bilbao, cuya construcción comenzó el 5 de octubre de 1936. Muestra de la división que experimentaba la sociedad vasca es que el ingeniero jefe, capitán Goicoechea, hizo todo lo que estuvo en sus manos para retrasar los trabajos de construcción. Al fin y a la postre, se pasaría al Ejército nacional con los planos. Ya en la posguerra, contribuiría enormemente al desarrollo de España con la invención del tren TALGO.
Finalmente, existía un factor de enorme importancia en relación con las posibilidades de defensa del Norte controlado por el Frente popular. Este era el carácter confesionalmente católico de los nacionalistas vascos.[15] Durante el invierno de 1936-1937 se produjo un curioso intercambio de cartas entre el cardenal Gomá y Aguirre, en el cual el primero sostenía que la obligación de cualquier católico era sumarse al bando nacional y el segundo que la conducta cristiana era optar por los débiles y defender al gobierno legal.[16] Los que se identificaban con el nacionalismo vasco podían mencionar los catorce sacerdotes vascos fusilados[17] por las fuerzas de Mola en otoño de 1936, pero lo cierto era que aquellos fusilamientos se habían producido por razones políticas —eran nacionalistas— y no religiosas y que habían cesado terminantemente por orden expresa de Franco. Por el contrario, los católicos que militaban en el campo nacional podían hacer referencia a la cincuentena de sacerdotes asesinados en Vizcaya y Guipúzcoa por el Frente popular, por no mencionar los varios millares que encontraron la muerte de manera similar en el resto de la llamada España republicana. Por supuesto, había católicos vascos que pensaban como Aguirre, pero para otros resultaba inquietante el hecho de oponerse a una jerarquía que de manera obvia se había decidido en favor de uno de los bandos. De hecho, en un informe del Estado Mayor del general Mola ya se indicaba que las fuerzas que debían defender Vizcaya y Santander estaban formadas por naturales del país, muy flojos, que deseaban acabar la guerra cuanto antes. Aunque partidarios del nacionalismo vasco, su entusiasmo por éste no era suficiente como para que arriesgaran la vida por él. Además como tenían temor a las acciones de la izquierda estaban deseando la llegada de las fuerzas nacionales.[18] Todas estas circustancias llevaron a pensar al Mando nacional que la resistencia que se produciría en las Vascongadas no sería de consideración salvo en las cercanías de Bilbao. Si la concentración para la ofensiva resultaba además de envergadura, el triunfo podía ser, además de muy importante, extraordinariamente rápido y con él la victoria final en la guerra quedaría asegurada.
El peso principal de la ofensiva nacional sobre Vizcaya iba a recaer sobre las denominadas Brigadas Navarras. Aunque no estaban formadas únicamente por navarros y requetés, como se repite en ocasiones, el peso que éstos tenían era extraordinario y por ello su utilización resultaba absolutamente significativa. Para los nacionalistas vascos, los navarros formaban parte de Euzkadi, de manera que, aceptando ese punto de partida, la realidad era que en este conflicto se iban a enfrentar vascos con vascos y el número de los que eran partidarios de los alzados e incluso voluntarios en sus filas resultaba superior al de los que formaban en las filas nacionalistas. El mito de una España enfrentada con Euzkadi durante la guerra civil no resiste por ello el menor análisis histórico. Lo cierto fue que la guerra civil había realizado una división que no sólo afectaba a España, en general, sino también a las Vascongadas, en particular.[19]
Las Brigadas Navarras fueron inicialmente cuatro y estuvieron bajo el mando de los coroneles García Valiño, Cayuela, Latorre y Alonso Vega respectivamente[20] y en su conjunto bajo el del general Solchaga, dependiente de manera directa del general Mola, jefe del Ejército del Norte. Inicialmente, cada brigada contaba con un número de hombres que se situaba entre los tres mil quinientos y los cinco mil, pero con el paso del tiempo los efectivos se engrosaron hasta convertir cada brigada en una verdadera división. Además las Brigadas disponían de un conjunto de baterías ligeras a las que se sumaba una Reserva General de Artillería (a las órdenes directas del generalísimo Franco) dotada de piezas de todos los calibres. Así en las dos masas españolas de artillería —la Masa V (Pérez de Guzmán) y la Masa M (Germán Castro)— colocadas a las órdenes del coronel Martínez Campos figuraban numerosas baterías italianas de 75/27 mm, 100/17 mm, 105/28 mm y 260 mm. Además intervendrían piezas alemanas de 88 mm de la Legión Cóndor no integradas en la Reserva General de Artillería. De hecho, se trataba de la concentración artillera más importante conseguida hasta entonces en el curso de la guerra. En colaboración con estas unidades militares en las alas del Ejército nacional iban a actuar otras dos italianas: las Frecce Nere (Flechas Negras) en el sector de la costa (hispano-italiana) y la División XXIII de Marzo en el sector de Orduña.[21] A todo lo anterior se sumaba una fuerza aérea que superaba los doscientos aparatos entre la aviación española (Kindelán), la italiana (Velardi) y la alemana (Sperrle).
La ofensiva de Franco en Vizcaya perseguía, primero, romper el frente enemigo en las lindes de Guipúzcoa con Álava; segundo, avanzar hasta Bilbao y tomarlo y, tercero, continuar el avance en dirección a Santander. Dado que el Ejército nacional no tenía la menor intención de ver cómo el fracaso ante Madrid se repetía esta vez frente a Bilbao, y puesto que sabía la existencia de claras debilidades en el bando adversario, Mola dejó de manifiesto desde el principio que estaba dispuesto a arrasar la industria vasca desde el aire antes que cosechar una derrota. Aquella amenaza no era simple retórica. De hecho, la documentación alemana pone de manifiesto las tensiones continuas entre el jefe del Ejército del Norte y el Mando de la Legión Cóndor que deseaba su conservación para que, una vez tomada por Franco, pudiera ayudar a saldar la deuda de guerra que éste iba contrayendo con Hitler. Para los alemanes resultaba atrayente una política de bombardeos que permitiera experimentar nuevas tácticas aéreas y quebrantar de manera decisiva la voluntad de resistencia del enemigo, pero la postura de Mola constituía, según palabras de Richthofen, una «estupidez» y, desde el inicio de la ofensiva, el Mando de la Legión Cóndor se negó a obedecer órdenes de este tipo.[22]
La ofensiva comenzó el 31 de marzo y el avance de las tropas de Franco se reveló imparable. El frente republicano quedó roto entre Villarreal y Arechavaleta y a lo largo de los días siguientes —hasta el 9 de abril— se fueron conquistando los montes Maroto, Albertia, Jarinto, Aranguio y Amboto y los pueblos de Ubidea, Ochandiano y Olaeta. Este avance nacional permitió ocupar los puertos de Berázar, Sumuelza y Urquiola y con ello se accedió a las tres carreteras que por Ceanuri, Dima y Durango llevaban desde Villarreal a Bilbao.
El 9 de abril, las tropas de Mola se vieron obligadas a detenerse ya que el temporal de lluvias dificultaba de manera añadida el desarrollo de las operaciones. Hasta el 20 de abril no se reanudó la ofensiva. En paralelo, continuaron las conversaciones con los nacionalistas vascos tendentes a lograr una paz por separado.[23] La I Brigada de Navarra consiguió abrirse paso por el collado de Ambotaste, rodear el macizo de Peña Udala y caer el 24 sobre Elorrio. Desde esta localidad, y avanzando sobre Lequeitio por la carretera que, de norte a sur, pasaba por Vérriz y Marquina, las tropas atacantes lograron tomar de revés a las fuerzas republicanas a lo largo de un frente que iba desde Elgueta hasta el mar. El día 24, la IV Brigada pasó a controlar también el macizo de los Inchorta, entre Elgueta y Mondragón. Cuando el 25 cayó el monte Azcoinavieta, cerca de Vergara, el frente comenzó a desplomarse. Esta quiebra se produjo en unos momentos en que los bombardeos nacionales estaban bloqueando de manera extraordinariamente eficaz los transportes por carretera impidiendo así la realización de movimientos indispensables. El 26 de abril tuvo lugar el conocido bombardeo sobre Guernica realizado por la Legión Cóndor,[24] un episodio en el que la propaganda ha prevalecido en numerosas ocasiones sobre el análisis histórico de los hechos.
Lejos de tratarse de una operación cuya finalidad fuera sembrar el terror, el bombardeo inicialmente no aparecía en los planes del Ejército nacional y fue decidido por Richthofen y Vigón el día antes de su realización. El militar alemán señaló en su Diario que había llegado a un acuerdo con Vigón en virtud del cual iba a imprimir «a sus tropas un ritmo tal que todas las carreteras al sur de Guernica queden bloqueadas. Si lo logramos, embolsaremos al enemigo en torno a Marquina» (Diario, 26 de abril de 1937). De estas palabras se desprende que efectivamente Vigón aceptó la propuesta de Richthofen. Semejante decisión contrariaba el plan inicial de Mola, pero venía impuesta por razones militares. De hecho, Guernica contaba con una fábrica de armas así como un puente y vías de comunicación que hubieran podido ser útiles para un ejército en retirada. Un tercio de las bombas utilizadas contra Guernica fueron incendiarias,[25] pero esa circunstancia era habitual, como indica el diario de Richthofen, ya que el humo indicaba a las fuerzas de infantería que podían avanzar.
Sobre las cuatro y media de la tarde llegó hasta la villa de Guernica —en la que no se celebraba día de mercado como tantas veces se ha repetido— el primer bombardero enemigo. Se trataba de un bimotor Dornier 17, procedente del Sur, que volaba bajo. Tras virar noventa grados a la izquierda, dejó caer algunas bombas de 50 kg sobre la ciudad que, en total, debieron alcanzar el número de 12. Aquella acción provocó la lógica reacción entre los pobladores de la villa. La gente que había en Guernica corrió a guarecerse a los refugios en algunos casos y en otros optó por intentar protegerse en los caseríos y bosques de los alrededores. Terminada su misión, el Dornier 17 emprendió el regreso. Fue en el curso del mismo cuando se cruzó con una patrulla italiana que se dirigía también hacia Guernica. A las tres y media de la tarde había salido de Soria y estaba formada por tres Savoia 79. Su misión era bombardear el puente de la villa. La inmediatez cronológica con la acción anterior iba a provocar la sensación de que Guernica estaba siendo bombardeada en distintas oleadas y de manera ininterrumpida. Los aviones italianos llegaron a su objetivo cerca de una hora después de despegar. Sus instrucciones eran muy claras. Debían «bombardear la carretera y el puente al este de Guernica, de manera que se obstaculice la retirada del enemigo». Los aparatos italianos no estuvieron sobre Guernica más de un minuto según se deduce de su propio parte. Durante una pasada única que discurrió en dirección norte-sur, arrojaron 36 bombas de 50 kg, es decir, 1800 kg de bombas. Cuando se retiraron de Guernica, los daños ocasionados en la ciudad eran relativamente reducidos. Se limitaban prácticamente a algunos edificios. Entre ellos se encontraban una casa de tres pisos utilizada como centro de Izquierda Republicana, probablemente tocada por los italianos, y la Iglesia de San Juan, seguramente alcanzada por el Dornier 17. Apenas pasadas las cuatro y media, iba a tener lugar el tercer bombardeo de la ciudad. El mismo fue realizado por un Heinkel 111 que iba provisto de una escolta de aviones italianos. Se trataba de cinco Fiat al mando de Corrado Ricci «Rocca». A este tercer bombardeo, le siguieron un cuarto y un quinto también de escasa magnitud. Efectivamente, a las cinco y a las seis de la tarde, otros dos bimotores alemanes arrojaron también sus bombas sobre la villa. Sin embargo, la operación más importante aún estaba por realizarse. Como ya vimos, los Ju 52 de la Legión Cóndor habían realizado un servicio al mediodía. Dos horas y veintitrés minutos después volvieron a despegar para su acción de la tarde. Se trataba de un tiempo normal ya que se necesitaban dos horas para cargar y preparar los aviones y a esto hay que sumar el espacio dedicado a la comida. Se había decidido realizar el bombardeo en una pasada que discurriera de norte a sur, iniciada desde el mar —donde había que virar 180 grados— y sobre-volando posteriormente la ría de Mundaca y el río Oca. Los alemanes deberían haber realizado una pasada de tanteo que les permitiera afinar la puntería. De hecho, una orden de Salamanca de 6 de enero de 1937, firmada por el general jefe del Aire ya había establecido que, en caso de bombardear poblaciones, debía precisarse el tiro para evitar víctimas civiles. Ni el C.G.G. ni el general Mola tenían constancia del mismo —no digamos ya Franco— y tampoco se menciona en los partes de Kindelán ni ese día ni el siguiente. De hecho, sólo se cita: «Se bombardea el puente sobre Guernica y las carreteras adyacentes».
El tipo de bombas, la deplorable incompetencia de las autoridades de Guernica para construir refugios o disponer de un sistema adecuado de extinción de incendios, y la alta proporción de casas construidas con madera tuvo como consecuencia que cerca del 70% de las viviendas fueran dañadas o destruidas a consecuencia del bombardeo. El número de víctimas mortales superó ligeramente el centenar a pesar de que el gobierno vasco no hizo referencia a las mismas durante días, posiblemente, porque su muerte se produjo en los días sucesivos.
Lo cierto es que el bombardeo de Guernica —un episodio menor— no fue, ni con mucho, el peor ni el más reprobable realizado durante la guerra por cualquiera de los dos bandos. Por supuesto, su realización no estuvo vinculada a propósito alguno de aniquilar una supuesta patria vasca ni mucho menos existió una orden en ese sentido dada por el Alto Mando nacional. Sin embargo, pudo ser utilizado por los partidarios del rearme en Gran Bretaña como un argumento a su favor, por el Frente popular para referirse a la barbarie fascista y por los nacionalistas vascos para construir una mitología de resistencia bélica que poca correspondencia tenía con la realidad.
Al día siguiente del bombardeo de Guernica, la disolución del frente republicano era ya una realidad. El 27, la Brigada de Flechas Negras ocupaba Berriatúa y la IV de Navarra, Echevarría, Marquina y Urberuega. El 28, los italianos entraron en Lequeitio y la I de Navarra en Durango. Ese mismo día, el lehendakari Aguirre tuvo que cursar órdenes especiales a los jefes de unidad para que intentaran impedir las deserciones, un mal que se estaba extendiendo en proporciones alarmantes.[26] El 29, las fuerzas de Franco penetraban en la arrasada localidad de Guernica. Al día siguiente, el frente formaba una línea que discurría sobre la ría de Mundaca y el valle de Gorocica hasta el puente de Euba (situado entre Durango yAmorebieta). Allí enlazaba con una línea ya alcanzada con anterioridad sobre los puertos de Urquida, Sumelza y Barázar y que concluía en la cuesta de Orduña.
La previsible derrota de los nacionalistas vascos impulsó al Vaticano a intentar convencer a Franco para que negociara una paz separada con ellos. El 6 de mayo, el cardenal Gomá recibió un telegrama cifrado de la Santa Sede en que se le daban instrucciones al respecto. El 7, Gomá llegó a un acuerdo con Mola y éste telefoneó a Franco a Salamanca para que diera el visto bueno. El generalísimo aceptó la posibilidad e incluso se mostró especialmente generoso —a decir verdad como nunca lo sería con otros durante y después de la guerra— en sus condiciones. Así ofreció «facilidades para la salida de los dirigentes», «libertad absoluta a los soldados y milicianos que se entreguen con las armas», «respeto a la vida y haciendas» y para Vizcaya una «descentralización administrativa en forma análoga a otras regiones favorecidas» lo que venía a equivaler a su equiparación con Navarra y Álava.[27] Entre el 10 y el 15 de mayo, el cardenal Pacelli, secretario de estado del Vaticano, envió a Aguirre un nuevo telegrama —sin clave— donde se repetía la oferta. El telegrama fue interceptado —había pasado por Barcelona— por las autoridades del Frente popular y nunca fue entregado a Aguirre.[28]
El 5 de mayo —mientras en la Barcelona del Frente popular se producía la «guerra civil dentro de la guerra civil» que fueron los «sucesos de mayo»—[29] Aguirre asumió el mando militar supremo de las operaciones militares en Vizcaya con la intención de levantar una moral enormemente decaída. La medida en absoluto impidió el avance enemigo. Ciertamente, a inicios de aquel mismo mes, las fuerzas que llevaban a cabo la ofensiva se vieron sometidas a un ligero revés, pero el mismo se debió a la acción de los aliados italianos. Algunas unidades de «Flechas Negras» habían avanzado en el sector de Bermeo y, como consecuencia de los contraataques enemigos, se encontraron en una situación delicada. Sin embargo, al cabo de un par de días, el grueso de los «Flechas Negras», procedente de Guernica, enlazó con las avanzadas de su unidad y logró incluso progresar hasta el cabo Machichaco. Para reforzar esa brigada y cubrir un flanco derecho que podía quedar peligrosamente expuesto, fue transportada desde el sector de Orduña la División italiana XXIII de Marzo.
Entre los días 6 y 8 de mayo, el flanco quedó asegurado en la zona de la costa al ocupar la V Brigada de Navarra el monte Sollube. Este enclave había sido atacado por la citada unidad desde el Sur y el Este, mientras que los italianos lo hacían desde el Norte, siguiendo la carretera de Bermeo a Bilbao. Como señalaría un informe de los servicios secretos republicanos, enviado desde Bilbao el 9 de mayo,[30] el número de personas ansiosas de rendirse al Ejército nacional era considerable y si tal paso no se daba se debía al miedo de que, a pesar de todo, los vencedores realizarían «un gran número de fusilamientos». El 11 de mayo, la I de Navarra conquistó el macizo de Santa Cruz de Bizcargui, entrando así en contacto con el «Cinturón de Hierro», la línea fortificada que rodeaba Bilbao, en el sector de Larrabezúa. El 14, los italianos ocuparon los montes Jata y Tollu, y el 19, llegaron a las inmediaciones de Munguía. Al conquistar la II de Navarra la localidad de Amorebieta, todo el ala norte del Ejército de Franco quedó situada en una base de partida ideal para atacar el Cinturón de Hierro. Resultaba imperioso ahora el avance del ala sur de las fuerzas atacantes que se encontraban detenidas en las peñas de Mañaría en sus posiciones de Barázar, Sumuelza y Urquiola. La acción conjunta de las II y IV Brigadas de Navarra permitió realizar el envolvimiento de esta zona entre el 22 y el 26 de mayo y de esta manera el ala sur quedó establecida a lo largo del valle del Arratia, desde el alto de Barázar a Peña Lemona. Este último enclave sería escenario de violentos enfrentamientos, pero el día 5, la posición cayó en manos de los nacionales.
La voluntad de resistencia de los nacionalistas vascos se encontraba ya extraordinariamente mermada a finales de mayo, pero no era menor el estado de desmoralización del ministro de Defensa. Buena prueba de ello fue su actitud ante el incidente del Deutschland. Éste era uno de los buques de guerra alemanes que navegaban en aguas españolas. Entre las seis y las siete de la tarde del 29 de mayo de 1937, se encontraba fondeado en la bahía de Ibiza cuando fue bombardeado por dos aviones republicanos. Tal acción se debió al hecho de que los pilotos, que eran soviéticos, lo habían confundido con el crucero Canarias. Las bombas no dañaron seriamente el barco pero causaron veintidós muertos y ochenta y tres heridos. El Deutschland se dirigió a Gibraltar donde, tras recibir el oportuno permiso, desembarcó a los heridos —de los que morirían nueve— y procedió a realizar las reparaciones necesarias. El Ministerio de Defensa republicano alegó —falsamente— que el Deutschland había disparado primero, pero aquello no acalló la ira de Hitler. En la madrugada del 31 de mayo, el acorazado de bolsillo Admiral Scheer, junto con otros cuatro destructores alemanes, apareció frente a la ciudad de Almería y, de manera inmediata, comenzó a bombardearla en represalia. El número de disparos efectuados fue de doscientos y como consecuencia de los mismos murieron diecinueve personas y fueron destruidos treinta y cinco edificios. Indalecio Prieto sugirió a sus compañeros de gabinete que aprovecharan aquella situación para atacar a la flota alemana donde estuviera. Aquello, presumiblemente, provocaría la declaración de guerra de Alemania y con ella la ayuda de las potencias occidentales al gobierno del Frente popular. Prieto reconocería años después que «era la proposición de un pesimista, de quien no veía la posibilidad de ganar militarmente la guerra, porque media nación española o un tercio largo de la nación española luchaba con el resto del país y, además, con Portugal, con Alemania y con Italia, a todo lo cual había que sumar la indiferencia, cuando no la hostilidad, más o menos disimulada, del resto de Europa».[31] Como se podía esperar, el resto del gabinete y el presidente de la República rechazaron la propuesta de Prieto considerándola un disparate. Hitler, previendo que se produciría una reacción de condena y antes de que la misma tuviera lugar, ordenó que la delegación alemana abandonara las reuniones del Comité de no-intervención y de las patrullas navales. Al mismo tiempo, afirmó que no se regresaría hasta que existieran plenas garantías de que un incidente como ése no volvería a producirse. Como era fácil suponer, Italia tomó la misma actitud. La respuesta de las potencias occidentales estuvo a punto de rayar en el pánico. El embajador británico en Berlín, sir Neville Henderson, insistió ante Neurath para que «no hiciera a los rojos el favor de convertir la situación española en una guerra mundial».[32] Cordel Hull también insistió ante el embajador alemán en Washington en la necesidad de evitar un conflicto. Finalmente, sobre el incidente del bombardeo de Almería se decidió correr un tupido velo a fin de evitar mayores complicaciones.
Franco no era sabedor seguramente de hasta qué punto Prieto estaba desalentado por la marcha de la guerra, pero sí era bien consciente de la desmoralización de sus adversarios gracias a los informes que le llegaban procedentes, entre otros, de refugiados.[33] El triunfo parecía tan al alcance de la mano que la muerte de Mola en un accidente de aviación[34] el 3 de junio en absoluto mermó el empuje de la ofensiva. Una vez más el desalentado Prieto intentó una acción a la desesperada y propuso bombardear el entierro de Mola con la intención de matar al Mando nacional incluido Franco. El bombardeo no se llevó a cabo, pero, en cualquier caso, el resultado hubiera sido escaso porque al funeral no asistió Franco.
El hecho de que a principios de junio fuera un general profesional, Gamir Ulibarri, el que asumiera la dirección de las fuerzas vascas no podía cambiar una situación extraordinariamente deteriorada. Desde los inicios de la campaña, las fuerzas del Frente popular habían sufrido ya 36 703 bajas.[35] El ejército de Franco sólo tenía que doblegar las defensas del «Cinturón de Hierro» para concluir la ofensiva de Vizcaya con un éxito rotundo. Antes de entrar en esta cuestión debemos, sin embargo, hacer una referencia somera a dos acontecimientos políticos que se habían producido en ambos bandos en paralelo a la campaña de Vizcaya.
La militarización de las milicias realizada por Franco significó un gran paso hacia la unificación de las fuerzas políticas que combatían a sus órdenes.[36] El 8 de enero de 1937, el Partido Nacionalista Español ya se había fusionado con los carlistas. En febrero de ese mismo año se produjeron asimismo conversaciones oficiosas entre carlistas y falangistas con vistas a una unificación. Contra lo que se ha afirmado muchas veces, Falange estaba dispuesta a reconocer la monarquía católica y tradicional siempre que ésta fuera instaurada y no restaurada, pero exigían la incorporación de los carlistas, «sin reservas», a la Falange. Los carlistas, por el contrario, preveían el mando de un triunvirato, la finalización rápida de la guerra y la formación de una regencia. El rey, finalmente, tenía que ser designado con la intervención de Javier de Borbón-Parma. Las conversaciones entre carlistas y falangistas se interrumpieron en marzo de 1937. Para entonces, los segundos ya abogaban por una monarquía encarnada en don Juan de Borbón, el hijo de Alfonso XIII.
Con todo, el tema de la unificación no quedó olvidado. Por el contrario, el jefe de la Junta de Mando de Falange decidió, finalmente, celebrar el 25 de abril de 1937 un IV Consejo nacional destinado a abordarlo. El debate no llegó a producirse. Entre el 16 y el 19 de abril tuvieron lugar una serie de enfrentamientos que recibieron el nombre de «Sucesos de Salamanca». El 16 se produjo un intento de deposición de Hedilla, el sucesor de José Antonio a la cabeza de la Falange, y su sustitución por un triunvirato. Hedilla respondió adelantando el consejo al día 18 y en la madrugada del 16 fue testigo de enfrentamientos entre falangistas que se saldaron con muertos. Franco no estaba dispuesto a permitir que en su bando se produjeran las luchas cainitas que tanto daño estaban haciendo a la causa del Frente popular. Así, el 18 por la tarde pronunció un breve discurso desde el balcón de su residencia (ante Hedilla) y, al día siguiente, se promulgó la unificación (Decreto 255). Tanto los falangistas como los carlistas —así como Mola y Queipo de Llano— dieron su asentimiento. Difícilmente puede decirse que sorprendiera a nadie. Los «Sucesos de Salamanca», pese a lo que han afirmado en ocasiones algunos falangistas, no provocaron la unificación, que, como hemos visto, formaba parte de los objetivos de los dirigentes falangistas desde tiempo atrás, pero sí es posible que contribuyeran a imprimirle un ritmo más rápido.
El Decreto 255 establecía así un «movimiento» denominado «de momento» Falange Española Tradicionalista y de las JONS, cuyo jefe sería Franco. No se descartaba en el texto la posibilidad de «instaurar» la monarquía. La acción de Franco demostró ser muy inteligente ya que, a la vez que eludía el riesgo de crear un partido propio, integraba en una sola entidad a las fuerzas más relevantes de su bando. Desde luego, en la primavera de 1937, resultaba obvio a los dos bandos en conflicto que la unión interna era indispensable para conseguir la victoria. Sin embargo, si Franco logró este objetivo, algo muy distinto debe decirse del Frente popular. El equivalente de la unificación en el mismo fueron los sucesos de mayo de 1937,[37] la caída de Largo Caballero y el ascenso del Dr. Negrín a la jefatura del Gobierno.
La evolución del bando frentepopulista tenía una coherencia —y unos antecedentes— con lo que había sucedido en la URSS en los años inmediatamente anteriores. En 1935, el año previo al estallido de la guerra civil española, el sistema soviético desató una nueva campaña represiva conocida convencionalmente como el «Gran Terror». Esta vez, la represión no se circunscribiría a determinados segmentos sociales cuyo exterminio se buscaba, sino que se extendió al conjunto de la sociedad y tocó de manera peculiar a las propias instancias del poder comunista.[38] De esa manera, aunque los arrestos y las ejecuciones fueron llevados a cabo por el NKVD, ni siquiera sus dirigentes y agentes se hallaban a salvo de la represión. Bastó, por ejemplo, un telegrama de Stalin, cursado el 25 de septiembre de 1936, para acabar con Yagoda que desde 1933 había controlado el NKVD y había sido un instrumento privilegiado de la represión estalinista.[39] Junto con él marcharon al exterminio sus agentes más fieles.
En agosto de 1936, a los pocos días de iniciada la guerra civil española, se celebró el proceso de Zinóviev, Kámeñev y otros catorce bolcheviques veteranos. Se trataba del primero de una serie de juicios-farsa en los que Stalin aniquilaría a cualquier posible rival. El primer juicio de Moscú tuvo un prolongado prólogo. Año y medio antes, los acusados habían sido declarados «moralmente responsables» del asesinato de Kírov, un cargo del que eran inocentes pero del que se confesaron culpables. Ahora se les juzgó por el asesinato mismo y otros delitos como espionaje, conspiración para matar a Stalin y un largo etcétera. Se trataba solamente del comienzo.
En enero de 1937 fueron juzgados Pyátakov, Rádek y otros quince bolcheviques antiguos a los que se acusaba de haber cometido los mismos crímenes. El 13 de junio de 1937, Voroshílov, el comisario de Defensa, publicó un anuncio referido al arresto de un grupo de altos jefes militares que, supuestamente, habían cometido «traición, sabotaje y espionaje». Todos ellos fueron fusilados tras un juicio sumarísimo con lo que el Ejército Rojo quedó decapitado. Desde mayo de 1937 a septiembre de 1938, las purgas en el Ejército Rojo afectaron, entre otros, a la mitad de los mandos de los regimientos, a casi todos los mandos de brigada y a todos los jefes de cuerpos de ejército y distritos militares.
El papel de Stalin en esta nueva oleada de terror fue esencial. No sólo firmó las listas que se le entregaban con los nombres de los que debían ser detenidos o fusilados por decenas de miles sino que también supervisó personalmente algunos de los interrogatorios. De hecho, también insistió en la utilización de la tortura. Las víctimas se sumaron por millones. Según las estimaciones de Robert Conquest en una obra que consideró todos los datos accesibles para el investigador occidental hasta 1971, en enero de 1937, había unos cinco millones de personas en los campos de concentración soviéticos. Entre enero de 1937 y diciembre de 1938 fueron detenidos aproximadamente otros siete millones de personas, de entre ellos millares eran niños que, de acuerdo con la reforma legal de Stalin, podían ser condenados a muerte y ejecutados a partir de los doce años. Desde luego, las cifras de los muertos durante el Gran Terror resultan escalofriantes. Tan sólo bajo Yezhov, es decir, de enero de 1937 a diciembre de 1938, un millón de personas fue fusilado en la URSS y una cifra doble murió en reclusión. Como ejemplo del alcance de la represión puede indicarse que tan sólo en un campo de concentración del río Serpantika fueron fusilados en 1938 un número de personas mayor que el de todos los condenados en los últimos cien años del zarismo.[40] A la sazón, los reclusos de los campos de concentración de Stalin excedían de manera considerable a los recluidos en los de Hitler. Sobre ese contexto, iba a tener lugar una nueva etapa de la represión en la España del Frente popular sustentada en el peso extraordinario de la influencia soviética.
Del 3 al 8 de mayo, Barcelona fue testigo de una guerra civil dentro de la guerra civil. El pretexto fue el intento de la Generalidad catalana de ocupar el edificio de Telefónica controlado por los sindicatos para salvaguardar las comunicaciones. En realidad, lo que se producía con esta medida era una provocación comunista a la que los anarquistas de la CNT-FM y el POUM respondieron saliendo con las armas a la calle. Como en julio de 1936, las milicias pretendieron hacerse con el poder desde abajo. En medio de una situación caótica (Azaña, el presidente de la República, estaba en Barcelona en esa fecha y permaneció aislado y, lo que es peor, olvidado y desatendido durante cuatro días), la Generalidad realizó un llamamiento al Gobierno central para librarse de aquellos a los que había entregado el poder menos de un año antes. Al final, el levantamiento anarquista-poumista fue abortado, en parte, por la llegada de tropas a la capital y, en parte, por el llamamiento de destacados dirigentes anarquistas para que sus bases apuntaran las armas sólo contra el enemigo común.
Los «sucesos de mayo» estuvieron preñados de consecuencias para el Frente popular. La erosión de la figura de Largo Caballero, provocada por el PCE y el sector prietista del PSOE, llegó a su punto máximo y el veterano dirigente socialista se vio obligado a abandonar la presidencia del Gobierno. El 19 de mayo de 1937, el socialista Negrín, apoyado directamente por el PCE, simpatizante de la URSS y casado con una rusa, ocupó la presidencia del Gobierno. La elección tenía cierta lógica si se tiene en cuenta que Negrín había sido un personaje clave para enviar a la URSS las reservas de oro del Banco de España y que, como veremos más adelante, sintonizó a la perfección con los planes de Stalin en relación con España. Junto con ese cambio, el coronel Rojo pasó a la jefatura del Estado Mayor Central e Indalecio Prieto fue nombrado ministro de Defensa nacional. En este departamento quedaron englobados los Ministerios de Guerra, Marina y Aire. Al mismo tiempo, el POUM fue acusado por los comunistas, siguiendo dictados de Stalin, de ayudar a la reacción y se inició una represión directa con el mismo. Los comunistas tenían la intención de organizar en la España del Frente popular un paralelo a los procesos de Moscú dirigidos contra los disidentes de izquierdas. Con tal finalidad, miembros de las Brigadas internacionales que hablaban alemán procedieron a secuestrar al dirigente del POUM Andreu Nin[41] difundiendo la falacia de que era un agente de la GESTAPO. Nin fue torturado por Orlov y otros agentes soviéticos que, no obstante, no consiguieron quebrantarlo y, finalmente, acabaron asesinándolo. De manera vergonzosa —pero significativa— el resto de las fuerzas del Frente popular, empezando por el propio gobierno republicano no impidieron las acciones soviéticas. Se trataba del inicio de la represión estalinista sobre el POUM y de un control aún más efectivo de los comunistas en la España del Frente popular. De igual manera, el peso de los anarquistas declinó de manera definitiva (muchos de los protagonistas de los «sucesos de mayo» fueron enviados al frente). Los acontecimientos tenían una clara significación política, pero, también, militar.
Durante los meses siguientes, la represión en la zona de España controlada por el Frente popular también fue pasando de manera creciente a manos comunistas. El 6 de agosto de 1937, siendo el socialista Prieto ministro de Defensa, se creó por decreto el Servicio de Investigación Militar o SIM.[42] Aunque inicialmente la jefatura del SIM fue desempeñada por Prudencio Sayagües, antiguo dirigente de la FUE y miembro de Izquierda Republicana, no tardaron en sucederle personajes vinculados directamente con el PCE como fue el caso de Gustavo Durán.
Teóricamente el SIM era un servicio dedicado a tareas de inteligencia relacionadas con la guerra, pero ejerció desde el principio labores de represión que, como en el caso de las checas a las que nos hemos referido con anterioridad, facilitaban la corrupción de los agentes al poner en sus manos la posibilidad de incautarse sin control de todo tipo de bienes. No deja de ser significativo que el segundo jefe del SIM, Manuel Uribarri Barrutell, se fugara en 1938 a Francia con una fortuna en metales preciosos y joyas que procedían de sus acciones al mando de la institución.[43]
El radio de acción del SIM acabó por englobar las acciones del anterior Departamento Especial de Información del Estado (DEDIDE).[44] Del SIM dependían no sólo checas enclavadas en distintas ciudades[45] sino una red de campos de concentración que se hicieron tristemente célebres por los malos tratos dispensados a sus reclusos. Al respecto, no resultan sólo escalofriantes los testimonios de antiguos presos sino también los de combatientes del Frente popular a los que no les quedó oculta la verdad de aquellas checas.[46] En ellas, a formas de tortura ya conocidas, no tardaron en sumarse otras de especial sofisticación traídas por los asesores soviéticos y entre las que se incluían el uso de la electricidad, la reclusión en lugares de reducidísimas dimensiones e incluso la utilización de colores y figuras que sirvieran para quebrar psicológicamente al detenido. La descripción realizada al respecto por el anarquista José Peirats no deja lugar a dudas del carácter de las checas del SIM:
… las checas del SIM eran tenebrosas, instaladas en antiguas casas y conventos. El régimen de torturas que se aplicaba era el procedimiento brutal: palizas con vergajos de caucho, seguidas de duchas muy frías, simulacros de fusilamiento y otros tormentos horrorosos y sangrientos. Los consejeros rusos modernizaron esta vieja técnica. Las nuevas celdas eran más reducidas, pintadas de colores muy vivos y pavimentadas con aristas de ladrillo muy salientes. Los detenidos tenían que permanecer en pie continuamente, bajo una potente iluminación roja o verde. Otras celdas eran estrechos sepulcros de suelo desnivelado, en declive… los recalcitrantes eran encerrados en la «cámara frigorífica» o en la «caja de los ruidos» o atados a la silla eléctrica. La primera era una celda de dos metros de altura, en forma redondeada; al preso se le sumergía allí en agua helada, horas y horas, hasta que tuviese a bien declarar lo que se deseaba. La «caja de los ruidos» era una especie de armario, dentro del cual se oía una batahola aterradora de timbres y campanas. La «silla eléctrica» variaba de la empleada en las penitenciarías norteamericanas en que no mataba físicamente.[47]
Las torturas ocasionadas a los detenidos se correspondían con las señaladas por el anarquista Peirats. Por ejemplo, Antonio Gutiérrez Mantecón, que fue detenido en el invierno de 1937, y recluido en la checa de San Lorenzo, en Madrid, prestaría el siguiente testimonio de sus padecimientos:[48]
Fue víctima de toda clase de malos tratos de obra y de amenazas, siendo golpeado con vergajos por los agentes interrogadores. Dirigía los interrogatorios un ruso alto, fuerte, de cara ancha, con pelo rubio, ondulado y peinado hacia atrás, que iba vestido con gabardina y una boina. Este sujeto, que ejercía autoridad plena en la prisión, siendo considerado como jefe de la brigada, apenas hablaba castellano; se servía de una intérprete española de unos veinticinco años, que vestía camisa roja con corbata roja, y que se distinguía en los malos tratos, siendo la que concretamente indicó que al declarante había que atarlo, desnudarlo y meterlo en la «cámara», que era una celda muy fría en los sótanos, empleada para castigo. También ordenaba que se golpease al declarante, como única manera de obligarle a confesar. Entre otros malos tratos sufridos en la «checa» de San Lorenzo, el declarante fue martirizado con duchas de agua helada, por la noche, en la misma celda del sótano y en pleno invierno; se trataba de cortarle la lengua con unos alicates por negarse a declarar y se le sometía constantemente a palizas, de las que todavía conserva huella.
Los testimonios son ciertamente coincidentes y sirven para dejar de manifiesto no sólo su veracidad sino también la manera en que la represión se descargaba a esas alturas de la revolución lo mismo sobre los considerados tradicionalmente enemigos como sobre las fuerzas de izquierdas rivales del PCE. En ese sentido, los paralelos con los comportamientos seguidos por los bolcheviques en Rusia resultan palpables. Por si fuera poco, el 9 de diciembre de 1937, Negrín presentó un proyecto de decreto por el que disponía la creación del Consejo de Defensa y Garantía del Régimen cuya misión era «perseguir a sus adversarios». La propuesta fue aprobada y se publicó el 16 de diciembre en la Gaceta.
La actividad represiva no fue escasa, desde luego, a partir de 1937 cuando se suponía que, tras las grandes matanzas de noviembre y diciembre de 1936, apenas podrían quedar enemigos que abatir. Por el contrario, se amplió considerablemente a las fuerzas de izquierdas no sometidas al PCE e incluso a los que se consideraba meramente derrotistas o desafectos. El mismo mes de mayo de 1937 —que como ya hemos señalado representó un auténtico punto de inflexión en la historia política de la guerra civil en la zona controlada por el Frente popular— registró una actividad en Madrid en el terreno de la represión realmente considerable. Por citar sólo algunos ejemplos, señalemos que se llegó a asaltar el consulado de Perú durante la noche del 5 al 6 de mayo de 1937. El episodio, protagonizado por el socialista Wenceslao Carrillo, con la excusa de que en la legación había una emisora de radio que pasaba información a las fuerzas de Franco, se saldó con la detención de más de trescientos refugiados españoles y de unos sesenta peruanos. La acusación era falsa[49] puesto que el único aparato de radio existente en la legación era un receptor. Con todo, dieciocho de los refugiados fueron llevados a la prevención de la Dirección General de Seguridad en la ronda de Atocha, donde fueron sometidos a torturas. De Atocha, los detenidos fueron trasladados a San Antón y, posteriormente, a la cárcel celular de Valencia juzgándoseles en esta ciudad y condenándoseles a muerte. El comportamiento de las autoridades republicanas había resultado tan contrario a los principios más elementales del derecho internacional que el gobierno de Perú acabó rompiendo relaciones diplomáticas con España el 17 de marzo de 1938. Se hizo cargo entonces de su legación la embajada de Chile pero ni siquiera esa circunstancia evitó que el 15 de julio de ese año volvieran a ser asaltados los locales de la legación peruana.
En un peldaño más de la escalada hacia el control absoluto de la sociedad, el 27 de mayo de 1937 un decreto de la Presidencia del Gobierno estableció la incautación de todas las emisoras de radio, fueran o no de particulares y se encontraran o no en servicio.[50] La radiodifusión quedaba totalmente sometida al arbitrio del gobierno del Frente popular ordenando una orden dictada al día siguiente que en el plazo de cuarenta y ocho horas todos los propietarios debían declarar al gobierno sus estaciones, a la vez que se prohibía la venta de material radiofónico.
Con todo, posiblemente la medida de mayor importancia en esos momentos de la revolución fue el decreto de 22 de junio de 1937 contra el derrotismo. Ya en octubre de 1936, otro decreto había creado la figura del desafecto, un delito no tanto ya de opinión como de actitud que podía ser castigado y que, por su propia definición, daba lugar a todo tipo de arbitrariedades. La nueva norma, promulgada el mes siguiente a los sucesos de mayo, amplió considerablemente esa situación poniendo en manos de las fuerzas represivas prácticamente un cheque en blanco que recordaba sospechosamente las formulaciones legales del código estalinista vigente en la URSS.
El artículo séptimo del decreto de 22 de junio de 1937 establecía así, por ejemplo, lo que era derrotismo:
Segundo. Difundir o propalar noticias o emitir juicios desfavorables a la marcha de las operaciones de guerra o el crédito y autoridad de la República en el interior o en el exterior, difundir las noticias del enemigo o favorecer sus designios, tal como emitir juicios favorables a la rendición de una plaza o a la conveniencia de pactar con los rebeldes.
…
Cuarto. Los actos o manifestaciones que tiendan a deprimir la moral pública o desmoralizar al Ejército o a disminuir la disciplina colectiva.
De la mera lectura del texto citado, se desprende hasta qué punto resultaba un riesgo innegable el dejar de expresar un entusiasmo absoluto hacia la política de un gobierno que, hasta el momento, no había dejado de sufrir derrotas militares y cuyos representantes habían estado implicados directamente en la realización de asesinatos en masa. Dado que las penas iban de los seis años y un día a la pena de muerte y que se estimulaba la acción de los delatores (art. 11)[51] puede imaginarse el carácter de arbitrariedad anejo a esta norma y el peligro en que vivían millones de personas de ser detenidos o muertos. Por si todo lo anterior fuera poco, se llegó, violando los principios más elementales del derecho penal, a castigar acciones que no eran delitos en el momento de su comisión. Así, por ejemplo, centenares de empleados de Telefónica, Correos, el Ayuntamiento de Madrid, los juzgados, entidades bancarias o la Guardia Civil que habían sido depurados en los primeros meses de la guerra se convirtieron ahora en reos de desafección o derrotismo e incluso acabaron siendo asesinados.[52] No llama, por lo tanto, la atención la manera en que, a partir de ese momento, se articularon distintos procesos masivos en los que, supuestamente, se juzgaba a extensas redes de espías.
Aunque la propaganda republicana había insistido en el carácter prácticamente inexpugnable del «Cinturón de Hierro», la realidad distaba mucho de corresponderse con estas afirmaciones. El «Cinturón» tenía en su perímetro una extensión de 70 km que se apoyaba en sus extremos en el mar, al este y al oeste de la bahía de las Arenas. Así el sistema se iniciaba en la costa entre Plencia y Urdúliz, pasaba luego cerca de Laquíniz, Gámiz y Fica, torcía al suroeste, entre Larrabezúa y Galdácano, y desde allí seguía por la orilla izquierda del Ibaizábal hasta Miravalles, donde saltaba a la margen izquierda del Nervión, siguiendo por el monte Ganecogorta, Sodupe y alturas de San Pedro de Galdames, finalizando en la costa a la altura de Ciérvana. Esta extensión exigía unos setenta mil hombres. Además el trazado presentaba inconvenientes de no poca envergadura. Así las fortificaciones se encontraban, al noroeste, demasiado cerca de la población de Bilbao y no aseguraban una protección eficaz al puerto. Tampoco incluían en su perímetro las montañas Jata, Bizcargui y la Peña Lemona que rodeaban la localidad. De esta manera, Bilbao quedaba en una hondonada que podía ser batida por quien dominara aquellas alturas. A esto hay que añadir que en el trazado de las trincheras destinadas a la infantería no se aprovechó nunca la contrapendiente y que el «Cinturón» contaba con una sola trinchera única flanqueada por ametralladoras sin más reductos a retaguardia que los de Santa Marina, Santo Domingo y Archanda ya en contacto con el mismo casco urbano de Bilbao. De esa forma, la defensa en profundidad quedaba descartada salvo escasas excepciones como en los alrededores de Larrabezúa donde se construyeron dos o tres trincheras sucesivas. En términos estrictamente militares, el «Cinturón de Hierro» no tenía, por lo tanto, una capacidad defensiva excepcional aunque el trazado de la trinchera no estuviera mal realizado e incluso contara en algunos casos con un revestimiento de hormigón armado desmesurado.
El fallecido general Mola fue sustituido inmediatamente por Dávila y a las fuerzas atacantes se sumó ahora la nueva VI Brigada de Navarra, al mando del coronel Bartomeu. El 11 de junio, tras un bombardeo aéreo de consideración y una preparación artillera en la que se utilizaron piezas de 210, 260 y 305 mm, las Brigadas Navarras I, V y VI iniciaron el asalto al «Cinturón de Hierro» en el sector comprendido entre el monte Urculu y San Martín de Fica.[53] Antes de concluir el día, ambas posiciones se encontraban en manos de los asaltantes y los contraataques nocturnos lanzados por los republicanos resultaron infructuosos para recuperarlas.
El 12 de junio tuvo lugar una clara repetición de la táctica empleada el día anterior. Primero, las posiciones republicanas fueron bombardeadas por la aviación y la artillería de Franco, después se produjo un ataque que provocó la ruptura del «Cinturón» en un frente de unos dos kilómetros y medio, entre los vértices Urrusti y Cantoibasos, al oeste del Urculu. El hecho de que las fuerzas nacionales se volvieran a uno y otro lado de la brecha permitió tomar de través a los defensores apoderándose de las demás posiciones del sector. El 13 de junio, la brecha fue profundizada en dirección a Bilbao, alcanzándose los reductos defensivos de Santa Marina, Santo Domingo y Archanda. El «Cinturón de Hierro» quedaba así totalmente debelado por las tropas atacantes. Para conseguirlo habían necesitado apenas dos días y a un coste de tan sólo 500 bajas. La ciudad de Bilbao estaba ahora sólo a diez kilómetros. Como era de suponer, ante esta situación algunos de los nacionalistas vascos volvieron a acariciar la posibilidad de concluir una paz por separado con Franco. El mismo 13 de junio, el consejo nacional del PNV envió un mensaje a Manuel Irujo, ministro del Gobierno republicano, ordenándole que lo abandonara.[54] Finalmente, sin embargo, Irujo permaneció en el Gobierno.
Del 14 al 18, mientras las Brigadas Navarras V y VI aseguraban el control sobre los reductos mencionados, el resto de las fuerzas de Dávila continuaron el avance. Los italianos de la Agrupación legionaria, partiendo de Plencia y Urdúliz, marcharon sobre Algorta y Las Arenas y, desde allí, por la orilla norte de la ría hacia Bilbao. La I Brigada navarra partió desde Larrabezúa hacia Galdácano donde cruzó a la izquierda del Ibaizábal, avanzando luego por Basauri y Arrigorriaga con la finalidad de envolver Bilbao por el sur de la ría. La IV Brigada navarra arrancó de Yurre y Villaro en dirección de Miravalles y Sodupe y la III Brigada navarra partió de la cuesta de Orduña en dirección a esta localidad y a Amurrio, prosiguiendo después hacia Arciniega y Valmaseda. Resultaba obvio que, conseguido además el control del mar por los atacantes, Bilbao no contaba con posibilidades de ser defendida. El día 16, Juan Ajurriaguerra, dirigente del PNV, comenzó negociaciones encaminadas a lograr una paz por separado.
Ante la caída inminente de Bilbao, algunas unidades republicanas intentaron destruir la industria del sector para evitar que pudiera caer en manos de los nacionales, pero los batallones nacionalistas del PNV lo impidieron disparando sobre ellos.[55] En la noche del 18, los restos del Ejército popular de la República se replegaron en dirección a Santander y al día siguiente, las fuerzas atacantes entraron en Bilbao. La derrota había costado a los vascos, según sus propias cifras, 48 500 bajas.[56]
Como en otros casos anteriores, la entrada de las fuerzas nacionales en Bilbao fue seguida por la represión. Si los fusilamientos llevados a cabo por el Frente popular habían alcanzado la cifra de 490, las víctimas mortales de la represión nacional —incluidas las de la posguerra— se elevarían a 1788.[57] Con todo, no llegó a las dimensiones de otras zonas de España ya que, por orden expresa de Franco, Bilbao fue ocupada por escasas fuerzas militares y se prohibieron de manera tajante las detenciones arbitrarias y los asesinatos incontrolados. Diez días después de la toma de la ciudad, al ocuparse Valmaseda y el monte de las Neveras, concluían prácticamente las operaciones en Vizcaya. Quedaba el frente establecido así en los límites de Santander, aunque todavía el 5 de julio las fuerzas de Franco lograron ocupar el macizo de Castro Alén. La liquidación del resto del Norte era ya sólo cuestión de tiempo.