El inicio del alzamiento
La mañana del 17 de julio, Yagüe telegrafió al teniente coronel Coco la hora prevista para el alzamiento en Marruecos. Sin embargo, comenzó en Melilla de manera inesperada —y precipitada— para sus planificadores. La mañana del 17 de julio, el general Romerales, jefe de la Circunscripción Oriental, había señalado que no existía ningún peligro de sublevación militar. Por la tarde, por lo tanto, los conspiradores, dirigidos por el coronel Solans, y los tenientes coroneles Seguí, Gazapo y Bartomeu, estaban reunidos en la Comisión Geográfica de Límites aparentemente sin ningún temor a interferencias molestas. Sin embargo, en el interim, Romerales recibió órdenes de Madrid para que se realizara un registro en el edificio de la Comisión. La llegada de los guardias de asalto provocó la lógica inquietud de los conspiradores, que comprendieron que sus planes podían verse abortados. De manera inmediata, el teniente coronel de Estado Mayor Darío Gazapo se opuso a los guardias de asalto alegando que para efectuar un registro en una dependencia militar necesitaba la autorización previa del general Romerales. A éste telefoneó Gazapo y, al saber por él, que la orden en cuestión había sido dada, los conspiradores decidieron distraer a los guardias mientras Gazapo avisaba telefónicamente al Tercio para que se adelantara el horario de la rebelión.
Ante la aparición de una fuerza de legionarios, los guardias de asalto que habían ido a efectuar el registro se sumaron a la rebelión y se procedió —según lo planeado— a ocupar la Delegación del Gobierno y la Comandancia Militar. En este último enclave, el general Romerales fue detenido a punta de pistola por los insurrectos.[3] Lo mismo sucedió con algunos oficiales, como el teniente coronel de la Legión Luis Blanco Novoe, que pretendieron enfrentarse con los sublevados. El teniente coronel Maximino Bartomeu procedió a declarar el estado de guerra en nombre del general Franco. La resistencia a la sublevación resultaría de escasa duración ya que las fuerzas del Tercio y Regulares, llegadas de Segangan y Tauima, la aplastarían aquella misma noche.
Cuando Casares Quiroga conoció la noticia, se puso en contacto con el jefe superior de las Fuerzas Militares de Marruecos, el general Gómez Morato, que se encontraba en Larache. Gómez Morato ignoraba lo que había sucedido en Melilla pero, puesto al tanto por Casares, se desplazó en avión a Tauima. Al aterrizar en el aeródromo de esta localidad, descubrió que la misma se encontraba ya en poder de los alzados. Hecho prisionero, allí concluyó su carrera militar.[4]
El éxito de los rebeldes en Melilla se repitió prácticamente en las otras guarniciones de Marruecos, salvo en Larache, donde el teniente coronel Luis Romero Bassart, jefe del grupo local de Regulares, resistió apenas unas horas refugiándose luego en la zona francesa del Protectorado.
En Ceuta, el jefe supremo de la guarnición, Oswaldo Fernández de la Caridad Capaz Montes, se encontraba ausente con ocasión de un permiso solicitado, quizá, para evitar el verse envuelto en una rebelión que estaba prevista. Su sustituto, el coronel de Artillería Arturo Díaz Clemente, al conocer lo sucedido en Melilla cayó en la indecisión. Fue la peor actitud que podía haber tenido. Los oficiales a sus órdenes se le insubordinaron y él fue posteriormente expulsado del Ejército. A las 11 de la noche, el teniente coronel Juan Yagüe, jefe de la Legión, sacó las tropas a las calles y controló sin resistencia la plaza.
En Tetuán, al conocer el jefe de los conspiradores, coronel Eduardo Sáenz de Buruaga, lo sucedido en Melilla, procedió a actuar de manera inmediata. Incomunicado el Alto Comisario interino, Arturo Álvarez Buylla, en la noche del 17 al 18, los regulares entraron en la localidad y se apoderaron de los lugares estratégicos. En menos de una hora, Tetuán se hallaba en manos de los alzados con la excepción del aeródromo de Sania Ramel, cuyo jefe, un primo del general Franco, llamado Ricardo de la Puente Bahamonde, permaneció leal a la República y no se rindió «hasta consumir el último cartucho».[5] Aunque casado con una católica devota, de la Puente Bahamonde —al que Francisco Franco Salgado-Araujo definió como «excelente jefe y persona honrada, seria y fiel a sus arraigados ideales»—[6] había sido leal al gobierno del Frente popular y pagaría cara esa actitud. Procesado en juicio sumarísimo por un tribunal militar, fue sentenciado a muerte y fusilado unos días después. No es cierto, sin embargo, como se ha afirmado en alguna ocasión, que su propio primo carnal, el general Francisco Franco, firmara la sentencia.
El día 18, hacia las tres de la tarde, la aviación republicana bombardeó el aeródromo de Sania Ramel y el edificio de la Alta Comisaría. Tres bombas cayeron en el barrio moro cercano a este último edificio y fue necesaria la intervención directa del Gran Visir del Jalifa, Sidi Hamed el Gamnia, para acallar los ánimos de los nativos. El 19, sobre las siete y media de la mañana, Franco aterrizó en Sania Ramel, donde lo esperaba Sáenz de Buruaga con un automóvil descubierto.
A su paso por las calles de Tetuán, fue vitoreado por gente que lo conocía de su carrera africana. Franco —hombre prudente— llegó al enclave cuando el triunfo de la rebelión era un hecho. En apenas unas horas, asumió el mando del ejército destacado en Marruecos, consiguió la colaboración del caíd Solimán el Jatabí —que manifestó su deseo de unirse al alzamiento al lado de Franco— y decidió imponer al Gran Visir la primera condecoración de la contienda: una Cruz laureada de San Fernando. En África, de manera relativamente rápida y con escasa oposición, el golpe había triunfado.
El triunfo de los alzados en África provocó la reacción del gobierno del Frente popular. Al final de la tarde del 17 salió del Ministerio de la Guerra el general Núñez de Prado, inspector general de la Aviación Militar, con la misión de hacerse cargo de las fuerzas militares destacadas en Marruecos. No llegó a cumplir su misión. El corte de las comunicaciones con la Alta Comisaría puso de manifiesto que la única salida para frustrar la rebelión ya no podía ser la sustitución de mandos sino el estrangulamiento del foco alzado. Así, el ministro de Marina ordenó que zarparan hacia el Estrecho dos agrupaciones navales. El 17 abandonó Cartagena el destructor Lepanto para ponerse a disposición del gobernador civil de Almería. En cuanto al Sánchez Barcáiztegui y el Almirante Valdés llegaron a las cercanías de Melilla el día 18 a las cinco de la madrugada. Aunque la misión de éstos era provocar el hundimiento de cualquier barco que trasladara tropas a la Península, lo cierto es que fondearon y establecieron contacto con los sublevados. Cuando zarparon de nuevo, la intención de los mandos era la de regresar a Melilla y sumarse a la rebelión. Si no lo consiguieron fue debido a que las tripulaciones se amotinaron sobre las siete de la tarde y, tras destituirlos, se afirmaron en el propósito de defender al gobierno del Frente popular. Finalmente, el Lepanto, cuyo comandante era leal, siguió navegando cerca de Melilla, el Almirante Valdés se dirigió a Cartagena y el Sánchez Barcáiztegui a Málaga.
Por obediencia a los mandos superiores o por imposición de la marinería que se sublevó en no pocas embarcaciones asesinando a los oficiales y tomando el mando, lo cierto es que en su mayor parte los buques se mantuvieron leales al Frente popular.[7] De hecho, el porcentaje de oficiales asesinados en los barcos por los seguidores del Frente popular resulta verdaderamente escalofriante.[8] Excepción fueron algunos buques menores y, sobre todo, el cañonero Dato y el destructor Churruca. De hecho, estos dos escoltaron en la noche del 18 al 19 de julio a los transportes Cabo Espartel y Ciudad de Algeciras que desembarcaron en Algeciras y Cádiz a los tabores 2.° y 1.° de Regulares de Ceuta.
La Dirección General de Aeronáutica no permaneció pasiva ante la rebelión. Así, ordenó que todos los trimotores Fokker-VII se trasladaran al aeródromo de Tablada, Sevilla, para bombardear el foco nacional de Marruecos el día 18.[9] Al mediodía, los Fokker-VII de la LAPE y algún Breguet-XIX del grupo 22 realizaron servicios sobre Tetuán y Melilla. Por la tarde, como ya señalamos, dos Fokker-VII volvieron a repetir la misión cayendo tres bombas en el barrio moro de Tetuán.
La reacción gubernamental había sido rápida pero, en cuanto a los resultados, pobre e insuficiente. Para desgracia además del Frente popular, el alzamiento no sólo no se iba a limitar a África sino que se extendería en cuestión de horas a otros lugares. Andalucía fue la primera región de la Península en la que tuvo lugar. A las dos de la tarde del 18, se sublevó el inspector general de Carabineros, general Queipo de Llano, en Sevilla. La importancia de esta ciudad resultaba considerable en la medida en que era cabecera de división y albergaba fuerzas de Infantería, Caballería y Artillería. Aunque el general José Fernández de Villa-Abrille Calivara, destacado en Sevilla, tenía la intención de enfrentarse con cualquier conato de sublevación, lo cierto es que la resistencia que Queipo encontró entre los jefes militares fue ciertamente escasa. Tras detener a Villa-Abrille y a otros mandos, Queipo, cargado de audacia y provisto de escasas fuerzas, comenzó a visitar a los militares que ostentaban mando sobre las unidades acantonadas en Sevilla logrando o su sustitución o su colaboración. El hecho de que el regimiento de Artillería se sometiera a sus órdenes permitió a Queipo emplazar baterías frente al edificio de Teléfonos y al del Gobierno Civil así como detener al gobernador y a las autoridades locales.
Al caer la noche del 18, Queipo ordenó, con resultado desigual, que se decretara el estado de guerra en toda Andalucía, a la vez que controlaba el centro de la ciudad. Contando con escasas fuerzas —no mucho mas de un centenar de hombres— el general distaba mucho de poder extender su dominio a los barrios obreros. De hecho, en éstos las organizaciones del Frente popular se habían hecho con el control de la calle. En esa situación, que podría haber significado su final, Queipo volvió a recurrir a una mezcla de astucia y audacia. En primer lugar, puso en libertad a los presos políticos encerrados por el Frente popular con los que nutrió sus limitados efectivos y, a continuación, comenzó a utilizar un instrumento del que demostraría ser un consumado maestro: la radio. La noche del 19, Queipo comenzó su uso de la guerra psicológica. Así anunció que «todas las tropas de Andalucía, con cuyos jefes he comunicado por teléfono, obedecen mis órdenes y se encuentran ya en las calles»[10] y que los opositores «serían cazados como alimañas».[11] Al día siguiente, Queipo hizo saber por el mismo medio que fusilaría a los «organizadores» de la «huelga general», así como a «los Comités directivos de todos los oficios que se sumen al paro».[12]
Queipo de Llano era consciente de la debilidad de su situación y de la carencia de apoyo popular con que se encontraba. No resulta, por ello, extraño que tuviera que fiarlo casi todo a la intimidación. Sólo el día 23, tras la rendición del barrio de Triana, quedó Sevilla totalmente en sus manos. Hasta entonces utilizó su artillería contra zonas como los barrios obreros, donde la resistencia resultó más encarnizada. La victoria, sin embargo, no significó el final de las muertes. Se ha llegado a afirmar que Queipo no fusiló a menos de diez mil personas.[13] La cifra real de víctimas de la represión en Sevilla —incluidas las de la posguerra— es de 2861 personas.[14] Sí es cierto que Queipo de Llano realizó un uso propagandístico de la represión como una forma de quebrantar la resistencia al alzamiento. El 24 de julio anunció por radio que iba a «imponer un durísimo castigo para acallar a esos idiotas congéneres de Azaña». Con esa finalidad, señaló: «Por ello faculto a todos los ciudadanos a que cuando se tropiecen a uno de esos sujetos lo callen de un tiro. O me lo traigan a mí que yo se lo pegaré».[15] Al día siguiente señalaba que por cada víctima que se produjera en el otro bando, él haría «lo menos diez»[16] y añadió que «hay pueblos donde hemos rebasado esta cifra».
En Córdoba, el coronel de Artillería Ciriaco Cascajo Ruiz, obedeció la consigna de Queipo sin encontrar oposición alguna ya que, de hecho, el gobernador civil, Antonio Rodríguez de León, veía con buenos ojos el alzamiento. Cascajo era, como Queipo, consciente de lo delicado de su situación y también optó por llevar a cabo una política de represión que atemorizara a los posibles desafectos. Desde el 18 de julio hasta que concluyeran las ejecuciones de la posguerra a mediados de los años cuarenta, 4248 personas fueron fusiladas en la provincia de Córdoba.[17]
En Cádiz, el comandante militar de la plaza, general José López Pinto, a primeras horas de la tarde y siguiendo instrucciones de Queipo, puso en libertad al general José Enrique Varela Iglesias, recluido en el castillo de Santa Catalina de Cádiz. Este militar sería el que, realmente, dirigiría desde ese momento la rebelión. La misma no transcurrió sin dificultad. El gobernador civil, Mariano Zapico Menéndez-Valdés, se opuso enérgicamente a Varela que había sacado las tropas a la calle. Pese a la desigualdad de medios, los rebeldes se vieron obligados a pedir la ayuda del teniente coronel Yagüe que se había impuesto, como vimos, en Ceuta. El desembarco de los Regulares selló en la madrugada del día 19 el destino de las autoridades del Frente popular que fueron detenidas junto con los dirigentes de los partidos republicanos y de los sindicatos.
En Málaga, el comandante militar de la plaza, general Francisco Patxot Madoz, había decidido sumarse al alzamiento tan sólo unos días antes al tener noticias del asesinato de José Calvo Sotelo. Su caso era similar al de, como mínimo, decenas de miles de españoles. El 18, dando vivas a la República, fuerzas bajo sus órdenes fijaron el bando en que se decretaba el estado de guerra. El éxito de la rebelión, que por unas horas pareció seguro, estuvo a punto de verse abortado. Por un lado, el gobernador civil, perteneciente a Izquierda Republicana, se negó a entregar el poder y decidió resistir; por otro, la Guardia Civil optó por mantenerse en los cuarteles. Finalmente, las organizaciones del Frente popular se lanzaron a la calle, apoyadas por los guardias de asalto y los carabineros.[18] Carentes de los refuerzos que esperaban de África pero, sobre todo, abrumadas por una resistencia que no esperaban, los rebeldes no supieron reaccionar. Uno tras otro, los acuartelamientos fueron rindiéndose prácticamente sin resistencia y el mismo Patxot fue hecho prisionero.
En Granada, el comandante militar de la plaza, general Miguel Campins Aura, estaba inicialmente comprometido con la rebelión. El 18 de julio, sin embargo, se entrevistó con el gobernador civil, César Torres Martínez, y algunos dirigentes frentepopulistas y les garantizó que no se sumaría a la rebelión e incluso que, llegado el caso, entregaría armas a las milicias de los partidos de izquierdas y de los sindicatos. Al día siguiente, tras una conversación telefónica con el ministro de la Guerra, incluso se dirigió a los cuarteles para recomendar a la oficialidad que se mantuviera al margen del golpe ya que éste había fracasado. Campins debía estar convencido de esta afirmación porque incluso planeó organizar una columna contra Córdoba y entregó el aeródromo de Armilla a un capitán de aviación que había llegado procedente de Los Alcázares. El día 21, Armilla volvería a caer, sin embargo, en manos de los alzados. Si la rebelión no se vio abortada se debió a la decisión de la oficialidad, de la Guardia Civil, de los guardias de asalto y de los carlistas y falangistas. Obligado por su ayudante, el comandante Francisco Rosaleny, que se había colocado a las órdenes de Queipo de Llano, Campins firmó el día 20 el bando en que se declaraba el estado de guerra. Se trataba sólo de una formalidad porque, de manera inmediata, fue destituido por sus hombres y el mando de la rebelión lo asumió el coronel Antonio Muñoz Jiménez. Campins, siguiendo las órdenes de Queipo, fue trasladado en avión a Sevilla donde se le fusilaría el 16 de agosto.[19]
La primera acción de los rebeldes consistió en sacar las tropas a la calle y en detener a cualquier sospechoso de lealtad al Frente popular. Como en Sevilla, la resistencia se concentró en áreas obreras —en este caso el Albaicín— y duró de manera desesperada durante unos pocos días. También a semejanza de la capital hispalense y de Córdoba, la represión desencadenada por los rebeldes fue durísima en la medida en que eran conscientes de su delicada situación estratégica. Bajo la dirección del falangista y comandante del Cuerpo de Intervención militar, José Valdés Guzmán, y con la colaboración, entre otros, del capitán de Infantería José María Nestares Cuéllar, del comandante de la Guardia Civil Mariano Pelayo Navarro; del antiguo diputado de la CEDA Ramón Ruiz Alonso y del jefe de policía Julio Romero Funes, se produjeron docenas de fusilamientos durante el mes siguiente. Durante la guerra y la posguerra, el número de fusilados por los nacionales en toda la provincia fue de 2381.[20] De ellos el más conocido —en buena medida como consecuencia de la propaganda frentepopulista— fue la del poeta Federico García Lorca, que, de manera bien significativa, también había sido criticado en la prensa del Frente popular en Madrid.[21]
En Almería, el estado de guerra no fue declarado hasta el día 20 de julio por el teniente coronel de Infantería Juan Huertas Topete. La rebelión discurrió inicialmente con éxito pero, como en otros lugares, se asentaba sobre bases muy quebradizas a causa de su falta de apoyo popular. De hecho, bastaron la llegada de un centenar de soldados procedentes de Granada y la aparición en el puerto del destructor Lepanto, que había zarpado de Cartagena, para que Huertas optara por entregarse a las fuerzas leales al Frente popular.
Jaén fue, en cierta medida, una excepción a lo sucedido en otras capitales andaluzas. La guarnición de la plaza —una compañía de Infantería— no hizo intento de sublevarse posiblemente al estar concentrada en esta localidad la totalidad de las fuerzas de la Guardia Civil de la provincia (unos 800 hombres) al mando del teniente coronel Pablo Iglesias Martínez.
El 20 de julio, el general Sanjurjo, jefe formal de la sublevación, murió en un accidente de avión cuando pretendía llegar a España. Al día siguiente, el resultado de la rebelión en Andalucía distaba mucho de ser satisfactorio para los sublevados. Controlaban prácticamente Sevilla, Córdoba y Granada, pero el control de estas urbes no se correspondía con el de las provincias del mismo nombre aunque, ocasionalmente, existieran algunos focos rebeldes aislados como el santuario de Nuestra Señora de la Cabeza.[22] Si la situación no era del todo desesperada se debía a dos factores. El primero era el hecho de que el triunfo en Cádiz, en Algeciras (gracias a la rápida y audaz actuación del teniente coronel de Infantería Manuel Coco Rodríguez) y en Jerez (donde dirigió el alzamiento el marqués de Casa Arizón, comandante Salvador Arizón Mejía) permitía establecer un corredor desde Algeciras a Córdoba que estaba controlado por Queipo. El segundo consistía en que la rebelión había triunfado en África y era de esperar que se produjera en breve la llegada de los Regulares y de la Legión. Ambas fuerzas formaban parte de lo más granado y profesional del Ejército español.
Durante la tarde del 17 y el 18, el gobierno de Casares Quiroga envió a las divisiones 5, 6 y 7 a los generales Núñez de Prado, Mena y García Gómez Caminero y al contraalmirante Ramón Fontenla a San Javier con la finalidad de desarticular cualquier conato rebelde. Asimismo destituyó al general González de Lara y a los jefes de las flotillas de submarinos, y sustituyó al contraalmirante Navia Ossorio por el capitán de fragata Fernando Navarro Capdevila. Las medidas iban a obtener un resultado mediocre con la excepción de las referidas a la Marina e incluso en este caso, posiblemente, tuvo más que ver con la manera en que la marinería, afecta al Frente popular, se entregó a asesinar a sus oficiales y a hacerse con el control de las naves.
A las cuatro de la tarde del 18, apenas unas horas después de que Queipo se hubiera alzado en Sevilla, el general Núñez de Prado llegaba en avión a Zaragoza, cabecera de división, con la misión de yugular cualquier posible conato de sublevación. El jefe supremo de la ciudad era el general Cabanellas. Aunque masón y republicano, Cabanellas había experimentado la evolución de otros compañeros de logia y, temeroso de las consecuencias que derivaban de la política del Frente popular, se había sumado a la conspiración. Cabanellas había prometido telefónicamente a Casares que saldría de Zaragoza en automóvil para dar cuentas de la situación de la ciudad ante el Consejo de ministros. De haber actuado así, Núñez de Prado hubiera tomado el mando militar y hubiera evitado el triunfo de la rebelión. Sin embargo, los acontecimientos discurrieron de manera muy distinta. Cabanellas se mantuvo en Zaragoza —donde la presencia de una numerosa base anarquista convertía el éxito del alzamiento en extremadamente difícil— y dio órdenes de no lanzarse a la calle antes del momento convenido: las cinco de la madrugada del 19 de julio. Sólo el tira y afloja con Núñez de Prado (que se sorprendió al encontrarlo en Zaragoza y que exigió su renuncia) obligó a Cabanellas a adelantarse a lo previsto. Tras haber detenido a Núñez de Prado, Cabanellas recibió una llamada de Martínez Barrio en la tarde del 18 de julio. El dirigente republicano puso en conocimiento del general su deseo de evitar el estallido de una guerra civil y de llegar a un acuerdo. Con esa finalidad, estaba dispuesto a formar un gobierno en el que, bajo su presidencia, podrían participar algunos de los generales alzados. La respuesta de Cabanellas fue breve, pero terminante: «¡Demasiado tarde!»
A las once de la noche, Cabanellas ordenó emplazar una batería en el Paseo de la Independencia y otras en diversos lugares estratégicos, a la vez que se situaban ametralladoras en diversos emplazamientos como la Universidad. La respuesta de un sector importante de la población fue de entusiasta apoyo que se manifestó en gritos de «Viva la Guardia Civil» y «Viva España». En el curso de la noche del 18 de julio, fueron detenidos docenas de dirigentes frentepopulistas así como el alcalde de la ciudad, Martínez Andrés, y el gobernador civil, Vera Coronel. Sin embargo, el estado de guerra no fue declarado hasta la hora prevista del día 19. El bando afirmaba que la rebelión se producía «pensando sólo en los altos intereses de España y de la República» y subrayaba la «tradición democrática» de Cabanellas.
Aunque la sublevación había triunfado con relativa facilidad y no carecía de falta de apoyo popular, no era menos cierto que su éxito distaba de ser algo irreversible. El hecho de que la CNT decretara la huelga general y de que la plaza ocupara un lugar de extraordinaria importancia dentro del organigrama estratégico-geográfico del golpe ocasionó una oleada represiva. De acuerdo con los datos suministrados por el Colegio de Abogados de Madrid, el número de fusilamientos llevado a cabo en la ciudad no fue inferior a los dos millares y en la ejecución de los mismos tendrían un papel especial el jefe provincial de Falange, Jesús Muro, el teniente coronel de Estado Mayor Darío Gazapo Moreno y muy especialmente el de Caballería Gustavo Urrutia.[23] En toda la provincia, durante la guerra y la posguerra, la represión llevada a cabo por los nacionales sería de las más elevada de España, superando a las sufridas en Madrid, Barcelona y Bilbao, y llegando a 5924 personas.[24]
El éxito de la rebelión en Zaragoza repercutió, de manera lógica, en el resto de guarniciones de la 5.a División. En Huesca, el general Gregorio de Benito Terraza, siguiendo las órdenes recibidas de Cabanellas, proclamó el estado de guerra y detuvo al gobernador civil, Agustín Carrascosa Carbonell, sin que se produjera prácticamente resistencia, dado el respaldo popular de que disfrutó. Esa circunstancia explica, muy posiblemente, que la represión nacional durante la guerra y la posguerra alcanzara en toda la provincia a 721 personas, una de las más bajas de toda España.[25] En Calatayud, el triunfo rebelde se produjo el mismo día 18 merced a la participación del regimiento de Artillería Ligera n.° 10 mandado por el coronel Mariano Muñoz Castellanos. En Jaca, el alzamiento se produjo en la madrugada del 19. Al contrario de lo sucedido en Huesca, los alzados tuvieron que enfrentarse con la resistencia de algunos vecinos encabezados por el alcalde, Julián Mur Villacampa. La misma fue finalmente sofocada, pero no antes de que los rebeldes sufrieran cerca de una treintena de bajas.
La última plaza de la división en sumarse al alzamiento fue Soria. El 21 de julio, el comandante militar, teniente coronel de Infantería Rafael Sevillano Carvajal, en colaboración con el jefe de la Guardia Civil, Ignacio Gregorio Muga Díez, declaró el estado de guerra. Semejante retraso en relación con otras localidades resultó fatal para este último. Aquel mismo día por la noche el coronel García Escámez, que acababa de entrar en la ciudad autoimponiéndose el título de «Libertador», procedió a destituirlo acusándolo de pasividad. Como en otros lugares de España, el alzamiento gozó de un notable apoyo popular. De ahí que la cifra de la represión fuera muy reducida —la más baja de España— alcanzando en toda la provincia la cifra de 53 personas, incluidas las fusiladas durante la posguerra.[26]
El 18 de julio, el teniente coronel Sánchez Plaza, inspector general del Cuerpo de Seguridad y Asalto, acudió a Valladolid, cabecera de la 7.a División, para conducir a Madrid los efectivos locales del cuerpo. El hecho de que sólo la primera compañía cumpliera las órdenes y las otras se insubordinaran precipitó en esta capital el estallido de la rebelión. Aquel mismo día, a las diez de la noche, el general Saliquet se presentó, acompañado de otros oficiales sublevados, en el edificio de la División e intentó convencer al titular de la misma, general Molero, para que se sumara al golpe. La súplica de Molero para que le dejaran reflexionar sólo encontró como respuesta la impaciencia explicable de Saliquet y el encuentro degeneró en un tiroteo en el que murieron tres personas, (entre ellas dos ayudantes del comandante militar de la plaza), y fueron heridas varias incluido el propio Molero.[27] Inmediatamente, Saliquet sacó las tropas de los cuarteles y los falangistas se dirigieron a la Casa del Pueblo de la que se apoderaron, deteniendo a numerosos simpatizantes del Frente popular. El 19, llegó a Valladolid, procedente de Ávila, Onésimo Redondo para ponerse al frente de las fuerzas de Falange.
En medida similar a otros lugares donde había triunfado el golpe, la toma del poder en Valladolid fue seguida por la práctica de la represión. Los detenidos fueron en la plaza de toros y en la cochera de los tranvías y durante un tiempo, la denominada «Escuadra del Amanecer»,[28] un grupo de falangistas, fusiló a los detenidos a primeras horas de la mañana y en las carreteras. Además resultaron comunes las sacas de presos a diario para llevarlos a ejecutar públicamente al Campo de San Isidro. El número de víctimas mortales en toda la provincia —incluidas las de la posguerra— ascendió a la cifra de 1321.[29] El triunfo de Saliquet en Valladolid fue acompañado por la orden cursada a todas las fuerzas de la División para que declararan el estado de guerra. Todas obedecerían las instrucciones —menos Cáceres donde el alzamiento se había producido el día 18— y en todas triunfaría la rebelión sin encontrar apenas resistencia, dado el respaldo popular de que disfrutaba. En Salamanca, el comandante militar de la plaza, general Manuel García Alvarez, a las once de la mañana del día 19 ordenó la proclamación del estado de guerra, suceso que fue acogido favorablemente por la mayoría de la población. En Segovia, donde la rebelión fue ejecutada por el coronel José Sánchez Gutiérrez, tampoco se produjo prácticamente resistencia. De hecho, en toda la provincia las víctimas mortales de la represión —incluidas las de la posguerra— ascendió a 516.[30] En Zamora, el coronel José Iscar Moreno proclamó el estado de guerra el 19 y controló la ciudad sin necesidad de disparar un solo tiro. En Ávila, la actitud del teniente coronel de la Guardia Civil Romualdo Almoguer Martínez, que se negó a entregar armas a los obreros y detuvo al gobernador civi1,[31] determinó una victoria fácil de la rebelión así como la puesta en libertad de Onésimo Redondo quien, como ya hemos señalado, se desplazó inmediatamente a Valladolid. Las víctimas mortales de la represión —incluida la de la posguerra— ascenderían a 510.[32] Episodios similares fueron los vividos en Medina del Campo y Plasencia. A finales del día 19, los alzados contaban con todos los medios de la 7.a División, salvo el 7.° Batallón de Zapadores que había sido trasladado poco antes a Alcalá de Henares. Asimismo Saliquet controlaba las provincias completas de Salamanca, Valladolid y Zamora y buena parte de las de Ávila, Cáceres y Segovia.
La ciudad de Burgos era cabecera de la 6.a División. En la tarde del 17 de julio, el general Domingo Batet Mestres, jefe de la división, ordenó que se detuviera al general Gonzalo González de Lara y a otros tres oficiales ya que sospechaba que iban a participar en una conspiración contra el Frente popular. Así se hizo, pero el 18, el capitán de Infantería Jenaro Miranda Barredo procedió a liberar a los detenidos. En la tarde del mismo día, un grupo de oficiales, entre los que se encontraba el teniente coronel de Estado Mayor José Aizpuru Martín-Pinillos, detuvo al general Batet. Esta detención, unida a la del gobernador civil y a la del coronel jefe del XII Tercio de la Guardia Civil, Luis Villena Ramos, permitió a los alzados tomar la ciudad sin disparar un tiro. El triunfo resultó relativamente fácil gracias al apoyo popular. Al día siguiente de la proclamación del estado de guerra, en Burgos fueron detenidos, para ser fusilados de manera casi inmediata, todos los dirigentes de las organizaciones obreras y de las Casas del Pueblo tanto en la ciudad como en los pueblos. En toda la provincia, las víctimas mortales —incluidas las de la posguerra— ascendieron a la cifra de 804.[33]
En Pamplona se encontraba el cerebro de la rebelión contra el Frente popular: el general Emilio Mola Vidal. Como ya vimos, las sospechas contra el mismo existían desde hacía tiempo, pero se habían disipado de la mente de su inmediato superior, el general Batet, en virtud de la garantía que éste le había dado de no participar «en ninguna aventura». El 18 de julio, al conocerse la rebelión en Marruecos, Mola optó por esperar. Cuando el gobernador civil, Mariano Menor Poblador, lo citó en su despacho se negó a ir y se mantuvo en esa actitud incluso tras conversar de nuevo con el general Batet, al que volvió a darle seguridades semejantes a las formuladas unos días antes. En paralelo, aquella misma tarde Mola intentó convencer al comandante de la Guardia Civil, José Rodríguez Medel, para que se uniera a la sublevación. La respuesta de éste fue ordenar que las fuerzas a su mando salieran de Pamplona, pero no lo consiguió al ser asesinado por algunos de sus números. Al igual que había hecho Cabanellas, Mola, cuya familia estaba a salvo en Francia gracias a la generosidad del financiero Juan March, no se dejó arrastrar por el ritmo de los acontecimientos, sino que actuó con notable sangre fría. A las seis de la madrugada del día 19, Mola sacó a sus fuerzas a la calle y proclamó el estado de guerra. Las noticias de este episodio llegaron, aunque de manera confusa, hasta Madrid. El general Miaja telefoneó dos veces a Mola expresándole en la segunda de las ocasiones su extrañeza porque le habían comunicado que alguien había declarado el estado de guerra en Vitoria en nombre del «Director». Éste aprovechó entonces para comunicarle que, efectivamente, acababa de sublevarse contra el Frente popular.
Martínez Barrio —al que se le había encomendado la tarea de formar un nuevo gobierno— intentó, como ya había hecho con Cabanellas, llegar a un acuerdo con el general Mola para solucionar pacíficamente el conflicto. El intento del dirigente republicano fracasó porque Mola,[34] como Cabanellas, estimaba no sólo que ya era demasiado tarde, sino que además las fuerzas que componían el Frente popular no respaldarían esa iniciativa.
La sublevación en Navarra tuvo una acogida entusiasta dado el peso social de los carlistas y la manera en que se había vivido la ofensiva anticlerical que había comenzado en 1931 y había continuado hasta ese momento. Para aquellos, el conflicto presentaba todas las características de una cruzada —así efectivamente lo afirmaban sus sacerdotes— y, muy posiblemente por ello, Navarra se convirtió en la región que más voluntarios proporcionó a los alzados. Pese a todo, no faltaron los que se resistieron a la rebelión. Una parte de los carabineros de Navarra se unió a fuerzas de Guipúzcoa y se enfrentó a las tropas de Mola en los valles del Bidasoa y del Baztán.
En Vitoria, el 19 de julio a las siete, el general Ángel García Benítez, pariente de Azaña, declaró el estado de guerra siguiendo las órdenes de Mola. Salvo el partido judicial de Amurrio, toda la provincia quedó en poder de los rebeldes, un hecho al que no fue en absoluto ajeno el peso social del catolicismo. Al igual que había sucedido en Navarra, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) llamó a sus afiliados y simpatizantes a no oponerse a la sublevación militar.[35] No deja de ser significativo que en toda la provincia —incluyendo los fusilamientos de la posguerra— las víctimas mortales de la represión llegaran a la cifra de 246, una de las más bajas de España.[36]
En Palencia, el 19 de julio el general Antonio Ferrer de Miguel declaró el estado de guerra siguiendo las órdenes de Mola. Para asegurar el triunfo del golpe, Ferrer detuvo al coronel de Caballería José González Camó, que era leal a la República, y al gobernador civil que fue fusilado inmediatamente. Una vez más el apoyo popular al alzamiento fue muy considerable. Las víctimas mortales de la represión —incluyendo la posguerra— alcanzarían en toda la provincia el número de 683.[37]
En Logroño, el alzamiento se produjo también el mismo día 19 pero a instancias de los sublevados en Burgos. De manera inmediata se detuvo a las autoridades de la provincia y se ocupó la ciudad y la base aérea de Recajo. El 20, llegó a la ciudad una columna que, al mando del coronel García Escámez, procedía de Navarra. García Escámez detuvo al general Víctor Carrasco Amilibia, comandante militar de la plaza, acusándolo de indecisión pese a haberse sumado al golpe y lo sustituyó por el teniente coronel de Infantería Pablo Martínez Zaldívar. Con la extensión de su control a Logroño, sin embargo, iban a concluir momentáneamente los éxitos de Mola.