El alzamiento fracasa
A media mañana del 19 de julio, el golpe había triunfado en todas las partes donde se había producido. Marruecos (17), Canarias (18), Sevilla ciudad (18) y los ámbitos de las Divisiones 5, 6 y 7 (19) estaban controlados en mayor o menor medida por los alzados, en ocasiones con un notable respaldo de la población local. Incluso el general Goded había declarado el estado de guerra en Palma de Mallorca en la madrugada del día 19 y daba la impresión de que todo el archipiélago de las Baleares se sumaría a la sublevación. Paradójicamente, en el momento de mayor éxito de los rebeldes fue cuando se produjeron una serie de acontecimientos que abortaron el triunfo final del golpe. El primer revés de consideración se produjo en Barcelona, una plaza que no sólo era cabecera de la 4.ª División sino que además tenía una enorme importancia por el número de fuerzas acuarteladas en la misma.
Con anterioridad a la rebelión, la Jefatura de Policía de Barcelona había remitido un informe al consejero de Gobernación de la Generalidad sobre las actividades conspirativas de algunos militares. El informe mencionaba que podía esperarse un golpe destinado a derrocar al Gobierno del Frente popular y en el que intervendría Falange. La Generalidad decidió optar por un compás de espera, pero las centrales sindicales, en especial la CNT, que también conocían los preparativos de los conspiradores, adoptaron una actitud muy distinta que contribuyó no poco a dificultar el golpe.
El plan de los rebeldes consistía en que Fernández Burriel capitaneara el alzamiento —hasta la llegada del general Goded procedente de Mallorca— y que fuera apoyado por el general Legorburu desde el cuartel de San Andrés (7.° de Artillería Ligera). Unidos a fuerzas de Infantería y Caballería, los alzados debían confluir sobre el casco viejo y tomar los centros neurálgicos, en especial, la Consejería de Gobierno, la Comisaría de Orden Público y la Generalidad. El regimiento de Badajoz debía apoderarse de la Telefónica y el de Montesa tenía que mantener el enlace con la Infantería situada en la zona de la plaza de la Universidad-Plaza de Cataluña y tomar, con otras tropas, el Paralelo. Llegados a ese punto, las fuerzas sublevadas estrecharían el cerco del casco antiguo rindiendo la ciudad. El plan no estaba mal concebido y sus ejecutores lo contemplaban con un considerable optimismo. Sin embargo, tenía un punto débil y era que su triunfo inicial dependía, como mínimo, de la pasividad de las fuerzas de Orden Público. A las cinco de la madrugada del 19 de julio, una parte de las tropas acantonadas en Barcelona abandonó sus acuartelamientos con la intención de ocupar los puntos considerados estratégicos. Casi inmediatamente, en el cruce llamado «El cinco de oros», entre el Paseo de Gracia y Diagonal, se produjo un enfrentamiento entre los rebeldes y cuatro compañías y un escuadrón de las fuerzas de seguridad a las que se habían sumado grupos obreros. El choque resultó nefasto para los alzados. Posiblemente sorprendidos por una resistencia que no esperaban, se batieron en retirada o se rindieron, aunque los mandos, con algunos efectivos, se refugiaron en el convento de Carmelitas de la calle de Lauria. Allí fueron cercados y acabaron entregándose.
Los logros obtenidos por los otros grupos alzados fueron diversos pero, a media mañana, la situación de los rebeldes distaba mucho de ser la esperada. La pésima coordinación entre las diferentes fuerzas, la resistencia de los guardias de asalto y de la CNT y la colocación de barricadas habían dislocado prácticamente el dispositivo golpista. Los sublevados, bajo el mando del general Fernández Burriel, ocupaban el hotel Colón y la Telefónica, tenían recluido en Capitanía a Llano de la Encomienda —que, no obstante, siguió cursando órdenes— y habían llegado a la plaza de Cataluña, pero sus posibilidades de triunfo ya eran mínimas.
Al mediodía, con la finalidad de dirigir el golpe llegó en avión procedente de Mallorca el general Goded junto con su hijo. El general no tardó en percatarse desalentado de la situación real. Las tropas alzadas no sólo distaban mucho de controlar la situación, sino que además habían sido incapaces de hacerse con las estaciones, las transmisiones, la radio y los edificios principales. Las peticiones de refuerzos que Goded cursó a Palma, así como su intento de apoderarse del aeródromo del Prat, resultaron ya inútiles puesto que el teniente coronel Díaz Sandino se mantenía al lado de las autoridades del Frente popular.
Privado el alzamiento de la posibilidad del triunfo, el factor decisivo, aunque no el único, a la hora de sofocarlo por completo fue la actitud de las fuerzas de Orden Público. Cuando sobre las dos de la tarde, la Guardia Civil, mandada por el coronel Escobar, decidió mantenerse a las órdenes del Frente popular, el fracaso del golpe quedó decidido de forma irreversible. Escobar era católico practicante, además de persona piadosa, pero estimó que su deber moral estaba no en apoyar a los que combatían al Frente popular y su política anticlerical, sino en obedecer las órdenes del gobierno. Escobar reconquistó la plaza de la Universidad y luego intervino decisivamente en la plaza de Cataluña en combinación con los guardias de asalto y con diversos contingentes obreros. De hecho, el emblemático anarquista Buenaventura Durruti protagonizó así el asalto al edificio de la Telefónica que concluyó con un éxito, pese al número elevadísimo de pérdidas obreras.
A media tarde del día 19, Goded telefoneó al general Aranguren para intentar llegar a un arreglo que éste no aceptó. El general sublevado sólo podía ya rendirse sin condiciones y con esa finalidad telefoneó al consejero de Gobernación. Sólo insistió en que fuera la Guardia Civil la encargada de prenderlo. Así sucedió poco después de las siete. Tras entrevistarse con Companys, Goded pronunció un mensaje por radio en que afirmaba que la suerte le había sido adversa y que los que desearan continuar la lucha quedaban libres de compromiso y no debían contar con él.[38]
Al terminar el día 19, sólo seguía resistiendo el cuartel de las Atarazanas, situado al final de las Ramblas y frente al puerto. El 20, también este reducto cayó ante el asalto de los anarquistas. En un intento de tomarlo, cayó muerto el anarquista Francisco Ascaso, amigo de Durruti. Éste, sin respetar las normas jurídicas más elementales, colocó contra la pared a los oficiales sublevados y procedió a fusilarlos. Era uno de los primeros episodios de fusilamientos realizados por fuerzas del Frente popular en Barcelona. Cuando concluyera la guerra en esa provincia, el número de fusilados ascendería a 5682, más del doble de los que perecerían en la represión llevada a cabo posteriormente por los nacionales.[39] Años después uno de los participantes en aquel combate[40] aseguraría que la acción de Buenaventura Durruti había sido motivada no por el deseo de vengar a Ascaso sino por el horror que le había producido el descubrir a varios soldados fusilados por la espalda por haberse negado a secundar a los alzados. A la una de la tarde aproximadamente, los últimos reductos del alzamiento en Barcelona habían desaparecido.
La suerte de la rebelión en el resto de Cataluña fue similar y derivó, sin duda, del fracaso barcelonés. En Gerona, una parte de las tropas de la guarnición procedió en la madrugada del día 19 a declarar el estado de guerra «cumpliendo órdenes de Barcelona». Sin embargo, el fracaso de Goded aquella misma tarde provocó una reacción de las fuerzas de Orden Público —Guardia Civil y guardias de asalto— que instaron a los sublevados para que se retiraran a sus cuarteles. Así lo hicieron éstos evitando el choque militar y permitiendo que el Frente popular siguiera controlando la ciudad. A pesar de la escasa resistencia, el Frente popular procedió a desencadenar una represión que alcanzó en los meses siguientes a 457 personas que fueron fusiladas.[41]
En Lérida, el comandante de la plaza, coronel de Infantería Rafael Sanz Gracia, siguiendo las órdenes de Cabanellas, sacó las tropas a la calle a las 9 de la mañana del 20 de julio. Sin embargo, el resultado adverso en Barcelona llevó a Sanz Gracia a rendirse. En manos de la CNT-FM, los sublevados más relevantes fueron fusilados. La ciudad, controlada por los anarquistas y el POUM, se convirtió además en testigo de tropelías que, en su mayor parte, tuvieron un contenido anticlerical. Durante los meses siguientes no menos de 1022 personas —en su aplastante mayoría sin inclinación política alguna— fueron fusiladas por las fuerzas del Frente popular.[42]
Algo similar sucedió en Tarragona. Los resultados obtenidos por el golpe en Barcelona llevaron a los jefes y oficiales de la guarnición a mantenerse en un compás de espera a pesar de que eran simpatizantes de la rebelión. Finalmente, el teniente coronel Ángel Martínez-Peñalver Ferrer desligó a los conjurados de sus compromisos y evitó la posibilidad de un alzamiento. La oleada revolucionaria, sin embargo, no pudo ser evitada. A los pocos días, en Tarragona se produjeron incendios de iglesias, y asesinatos de aquellos que se consideraban enemigos de clase: los sacerdotes, los militares no adictos y los civiles considerados derechistas, cuya única falta era muchas veces el tener en casa una imagen religiosa, el ir a misa o el haber excitado la envidia de alguien. Se trataba del inicio de un proceso de violencia revolucionaria que se cobró en toda la provincia 1665 víctimas.[43]
En otros enclaves catalanes como Seo de Urgell o Manresa las fuerzas militares permanecieron leales al gobierno del Frente popular,[44] bien por convicción, bien porque consideraban que el golpe no podía triunfar. Así, en Mataró, el coronel Dufoo declaró el estado de guerra, pero revocó la orden cuando Llano de la Encomienda le negó la confirmación. En términos generales, puede afirmarse que el fracaso del golpe en Barcelona determinó que Cataluña se mantuviera en la zona de España controlada por el Frente popular. De haberse producido un resultado opuesto, lo más seguro es que toda la región hubiera sido dominada por los rebeldes. El 21 de julio, toda Cataluña y buena parte de Huesca estaban ya controladas por el recién creado Comité de Milicias Antifascistas. Con ello el mecanismo del golpe quedaba seriamente dañado. Su revés definitivo iba a recibirlo, no obstante, en la capital de la nación.
La guarnición madrileña era, con la excepción de la ubicada en Marruecos, la más numerosa de España. Con evidente lógica, Mola no tenía mucha esperanza de que se produjera un triunfo del golpe en la capital. Como había sucedido en Barcelona, las autoridades estaban al corriente de la posibilidad de un golpe militar, pero no le habían restado excesiva atención. Las noticias sobre la sublevación en África —que ya llegaron a la capital el día 17— provocaron la lógica tensión en Madrid. De hecho, durante este día y el siguiente las organizaciones obreras insistieron en que se les entregaran armas para abortar una rebelión que se adivinaba inminente. Casares se opuso radicalmente a esa posibilidad, a pesar de la opinión favorable del general José Riquelme. Su actitud estaba motivada por el temor de que las mencionadas organizaciones controlaran después las calles y desbordaran al gobierno. La postura de Casares ha sido muy censurada, pero no carecía de justificación como quedaría demostrado en Barcelona donde el poder pasó de las instituciones a la CNT-FAI. Por otro lado, Casares se ocupó de asegurarse el apoyo de las fuerzas de seguridad que, como en el caso de Barcelona, estaban llamadas a tener un papel decisivo. Así entregó el mando de las fuerzas de seguridad y de asalto al teniente coronel Sánchez Plaza y fue cubriendo los cuadros de mando con personas leales al Frente popular. Asimismo nombró jefe de la 4.ª zona de la Guardia Civil al general Sanjurjo Rodríguez Arias y de la sección de Carabineros al coronel Rodríguez Mantecón. Igualmente se procedió a la detención de tres coroneles, un teniente coronel, tres comandantes, dos capitanes y dos tenientes sospechosos y los oficiales de la UMRA se apoderaron de los puestos de mando y de los centros de transmisiones y comunicaciones.
La confirmación del triunfo rebelde en Marruecos, como ya vimos, determinó a Casares a dimitir en la tarde del 18. Azaña encargó entonces formar gobierno a otro masón, Martínez Barrio, que podía dar una impresión de moderación en medio de los ímpetus revolucionarios de las fuerzas que componían el Frente popular. Martínez Barrio intentó llegar a un acuerdo con los sublevados —curiosamente no con las fuerzas revolucionarias que ya dominaban las calles y cuyas acciones habían motivado la reacción— pero, como ya hemos visto, los intentos realizados al respecto concluyeron con un fracaso.
El 18 de julio, José Giral, nuevo presidente del consejo de ministros, dio la orden de entregar armas al pueblo, un eufemismo propagandístico que, en realidad, identificaba al pueblo con los sindicatos y los partidos de izquierdas que tanto habían contribuido a desestabilizar el sistema republicano desde 1931. Mientras los anarquistas difundían un llamamiento a tomar las armas,[45] socialistas y comunistas se apoderaban de las que hasta ese momento habían estado en manos del ejército. La única condición para entregar un fusil era, según el testimonio del comunista Tagüeña, presentar «la documentación de un partido de izquierdas».[46] Semejante quiebra del monopolio de la fuerza que, legítimamente, ha de estar en manos del Estado y su sustitución por la acción de milicias de diversa índole, estaba en la mente de las fuerzas del Frente popular desde hacía años, como hemos tenido ocasión de ver, pero ahora tuvo consecuencias inmediatas. Como indicaría Pedro Mateo Merino, uno de los futuros combatientes en la batalla del Ebro, «la circulación de las calles» quedó en manos de estos grupos desprovistos de respaldo legal alguno y el «tránsito» se hizo «difícil y peligroso» para los que no tenían alguna «identificación inconfundible de algún organismo político o sindical».[47] Como en Asturias en 1934, un conjunto de grupos revolucionarios se había hecho con el control de la calle utilizando como única legitimación la fuerza y poniendo en peligro la vida de todos aquellos que no eran de los suyos.
También como en 1934 —y 1931— se produjeron inmediatamente ataques contra los lugares de culto católicos. En el barrio de Torrijos, ante la Iglesia de los dominicos, los milicianos armados con pistolas y mosquetones la emprendieron a tiros con los fieles —entre los que se encontraban los hermanos Serrano Suñer que acudían a una misa en sufragio por el alma de su padre fallecido unos días antes— cuando éstos abandonaban el templo. Mientras intentaban escapar de los disparos saliendo por las puertas laterales o descolgándose por las ventanas, varios de ellos encontraron la muerte o fueron heridos.[48] No se trataba de un episodio aislado. En la calle de Atocha, dos sacerdotes que venían de celebrar misa fueron perseguidos por la turba que los amenazaba. Incidentes semejantes tuvieron lugar en las calles de Hortaleza, de Hermosilla, de Eloy Gonzalo, de las Huertas, de Segovia, en la plaza del Progreso, en el paseo del Cisne y el de las Delicias…
En buena medida, el día 19 se convirtió en un verdadero punto de inflexión revolucionaria. Así se llevó a cabo otra medida que también gozó del respaldo del gobierno y que, igualmente, vulneraba el principio de legalidad. Ésta no fue otra que la puesta en libertad de los presos comunes simpatizantes del Frente popular. Cuesta dudar que el gobierno pretendía congraciarse así la simpatía de los partidos y sindicatos que constituían la base social del Frente popular pero, al mismo tiempo, resulta innegable que de esa manera liberaba a un conjunto de delincuentes que, unidos a la causa de la revolución, difícilmente iban a tener una actuación sometida a los principios más elementales de la legalidad y de la justicia.
Aquel mismo día —en el curso del cual no menos de una cincuentena de iglesias fueron incendiadas en Madrid— se produjo además el inicio del exterminio de los elementos considerados peligrosos por el Frente popular. Los primeros asesinatos tuvieron como víctimas a dos muchachos de veintiuno y veintidós años, el hermano profeso Manuel Trachiner Montaña y el hermano novicio Vicente Cecilia Gallardo, que pertenecían a la congregación de los padres paúles de Hortaleza donde se encargaban de tareas relacionadas con la carpintería. Recibidas las primeras noticias de ataques contra lugares de culto, los superiores de los hh. Trachiner y Cecilia les entregaron algún dinero invitándoles a abandonar la congregación a la vez que instándoles a que no llevaran en su equipaje nada que delatara su relación con el clero. Detenidos por un control, al no contar con un carnet de alguna de las fuerzas que formaban el Frente popular se les retuvo y al descubrirse que llevaban en las maletas dos sotanas se procedió a asesinarlos en el cementerio de Canillas. Daba inicio así una persecución religiosa que se cobraría la vida de millares de clérigos y decenas de miles de laicos en toda España. La población de Madrid sería una víctima cualificada de la represión llevada a cabo por el Frente popular. Hasta el final de la guerra, serían fusiladas 14 898 personas, más de la cuarta parte de todas las víctimas de la represión desencadenada por el Frente popular en toda España.[49]
Aquel mismo día 19, los milicianos dieron muerte al capitán retirado de ingenieros Prieto, al teniente Sánchez Agulló también de ingenieros y al comandante Clavijo de ingenieros al que se asesinó en el interior de una ambulancia que lo trasladaba al hospital Gómez Ulla. En ningún caso se instruyó causa ni tampoco la detención se produjo en un marco legal. Todavía antes de concluir la jornada, hallarían la muerte tres civiles —uno de ellos María García Martínez de setenta años de edad— en cuyo asesinato también brilló por su ausencia la menor apariencia de legalidad.
Si desde la victoria del Frente popular había resultado discutible el carácter legal de muchas de sus actuaciones, si no pocas de las acciones emprendidas por las organizaciones que lo formaban habían sido ejecutadas en contra de la legislación y de los principios más elementales del derecho, a mediados de julio de 1936 se produjo un salto cualitativo de enorme importancia. La autoridad del gobierno republicano saltó en esos días por los aires —salvo en aquellas cuestiones que los grupos de izquierdas estaban dispuestos a secundar como la liberación de los presos comunes simpatizantes o la toma de las armas del ejército— y se vio sustituida en las calles por una revolución que ya no tenía freno alguno. En apenas unas semanas, el gobierno del Frente popular sería también abiertamente revolucionario y estaría presidido por el socialista Largo Caballero, uno de los defensores más denodados de la revolución. Para ese entonces sólo se consagraría formalmente una realidad terrible acontecida ya el 19 de julio, la de que la Segunda república había muerto. El comunista Tagüeña daría testimonio de esa realidad de una manera que apenas admite discusión: «La situación real que podía observar el que mirase a la calle es que había terminado la Segunda República… Cada grupo con sus objetivos, sus programas y sus fines diferentes y muy pronto cada uno con sus unidades de milicias, sus policías, sus intendencias y hasta sus finanzas. En cuanto a los republicanos, habían sido barridos por los acontecimientos y muy poco iban a significar durante toda la guerra».[50]
En paralelo a la actividad frenética de las autoridades del Frente popular, los conjurados dieron muestra a lo largo del día 18 de una incompetencia y una indecisión que resultaron fatales.
El día 19, Madrid amaneció como una ciudad enfervorizada que esperaba una rebelión militar de un momento a otro. Aquella mañana, el teniente coronel del Arma de Ingenieros Ernesto Carratalá Cernuda, jefe del Batallón 1.° de Zapadores, fue asesinado por sus oficiales cuando intentó entregar armas a las organizaciones del Frente popular. Azaña convocó al palacio de Oriente a un conjunto de personajes de relevancia (Martínez Barrio, Largo Caballero, Prieto, Giral, Sánchez Román…) para abordar un problema que estaba adquiriendo unas dimensiones superiores a lo esperado. La propuesta de Sánchez Román de llegar a un pacto con los alzados provocó la oposición de los presentes que conocían ya el fracaso de Martínez Barrio. El nuevo Gobierno se propuso como primera misión abortar la rebelión. Ésta comenzaba ya a dar señales de vida. De hecho, un grupo de falangistas se había ido concentrando en el cuartel de la Montaña que estaba ya en clara rebeldía a las órdenes del general Fanjul.
En la noche del 19 al 20, el Gobierno radió una nota en la que se afirmaba que el destructor Churruca vigilaba el Estrecho por lo que el paso de tropas procedentes de África resultaba imposible. Dado que la guarnición acantonada en la capital de España era, con la excepción de la ubicada en Marruecos, la más numerosa de la nación, posiblemente, de haber actuado los mandos de la rebelión con rapidez ocupando los puntos principales de la ciudad el éxito hubiera estado al alcance de su mano. Si no fue así hay que atribuirlo en no escasa medida al encargado de ejecutar los planes de la sublevación. Había nacido en 1880 y se llamaba Joaquín Fanjul Goñi. Perteneciente al arma de infantería, contaba con una amplia experiencia militar en Cuba y Marruecos aunque, a decir verdad, su curriculum sobrepasaba ampliamente el arte castrense. Licenciado en derecho —e incluso durante una época abogado en ejercicio— había formado parte del grupo conservador y regeneracionista de Maura llegando a obtener un acta de diputado en 1919 por la provincia de Cuenca. Asistió al final de la monarquía de Alfonso XIII desde la distancia, pero la proclamación de la república le había devuelto a la vida política. Diputado en 1931 y 1933, Gil Robles, a la sazón ministro de la Guerra, le había nombrado subsecretario de su departamento desde donde había recuperado a militares que habían abandonado el ejército por diferencias con la política del gabinete de izquierdas de Azaña. Fanjul había asistido con verdadero horror al levantamiento del PSOE y de los nacionalistas catalanes contra el gobierno de centro-derecha en octubre de 1934 y, como muchos, llegó a la conclusión de que una nueva victoria de las izquierdas aliadas con los nacionalistas significaría el final del orden legal y el inicio de un proceso revolucionario tal y como había anunciado, entre otros, el socialista Largo Caballero. Tras el triunfo del Frente popular en febrero de 1936, Fanjul entró en contacto con Mola y otros conjurados para participar en lo que luego sería el golpe de julio de 1936. A esas alturas —a diferencia de lo que sucedía con Mola o Franco— Fanjul había perdido los reflejos indispensables para un golpe de estado. En lugar de actuar con rapidez sacando las tropas afines a la calle y ocupando los puntos neurálgicos de la ciudad, se dirigió vestido de paisano al cuartel de la Montaña de Madrid para asumir el mando y allí optó por esperar la llegada de refuerzos procedentes de las columnas alzadas en Burgos y Valladolid. Ni siquiera llegó a hacer público un bando —que concluía con un Viva la República— donde se anunciaba la sublevación. Semejante pasividad resultó fatal. Las milicias frentepopulistas cercaron el cuartel emplazando contra él tres piezas de artillería que en la mañana del 20 ocasionaron serios desperfectos en los muros. Cuando se utilizó además la aviación para bombardear el lugar, los alzados decidieron rendirse.
Lo que sucedió a continuación había tenido precedentes en los fusilamientos de prisioneros de guerra llevados a cabo en Barcelona por las fuerzas del Frente popular, pero semejante circunstancia sólo sirve para aseverar la interpretación que sostiene que, desde el punto de vista revolucionario, el asesinato del adversario se consideraba totalmente legitimado y que, como otras acciones humanamente repulsivas, se llevaron a cabo por encima de la legalidad entonces vigente. De acuerdo con la misma, España se hallaba obligada por el Convenio internacional de La Haya de 29 de junio de 1899 sobre leyes y usos de la guerra terrestre donde se establecía que las fuerzas armadas tienen derecho, en caso de captura, al trato de los prisioneros de guerra que comprende «ser tratado con humanidad», conservar como propiedad «todo lo que les pertenezca personalmente» y permanecer en poder del «Gobierno enemigo, pero no en el de los individuos o en el de los Cuerpos que lo hayan capturado». Sin embargo, los prisioneros del cuartel de la Montaña fueron asesinados por las milicias frentepopulistas. Sería precisamente uno de los protagonistas de la matanza, el comunista Enrique Castro Delgado, comandante del Quinto regimiento, el que lo narraría con toda claridad: «Castro sonríe al recordar la fórmula: “Matar… Matar… seguir matando hasta que el cansancio impida matar más… Después… Después construir el socialismo… Que salgan en filas y se vayan colocando junto a aquella pared de enfrente, y que se queden allí, de cara a la pared… ¡Daros prisa!”»[51]
El texto, reproducido en un órgano oficial del Quinto regimiento, pone de manifiesto hasta qué punto se consideraba legítimo moralmente el asesinato en masa del enemigo de clase, tan legítimo que resultaba absurdo ocultar un acto tan meritorio.
El número de prisioneros asesinados tras la toma del cuartel de la Montaña no fue inferior a ciento treinta.[52] No se trató, lamentablemente, de los únicos. A ellos se sumaron otros cuarenta y uno asesinados sin proceso alguno. En Getafe fueron tres militares —un capitán médico, un teniente de artillería y un maestro armero—; en Leganés, dos oficiales y un suboficial; en el regimiento de Wad Ras, cuartel de María Cristina, siete de los que seis eran soldados rasos; y, finalmente, en Campamento, veintiocho, de los que cinco eran soldados.
Las muertes —no menos de ciento setenta y una— quedarían en parte opacadas por el hecho de que Fanjul sí sería juzgado y ejecutado siguiendo los requisitos legales. Tanto el general Fanjul, junto con su hijo José Ignacio que era teniente médico, y el coronel Fernández Quintana fueron capturados con vida y conducidos a la cárcel Modelo. Lo que se produjo a continuación fue un proceso sumarísimo similar a muchos otros que iba a presenciar Madrid en los siguientes años. En la propia prisión, fueron juzgados el 15 de agosto de 1936 Fanjul y Fernández Quintana por la sala VI del Tribunal Supremo. Contó el coronel con defensa letrada —dos abogados presos en la misma cárcel entre los que se encontraba Manuel Sarrión, pasante de José Antonio Primo de Rivera— pero Fanjul prefirió defenderse a sí mismo. El socialista Julián Zugazagoitia levantaría acta de que ambos se habían mantenido serenos sin mostrar en ningún momento arrepentimiento por participar en un movimiento «proyectado para la grandeza de España». Tras pronunciarse la condena a muerte dictada por el delito de rebelión militar, ambos firmaron la sentencia. Fue en ese momento cuando Fanjul manifestó deseos de casarse. Se le concedió la celebración del matrimonio así como que se le administrara el sacramento de la penitencia y que pudiera formalizar su testamento. El 17 fueron pasados por las armas ambos reos. Fanjul había intentado en todo momento mantenerse erguido ante el pelotón.
También fracasó el golpe en Campamento. El grupo antiaéreo y la escuela de Equitación se declararon leales al gobierno del Frente popular y sólo el regimiento de Artillería a caballo, bajo el mando del general García de la Herrán, se sublevó. De manera trágica, los propios soldados se opusieron al general y le dieron muerte. Así quedó yugulada la sublevación en Madrid. Los conatos en otros lugares de la provincia fueron sofocados sin dificultad, concluyendo con la rendición de los rebeldes de Alcalá de Henares el día 21.
Como había sucedido en Barcelona, el fracaso del golpe en Madrid determinó también el de las ciudades cercanas. Así sucedió en Guadalajara, donde el comandante Rafael Ortiz de Zárate cayó prisionero de los milicianos el 22 y fue fusilado por éstos. Sería una de las primeras personas —de un total de 889 en toda la provincia— que sufrieron ese destino a manos del Frente popular.[53] De la misma manera, Badajoz y Ciudad Real —donde se produjo una auténtica explosión de violencia anticlerical— se mantuvieron leales al Frente popular. Puede dar una idea de la represión en ambas provincias que a pesar de que el Frente popular las controlaría sólo durante algunas semanas, en Badajoz fueron fusiladas 1370 personas por parte del Frente popular y en Ciudad Real, la cifra ascendió a 1983.
Al permanecer en manos del Frente popular Madrid, toda la primera región militar corrió el mismo destino salvo la guarnición de Toledo donde el coronel Moscardó, jefe de la Escuela Central de Gimnasia, se sublevó con el apoyo de sus hombres, de los de la Academia de Infantería y de la Guardia Civil. Como tendremos ocasión de ver, su resistencia acabaría alcanzando unas dimensiones épicas que trascenderían las fronteras españolas.
La derrota de los rebeldes en Madrid y Cataluña no iba a ser excepcional. De hecho, lo que hasta el día 18 había sido una sucesión de victorias para los sublevados se fue transformando en las siguientes horas en una suma de graves derrotas y en algunas victorias precarias. El panorama iba a experimentar una notable variación incluso en la División 6, donde hasta entonces, el triunfo había sonreído a Mola. De hecho, tanto Santander como las provincias vascas de Vizcaya y Guipúzcoa permanecieron leales al Frente popular. En Santander, la mañana del 19, el coronel de Infantería José Pérez García Arguelles recibió órdenes de Burgos para que declarara el estado de guerra. Pérez García se negó a obedecer la consigna considerando que la misma carecía de legitimidad y, unos días después, entregó el mando a las autoridades del Frente popular. La represión frentepopulista se inició de manera inmediata y se cobraría, hasta la entrada de las tropas nacionales en la provincia un año después, 609 vidas.[54]
En Bilbao, tanto el teniente coronel de Infantería Joaquín Vidal Munárriz como el comandante militar de la plaza, coronel Andrés Fernández-Piñerúa e Irala se mantuvieron leales al gobierno del Frente popular y se negaron a ceder ante las órdenes de Mola —y ante la insistencia del coronel Francisco Gómez Escámez— para declarar el estado de guerra. El alzamiento podía haber triunfado, dado el apoyo que contaba entre los oficiales. No fue así porque la Guardia Civil y la de asalto rodearon el cuartel donde estaba situado el Batallón de Montaña 4 que se había sumado a la rebelión. De esta manera se produjo la capitulación de los rebeldes sin que hubiera derramamiento de sangre. Papel fundamental en ese desenlace lo tuvieron el socialista Paulino Gómez Sáez —que incluso logró la absolución del jefe de la Guardia Civil, teniente coronel Juan Colinas Guerra— y el peneuvista Manuel Irujo y Ollo. Sin embargo, a pesar de que en esos momentos no se produjeron muertos, durante los meses siguientes los frente-populistas fusilarían a 490 personas.[55]
No más alentador para los rebeldes fue el resultado en San Sebastián. El comandante militar de la plaza, coronel de Artillería León Carrasco Amilibia, ordenó el 18 de julio el acuartelamiento de las tropas a la espera de acontecimientos. El hecho de que Casares Quiroga fuera sustituido por Martínez Barrio en la presidencia del Consejo de Ministros y el contacto con el gobernador Jesús Artola sumió al coronel Carrasco en una actitud de la mayor duda. Sólo la presión de algunos de sus oficiales llevó a Carrasco, finalmente, a declarar el estado de guerra el día 21. Para entonces había pasado un tiempo precioso. Las fuerzas del Frente popular comenzaron a concentrarse en Eibar y el día 22 de julio se dirigieron hacia San Sebastián. La resistencia rebelde, débil por otra parte, se concentró en los cuarteles de Loyola donde fue sofocada finalmente el 28 de julio. En el curso de los meses siguientes, 304 personas serían fusiladas por las fuerzas del Frente popular.[56]
En Asturias, el resultado fue poco mejor. El 18 de julio, el coronel Aranda, que era el jefe de la Comandancia militar exenta, había recibido órdenes del Gobierno del Frente popular para que procediera a armar a los mineros y constituyera con los mismos columnas que debían tomar las capitales leonesas y después dirigirse a Madrid. De Aranda se rumoreaba que era masón. Sin embargo, a esas alturas temía un estallido revolucionario semejante al que había padecido Asturias a finales de 1934 y, por eso mismo, simpatizaba con la conspiración. Convenció a las autoridades de que no contaba con fuerzas sobrantes por lo que lo mejor era que las columnas salieran con las pocas armas que había y que se armaran al pasar por la provincia de León. De esta manera no sólo apartaba de Oviedo la posibilidad de resistencia frentepopulista sino que además facilitaba el triunfo del golpe en la ciudad. Aquella misma tarde se entrevistó con el coronel Pinilla en Gijón a fin de planear la disposición de las fuerzas de la Comandancia en la zona acotada por Oviedo, Avilés y Gijón.
El 19 de julio, el comandante Ros comenzó a distribuir armas a los mineros que no habían abandonado Oviedo. Semejante medida podía resultar funesta para los conspiradores y provocó la respuesta del comandante Caballero. Se produjo así un choque armado en el que murió Ros. La ficción de la lealtad al gobierno del Frente popular resultaba ya imposible de mantener. Por lo tanto, Aranda ordenó que se ocupara la ciudad y en la madrugada del día 20 declaró el estado de guerra. Oviedo estaba aislada, pero Aranda confiaba en que ese aislamiento concluiría en breve. No fue así. El coronel Franco, jefe de la fábrica de Trubia, se mantuvo leal al gobierno del Frente popular y en Gijón la tardanza del coronel Pinilla en sacar las tropas a la calle resultó fatal para la rebelión. Finalmente, los dos cuarteles de Gijón se vieron cercados por fuerzas gubernamentales. Su resistencia —que duró hasta el 21 de agosto— resultó inútil y su heroicidad indudable no puede ocultar el hecho de que arrancó de un grave error militar. Al fin y a la postre, la rebelión había fracasado en Asturias —la única región donde había triunfado, siquiera efímeramente, la revolución de octubre de 1934— con excepción del islote de Oviedo. La represión del Frente popular resultaría especialmente dura en la región y hasta la entrada de las fuerzas de Franco tiempo después se traduciría en el fusilamiento de 1493 personas.[57]
Mejor fue el resultado en la 8.a División que cubría las cuatro provincias gallegas, León y Gijón, plaza esta última que siguió siendo controlada por el Frente popular, como ya hemos referido. En Galicia, la declaración del estado de guerra no se produjo hasta el día 20 y esto favoreció la posición de los partidarios del Frente popular. Tanto en La Coruña como en El Ferrol, fuerzas de izquierdas siguieron combatiendo a los rebeldes hasta el día 22. En las zonas fronterizas, los militares sublevados se vieron obligados a emplearse en operaciones de limpieza que duraron hasta el día 27 cuando los últimos carabineros y milicianos cruzaron la frontera por Tuy. En Vigo la resistencia frente-populista se dilató todavía más tiempo. La represión llevada a cabo por los rebeldes —incluidos los fusilamientos de la posguerra— alcanzó las cifras de 1421 víctimas mortales en La Coruña, 604 en Lugo, 409 en Orense y 1114 en Pontevedra.[58]
En León, los sublevados triunfaron recurriendo a una estratagema muy similar a la utilizada por Aranda en Oviedo. El 19 de julio por la mañana llegaron a la ciudad unos cuatro mil mineros procedentes de Asturias con la intención de que se les distribuyeran armas para dirigirse a Madrid. El general de Infantería Carlos Bosch Bosch, que simpatizaba con la conspiración, obedeció formalmente las órdenes del general Juan García Gómez Caminero, inspector general del Ejército, y distribuyó doscientos fusiles y cuatro ametralladoras a los mineros a condición de que continuaran su itinerario hacia la capital de España. El día 20, Gómez Caminero abandonó la ciudad —posiblemente consciente de que la rebelión podía estallar de un momento a otro— y a las dos de la tarde Bosch declaró el estado de guerra. La resistencia fue exigua ya que las tropas se sumaron sin oposición al alzamiento y el respaldo popular, especialmente en el sur de la provincia, era considerable. Entre los militares que prefirieron obedecer las órdenes del Frente popular se encontraba el capitán Rodríguez Lozano, abuelo del que luego sería presidente del gobierno socialista, José Luis Rodríguez Zapatero. Las razones para no sumarse a la rebelión han sido objeto de distintas versiones —incluida la de su pertenencia a la masonería— algo que sucede también con las razones que impulsaron al tribunal que lo juzgó a condenarlo a muerte y que se verán totalmente esclarecidas con el futuro acceso a las actas de su proceso. Su fusilamiento sería uno de los 1422 —incluidos los de la posguerra— que realizarían los nacionales en la provincia. Con su control, la casi totalidad de la 8.a División se sumaba a la sublevación.
Un resultado mucho peor fue, desde luego, el cosechado por los rebeldes en la 3.a División. Inicialmente, Goded tenía que haber dirigido el alzamiento en este territorio —que cubría los reinos de Valencia, de Murcia y la provincia de Cuenca— pero su deseo de encabezarla en Barcelona provocó que la responsabilidad recayera en el general González Carrasco. Como en el caso de otros jefes alzados, González Carrasco pecó de incapacidad e indecisión y, al encontrarse con las primeras dificultades, optó por huir a Alicante y de allí al extranjero.[59] Esa actitud contrastó en Valencia con la mantenida por las fuerzas obreristas que declararon la huelga general a fin de paralizar un posible golpe y constituyeron un comité conjunto de UGT y CNT que actuó a las órdenes del Comité Unitario Revolucionario dirigido por Guillén (UGT) y Francisco Gómez (CNT). El 20 de julio, el Gobierno nombró una Junta delegada con jurisdicción sobre el territorio de la 3.a División. Estaba presidida por Martínez Barrio e integrada por el ministro de Agricultura y dos subsecretarios en calidad de vocales. La represión que desencadenó el Frente popular en Valencia fue durísima —la tercera de España en número de asesinados— y se cobró 3986 vidas. Superó así la llevada a cabo por los vencedores de la guerra civil: 2933, incluidos los fusilamientos de la posguerra.[60]
En Alicante, el general García Aldave aceptó someterse al Gobierno del Frente popular a condición de no tener que enfrentarse militarmente con aquellos de sus compañeros que se hubieran sublevado. Tal actitud no sólo mantuvo la ciudad en las manos del Frente popular sino que además frustró la liberación de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange, que se encontraba recluido en la prisión de la ciudad.[61] De la misma manera, la rebelión se frustró en Alcoy, Játiva, Murcia y, el día 25, en Albacete donde la Guardia Civil se había sublevado. A pesar de ese resultado, la represión desencadenada por el Frente popular fue durísima. Si durante la guerra, en Alicante, llegó a cobrarse 1015 víctimas mortales, en Albacete, alcanzó las 1205 y en Murcia, las 1129.[62] Los fusilamientos superarían así numéricamente a los debidos a los nacionales —posguerra incluida— en Alicante (677) y Albacete (904), aunque no en Murcia (1653).[63]
A todos estos fracasos, se sumó para los rebeldes el revés sufrido en lo que a la Marina de guerra se refiere. Uno de los grandes errores que cometió el general Mola en la planificación del golpe de julio de 1936 había sido el de apenas tener en cuenta el papel de la Armada. No deja de ser significativo que en las conversaciones conspirativas no se produjera contacto con la Marina de guerra hasta el mes de mayo, en que tuvo lugar una entrevista de Franco con el vicealmirante Salas. De hecho, hasta el 20 de junio, Mola no concedió lugar a la Armada en sus instrucciones reservadas. Incluso entonces la referencia era demasiado magra y no desarrollaba los aspectos relativos a las unidades navales. Posiblemente, este error se debió a que Mola estaba convencido de que el éxito vendría de la mano de las guarniciones situadas en tierra y del apoyo de la Guardia Civil. También pudo influir la confianza en los oficiales de un arma que, en su aplastante mayoría, era contraria al Frente popular, sin tener en cuenta que la marinería llevaría a cabo con ellos una escalofriante represión. Tampoco sopesó Mola el papel que podían tener de cara a una rebelión militar los oficiales de los cuerpos auxiliares de la Marina de guerra, a los que las izquierdas habían favorecido considerablemente. Sin embargo, quizá el error de mayor bulto fue pasar por alto el papel esencial del Centro de Comunicaciones de la Armada situado en Ciudad Lineal, Madrid. En este lugar, un masón desempeñaría un papel esencial en la defensa de la República contra los sublevados. El mencionado personaje fue Benjamín Balboa,[64] oficial tercero del Cuerpo de Auxiliares Radiotelegrafistas de la Armada. Balboa interceptó un mensaje de Santa Cruz de Tenerife, que había sido radiado por el general Franco. En el mismo, el mencionado militar daba cuenta a los jefes de las divisiones orgánicas y a los almirantes jefes de los departamentos marítimos de que se había sumado a la rebelión. En la mañana del 19 de julio, Balboa transmitió a las tripulaciones de guerra en alta mar la orden de detener a jefes y oficiales para evitar que se sumaran a la rebelión. En esos momentos la medida ya había sido tomada por los destructores A. Valdés, Sánchez Barcáiztegui y Alsedo y ese mismo día se adoptaría en el Churruca y en los cruceros Libertad y Miguel de Cervantes. En los próximos días, se iría sumando a la misma el resto de la flota de guerra: el 20, el acorazado Jaime I; el 21, la flotilla de Mahón y el 23, el destructor A. Antequera. Para esa fecha, podía decirse que los rebeldes, pese a su éxito en Galicia, habían perdido la posibilidad de hacerse con el control de la flota, algo especialmente necesario para pasar sin dificultad el Ejército de África a la Península. Sin embargo, las autoridades del Frente popular, como tendremos ocasión de ver, poco más que ese privar a los alzados de buques iban a obtener de este episodio.
A finales de julio, la situación de Mola era todo menos óptima. En el norte, aunque la rebelión había triunfado en Navarra, Álava, Burgos, Logroño y Palencia, no era menos cierto que había fracasado en Guipúzcoa, Vizcaya y Santander. Esto significaba la existencia de un frente situado a pocos kilómetros de la Pamplona de Mola y un claro debilitamiento de las posibilidades de converger sobre Madrid para tomarla.
La suerte había sido mucho mejor en Oviedo y en algunas partes de Andalucía, pero las zonas donde habían triunfado los alzados en ocasiones se encontraban aisladas e incluso resultaban hostiles. Ni siquiera en los territorios situados en el continente africano donde se había producido la sublevación disfrutaban los rebeldes de un dominio absoluto. De hecho, en Ifni se mantuvo una situación de tablas hasta el 15 de agosto en que se impusieron los rebeldes y lo mismo sucedió en Guinea donde el alzamiento no triunfó hasta el 20 de septiembre.
El resultado —en uno u otro sentido— del golpe se debió a un conjunto de factores aunque no todos tuvieron la misma importancia. Sin duda, el primero fue la respuesta de la población. Así resultó relevante la existencia de apoyo popular. Donde éste favoreció sustancialmente a los alzados —como, por ejemplo, en Navarra, Álava y parte de Castilla y Aragón— éstos triunfaron sin dificultad apenas. Por el contrario, donde una parte de la población se opuso con firmeza a los alzados, ocasionalmente la rebelión se vio abortada. No puede, sin embargo, afirmarse que la reacción popular fuera la que yuguló la rebelión. De hecho, poco —si es que algo— hubieran podido hacer las milicias de la CNT-FAI en Barcelona sin el apoyo de los guardias de asalto o del coronel Escobar. Además resulta obvio que esa falta pudo ser compensada por los rebeldes —como en algunas de las zonas de Andalucía donde triunfó el alzamiento— cuando el jefe natural de la región se sumó al mismo. En esos casos, los alzados triunfaron aunque para ello, como había previsto Mola, tuvieran que recurrir a un uso intimidatorio de la violencia. A diferencia de la violencia llevada a cabo por el Frente popular —una violencia que se consideraba revolucionaria y de clase y que, por eso mismo, se dirigía contra segmentos enteros de la sociedad hubieran o no apoyado la sublevación— los rebeldes desencadenaron una represión de características ejemplarizantes. En ambos casos hubo casos incontrolados, pero, en términos generales, obedeció a las fuerzas políticas que integraban los dos bandos y a sus autoridades respectivas.
Se ha podido indicar que la experiencia previa en África impedía a los alzados maniobrar correctamente en grandes ciudades y que eso explica el fracaso en Madrid y Barcelona. El argumento es, como mínimo, discutible. Más bien habría que decir que la suma de dudas e indecisión provocó el fracaso de la rebelión en lugares como las dos primeras capitales del país, pero la ausencia de esos mismos defectos significó, por ejemplo, el triunfo de la rebelión en una ciudad como Zaragoza, que no sólo era grande sino un auténtico feudo de la CNT anarquista. Lo mismo podría señalarse, por ejemplo, de Sevilla.
De estos hechos, los dos bandos enfrentados sacaron conclusiones bien diversas que, a su vez, dieron lugar a consecuencias trascendentales, pero distintas. Las fuerzas del Frente popular elevarían a caracteres épicos su resistencia en Barcelona y Madrid creyendo, con toda sinceridad, que había sido la misma la que había quebrado el golpe. Se llegó así a la conclusión de que la oposición popular —un término ya discutible porque no menos populares eran muchos de sus adversarios— resultaba suficiente para enfrentarse con un ejército regular. Tal visión —peligrosamente errónea y muy distante, por ejemplo, de lo que había visto Trotsky durante la guerra civil rusa— pesaría enormemente en la evolución de las fuerzas armadas del Frente popular casi hasta finales de 1936 y serviría para intentar justificar la idea de un ejército de milicianos opuesto al auténticamente profesional de los alzados.
Por el contrario, los rebeldes sí fueron conscientes de que la realidad era que el golpe había fracasado sólo en aquellos lugares habían carecido de la competencia militar necesaria para consumarlo. Donde el jefe sublevado se había caracterizado por la astucia, la rapidez y la decisión (Queipo, Aranda, etc.), por muy difícil que fuera el contexto, se había alzado con el triunfo. Si se deseaba revertir ese fracaso inicial en los próximos meses, resultaba obvio que sólo podría conseguirse mediante una utilización adecuada de los principios de la ciencia militar. Porque lo cierto es que, aunque ninguno de los dos bandos estaría dispuesto a reconocerlo en los años siguientes, la derrota del golpe se había debido, fundamentalmente, a la incompetencia militar de algunos de los mandos alzados. Ahora, los sucesivos fracasos cosechados por los rebeldes a partir del día 19 iban a implicar el descoyuntamiento del golpe y, precisamente por ello, el inicio de una guerra civil cuya duración resultaba difícil de prever.