El avance de la revolución (III):
el caso de España
La Historia de España durante el siglo XIX fue extraordinariamente dramática. El siglo comenzó con una disputa dinástica que enfrentaba a Carlos IV con su hijo Fernando, con una subordinación funesta a la política francesa y, sobre todo, con una invasión impulsada por Napoleón. La lucha contra el invasor francés (1808-1814) revistió verdaderas características de catástrofe ya que causó no menos de un millón de muertos y que arruinó la nación. De hecho, su incipiente industria fue objeto de depredaciones no sólo por parte de las tropas napoleónicas sino también de los ejércitos ingleses que ayudaban a los españoles a combatir contra Francia. Si para los primeros se trataba de una lógica acción de guerra; para los segundos, era una vía rápida para deshacerse de un competidor.
El final de la guerra se tradujo en una restauración monárquica en la persona de Fernando VII que no sólo no estaba dispuesto a aceptar el orden constitucional concebido en 1812 por los liberales de las Cortes de Cádiz sino que aspiraba a dar marcha atrás en la Historia. Con excepción del gobierno liberal de 1821-1823 —un gobierno fallido por un sectarismo y una corrupción nacidos directamente del peso de la masonería en su seno—[80] el reinado de Fernando VII se consumió en los intentos de regresar a los tiempos tranquilos del Antiguo Régimen y de lograr un heredero varón.[81] Ambos resultaron fallidos y, a su muerte, Fernando VII dejaba tras de sí un conflicto sucesorio y la tarea irrealizada de modernizar la nación. Ambas cuestiones fueron el origen de las denominadas guerras carlistas en las que, por un lado, combatían aquellos que deseaban que se sentara en el trono el infante Carlos, hermano de Fernando VII, partidario de una España tradicionalista y foralista (de ahí su apoyo en Navarra, Vascongadas y Cataluña) y los liberales que defendían como heredera de la corona a Isabel, la hija menor de Fernando VII, ansiaban la realización de reformas liberalizadoras e intentaron implantar un modelo de administración centralizada propia de Estados modernos como Francia.
El reinado de Isabel II,[82] la hija y sucesora de Fernando VII, no fue fácil y, difícilmente, podría haber resultado de otra manera. A su escasa —nula, más bien— formación política, se había unido la sucesión de diferentes políticos más interesados en manipularla que en servirla con excepciones como las de Narváez, O’Donnell o González Bravo. Además a la preocupación angustiosa de todas las reinas, la de conseguir un heredero, se sumaron las ambiciones de los pretendientes a la corona, el comportamiento inaceptable de un marido ambicioso durante los primeros años de matrimonio, las calumnias más sucias, las asechanzas de la masonería, las conspiraciones y un intento de regicidio. Cuando se tienen en cuenta tantos obstáculos causa profunda sorpresa que durante el reinado de Isabel II no sólo adquiriera una mayor solidez el sistema liberal sino que además la nación experimentara los inicios de un progreso económico que en las décadas posteriores se vería paralizado fundamentalmente por la acción de las diversas utopías que penetrarán por entonces en España y que turbarán la vida nacional durante el siglo XX.
Los datos al respecto no permiten llamarse a engaño. Los partidos políticos pueden ser acusados de inoperancia —con la excepción, con matices, del ala moderada de los liberales— y la política exterior, de pobre y sin miras. Con todo, en España surgió una industria dedicada a los textiles en Cataluña y a los altos hornos en Málaga, La Felguera, Santander, Baracaldo y Sestao. Asimismo se fue creando un tejido bancario y financiero, y, de manera muy especial, se sentaron las bases para una verdadera revolución en el terreno de las comunicaciones. Al respecto las cifras son bien elocuentes: 67 000 kilómetros de carretera, 12 000 de vía férrea y 11 000 de hilo telegráfico. España había avanzado a pesar del acoso a que había sido sometida la reina, a pesar de una clase política que no siempre estuvo a la altura de las circunstancias, a pesar de los focos carlistas siempre dispuestos a echarse al monte con las armas en la mano para reivindicar una legitimidad desprovista de base legal, a pesar de un sector muy importante del clero que veía con auténtica fobia el liberalismo, y a pesar de los progresistas que, respaldados por la masonería, ansiaban recuperar el poder casi absoluto que habían tenido en la época de la regencia de Espartero. Semejante avance iba a experimentar un doloroso frenazo en pocos años y el punto de inicio de ese trance sería la caída de Isabel II en 1868.
La revolución de 1868 —la Gloriosa— fue impulsada por minorías y, a pesar del entusiasmo inicial, no tardó en degenerar en un período de creciente inestabilidad política. En el curso de los seis años siguientes al derrocamiento de Isabel II, fracasaron en España, primero, una monarquía constitucional en la persona de Amadeo de Saboya[83] y, segundo, una primera república que degeneró hasta el punto de derivar en la exigencia de independencia de zonas de la nación como Cartagena. Ese desplome de dos formas de Estado en apenas unos años fue la causa fundamental del regreso de los Borbones no ya en la persona de Isabel II, sino en la de su hijo Alfonso XII. Nació así el denominado régimen de la Restauración que buscaba, sustancialmente, seguir el modelo británico sustentado en un partido liberal y otro conservador.
El advenimiento del siglo XX encontró a España en una situación peculiar. Por un lado, resultaba obvio que la Restauración de la monarquía llevada a cabo en el último cuarto del siglo anterior había logrado importantes logros. No sólo los militares —a diferencia de lo sucedido desde la guerra de la independencia— habían quedado apartados del poder político sino que además el régimen con el que se regía la nación era una monarquía constitucional en la que, de manera creciente, se había ido consolidando el reconocimiento de nuevos derechos como el de asociación —que permitiría la fundación de sindicatos— o el de sufragio universal. Si bien España era un país económicamente atrasado al compararlo con naciones como Gran Bretaña, Francia o Alemania, soportaba con holgura la comparación con Italia y superaba a otros países mediterráneos y de la Europa central y oriental.[84] La referencia continuada a un atraso especialmente acusado en el contexto europeo resulta, por lo tanto, muy distante de la realidad histórica y, ciertamente, hay que reconocer, a tenor de los datos que nos han llegado, que España caminaba a un paso considerablemente digno por el camino del progreso si atendemos no a baremos actuales sino a los de las sociedades europeas de la época. Como señalaría Flor de Lemus[85] al estudiar las revueltas agrarias acontecidas en Andalucía, el fracaso de una evolución pacífica en España vino determinado no tanto por la incompetencia del sistema como por la decisión de determinadas fuerzas políticas de destruir la monarquía parlamentaria sin tener, al mismo tiempo, la capacidad para crear otro que no sólo fuera alternativo sino también viable y mejor. Desde finales del siglo XIX, las izquierdas y los nacionalismos habían hecho acto de presencia como fuerzas originalmente de escaso arraigo popular, pero que llegarían a tener un papel preponderante en la aniquilación de la monarquía parlamentaria y la instauración de la segunda república.
En el caso de los denominados nacionalismos, el catalán presentaba una variedad de manifestaciones que iban desde un regionalismo que perseguía un trato preferencial para Cataluña y la extensión de su influencia sobre España a un claro independentismo con ambiciones expansionistas que soñaba con el dominio sobre los antiguos territorios de la Corona de Aragón. Como había sucedido ya antes con el foralismo carlista, el nacionalismo catalán —que reivindicaba privilegios territoriales— no podía encajar en un proceso modernizador de signo liberal. Tampoco sorprende que no sintiera reparos ante la idea de acabar con un sistema político que se oponía a la consecución de sus metas.
Muy influido por el nacionalismo catalán y como él también procedente del carlismo, era el nacionalismo vasco. Sin embargo, presentaba además unas claras referencias teocráticas y profundamente racistas.[86] El nacionalismo vasco pretendía la independencia para preservar la pureza de la raza y de la práctica de la religión católica y, obviamente, interpretó las desgracias nacionales sufridas por España como una forma de avanzar hacia su meta. En ese sentido, no deja de ser revelador que Sabino Arana, el fundador del Partido Nacionalista Vasco (PNV) se congratulara por la derrota española en la guerra de Cuba y Filipinas en 1898. Tanto el nacionalismo catalán como el vasco tuvieron un influjo muy limitado durante décadas y, de hecho, no podían competir comparativamente con las fuerzas de izquierdas.
Las izquierdas eran reducidas y fragmentadas limitándose, por orden de importancia, a los republicanos, los anarquistas y los socialistas. La experiencia decepcionante de la primera república explica de sobra por qué el republicanismo quedó relegado a grupos muy reducidos de las clases medias, impregnadas en no pocas ocasiones por la influencia de la masonería y, por ello, por un acentuado anticlericalismo. Poco más unía a los republicanos entre los que había federalistas y centralistas, regionalistas y unitaristas, conservadores y reformistas. Esa fragmentación ideológica y su escaso arraigo entre el pueblo —incluso en las clases medias— dejaron de manifiesto para los republicanos que sus posibilidades de éxito requerían una erosión profunda del sistema existente —y no su democratización que hubiera operado precisamente en contra de sus objetivos al dotarlo de una mayor eficacia y legitimidad— y a ella se entregaron recurriendo en no pocas ocasiones a una demagogia que, en la actualidad, nos parece intolerablemente burda y agresiva.
Por su parte, los anarquistas derivaban su ideología del sector de la Internacional obrera que había seguido a Bakunin con preferencia a Karl Marx.[87] Partidarios de la denominada acción directa, no repudiaron, en absoluto, la práctica de atentados terroristas convencidos de que la muerte de monarcas y otros personajes identificados con el sistema que había que derribar no sólo resultaba legítima sino también políticamente práctica. Baste señalar a título de ejemplo que la boda de Alfonso XIII, el 31 de mayo de 1906, se vio manchada por un atentado anarquista en el que había tenido una notable participación la masonería[88] y que concluyó con veintitrés muertos y un centenar de heridos. El anarquismo —que no estaba desprovisto de un sentido milenarista que acompañaba a algunos de sus predicadores— arraigó especialmente en el agro andaluz y también en la industria catalana donde hasta bien entrado el siglo XX fue la fuerza obrerista más importante. Su impacto sobre la vida de los obreros lejos de ser positivo, resultó enormemente negativo[89] provocando reacciones que los perjudicarían. No se constituyó nunca como un partido político —no creía en la participación en la vida política ni siquiera cuando existían, como en España, cauces legales y parlamentarios— aunque sí creó la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) que sería el sindicato más importante hasta la llegada de la dictadura de Primo de Rivera.
La última —y más importante— fuerza obrerista fue el socialismo articulado en torno al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y a la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato socialista. A diferencia de otros partidos socialistas europeos, que habían adoptado un sesgo parlamentario y reformista, el PSOE era convencidamente marxista y estaba resueltamente entregado a la causa de la revolución y de la implantación de la dictadura del proletariado. Su fundador, Pablo Iglesias, estaba muy influido por la visión del socialista francés Guesde que le escribía con cierta frecuencia y, sobre todo, le enviaba ejemplares de L’Egalité.[90] Guesde representaba un marxismo más práctico que teórico que veía en la existencia de un partido socialista un instrumento ideal para erosionar los regímenes constitucionales valiéndose precisamente de las libertades que éstos respetaban, para hacer propaganda de sus ideas y, finalmente, encabezar una revolución que se viera coronada por la dictadura del proletariado. Los puntos de vista de Guesde iban a marcar de manera casi milimétrica la trayectoria política no sólo de Pablo Iglesias sino del socialismo español prácticamente hasta la muerte del general Franco.
El PSOE fue fundado el 2 de mayo de 1879, en el curso de una comida de fraternidad celebrada en una fonda de la calle de Tetuán en Madrid en el curso de la cual se acordó elegir una comisión para redactar el programa. Éste era de un profundo dogmatismo marxista en lo que se refería al análisis de la sociedad, pero escasísimo contacto con la realidad española donde el proletariado era minúsculo y la burguesía muy reducida numéricamente. Ambos segmentos sociales, de hecho, muy lejos de representar la totalidad social posiblemente no habrían llegado ni siquiera a una décima parte de la misma. Este carácter dogmático del socialismo español iba a revelarse como uno de sus pecados de origen. No lo sería menos la aspiración a liquidar la sociedad actual —«destruir» según el lenguaje del programa— hasta llegar a una colectivista con propiedad estatal de los medios de producción y el señalamiento, como objetivos que debían ser abatidos, de sectores enteros como los empresarios, los militares, los partidos denominados burgueses o el clero.
La existencia del partido socialista fue políticamente insignificante hasta que a inicios de siglo acabó imponiéndose la necesidad de presentar candidaturas conjuntas con los republicanos. Así, en las elecciones legislativas de 1910, la creación de una Conjunción republicano-socialista permitió a Pablo Iglesias convertirse en el primer diputado de la historia del socialismo español. Su trayectoria como diputado se iba a iniciar cuando el liberal Canalejas era presidente del consejo de ministros[91] y estaría encaminada, sobre todo, a desgastar el sistema de la monarquía parlamentaria, precisamente cuando, como indicaría el profesor Carlos Seco Serrano, Canalejas vino a iniciar «en España el arbitraje decidido y ecuánime, en los conflictos entre el Capital y el Trabajo».[92] Iglesias, en buena medida, marcó la pauta de lo que sería la trayectoria posterior del socialismo español, es decir, un desconocimiento profundo de la economía, un desprecio por el sistema parlamentario y una firme voluntad de erosionarlo para allanar el camino hacia la revolución y la dictadura del proletariado. Así, por ejemplo, el 7 de julio de 1910 ha pasado a la historia del parlamentarismo español como una jornada especialmente vergonzosa en el curso de la cual Iglesias no sólo realizó una cumplida exposición de la táctica que seguiría el partido que representaba sino que además dejó bien de manifiesto que estaba dispuesto a llegar al acto terrorista para lograr sus fines. Refiriéndose a la acción de los socialistas afirmó que:
Estarán en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad… cuando ella no les permita realizar sus aspiraciones.
A esto añadiría:
Tal ha sido la indignación producida por la política del gobierno presidido por el Sr. Maura que los elementos proletarios, nosotros de quien se dice que no estimamos los intereses de nuestro país, amándolo de veras, sintiendo las desdichas de todos, hemos llegado al extremo de considerar que antes que Su Señoría suba al poder debemos llegar al atentado personal.
El día 22 de aquel mismo mes precisamente, Antonio Maura volvió a sufrir otro atentado —llegaría a ser objeto de veinte a lo largo de su carrera política— cuando se encontraba en la estación de Francia de la ciudad de Barcelona camino hacia Mallorca. En el curso de los años siguientes, tanto Iglesias como el PSOE y la UGT siguieron una política encaminada no a la reforma del sistema sino a su aniquilación mediante un acoso continuado. Con todo, si la oposición antisistema obtuvo sus primeros logros en 1910 con la conjunción republicano-socialista —un factor que tuvo enorme importancia, por ejemplo, para aniquilar todo el programa reformador de Canalejas— su primer logro importante se produjo con la revolución de 1917.
El origen de la revolución de 1917 puede retrotraerse al acuerdo de acción conjunta que la UGT socialista y la CNT anarquista habían concluido a mediados de 1916. El 20 de noviembre ambas organizaciones suscribieron un pacto de alianza que se tradujo el 18 de diciembre en un plan para ir a la huelga general. Ante la resistencia del conde de Romanones, a la sazón presidente del consejo de ministros, ambos sindicatos celebraron una nueva reunión el 27 de marzo de 1917 en Madrid donde se acordó la publicación de un manifiesto conjunto. Lo que iba a producirse entonces iba a ser una dramática hilazón de acontecimientos que, por un lado, se manifestó en la imposibilidad del gobierno para controlar la situación y, por otro, en la unión de una serie de fuerzas dispuestas a rebasar el sistema constitucional sin ningún género de escrúpulo legal o moral. Así, a la alianza socialista-anarquista se sumaron las Juntas militares de defensa creadas por los militares a finales de 1916 con la finalidad de conseguir determinadas mejoras de carácter profesional y los catalanistas de Gambó que no estaban dispuestos a permitir que el gobierno de Romanones sacara adelante un proyecto de ley que, defendido por Santiago Alba, ministro de Hacienda, pretendía gravar los beneficios extraordinarios de guerra y que afectaba a la oligarquía económica catalana.
Frente a la alianza anarquista-socialista, la reacción del gobierno presidido por Romanones —que temía un estallido revolucionario, que conocía los antecedentes violentos de ambos colectivos y que ya tenía noticias de la manera en que el zar había sido derrocado en Rusia— fue suspender las garantías constitucionales, cerrar algunos centros obreros y proceder a la detención de los firmantes del manifiesto. Seguramente, el gobierno había actuado con sensatez, pero esta acción, unida a la imposibilidad de imponer el proyecto fiscal de Alba, derivó en una crisis que concluyó en la dimisión de Romanones y de su gabinete.
El propósito del catalanista Cambó consistía no sólo en defender los intereses de la alta burguesía catalana sino también en articular una alianza con partidos vascos y valencianos de tal manera que todo el sistema político constitucional saltara por los aires viéndose sustituido por el dominio de oligarquías regionales. En mayo, la acción de las Juntas de defensa contribuyó enormemente a facilitar los proyectos de Cambó. A finales del citado mes, el gobierno, presidido ahora por García Prieto, decidió detener y encarcelar a la Junta central de los militares que no sólo buscaba mejoras económicas sino también reformas concretas. Las juntas de jefes y oficiales respondieron a la acción del gobierno con un manifiesto que significó el regreso a una situación aparentemente liquidada por el sistema constitucional de la Restauración: la participación del poder militar en la vida política. El gobierno de García Prieto no se sintió con fuerza suficiente como para hacer frente a los militares y optó por la dimisión. Un nuevo gobierno conservador basado en Dato y Sánchez Guerra aprobó el reglamento de las Juntas militares y puso en libertad a la Junta central. El hecho de que diera la impresión de que las Juntas de defensa podían poner en jaque el aparato del estado llevó a Cambó a reunir una asamblea de parlamentarios en Barcelona bajo la presidencia de su partido, la Liga Catalanista. Su intención era valerse de las fuerzas antisistema para forzar a una convocatoria de Cortes que se tradujera en la redacción de una nueva Constitución. El canto de muertos del sistema constitucional parecía inevitable y era entonado por todos sus enemigos: catalanistas, anarquistas, republicanos y socialistas. En el caso de estos últimos, se aceptó la participación en el gobierno con la finalidad expresa de acabar con la monarquía, liquidar la influencia del catolicismo en la política nacional y eliminar a los partidos constitucionales de la vida política. Además, para desencadenar la revolución, los socialistas llegaron a un acuerdo con los anarquistas que se tradujo en la división del país en tres regiones. Sin embargo, a pesar de la creciente debilidad del sistema parlamentario, pronto iba a quedar claro que sus enemigos —por más que insistieran en que representaban la voluntad del pueblo— carecían del respaldo popular suficiente para liquidarlo. El 19 de julio tuvo lugar la disolución de la Asamblea de parlamentarios y sólo en Asturias consiguieron los revolucionarios prolongar durante algún tiempo la resistencia. A pesar de todo, el castigo de la fracasada revolución no resultó riguroso e incluso se produjo una campaña a favor de la amnistía de los revolucionarios. Tuvo éxito y en noviembre de 1917 fueron elegidos concejales de Madrid los cuatro miembros del comité de huelga.
El resultado de la revolución de 1917 fue, posiblemente, mucho más relevante de lo que se ha pensado durante décadas. La derrota de anarquistas, socialistas, nacionalistas, republicanos y socialistas, y, sobre todo, la benevolencia con que fueron tratados por el sistema parlamentario no se tradujeron en su integración en éste por muchas puertas que al respecto se les abrieran. Por el contrario, ambas circunstancias crearon en ellos la convicción de que eran extraordinariamente fuertes para acabar con el parlamentarismo y que éste, sin embargo, era débil y, por lo tanto, fácil de aniquilar. Para ello, la batalla no debía librarse en un parlamento fruto de unas urnas que no iban a dar el poder a las izquierdas porque éstas carecían del suficiente respaldo popular, sino en la calle, erosionando un sistema que, tarde o temprano, se desplomaría.
Desde 1917 hasta 1923, todos y cada uno de los intentos del sistema parlamentario de llevar a cabo las reformas que necesitaba la nación se vieron bloqueados en la calle por la acción de republicanos, socialistas, anarquistas y nacionalistas. Ninguna de estas fuerzas llegó a plantear en ninguno de los casos una alternativa política realista y coherente sino que, fundamentalmente, se dedicaron a desacreditar la monarquía constitucional y a apuntar a un futuro que sería luminoso simplemente porque en él aparecería la república, la dictadura del proletariado o la independencia de Cataluña. En 1923, el panorama político era mucho peor que al inicio del reinado de Alfonso XIII. El terrorismo anarquista —y la reacción patronal— en Cataluña sumaba centenares de muertos; la situación económica se veía terriblemente afectada por la agitación de las fuerzas obreristas; el desempleo crecía y la intervención española en África había sufrido un golpe durísimo con la derrota de Annual. Fue entonces cuando se produjo un pronunciamiento del antiguo capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera.
La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) —un intento de atajar los problemas de la nación partiendo de una idea concebida sobre la base de una magistratura de la antigua Roma— constituyó, si se examina con perspectiva histórica, un simple paréntesis en el proceso de impronta revolucionaria que pretendía acabar con la monarquía parlamentaria. De hecho, durante la dictadura, la represión se cebó sobre los anarquistas, pero el PSOE y la UGT fueron tratados con enorme benevolencia —siguiendo la política de Bismarck con el SPD alemán— y Largo Caballero, que fue consejero de Estado de la Dictadura, y otros veteranos socialistas llegaron a ocupar puestos en la administración del Estado. Primo de Rivera no obtuvo por ello la lealtad de los socialistas —como Bismarck en Alemania había logrado con el SPD— sino que, por el contrario, éstos aprovecharon su situación privilegiada para dañar a sus rivales anarquistas y posicionarse mejor de cara a la liquidación de la monarquía.
A pesar de que Primo de Rivera concluyó victoriosamente la guerra de África, acabó con el terrorismo anarquista y redujo el desempleo a índices que no serían igualados hasta los años sesenta, no fue capaz de articular un sistema político que pudiera dar cohesión a la monarquía y, sobre todo, no logró conjurar la concreción de un sistema conspirativo que, a pesar de su base social minoritaria, acabaría teniendo éxito.
Durante los años de la dictadura, conocidas figuras monárquicas como Miguel Maura Gamazo, José Sánchez Guerra, Niceto Alcalá Zamora, Ángel Ossorio y Gallardo y Manuel Azaña abandonaron la defensa de la monarquía parlamentaria para pasarse al republicanismo. No se trataba, desde luego, de una defensa de posiciones teóricas compatible con la lealtad al sistema legal. Así, en el verano de 1930 se concluyó el pacto de San Sebastián donde se fraguó un comité conspira-torio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república de características peculiares. La importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en la reunión del 17 de agosto de 1930 —Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos…— formaron unos meses después en el primer gobierno provisional de la República.
La conspiración republicana[93] comenzaría a actuar desde Madrid a partir del mes siguiente en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un conjunto de militares golpistas, pro-republicanos y, ocasionalmente, vinculados a la masonería (López Ochoa, Batet, Riquelme, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. En términos generales, por lo tanto, el movimiento republicano quedaba reducido a minorías ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al veinte por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una escisión del PSOE, era minúsculo. En un triste precedente de acontecimientos futuros, el comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la república. Los conjurados contaban con la posibilidad de encontrar cierta resistencia y estaban más que decidido a valerse de una violencia ilimitada para imponerse. Resulta difícil creer que el golpe hubiera podido triunfar, pero el hecho de que los oficiales Fermín Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 de diciembre sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que pudiera ser abortado por el gobierno. Juzgados en consejo de guerra y condenados a muerte, el gobierno acordó no solicitar el indulto y el día 14, Galán y García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana llevado a cabo el día 15 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y Ramón Franco no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux, Azaña).
En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con relativa facilidad el movimiento revolucionario mediante el sencillo expediente de exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que procedía a juzgar a una serie de personajes que habían intentado derrocar el orden constitucional mediante un cruento golpe de estado. No lo hizo. Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir gobierno, lo primero que hizo el político fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcelados sendas carteras ministeriales. A pesar de todo, como confesaría en sus Memorias Azaña, la república parecía una posibilidad ignota. El que esa posibilidad revolucionaria se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular —como insistiría la propaganda republicana— sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales.
La propaganda pro-republicana ha presentado durante décadas las elecciones municipales de abril de 1931 como un plebiscito popular en pro de la República. La verdad es que no existe ninguna razón para interpretarlas de esa manera. Ni su convocatoria tenía carácter de referéndum ni —mucho menos— se trataba de unas elecciones a Cortes constituyentes. Por si fuera poco, la primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con los resultados esperados. Con 14 018 concejales monárquicos y 1832 republicanos tan sólo pasaron a control republicano un pueblo de Granada y otro de Valencia. Como era lógico esperar, nadie hizo referencia en esos momentos a un plebiscito popular. El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. Frente a 5775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22 150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. A pesar de todo, los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— consideraron que el resultado debía interpretarse como un plebiscito y que además implicaba un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota, pero no influyó menos en el resultado final la creencia (que no se correspondía con la realidad) de que los republicanos podían dominar la calle.
Durante la noche del 12 al 13, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía, un dato que los dirigentes republicanos supieron inmediatamente gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente que cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes constituyentes, éste las rechazara. A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del adversario y, en un gesto de rentable audacia, exigieron la marcha del rey antes de la puesta del sol del 14 de abril alegando que no podrían garantizar su seguridad ni la de su familia. Lo que se produjo entonces fue un desfondamiento de la Corona que iba a resultar fatal. A él pudieron contribuir que el rey sufría aún una depresión fruto de la muerte de su madre, que la reina temía que sus hijos corrieran el trágico destino de la familia del zar y que los políticos constitucionalistas aceptaran capitular. Fuera como fuese, lo cierto es que de esa manera, el sistema constitucional desapareció de forma más que dudosamente legítima y que se proclamó la Segunda república.
Aunque la proclamación de la Segunda república estuvo rodeada de un considerable entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se podía derrochar optimismo. Los vencedores en la incruenta revolución se sentirían hiperlegitimados para tomar decisiones por encima del resultado de las urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el sufragio les fuera hostil. A fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de los electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a unirse que las fuerzas se reducían a un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían en su mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estado catalán, y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable como era el caso del partido comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico bien identificaran esa utopía con la república implantada, con la consumación revolucionaria posterior o con la independencia; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo, económica para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, en su práctica totalidad también, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo pretendía excluir de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos.
En ese sentido, el primer bienio republicano que estuvo marcado por la alianza entre los republicanos y el PSOE fue una época de ilusiones frustradas precisamente por el sectarismo ideológico de los vencedores del 14 de abril, su incompetencia económica y la acción no parlamentaria e incluso violenta de las izquierdas. Las manifestaciones de sectarismo fueron inmediatas y entre ellas hay que incluir desde la condena judicial de Alfonso XIII a los procesos de antiguos políticos monárquicos, pasando por la indiferencia de las autoridades ante los ataques contra los lugares de culto católicos en mayo de 1931.[94] Por otro lado, el sistema republicano no tuvo la pretensión de ser pulcramente democrático, sino más bien de reproducir en buena medida el vigente en México desde hacía casi década y media. Laicista, anticlerical y de inclinación izquierdista, debía permitir cierta libertad a los opositores políticos no situados en la izquierda, pero no consentir que llegaran al gobierno. En ambos casos, la impronta de la masonería fue muy acentuada y permitía sospechar cómo se desarrollaría el futuro en España. Así, de manera bien significativa, en la Asamblea nacional de la Gran Logia Española de 20 de abril de 1931 —apenas había transcurrido una semana desde el nacimiento del nuevo régimen— resultó aprobada la «Declaración de Principios adoptados en la Gran Asamblea de la Gran Logia Española». Entre ellos se establecía de forma bien reveladora la «Escuela única, neutra y obligatoria», la «expulsión de las Órdenes religiosas extranjeras» (una referencia bastante obvia a los jesuitas) y el sometimiento de las nacionales a la ley de asociaciones. En otras palabras, como en México la masonería estaba decidida a iniciar un combate que eliminara la presencia de la Iglesia católica en el terreno de la enseñanza, que sometiera la educación a la cosmovisión de la masonería y que implicara un control sobre las órdenes religiosas sin excluir la expulsión de la Compañía de Jesús.
Con semejante planteamiento, no resulta sorprendente que los masones[95] —que hasta ese momento habían participado de manera muy activa en las distintas conjuras encaminadas a derribar la monarquía parlamentaria— ahora se entregaran febrilmente a la tarea de copar puestos en el nuevo régimen, una forma de actuar que, como ya vimos, contaba con abundantes precedentes en la historia de España y de otras naciones. Como expondría el masón José Marchesi, «Justicia», a los miembros de la logia Concordia en el mes de abril de 1931, «es preciso que la Orden masónica se aliste para actuar en forma que esa influencia que en la vida pública nos atribuyen… sea realmente un hecho, un hecho real y tangible». Según Marchesi, la masonería debía «escalar las cumbres del poder público y llevar desde allí a las leyes del país la libertad de conciencia y de pensamiento, la enseñanza laica y el espíritu de tolerancia como reglas de vida». En otras palabras, la masonería debía controlar el nuevo régimen para modelarlo de acuerdo no con principios de pluralidad sino con los suyos propios. Al respecto, los datos son irrefutables. La segunda gran jerarquía de la masonería española, Diego Martínez Barrios, y otros masones ocuparon diversas carteras en el gobierno provisional. Con la excepción de Alejandro Lerroux que pertenecía entonces a la Gran Logia española, el resto estaban afiliados al Grande Oriente. Así, Casares Quiroga, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, pertenecían a la masonería. En el segundo gobierno provisional, del 14 de octubre al 16 de diciembre de 1931, entró además José Giral. Se trataba de seis ministros en total aunque algunas fuentes masónicas elevan la cifra hasta siete. A esto se sumaron no menos de 15 directores generales, 5 subsecretarios, 5 embajadores y 21 generales. Para un movimiento que apenas contaba con unos miles de miembros en toda España se trataba de un éxito extraordinario.
A pesar de lo anteriormente señalado, donde se puede contemplar con más claridad el éxito de la masonería es en el terreno electoral. De hecho, impresiona la manera en que las distintas logias lograron colocar a sus miembros en las listas electorales. Los ejemplos, al respecto, resultan, una vez más, harto reveladores. En la zona de jurisdicción del Mediodía de 108 candidatos elegidos, 53 eran masones; en la zona regional madrileña, la Centro, los candidatos masones elegidos fueron 23 de 35; en la zona de la Gran regional de Levante, de los 37 candidatos elegidos, 25 fueron masones; en la zona regional nordeste, de los 49 candidatos, 14 fueron masones; en Canarias, finalmente, de 11 candidatos elegidos, 4 fueron masones. Las cifras completas de masones diputados varían según los autores, pero en cualquier caso son muy elevadas aún sin contar la escasa extensión demográfica del movimiento. De los 470 diputados, según Ferrer Benemeli, 183 tenían conexión con la masonería. Sin embargo, las logias Villacampa, Floridablanca y Resurrección de La Línea afirmaban en octubre de 1931 que en las Cortes había 160 diputados masones, razón por la cual contaban con la fuerza suficiente para lograr la disolución de las órdenes religiosas. Finalmente, María Dolores Gómez Molleda ha proporcionado una lista de 151 diputados masones que debería considerarse un mínimo. En cualquiera de los casos hay que convenir que se trata de una proporción extraordinaria de las Cortes y que demuestra una capacidad organizativa asombrosa. De hecho, el poder de la masonería llegó hasta el extremo de poder imponer como candidatos en provincias a un número de madrileños —una de las provincias donde había más afiliados— realmente muy elevado. Los criterios de funcionalidad de las logias lograron —al parecer sin mucha dificultad— vencer totalmente los localismos.
El peso de la masonería ni siquiera se vio frenado por una barrera generalmente tan rígida como las diferencias entre partidos. Estuvo presente en la totalidad de las fuerzas republicanas y con una pujanza enorme. De los dos diputados liberal-demócratas, 1 era masón; de los 12 federales, 7; de los 30 de la Esquerra, 11; de los 30 de Acción Republicana, 16; de los 52 radical-socialistas, 30; de los 90 radicales, 43 e incluso de los 114 del PSOE, 35. A éstos habría que añadir otros 8 diputados masones pertenecientes a otros grupos. En otras palabras, la masonería extendía su influencia sobre partidos de izquierdas y de derechas, jacobinos y nacionalistas, incluso sobre los marxistas revolucionarios como el PSOE cuyos diputados, por lo visto, no tenían ningún problema en conciliar el materialismo dialéctico con la creencia en el Gran Arquitecto. Con esas Cortes —y esos ministros— iba a abordarse la tarea de redacción de la nueva constitución republicana, base del régimen nacido de una cadena continua de conspiraciones que, finalmente, triunfaron el 14 de abril de 1931.
Durante los meses siguientes —y de nuevo resulta un tanto chocante desde nuestra perspectiva actual— el tema religioso se convirtió en la cuestión estrella del nuevo régimen por encima de problemáticas como la propia reforma agraria. La razón no era otra que lo que se contemplaba, desde la perspectiva de la masonería, como una lucha por las almas y los corazones de los españoles. No se trataba únicamente de separar la Iglesia y el Estado como en otras naciones sino, siguiendo el modelo jacobino francés, de triturar la influencia católica sustituyéndola por otra laicista. Justo es reconocer, sin embargo, que la masonería no se hallaba sola en ese empeño aunque sí fuera una de sus principales impulsoras. Para buena parte de los republicanos de clases medias —un sector social enormemente frustrado y resentido por su mínimo papel en la monarquía parlamentaria fenecida— la Iglesia católica era un adversario al que había que castigar por su papel en el sostenimiento del régimen derrocado. Por su parte, para los movimientos obreristas —comunistas, socialistas y anarquistas— se trataba por añadidura de una rival social que debía ser no sólo orillado sino vencido sin concesión alguna. Es verdad que frente a esas corrientes claramente mayoritarias en el campo republicano hubo posiciones más templadas como las de los miembros de la Institución libre de enseñanza o la de la Agrupación al servicio de la República, pero, en términos generales, no pasaron de ser la excepción que confirmaba una regla generalizada.
A pesar de todo lo anterior, inicialmente la comisión destinada a redactar un proyecto de Constitución para que fuera debatido por las Cortes constituyentes se inclinó por un enfoque del tema religioso que recuerda considerablemente al consagrado en la actual Constitución española de 1978. En él, se recogía la separación de Iglesia y Estado, y la libertad de cultos pero, a la vez, se reconocía a la Iglesia católica un estatus especial como entidad de derecho público reconociendo una realidad histórica y social innegable. La Agrupación al servicio de la República —y especialmente Ortega y Gasset— defendería esa postura por considerarla la más apropiada y por unos días algún observador ingenuo hubiera podido pensar que sería la definitiva. Si no sucedió así se debió de manera innegable a la influencia masónica.
De hecho, durante los primeros meses de existencia del nuevo régimen la propaganda de las logias tuvo un tinte marcadamente anticlerical y planteó como supuestos políticos irrenunciables la eliminación de la enseñanza confesional en la escuela pública, la desaparición de la escuela confesional católica y la negación a la Iglesia católica incluso de los derechos y libertades propios de una institución privada. Desde luego, con ese contexto especialmente agresivo, no deja de ser significativo que se nombrara Director general de primera enseñanza al conocido masón Rodolfo Llopis —que con el tiempo llegaría a secretario general del PSOE— cuyos decretos y circulares de mayo de 1931 ya buscaron implantar un sistema laicista y colocar a la Iglesia católica contra las cuerdas. Se trataba de unos éxitos iniciales nada desdeñables y en el curso de los meses siguientes, la masonería lograría dos nuevos triunfos con ocasión del artículo 26 de la Constitución y de la Ley de confesiones y congregaciones religiosas complementaria de aquél. En su consecución resultó esencial el apoyo de los diputados y ministros masones, un apoyo que no fue fruto de la espontaneidad sino de un plan claramente pergeñado.
Ha sido el propio Vidarte —masón y socialista— el que ha recordado cómo «antes de empezar la discusión los diputados masones recibimos, a manera de recordatorio, una carta del Gran Oriente (sic) en la que marcaba las aspiraciones de la masonería española y nos pedía el más cuidadoso estudio de la Constitución». Desde luego, las directrices masónicas no se limitaron a cartas o comunicados de carácter oficial. De hecho, se celebraron una serie de reuniones entre diputados masones, sin hacer distinciones de carácter partidista, durante el mes de agosto de 1931 para fijar criterios unitarios de acción política. Así, no resulta sorprendente que durante los debates del 27 de agosto al 1 de octubre, los diputados masones fueran logrando de manera realmente espectacular que se radicalizaran las posiciones de la cámara de tal manera que el proyecto de la comisión se viera alterado sustancialmente en relación con el tema religioso. Esa radicalidad fue asumida por el PSOE y los radical-socialistas, e incluso la Esquerra catalana suscribió un voto particular a favor de la disolución de las órdenes religiosas y de la nacionalización de sus bienes, eso sí, insistiendo en que no debían salir de Cataluña los que allí estuvieran localizados. En ese contexto claramente delimitado ya en contra del moderado proyecto inicial y a favor de una visión masónicamente laicista se llevó a cabo el debate último del que saldría el texto constitucional.
Como hemos señalado, al fin y a la postre, no se trataba de abordar un tema meramente político sino del enfrentamiento feroz entre dos cosmovisiones hasta el punto de que a cada paso volvía a aparecer la cuestión religiosa. Así, por ejemplo, cuando se discutió la oportunidad de otorgar el voto a la mujer —una propuesta ante la que desconfiaba la izquierda por pensar que podía escorarse el sufragio femenino hacia la derecha— fueron varios los diputados que aprovecharon para atacar a las órdenes religiosas que eran «asesoras ideológicas de la mujer», asesoras, obviamente, nada favorables a otro tipo de asesoramiento que procediera de la masonería o de la izquierda.
El 29 de septiembre y el 7 de octubre se presentaron dos textos que abogaban por la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disolución de las órdenes religiosas. Los firmaban los masones Ramón Franco y Humberto Torres y recogían un conjunto de firmas mayoritariamente masónicas. Otras dos enmiendas más surgidas de los radical-socialistas y del PSOE fueron en la misma dirección y —no sorprende— contaron con un respaldo que era mayoritariamente masónico. En apariencia, los distintos grupos del parlamento apoyaban las posiciones más radicales; en realidad, buen número de diputados masones —secundados por algunos que no lo eran— estaban empujando a sus partidos en esa dirección. Cuando el 8 de octubre se abrió el debate definitivo —que duraría hasta el día 10— los masones estaban más que preparados para lograr imponer sus posiciones en materia religiosa y de enseñanza, posiciones que, por añadidura, podían quedar consagradas de manera definitiva en el texto constitucional.
El resultado del enfrentamiento no pudo resultar más revelador. Ciertamente siguió existiendo un intento moderado por mantener el texto inicial y no enconar las posturas pero fracasó totalmente ante la alianza radical del PSOE, los radical-socialistas y la Esquerra. El resultado final de las maniobras parlamentarias y la acción mediática y callejera difícilmente pudo saldarse con mayor éxito. En el texto constitucional, quedó plasmado no el contenido de la comisión inicial que pretendía mantener la separación de la Iglesia y el Estado a la vez que se permitía un cierto status para la Iglesia católica y se respetaba la existencia de las comunidades religiosas y su papel en la enseñanza. Por el contrario, la ley máxima de la república recogió la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de que las órdenes religiosas se dedicaran a la enseñanza y el encasillamiento de la Iglesia católica en una situación legal no por difusa menos negativa.
El triunfo de la masonería había resultado, por lo tanto, innegable, pero sus consecuencias fueron, al fin y a la postre, profundamente negativas. De entrada, la Constitución no quedó perfilada como un texto que diera cabida a todos los españoles fuera cual fuera su ideología sino que se consagró como la victoria de una visión ideológica estrechamente sectaria sobre otra que, sea cual sea el juicio que nos merezca, gozaba de un enorme arraigo popular. En este caso, la masonería había vencido, pero a costa de humillar a los católicos y de causar daños a la convivencia y al desarrollo pacífico del país, por ejemplo, al eliminar de la educación centros indispensables tan sólo porque estaban vinculados con órdenes religiosas. Ese enfrentamiento civil fue, sin duda, un precio excesivo para la victoria de las logias. Como indicaría el propio presidente de la República, Alcalá Zamora, la Constitución, al fin y a la postre, no procedía de unas Cortes que «adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una Asamblea representativa: Que no lo eran, como cabal ni aproximada coincidencia de la estable, verdadera y permanente opinión española…»[96] La Constitución, según el mismo testimonio, «se dictó, efectivamente, o se planeó sin mirar a esa realidad nacional… se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos e intereses de partido, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España».[97] En esa Constitución, redactada por una minoría, se consagraría no tanto una visión democrática como el triunfo de los vencedores de la crisis de abril de 1931 y el seguimiento de un modelo político semejante al de México. El resultado —señalaría Alcalá Zamora en este texto escrito antes de 1934— fue «una Constitución que invitaba a la guerra civil, desde lo dogmático, en que impera la pasión sobre la serenidad justiciera, a lo orgánico, en que la improvisación, el equilibrio inestable, sustituyen a la experiencia y a la construcción sólida de poderes».[98]
Precisamente ese sectarismo sería funesto para los intentos de reforma del gobierno republicano-socialista. La reforma militar impulsada por Azaña[99] quedó reducida a una remodelación llevada a cabo por un gabinete técnico presidido por Hernández Saravia. Al primar en él, más las consideraciones ideológicas que la eficacia militar, el ejército resultante no sólo no quedó convertido en unas fuerzas armadas modernas, sino en el resultado de una política sectaria en la que se pretendían sustituir los méritos profesionales por la adhesión al nuevo poder republicano. No fue un ejército mejor; sólo más injusto y más republicano en el sentido estrecho de los revolucionarios de 1931.
Algo similar sucedió con la reforma educativa.[100] Debería haber colocado la educación a disposición de todos los españoles. Sin embargo, al suprimir la enseñanza confesional que realizaba esa labor social para buena parte de los escolares españoles, especialmente los que pertenecían a sectores más humildes de la población, el gobierno tan sólo consiguió eliminar buena parte del entramado educativo antes de haber podido sustituirlo por otro.
No menos grave fue la incompetencia económica de la coalición republicano-socialista. Consecuencia directa de ella fue no sólo que se frustrara totalmente la realización de una reforma agraria de enorme importancia a la sazón,[101] sino que además se agudizara la tensión social con normativas —como la ley de términos— que, supuestamente, favorecían a los trabajadores pero que, en realidad, provocaron una contracción del empleo y arrojaron un peso insoportable sobre empresarios pequeños y medianos. Todos estos proyectos de reforma podían ser calificados de necesarios e incluso eran indispensables para el nuevo régimen. Sin embargo, el sectarismo ideológico con que se llevaron a cabo acabó frustrándolos.
A todo lo anterior, hay que añadir además la acción violenta de un sector importante de las izquierdas encaminada directamente a aniquilar la república. En el caso de los anarquistas, su voluntad de destruirla se manifestó desde el principio de manera inequívoca. El mismo mes de abril de 1931 Durruti afirmó:
Si fuéramos republicanos, afirmaríamos que el Gobierno provisional se va a mostrar incapaz de asegurarnos el triunfo de aquello que el pueblo le ha proporcionado. Pero, como somos auténticos trabajadores, decimos que, siguiendo por ese camino, es muy posible que el país se encuentre cualquier día de éstos al borde de la guerra civil. La República apenas si nos interesa… en tanto que anarquistas, debemos declarar que nuestras actividades no han estado nunca, ni lo estarán tampoco ahora, al servicio de… ningún Estado.
No se trataba de meras palabras ni tampoco se limitaban a los anarquistas. En enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron sendos motines armados en los que hallaron, primero, la muerte agentes del orden público para luego desembocar en una durísima represión. El día 19 del mismo mes, los anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat[102] que duró tan sólo tres días y que fue reprimida por las fuerzas de orden público. Durruti, uno de los incitadores de la revuelta, fue detenido, pero a finales de año se encontraba nuevamente en libertad e incitaba a un nuevo estallido revolucionario a una organización como la CNT-FAI que, a la sazón, contaba con más de un millón de afiliados.[103]
De manera nada sorprendente, en enero de 1933, se produjo un nuevo intento revolucionario de signo anarquista. Su alcance se limitó a algunas zonas de Cádiz, como fue el caso del pueblo de Casas Viejas. El episodio tendría pésimas consecuencias para el gobierno de izquierdas ya que la represión de los sublevados sería durísima e incluiría el fusilamiento ilegal de algunos de los detenidos y, por añadidura, los oficiales que la llevaron a cabo insistirían en que sus órdenes habían procedido del mismo Azaña.23 Aunque las Cortes reiterarían su confianza al gobierno, sus días estaban contados. A lo largo de un bienio, podía señalarse que la situación política era aún peor que cuando se había proclamado la República. El gobierno republicano había fracasado en sus grandes proyectos políticos, había gestionado pésimamente la economía nacional y había sido incapaz de evitar la radicalización de una izquierda revolucionaria formada no sólo por los anarquistas sino también por el PSOE que pasaba por un proceso que se definió como «bolchevización» y que se caracterizó por la aniquilación de los partidarios, como Julián Besteiro, de una política reformista y parlamentaria y el triunfo de aquellos que (como Largo Caballero) propugnaban la revolución violenta que destruyera la república e instaurara la dictadura del proletariado. En tan sólo un año, la acción de estas fuerzas de izquierdas sumada a la de los nacionalistas catalanes ocasionaría una catástrofe que aniquilaría la posibilidad de supervivencia de la república.
El embate de las izquierdas obreristas ansiosas por implantar su utopía sería seguido —como en Rusia, como en Finlandia, como en México— por la reacción de las derechas. Esa reacción fue mayoritariamente pacífica y tenía como finalidad la integración en un sistema que les era hostil. Así, durante la primavera y el verano de 1932, la violencia revolucionaria de las izquierdas, y la redacción del Estatuto de autonomía de Cataluña y del proyecto de ley de reforma agraria impulsaron, entre otras consecuencias, un intento de golpe capitaneado por Sanjurjo. Sin embargo, éste careció de un apoyo mínimo —lo que provocó su fracaso estrepitoso en agosto— y los esfuerzos de las derechas se encauzaron hacia la creación de una alternativa electoral a las fuerzas que habían liquidado el sistema parlamentario anterior a abril de 1931. De esta manera, entre el 28 de febrero y el 5 de marzo, tuvo lugar la fundación de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) —una coalición de fuerzas de derechas y católicas— y la aceptación formal del sistema republicano.
La reacción de Azaña ante la respuesta de las derechas fue intentar asegurarse la permanencia en el poder mediante la articulación de mecanismos legales concretos. Si desde un principio, las izquierdas habían intentado controlar los medios a través de la ley de defensa de la República que permitía cerrar aquellos considerados hostiles, el 25 de julio de 1933 se aprobó una ley de orden público que dotaba al gobierno de una enorme capacidad de represión y unos considerables poderes para limitar todavía más la libertad de expresión. Antes de que concluyera el mes, Azaña —que intentaba evitar unas elecciones sobre cuyo resultado no era optimista— lograba asimismo la aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Mediante un mecanismo semejante, Azaña pretendía contar con una mayoría considerable en unas Cortes futuras aunque la misma realmente no se correspondiera con la proporción de votos obtenidos en las urnas. Sin embargo, a pesar de contar con estas posibilidades, durante el verano de 1933 Azaña se resistió a convocar elecciones. Fueron precisamente en aquellos meses estivales cuando se consagró la «bolchevización» del PSOE. En la escuela de verano del PSOE en Torrelodones, los jóvenes socialistas celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la consagración entusiasta de Largo Caballero al que se aclamó como el «Lenin español». El modelo propugnado por los socialistas no podía resultar, pues, más obvio sobre todo en una época en que el PCE era un partido insignificante. Los acontecimientos se iban a precipitar a partir de entonces, el 3 de septiembre de 1933, el gobierno republicano-socialista sufrió una derrota espectacular en las elecciones generales para el Tribunal de garantías y cinco días después cayó.
Finalmente, el 19 de noviembre tuvieron lugar las nuevas elecciones. En ellas votó el 67,46 por ciento del censo electoral y las mujeres por primera vez.[105] Las derechas obtuvieron 3 365 700 votos, el centro 2 051 500 y las izquierdas 3 118 000. Sin embargo, el sistema electoral —que favorecía, por decisión directa de Azaña, las grandes agrupaciones— se tradujo en que las derechas, que se habían unido para las elecciones, obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas con una diferencia entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos.[106]
Azaña intentó en aquellos momentos que Alcalá Zamora impidiera su desalojo del poder apelando a una teórica legitimidad republicana que, al parecer, pesaba más que la voluntad popular expresada en las urnas. Alcalá Zamora no accedió a las presiones antidemocráticas de Azaña, pero tampoco estaba dispuesto a permitir que gobernaran los ganadores de las elecciones. En puridad, la fuerza mayoritaria —la CEDA— tendría que haber sido encargada de formar gobierno, pero las izquierdas que habían traído la segunda república no estaban dispuestas a consentirlo a pesar de su indudable triunfo electoral y Alcalá Zamora lo aceptó encomendando la misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico, pero en minoría, que se había ido desplazando hacia la derecha por el sectarismo de Azaña. Sin embargo, semejante salida no pareció suficiente al PSOE y a los nacionalistas catalanes que comenzaron a urdir una conspiración armada que acabara con un gobierno de centro-derecha elegido democráticamente. Semejante acto revestía una enorme gravedad porque no eran fuerzas exteriores al parlamento —como había sido el caso de los anarquistas en 1932 y 1933— sino partidos con representación parlamentaria los que estaban dispuestos a torcer el resultado de las urnas por la fuerza de las armas.[107]
Aunque la propaganda de izquierdas ha insistido en que el alzamiento socialista-nacionalista fue una reacción espontánea a la entrada de la CEDA en el gobierno en octubre, la realidad histórica es totalmente distinta. De hecho, los llamamientos a la revolución fueron muy anteriores, además de numerosos, claros y contundentes. El 3 de enero de 1934, por ejemplo, la prensa del PSOE[108] publicaba unas declaraciones de Indalecio Prieto que ponían de manifiesto el clima que reinaba en su partido:
Y ahora piden concordia. Es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades… ¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal. ¿Concordia? Sí, pero entre los proletarios de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!
No se trataba de un mero exabrupto. El 4 de febrero, el mismo Indalecio Prieto llamaba a la revolución en un discurso pronunciado en el coliseo Pardiñas. Ese mismo mes, la CNT propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que respondió el socialista Largo Caballero con la de las Alianzas Obreras. Su finalidad no era laboral sino eminentemente política: aniquilar el sistema parlamentario y llevar a cabo la revolución. A finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva revolucionaria en el campo que reprimió enérgicamente Salazar Alonso, el ministro de Gobernación. A esas alturas, el gobierno contaba con datos referidos a una insurrección armada que se preparaba y en la que tendrían un papel importante no sólo el PSOE sino también los nacionalistas catalanes y algunos republicanos de izquierdas. No se trataba de rumores sino de afirmaciones de parte. La prensa del PSOE,[109] por ejemplo, señalaba que las teorías de Frente popular propugnadas por los comunistas a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían «las aspiraciones trabajadoras de conquistar el Poder para establecer su hegemonía de clase». Por el contrario, las Alianzas Obreras, propugnadas por Largo Caballero, eran «instrumento de insurrección y organismo de Poder». A continuación El Socialista trazaba un obvio paralelo con la revolución bolchevique:
Dentro de las diferencias raciales que tienen los soviets rusos, se puede encontrar, sin embargo, una columna vertebral semejante. Los comunistas hacen hincapié en la organización de soviets que preparen la conquista insurreccional y sostengan después el Poder obrero. En definitiva, esto persiguen las Alianzas.
Si de algo se puede acusar a los medios socialistas en esa época no es de hipocresía. Renovación[110] anunciaba en el verano de 1934 refiriéndose a la futura revolución:
¿Programa de acción? —Supresión a rajatabla de todos los núcleos de fuerza armada desparramada por los campos —Supresión de todas las personas que por su situación económica o por sus antecedentes, puedan ser una rémora para la revolución.
Zinóviev, Trotsky o Lenin difícilmente hubieran podido explicarlo con más claridad. Semejantes afirmaciones que mostraban una clara voluntad de acabar con el sistema parlamentario sustituyéndolo por uno similar al soviético debían haber causado seria preocupación en el terreno de los republicanos de izquierdas. Sin embargo, para éstos el enemigo que debía ser abatido no era otro que el centro y la derecha. Al respecto, el 30 de agosto, Azaña realizaba unas declaraciones ante las que nadie se podía llamar a engaño. De acuerdo con las mismas, las izquierdas no estaban dispuestas a consentir que la CEDA entrara en el gobierno por más que las urnas la hubieran convertido en la primera fuerza parlamentaria. Si la CEDA insistía en entrar en un gobierno de acuerdo con un derecho que, en puridad democrática, le correspondía, las izquierdas se opondrían incluso yendo contra la legalidad. «Estaríamos —diría Azaña— de toda fidelidad… habríamos de conquistar a pecho descubierto las garantías». Los anuncios de Azaña, de Prieto, de Largo Caballero, de tantos otros personajes de la izquierda no eran sino una consecuencia realmente lógica de toda una visión política que no había dejado de avanzar desde finales del siglo XIX y que, entre otras consecuencias, había tenido la de aniquilar la monarquía parlamentaria. El parlamento —y las votaciones que lo habían configurado— sólo resultaba legítimo, en la práctica, en la medida en que servía para respaldar el propósito de las fuerzas mencionadas. Cuando el resultado en las urnas no sancionaba la victoria de ese bloque político, el parlamento debía ser rebasado y acallado desde la calle recurriendo incluso a la violencia. Para el PSOE, el PCE y la CNT, el paso siguiente sólo podía ser la revolución.
El 9 de septiembre de 1934, la Guardia Civil descubrió un importante alijo de armas que, a bordo del Turquesa, se hallaba en la ría asturiana de Pravia. Una parte de las armas había sido ya desembarcada y, siguiendo órdenes de Indalecio Prieto, transportada en camiones de la Diputación provincial controlada a la sazón por el PSOE. La finalidad del alijo no era otra que armar a los socialistas preparados para la sublevación. No en vano el 25 de septiembre El Socialista anunciaba: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita la guerra». Dos días después, El Socialista remachaba: «El mes próximo puede ser nuestro octubre. Nos aguardan días de prueba, jornadas duras. La responsabilidad del proletariado español y sus cabezas directoras es enorme. Tenemos nuestro Ejército a la espera de ser movilizado».
Ese mismo día, moría en Barcelona el ex ministro Jaime Garner. Azaña, en compañía de otros dirigentes republicanos, se dirigió a la Ciudad Condal. Sin embargo, a pesar de conocer entonces lo que tramaban socialistas y catalanistas, no informó a las autoridades republicanas y decidió quedarse en la ciudad a la espera de los acontecimientos. Antes de concluir el mes, el Comité central del PCE anunciaba su apoyo a un frente único con finalidad revolucionaria.[111]
El 1 de octubre, cuando las izquierdas llevaban casi un año anunciando su propósito de desencadenar una guerra revolucionaria, Gil Robles exigió la entrada de la CEDA en el gobierno de Lerroux. Sin embargo, en una clara muestra de moderación política, Gil Robles ni exigió la presidencia del gabinete (que le hubiera correspondido en puridad democrática) ni tampoco la mayoría de las carteras. El 4 de octubre entrarían, finalmente, tres ministros de la CEDA en el nuevo gobierno, todos ellos de una trayectoria intachable: el catalán y antiguo catalanista Oriol Anguera de Sojo, el regionalista navarro Aizpún y el sevillano Manuel Giménez Fernández que se había declarado expresamente republicano y que defendía la realización de la reforma agraria.
La presencia de ministros cedistas en el gabinete fue aprovechada como excusa por parte del PSOE y de los catalanistas para poner en marcha un proceso de insurrección armada que, como hemos visto, venía fraguándose desde hacía meses. Tras un despliegue de agresividad de la prensa de izquierdas el 5 de octubre, el día 6 tuvo lugar la sublevación. El carácter violento de la misma quedó de manifiesto desde el principio. En Guipúzcoa, por ejemplo, los alzados asesinaron al empresario Marcelino Oreja Elósegui. En Barcelona, el dirigente de la Esquerra Republicana, Companys proclamó desde el balcón principal del palacio presidencial de la Generalidad «el Estat Catalá dentro de la República federal española» e invitó a «los dirigentes de la protesta general contra el fascismo a establecer en Cataluña el gobierno provisional de la República». Sin embargo, ni el gobierno republicano era fascista, ni los dirigentes de izquierdas recibieron el apoyo que esperaban de la calle ni la Guardia Civil o la de Asalto se sumaron al levantamiento. La Generalidad se rindió así a las seis y cuarto de la mañana del 7 de octubre, mientras algunos de los dirigentes nacionalistas se ponían a salvo huyendo por las alcantarillas de Barcelona.
El fracaso del golpe armado en Cataluña tuvo claros paralelos en la mayoría de España. Ni el ejército —con el que el PSOE había mantenido contactos— ni las masas populares se sumaron al golpe de estado nacionalista-socialista y éste fracasó al cabo de unas horas. La única excepción a esta tónica general fue Asturias donde los alzados contra el gobierno legítimo de la República lograron un éxito inicial y dieron comienzo a un proceso revolucionario que marcaría la pauta para lo que sería la guerra civil de 1936. La desigualdad inicial de fuerzas fue verdaderamente extraordinaria. Los alzados contaban con un ejército de unos treinta mil mineros bien pertrechados gracias a las fábricas de armas de Oviedo y Trubia y bajo la dirección de miembros del PSOE como Ramón González Peña, Belarmino Tomás y Teodomiro Menéndez aunque una tercera parte de los insurrectos pudo pertenecer a la CNT. Sus objetivos eran dominar hacia el sur el puerto de Pajares para llevar la revolución hasta las cuencas mineras de León y desde allí, con la complicidad del sindicato ferroviario de la UGT, al resto de España y apoderarse de Oviedo. Frente a los sublevados había mil seiscientos soldados y unos novecientos guardias civiles y de asalto que contaban con el apoyo de civiles en Oviedo, Luarca, Gijón, Avilés y el campo.
La acción de los revolucionarios siguió patrones que recordaban trágicamente los males sufridos en Rusia y Finlandia. Mientras se procedía a detener e incluso a asesinar a gente inocente tan sólo por su pertenencia a un segmento social concreto, se desataba una oleada de violencia contra el catolicismo que incluyó desde la quema y profanación de lugares de culto —incluyendo el intento de volar la Cámara santa— al fusilamiento de religiosos. Los episodios resultaron numerosos y recordaban las atrocidades de los bolcheviques contra los cristianos rusos o las del ejército mexicano contra los católicos. Así, el día 7 de octubre, la totalidad de los seminaristas de Oviedo —seis— fue pasada por las armas al descubrirse su presencia, siendo el más joven de ellos un muchacho de dieciséis años. Lo mismo sucedió con los ocho hermanos de las Escuelas cristianas y de un padre pasionista que se ocupaban de una escuela en Turón, un pueblo en el centro de un valle minero. Tras concentrarlos en la casa del pueblo, un comité los condenó a muerte considerando que al ocuparse de la educación de buena parte de los niños de la localidad tenían una influencia indebida sobre ellos. El 9 de octubre de 1934, poco después de la una de la madrugada, la sentencia fue ejecutada en el cementerio y, a continuación, se les enterró en una fosa especialmente cavada para el caso. De manera no difícil de comprender, los habitantes de Turón que habían sido testigos de sus esfuerzos educativos y de la manera en que se había producido la muerte los consideraron mártires de la fe desde el primer momento. Serían beatificados en 1990 y canonizados el 21 de noviembre de 1999. Formarían así parte del grupo de los diez primeros santos españoles canonizados por martirio.[112]
Los partidarios de la revolución —como en Rusia— habían decidido exterminar a sectores enteros de la población y para llevar a cabo ese objetivo no estaban dispuestos a dejarse limitar por garantías judiciales de ningún tipo. Poca duda cabe de que la diferencia de medios existente entre los alzados y las fuerzas de orden hubiera podido ser fatal para la legalidad republicana de no haber tomado el 5 de octubre el ministro Diego Hidalgo la decisión de nombrar asesor especial para reprimir el alzamiento al general Francisco Franco. Una de las primeras medidas tomadas por Franco, a ejemplo de lo que había hecho Azaña tiempo atrás para acabar con los anarquistas sublevados, fue trasladar a las fuerzas africanas al lugar de la lucha. Así, legionarios y regulares desembarcaron en Gijón para marchar hacia Oviedo donde enlazaron con una pequeña columna que se hallaba al mando de Eduardo López Ochoa, uno de los conspiradores que había impulsado la proclamación de la república años atrás. El bloqueo de los puertos asturianos y la presencia del ejército de África significaba el final de la revolución, pero aún fue necesaria otra semana más para acabar con los focos de resistencia de los insurrectos. De manera bien significativa, entre los oficiales que combatieron contra los sublevados del PSOE se hallaba el capitán Rodríguez Lozano, abuelo de José Luis Rodríguez Zapatero, que sería décadas después presidente del gobierno socialista en España.
El 16 de octubre de 1934, a unas horas de su derrota definitiva, el Comité provincial revolucionario lanzaba un manifiesto donde volvía a incidir en algunos de los aspectos fundamentales de la sublevación:
¡Obreros: en pie de guerra! ¡Se juega la última carta!
Nosotros organizamos sobre la marcha el Ejército Rojo…
Lo repetimos: En pie de guerra. ¡Hermanos!, el mundo nos observa. España, la España productora, confía su redención a nuestros triunfos. ¡Que Asturias sea un baluarte inexpugnable!
Y si su Bastilla fuera tan asediada, sepamos, antes que entregarla al enemigo, confundir a éste entre escombros, no dejando piedra sobre piedra.
Rusia, la patria del proletariado, nos ayudará a construir sobre las cenizas de lo podrido el sólido edificio marxista que nos cobije para siempre.
Adelante la revolución. ¡Viva la dictadura del proletariado![113]
Durante la tarde del día 18, el socialista Belarmino Tomás negoció la capitulación con López Ochoa. La sublevación armada que, alzándose contra el gobierno legítimamente constituido de la República, había intentado aniquilar el sistema parlamentario e implantar la dictadura del proletariado había fracasado en términos militares. El balance de las dos semanas de revolución socialista-nacionalista fue, ciertamente, sobrecogedor.[114] Los revolucionarios asesinaron durante el tiempo que ejercieron el poder a un número de personas situado entre las 85 y las 115. Entre ellas se encontraban, según cifras perfectamente contrastadas, 28 religiosos o seminaristas, 43 militares y guardias y 14 paisanos, siendo posible que el número de guardias asesinados ascendiera incluso a 70. Las fuerzas gubernamentales dieron muerte a un máximo de 88 personas, de las que cuatro fueron fusiladas judicialmente. En combate murieron 256 miembros de las fuerzas de seguridad del estado y del ejército y hubo 903 heridos además de 7 desaparecidos. Entre los paisanos, los muertos llegaron al medio millar. Como puede apreciarse, la propaganda exterior de las izquierdas sobre una terrible represión desencadenada por las fuerzas de seguridad del Estado no se sostiene a la luz de las cifras señaladas. Sí resulta innegable la sangría que para éstas significó la revolución.
Por lo que se refería a los daños materiales ocasionados por los sublevados habían sido muy cuantiosos y afectado a 58 iglesias, 26 fábricas, 58 puentes, 63 edificios particulares y 730 edificios públicos. Además los izquierdistas habían realizado destrozos en 66 puntos del ferrocarril y 31 de las carreteras. Asimismo ingresaron en prisión unas quince mil personas por su participación en el alzamiento armado, pero durante los meses siguientes fueron saliendo en libertad en su mayor parte. Sin embargo, el mayor coste del alzamiento protagonizado por los nacionalistas catalanes, el PSOE, la CNT y, en menor medida, el PCE, fue político. Con su desencadenamiento, las izquierdas habían dejado de manifiesto que la república parlamentaria carecía de sentido para ellas, que no estaban dispuestas a aceptar el veredicto de las urnas si les resultaba contrario, que su objetivo era la implantación de la dictadura del proletariado —una meta no tan claramente abrazada por los nacionalistas catalanes— y que, llegado el caso, no dudarían en recurrir a la violencia armada para lograr sus objetivos. Sería precisamente el republicano Salvador de Madariaga el que levantara acta de lo que acababa de suceder con aquella revolución frustrada de 1934:
El alzamiento de 1934 es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hace ya tiempo. El argumento de que el señor Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era, a la vez, hipócrita y falso. Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936.[115]
La guerra civil no comenzó —como han alegado algunos autores—[116] en octubre de 1934. Sin embargo, a partir de la sublevación socialista-nacionalista de 1934 quedó trágicamente de manifiesto que las izquierdas no respetarían la legalidad republicana y se acrecentó el miedo de las derechas a un nuevo estallido revolucionario que acabara con el sistema parlamentario y, exterminando a sectores enteros de la población, desencadenara una revolución cruenta. Quizá un cambio de actitud por parte de las izquierdas que habían derribado en 1931 la monarquía parlamentaria hubiera podido evitarlo. Sin embargo, por desgracia para España, ambos temores se verían confirmados antes de un bienio.
La batalla política que se extendió desde el fracaso de la revolución de 1934 hasta la llegada al poder del Frente popular en febrero de 1936 discurrió fundamentalmente en el terreno de las manifestaciones y fuera del parlamento. En teoría —y más si se atendía a las manifestaciones de las izquierdas— el gobierno de centro-derecha podría haber aniquilado poniéndolas fuera de la ley a formaciones como el PSOE, la CNT o la Esquerra Republicana que habían participado abierta y violentamente en un alzamiento armado contra la legitimidad gubernamental y la legalidad republicana. Sin embargo, la conducta seguida por las derechas fue muy distinta. Ciertamente, el 2 de enero de 1935 se aprobó por ley la suspensión del Estatuto de autonomía de Cataluña, pero, a la vez, bajo su impulso tuvo lugar el único esfuerzo legal y práctico que mereció en todo el período republicano el nombre de reforma agraria. Como señalaría el socialista Gabriel Mario de Coca, «los gobiernos derechistas asentaron a veinte mil campesinos, y bajo las Cortes reaccionarias de 1933 se efectuó el único avance social realizado por la República». No se redujo a eso su política. Federico Salmón, ministro de Trabajo, y Luis Lucía, ministro de Obras Públicas, redactaron un «gran plan de obras pequeñas» para paliar el paro; se aprobó una nueva ley de arrendamientos urbanos que defendía a los inquilinos; se inició una reforma hacendística de calado debida a Joaquín Chapaprieta y, encaminada a lograr la necesaria estabilización; y Gil Robles, ministro de la Guerra, llevó a cabo una reforma militar de enorme relevancia y en la que primaron los aspectos técnicos sobre los partidistas. Consideradas con perspectiva histórica, todas estas medidas denotaban un impulso sensato y realista por abordar los problemas del país desde una perspectiva más basada en el análisis y el trabajo técnicos y especializados que en el seguimiento de recetas utópicas. Fue precisamente desde el terreno de las utopías izquierdistas y nacionalistas desde donde se planteó la obstrucción a todas aquellas medidas a la vez que se lanzaba una campaña propagandística destinada a desacreditar al gobierno y sustentada en los relatos, absolutamente demagógicos, de las supuestas atrocidades de las fuerzas del orden en el sofocamiento de la revolución de octubre.[117]
A lo anterior, se unió en septiembre de 1935 el estallido del escándalo del estraperlo. Strauss y Perl, los personajes que le darían nombre, eran dos centroeuropeos que habían inventado un sistema de juego de azar que permitía hacer trampas con relativa facilidad. Su aprobación se debió a la connivencia de algunos personajes vinculados a Lerroux, el dirigente del partido radical. Los sobornos habían alcanzado la cifra de cinco mil pesetas y algunos relojes, pero, hábilmente manejados, se convertirían en un escándalo que superó con mucho la gravedad del asunto. Strauss amenazó, en primer lugar, con el chantaje a Lerroux y cuando éste no cedió a sus pretensiones, se dirigió a Alcalá Zamora, el presidente de la república. Alcalá Zamora discutió el tema con Indalecio Prieto y Azaña y, finalmente, impulsado por éstos que veían la posibilidad de derribar al gobierno, desencadenó el escándalo. Como señalaría lúcidamente Josep Plá,[118] la administración de justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado de relevancia— pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimiento político del partido radical, una de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la república menos de cuatro años antes. La CEDA quedaba sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente —y entusiasta— agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares— desarrollaban contactos para una unificación de acciones.[119] En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un Ejército rojo. El 14 de noviembre, Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente popular. En esos mismos días, Largo Caballero salía de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista.
El año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil Robles; con una izquierda que creaba milicias y estaba decidida a ganar las siguientes elecciones para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno a Portela Valladares que atrajera un voto moderado preocupado por la agresividad de las izquierdas y una posible reacción de las derechas atemorizadas ante la perspectiva de una revolución. A esas alturas, una respuesta armada de las derechas parecía implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo minoritario;[120] los carlistas y otros grupos monárquicos carecían de fuerza. Por añadidura, en el seno del ejército, Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad violenta a la espera de la forma en que podría evolucionar la situación política. Así, al insistir en que no era el momento propicio, impidió la salida golpista.[121]
Cuando, finalmente, el 14 de diciembre de 1935, Portela Valladares formó gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para convocar elecciones. Alcalá Zamora, a instancias de las izquierdas, disolvió las Cortes (la segunda vez durante su mandato lo que implicaba una violación de la Constitución) y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936 bajo un gobierno presidido por Portela Valladares.
El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto del Frente popular como una alianza de fuerzas obreristas y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en realidad, resultaban incompatibles.
Los republicanos como Azaña y el socialista Prieto perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931 en el que la hegemonía política estaría en manos de las izquierdas en un sistema muy similar al mexicano. Para el resto de las fuerzas que formaban el Frente popular, especialmente el PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso intermedio en la lucha hacia la aniquilación de la República —ahora denominada burguesa— y la realización de una revolución que concluyera en una dictadura del proletariado. Si el socialista Luis Araquistain insistía en hallar paralelos entre España y la Rusia de 1917 donde la revolución burguesa sería seguida por una proletaria,[122] Largo Caballero difícilmente podía ser más explícito sobre las intenciones del PSOE. En el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en Alicante, el político socialista afirmaba:
Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada.
Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos.[123]
Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las elecciones, el 20 de enero, Largo Caballero anunciaba en un mitin celebrado en Linares: «… la clase obrera debe adueñarse del Poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el Poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución».[124]
El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa Largo Caballero volvía a insistir en sus tesis: «… la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas… estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia».[125]
No menos explícito sería el socialista González Peña al referirse a lo que Largo Caballero había denominado «nuestra democracia» y que, en realidad, indicaba la manera en que se comportaría el PSOE si conquistaba el poder:
… la revolución pasada (la de Asturias) se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman «juridicidad». Para la próxima revolución, es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino «de las cuestiones previas». En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de desmoche, de labor de saneamiento, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, sería llegado el momento de entregar las llaves a los juristas.
Con no menos claridad se expresaban los comunistas que eran rigurosamente obedientes a las consignas de Stalin. En febrero de 1936, José Díaz[126] dejó inequívocamente de manifiesto que la meta del PCE era «la dictadura del proletariado, los soviets» y que sus miembros no iban a renunciar a ella.
De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente popular (Unión Republicana, Izquierda republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido Sindicalista y POUM)[127] suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934[128] —reivindicada como un episodio malogrado, pero heroico— algunos de ellos lo consideraban como un paso previo, aunque indispensable, al desencadenamiento de una revolución que liquidara a su vez la Segunda República, incluso al costo, anunciado y ansiado, de iniciar una guerra civil contra las derechas.
De manera sorprendente, sus adversarios políticos centraron buena parte de la campaña electoral en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista, el triunfo del Frente popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería sino el primer paso hacia la liquidación de la república y la implantación de la dictadura del proletariado.
Para colmo de males, las elecciones de febrero de 1936 no sólo concluyeron con resultados muy parecidos para los dos bloques sino que además estuvieron inficionadas por la violencia, no sólo verbal, y el fraude en el recuento de los sufragios. Así, sobre un total de 9 716 705 votos emitidos,[129] 4 430 322 fueron para el Frente popular; 4 511 031 para las derechas y 682 825 para el centro. Otros 91 641 votos fueron emitidos en blanco o resultaron destinados a candidatos sin significación política. Sobre estas cifras resulta obvio que la mayoría de la población española se alineaba en contra del Frente popular y si a ello añadimos los fraudes electorales encaminados a privar de sus actas a diputados de centro y derecha difícilmente puede decirse que contara con el respaldo de la mayoría de la población. A todo ello hay que añadir la existencia de irregularidades en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete, entre otras, contra las candidaturas de derechas. Al fin y a la postre, este cúmulo de irregularidades se convertiría en una aplastante mayoría de escaños para el Frente popular.
En declaraciones al Journal de Geneve,[130] sería nada menos que el presidente de la república Niceto Alcalá Zamora el que reconociera la peligrosa suma de irregularidades electorales y sus consecuencias directas:
A pesar de los refuerzos sindicalistas, el «Frente Popular» obtenía solamente un poco más, muy poco, de 200 actas, en un parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia.
Primera etapa: Desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, el «Frente Popular», sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados, la que debería haber tenido lugar ante las Juntas Provinciales del Censo en el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el Poder por medio de la violencia. Crisis: algunos Gobernadores Civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados.
Segunda etapa: Conquistada la mayoría de este modo, fue fácilmente hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el «Frente Popular» eligió la Comisión de validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del «Frente Popular». Desde el momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era sino el juguete de las peores locuras.
Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de estado parlamentarios. Con el primero, se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato presidencial. Con el segundo, me revocaron.
El último obstáculo estaba descartado en el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil.
Las elecciones de febrero de 1936 se habían convertido ciertamente en la antesala de un proceso revolucionario que había fracasado en 1917 y 1934 a pesar de su éxito notable en 1931. Así, aunque el gobierno quedó constituido por republicanos de izquierdas bajo la presidencia de Azaña para dar una apariencia de moderación, no tardó en lanzarse a una serie de actos de dudosa legalidad que formarían parte esencial de la denominada «primavera trágica de 1936». Mientras Lluís Companys, el golpista de octubre de 1934, regresaba en triunfo a Barcelona para hacerse con el gobierno de la Generalidad, los detenidos por la insurrección de Asturias eran puestos en libertad en cuarenta y ocho horas y se obligaba a las empresas en las que, en no pocas ocasiones, habían causado desmanes e incluso homicidios, a readmitirlos. En paralelo, las organizaciones sindicales exigían en el campo subidas salariales de un cien por cien con lo que el paro se disparó. Entre el 1 de mayo y el 18 de julio de 1936, el agro sufrió 192 huelgas. Más grave aún fue que el 3 de marzo los socialistas empujaran a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos. Fue el pistoletazo de salida para que la Federación —socialista— de Trabajadores de la Tierra quebrara cualquier vestigio de legalidad en el campo. El 25 del mismo mes, sesenta mil campesinos ocuparon tres mil fincas en Extremadura, un acto legalizado a posteriori por un gobierno incapaz —o nada convencido de la necesidad— de mantener el orden público.
El 5 de marzo, Mundo Obrero, órgano del PCE, abogaba, pese a lo suscrito en el pacto del Frente popular por el «reconocimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario de la dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado en la forma de soviets». En paralelo, el Frente Popular desencadenaba una censura de prensa sin precedentes y procedía a una destitución masiva de los ayuntamientos que consideraba hostiles o simplemente neutrales.
Desde luego, el enorme grado de descomposición sufrido por las instituciones republicanas y por la vida social no se escapaba a los viajeros y diplomáticos extranjeros a su paso por España. Shuckburgh, uno de los funcionarios especializados en temas extranjeros del Foreign Office británico, señalaba en una minuta del 23 de marzo de 1936:
… existen dudas serias de que las autoridades, en caso de emergencia, estén realmente en disposición de adoptar una postura firme contra la extrema izquierda, que ahora se dirige con energía contra la religión y la propiedad privada. Las autoridades locales, la policía y hasta los soldados están muy influidos por ideas socialistas, y a menos que se les someta a una dirección enérgica es posible que muy pronto se vean arrastrados por elementos extremistas hasta que resulte demasiado tarde para evitar una amenaza seria contra el Estado.[131]
De manera bien significativa, el general Mola, uno de los militares esenciales en la preparación del golpe de julio de 1936 contra el Frente popular coincidía con ese análisis. En su Instrucción reservada número 1 de finales de abril de 1936 señalaría «las circunstancias gravísimas que atraviesa la nación, debido a un pacto electoral que ha tenido como consecuencia inmediata que el gobierno sea hecho prisionero de las organizaciones revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica que no existe otro medio de evitar que mediante la acción violenta». Mola señalaba además que la reacción —en parte civil y en parte militar— debía ser «en extremo violenta», con una durísima represión intimidatoria, como habían ya defendido de manera similar y previa los socialistas en sus instrucciones para el alzamiento armado de octubre de 1934. La conquista del poder debía ir seguida por la implantación de «una dictadura militar». A esas mismas conclusiones había llegado precisamente sir Henry Chilton, el embajador británico en Madrid. En un despacho dirigido el 24 de marzo de 1936 a Anthony Eden le indicaba que sólo la proclamación de una dictadura podría evitar que Largo Caballero desencadenase la revolución, ya que el dirigente del PSOE tenía la intención clara de «derribar al presidente y al gobierno de la República e instaurar un régimen soviético en España». Para justificar ese paso, Largo Caballero tenía intención de aprovechar la celebración de las elecciones municipales en abril.[132] Sin embargo, el gobierno —que recordaba otras elecciones municipales celebradas en abril y sus resultados— optó por aplazar la convocatoria electoral.
El gobierno del Frente popular podía esforzarse en dar una imagen de moderación, pero lo cierto es que para los observadores extranjeros la revolución ya había dado inicio. Así, el 13 de abril, el historiador Arthur Bryant, amigo personal del primer ministro Baldwin, le escribía una carta en la que describía una España sumergida ya en la revolución:
En España las cosas están bastante peor de lo que aquí se cree. En las grandes ciudades y centros turísticos está escondida pero en el resto de los lugares la revolución ya ha comenzado. Hice cinco mil millas por España y, salvo en Cataluña, en las paredes de todos los pueblos que visité había hoces y martillos, y en sus calles pude ver los signos innegables de un profundo odio de clases, fomentado por la agitación creciente de agentes soviéticos.[133]
Como no es difícil entender, las acciones del Frente popular censuradas por los diplomáticos británicos no habían tardado en provocar la reacción de una parte de las derechas. El 8 de marzo de 1936, en casa del agente de Cambio y Bolsa y diputado de la CEDA José Delgado y Hernández de Tejada, se celebró una reunión de generales en la que estaban presentes Franco, Orgaz, Fanjul, Kindelán, González Carrasco, Saliquet, Mola, Varela, Villegas y Rodríguez del Barrio. En el curso de la misma,[134] los militares abordaron el problema de organizar y preparar un movimiento militar que evitara la ruina y desmembración de España. El movimiento —según la opinión prudente de Franco— sólo debería tener lugar en caso de que las circunstancias lo hicieron absolutamente necesario.
Sin duda, ésta fue la reunión preliminar a la conspiración más importante pero no fue la única. Con la misma finalidad, los días 7 y 8 de marzo, Mola se entrevistó con Orgaz, Goded, Ponte, Kindelán y Saliquet; el 9, con los coroneles Ortiz de Zárate y Carrascosa y con un diputado del grupo de Lerroux y el 10 con Franco, Varela y Valentín Galarza, teniente coronel de Estado Mayor y uno de los jefes de la UME.[135] La conjura militar no pretendía tanto la liquidación de la República como la puesta en marcha de un corporativismo militar ligado a un sentimiento patriótico y antirrevolucionario. Precisamente por ello, se consideró que el motivo para el golpe sería que el nuevo Gobierno decidiera la disolución, total o parcial, del Ejército o de la Guardia Civil, y Mola, por ejemplo, insistió en mantener la bandera tricolor y el régimen republicano.
El traslado por parte del Gobierno del Frente popular de algunos de estos militares (Mola, Franco, etc.) a nuevos destinos con la finalidad de impedir que realizaran una solución de fuerza iba, paradójicamente, a ayudar a la preparación del golpe. En concreto, Mola, hasta entonces jefe del Ejército de África, fue enviado a Pamplona como jefe de la XII Brigada de Infantería y comandante militar de la plaza. Antes de acabar marzo se entrevistó con Mola el general Gonzalo González de Lara, destinado en Burgos, quien le instó a que se sublevara en Pamplona y le ofreció secundarle desde la capital castellana. Mola fue consciente de las nulas posibilidades de una acción así y rechazó el ofrecimiento. No había abandonado empero la idea del golpe.[136] Sin embargo, el carácter dirigente de Mola distaba mucho de estar todavía establecido. Así el 19 de abril, un mensajero de Valentín Galarza le comunicó la existencia de un complot fraguado por Varela, Rodríguez del Barrio y Orgaz con asistencia de Villegas, Fanjul y Saliquet. El mismo había sido desarticulado por los dos primeros al haber tenido noticias el Gobierno de lo que se estaba tramando.[137] Al día siguiente, Mola decidió tomar con mayor firmeza —y en exclusiva— las riendas de la conjura.[138]
A esas alturas, el Frente popular llevaba mucho tiempo preparándose para un choque violento. El 2 de abril, el PSOE llamaba a los socialistas, comunistas y anarquistas a «constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo». Ese mismo día, Azaña chocó con el presidente de la república, Alcalá Zamora, y decidió derribarlo con el apoyo del Frente popular. Lo consiguió el 7 de abril alegando que había disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces y logrando que las Cortes lo destituyeran con sólo cinco votos en contra. Por una paradoja de la Historia, Alcalá Zamora se veía expulsado de la vida política por sus compañeros de conspiración de 1930-1931 y sobre la base del acto suyo que, precisamente, les había abierto el camino hacia el poder en febrero de 1936. Las lamentaciones posteriores del presidente de la República no cambiarían en absoluto el juicio que merece por su responsabilidad en todo lo sucedido durante aquellos años.
El 1 de mayo de 1936, Chilton remitía a Eden un nuevo despacho en el que le describía los paralelismos entre la situación española y la rusa con anterioridad al golpe bolchevique de octubre de 1917. Como Kérensky, el actual gobierno era sólo un paso hacia la revolución comunista: «… la perniciosa propaganda comunista se está inoculando en los jóvenes de la nación… Peor todavía fue la sensación de que el gobierno español, débil y cargado de dudas, había dejado el poder en manos del proletariado».[139]
El deterioro de la situación era tan acusado en España que el Western Department del Foreign Office británico encargó a Montagu Pollock un informe al respecto. El resultado fue una «Nota sobre la evolución reciente en España». El documento tiene una enorme importancia porque en el mismo se describe cómo la nación atravesaba por una «fase Kérensky» previa al estallido de una revolución similar a la rusa de octubre de 1917. Entresacamos algunos párrafos de este documento crucial:
Desde las elecciones la situación en todo el país se ha deteriorado de manera constante. El gobierno, en un intento cargado de buenas intenciones de cumplir las promesas electorales, y bajo fuerte presión de la izquierda, ha promulgado un conjunto de leyes que han provocado un estado crónico de huelgas y cierres patronales y la práctica paralización de buena parte de la vida económica del país.[140]
Montagu-Pollock indicaba además que el PSOE se hallaba en el bando «extremista», que «los comunistas han estado armándose con diligencia durante este tiempo y fortaleciendo su organización», que no había «señales de mejora de la situación» y que «las posibilidades de supervivencia del gobierno parlamentario se hacen muy débiles». De especial interés resultaba asimismo la pérdida de independencia del poder judicial: «En muchos lugares, a causa del sentimiento de miedo y confusión creado por la desaparición de la autoridad, el control del gobierno local, de los tribunales de justicia, etc., ha caído en manos de las minorías de extrema izquierda».
El 10 de mayo de 1936, Azaña era elegido nuevo presidente de la República. Tanto para el PSOE y el PCE como para las derechas, el nombramiento fue interpretado como carente de valor salvo en calidad de paso hacia la revolución. De hecho, Largo Caballero afirmaba sin rebozo que el presente régimen no podía continuar. La resuelta actitud del dirigente del PSOE tuvo, entre otras consecuencias, la de impedir que, por falta del apoyo de su grupo parlamentario, Indalecio Prieto formara gobierno y que Azaña tuviera que encomendar esa misión a Casares Quiroga.
Consciente de la necesidad de apoyo extranjero, el día 15 de mayo Mola se entrevistó con un espía alemán.[141] Tras recibir la visita de Juan Seguí Amuzara, teniente coronel del Estado Mayor, que le comunicó el apoyo del Ejército de África, Mola redactó el 25 de mayo la segunda Instrucción. En la misma ya aparecían reflejados algunos aspectos militares del golpe de especial importancia. Mola señalaba que el triunfo del golpe exigía, obviamente, la toma de Madrid («el Poder hay que conquistarlo en Madrid»). Sin embargo, era consciente de que la misma era muy difícil dada la carencia de apoyo civil: «desgraciadamente… en Madrid no se encuentran las asistencias que lógicamente eran de esperar entre quienes sufren, más de cerca que nadie, los efectos de una situación político-social que está en trance de hacernos desaparecer como pueblo civilizado, sumiéndonos en la barbarie».
Para poder compensar el previsible fracaso en la capital de España, Mola consideraba que era indispensable que el golpe tuviera éxito en un mínimo de lugares («se necesita que la rebeldía, desde el primer momento, alcance una extensión considerable»). Este mínimo era descrito de manera minuciosa por Mola en la Instrucción citada:
… se estima imprescindible, para que la rebeldía pueda alcanzar completo éxito, lo siguiente:
El plan contemplado por Mola en la mencionada Instrucción contaba con aciertos indudables. Entre ellos estaban la visión de Madrid como clave del triunfo, la necesidad de aplastar la resistencia de las organizaciones obreristas, la articulación de una serie de triunfos provinciales que permitieran converger sobre la capital para provocar su caída y la necesidad de contar con un elemento civil («masas ciudadanas de orden») que apoyaran el golpe, especialmente, aquel que era decididamente contrario al régimen y estaba ya acostumbrado al uso de la violencia (Falange y Requeté). No especulaba Mola en relación con el último aspecto. De hecho, pocos días después, José Antonio establecía contacto con él a través de Rafael Garcerán Sánchez.
El plan de Mola adolecía también de algunos defectos importantes. Así, por ejemplo, el papel de la Marina quedaba muy minimizado y, sobre todo, no se hacía referencia ni a las fuerzas de seguridad ni a la parte más eficaz y profesionalizada de las Fuerzas armadas: el Ejército de África. Durante mayo, Mola siguió tanteando las voluntades de distintos militares y el último día de ese mismo mes, Sanjurjo —que residía en Estoril, Portugal— le otorgó plenos poderes para actuar en su nombre.
A medida que pasaban los días, a Mola no se le ocultaba que las posibilidades de que el golpe triunfara eran reducidas y que, por lo tanto, había que estar preparado para todas las eventualidades. Procedió, por lo tanto, a estudiar las acciones militares que habría que llevar a cabo en caso de que se produjera un fracaso. Esta cuestión fue objeto de una nueva Instrucción reservada, de fecha 31 de mayo.[142] En la misma, se cursaban órdenes a fin de que las vanguardias de la columna procedente de la 7.a División se hallaran a las treinta y seis horas de iniciado el movimiento ocupando la línea de Avila-Villacastín-Segovia y que veinticuatro horas más tarde las fuerzas de la 7.a División hubieran ocupado los puertos de Guadarrama y Navacerrada para situarse en la línea Escorial-Collado de Villalba-Moralzarzal y amenazar Madrid. Sin embargo, de manera más realista, se indicaba asimismo que «caso de fracasar el movimiento el repliegue se hará sobre el Duero, primero, y sobre el Ebro, después, debiendo tener presente que en la línea Zaragoza-Miranda ha de extremarse la resistencia, y que Navarra habrá de ser el reducto inexpugnable de la rebeldía».
Es posible también que esa conciencia creciente de lo limitadas que eran las posibilidades de triunfo condujera a Mola a pensar en el uso del terror como arma y en la inclusión de manera activa del Ejército de África en las operaciones militares del golpe. En relación con el primer extremo, en la Instrucción n.° 5, Mola afirmaba: «Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes, que aquel que no está con nosotros, está contra nosotros, y que como enemigo será tratado. Para los compañeros que no son compañeros, el movimiento triunfante será inexorable».[143]
El mes de junio iba a comenzar con el desencadenamiento de una huelga general de la construcción en Madrid convocada por la CNT con intención de vencer a la rival UGT. El día 5 del mismo mes, el general Mola emitía una nueva instrucción que se ocupaba, en esta ocasión, fundamentalmente de cuestiones políticas. De acuerdo con la misma, una vez que la rebelión tuviera éxito, debía constituirse un Directorio formado por un presidente y cuatro vocales militares, encargándose éstos de los ministerios de Guerra, Marina, Gobernación y Comunicaciones. El citado Directorio gobernaría mediante decretos-leyes refrendados por todos sus miembros y, en su día, por un «Parlamento constituyente elegido por sufragio». Mola señalaba además los primeros decretos-leyes que debían ser aprobados destacando entre ellos el de suspensión de la Constitución de 1931, el de cese del presidente de la República y del Gobierno, el de Defensa de la Dictadura republicana, el de exigencia de responsabilidades a los actuales gobernantes y a los precedentes, el de declaración de ilegalidad de todas las sectas y organizaciones políticas inspiradas en el extranjero y el de separación de la Iglesia y el Estado, libertad de culto y respeto a todas las religiones. El Directorio debía además comprometerse a no cambiar el régimen republicano, a mantener las reivindicaciones obreras legalmente logradas, a reforzar el principio de autoridad y los órganos de Defensa del Estado.
En los días inmediatamente siguientes, Mola se entrevistó con Cabanellas— jefe de la 5.ª División orgánica, masón y republicano pero adherido a un movimiento que Mola había diseñado como una dictadura militar, republicana y transitoria— y con Garcerán que le comunicó que José Antonio estaba dispuesto a sumar a la Falange al golpe. El 13 de junio, Calvo Sotelo informó a Mola de que solamente esperaba «conocer día y hora para ser uno más a las órdenes del Ejército».
La Instrucción de 5 de junio había señalado como fecha del alzamiento el 24 de junio. Sin embargo, se produjo un nuevo retraso, debido, esta vez, a desacuerdos con los carlistas. Sin embargo, no eran sólo los elementos civiles los que estaban creando problemas a Mola. El mismo Franco seguía manifestando una postura dubitativa en relación con el alzamiento. Desde el 13 de marzo, Franco se encontraba desempeñando un nuevo destino en Santa Cruz de Tenerife, Canarias. Deseaba un cambio de situación, pero todavía esperaba que ésta se produjera de manera pacífica y dentro de la legalidad. De hecho, había aceptado la posibilidad de formar parte de la candidatura derechista por Cuenca en la segunda vuelta de las elecciones en esta ciudad.[144]
Se trataba de una espera vana porque el 10 de junio, el gobierno del Frente popular dio un paso más en el proceso de aniquilación de las libertades aún existentes en el sistema republicano al crear un tribunal especial para exigir responsabilidades políticas a jueces, magistrados y fiscales. Compuesto por cinco magistrados del Tribunal Supremo y doce jurados no sólo era un precedente de los que serían tribunales populares durante la guerra civil sino también un claro intento de aniquilar la independencia judicial para someterla a los deseos políticos del Frente popular.
El 16 de junio, Gil Robles denunciaba ante las Cortes el estado de cosas iniciado tras la llegada del Frente popular al gobierno. Entre los desastres provocados entre el 16 de febrero y el 15 de junio se hallaban la destrucción de 196 iglesias, de 10 periódicos y de 78 centros políticos así como 192 huelgas y 334 muertos, un número muy superior al de los peores años del pistolerismo. El panorama era ciertamente alarmante y la sesión de las Cortes resultó de una dureza extraordinaria por el enfrentamiento entre los representantes de la «media España que se resiste a morir» y los de la que estaba dispuesta a causarle esa muerte. Calvo Sotelo,[145] por ejemplo, abandonó la sede de las Cortes con una amenaza de muerte sobre su cabeza que no tardaría en convertirse en realidad.[146]
Entre el 20 y el 22 de junio, un congreso provincial del PCE celebrado en Madrid reveló que el partido contaba en Madrid con unas milicias antifascistas obreras y campesinas —las MAOC— que disponían de dos mil miembros armados. Se trataba de un pequeño ejército localizado en la capital a la espera de llevar a cabo la revolución proletaria.
A mediados de junio, Franco renunció finalmente a su propósito de ser elegido diputado. El 22 de ese mes, el abogado y político de la CEDA José Víctor López Vergara entregó a Franco en Tenerife una carta de Ramón Serrano Suñer y un mensaje verbal de Antonio Goicoechea, el jefe de Renovación Española. Ambos planteaban el interrogante de cuándo Franco se iba a sumar de manera total a la conjura.[147] El 23 de junio, el general Franco, que seguía manifestando una postura contraria a la sublevación militar, envió una carta dirigida a Casares Quiroga advirtiéndole del drama que se avecinaba e instándole a conjurarla. El texto ha sido interpretado de diversas maneras y, en general, los partidarios de Franco han visto en él un último intento de evitar la tragedia mientras que sus detractores lo han identificado con un deseo de obtener recompensas gubernamentales que habría rayado la delación. Seguramente, se trató del último cartucho que Franco estaba dispuesto a quemar en favor de una salida legal a la terrible crisis que atravesaba la nación. Al no obtener respuesta, llegó a la conclusión de que las más legales estaban cegadas y se sumó a la conspiración contra el gobierno del Frente popular. Era uno de los últimos, pero su papel resultaría esencial aunque esa circunstancia distaba de ser obvia entonces.
La acción directa del Ejército de África iba a contemplarse muy pronto como irrenunciable. Por ello, para Mola había cada vez más desazonante la indecisión de Franco. El 23 de junio, justo el día en que éste escribía su carta a Casares Quiroga, el general Mola se entrevistó con Queipo de Llano[148] y le instó a que se hiciera cargo del alzamiento en Sevilla. Queipo —que hubiera preferido actuar en Valladolid— aceptó la propuesta. Sin embargo, quedó de manifiesto que no habría posibilidad de éxito sin una rápida intervención de las tropas de Africa.[149] Al día siguiente, Mola ordenó al teniente coronel Juan Yagüe Blanco que estuviera preparado para pasar a las tropas de África a España y a marchar con ellas, formadas en dos columnas, empleando «una gran violencia» y «arrastrando todas las fuerzas cívicas simpatizantes», hacia Madrid. Iba quedando así configurada la estructura final del golpe. Éste dependería de manera decisiva de la acción del Ejercito de África que marcharía sobre Madrid, buscaría el apoyo de los sectores antirrepublicanos y tendría que caracterizarse por un uso extraordinario de la violencia[150] que pudiera desarticular cualquier oposición. También había quedado establecido quién dirigiría la rebelión en las distintas regiones. Villegas se ocuparía de Madrid; González Carrasco de Cataluña (sería sustituido después por Goded); Cabanellas de Zaragoza; Queipo de Llano, de Andalucía; Mola, de Navarra y Burgos; Goded, de Valencia; Saliquet, de Valladolid, y Franco, de África.
El mes de julio comenzó con indicios crecientes de que la revolución a la rusa —la que pretendían evitar los conspiradores— ya se había iniciado. El día 2 del citado mes fue asesinado en Barcelona Joseph Mitchell Hood, director de una fábrica textil que sufría un conflicto laboral. El crimen provocó la previsible inquietud en la colonia británica en la Ciudad Condal y las autoridades diplomáticas del Reino Unido hicieron entrega de sendas notas de protesta al gobierno nacional y al de la Generalidad. Sin embargo, no se trataba de un caso aislado sino de una manifestación —de la que los españoles sufrían centenares— del clima creado por las fuerzas del Frente popular. Durante el mes de julio, Largo Caballero realizó algunas declaraciones ante la prensa londinense que no podían sino confirmar la tesis Kérensky de que el actual gobierno sólo era un paso previo a un golpe de izquierdas que desatara la revolución en instaurara la dictadura, tal y como había sucedido en Rusia:
«Deseamos ayudar al gobierno en la realización de su programa; le colocamos donde está sacrificando nuestra sangre y libertad; no creemos que triunfe; y cuando fracase nosotros lo sustituiremos y entonces se llevará a cabo nuestro programa y no el suyo… sin nosotros los republicanos no pueden existir, nosotros somos el poder y si les retiramos el apoyo a los republicanos, tendrán que marcharse».[151]
Difícilmente hubiera podido expresarse con mayor claridad Largo Caballero en cuanto a las intenciones del PSOE, a la sazón el partido más importante del Frente popular. Lo hacía precisamente en el curso de unos días en que Mola era presa del mayor de los desánimos. Contemplaba, desalentado, cómo los grupos a los que había definido como «fuerzas cívicas simpatizantes» —especialmente Falange y la Comunión Tradicionalista— no sólo no respaldaban su proyecto de Dictadura republicana sino que buscaban imponer un objetivo político específico que, lógicamente, podía limitar fatalmente la base social de la rebelión contra el Frente popular. La insistencia de José Antonio en que Falange tuviera un papel que, en términos sociales y numéricos, era absolutamente desproporcionado y la de la Comunión Tradicionalista en imponer una restauración monárquica pudieron hacer fracasar el desencadenamiento del golpe.[152] De hecho, en esa época, Mola estudió la posibilidad de pedir el pase a la reserva y abandonar la conspiración. Los motivos para esta actitud no eran baladíes ya que apenas unos días antes del golpe, se iba manifestando ante Mola una realidad innegable: el Ejército solo no podía triunfar y las fuerzas dispuestas a ayudarlo tenían unas miras que, desde su punto de vista, podían ser destructivas precisamente por su carácter partidista. Una carta suya de 9 de julio, dirigida al carlista Fal Conde, deja de manifiesto hasta qué punto se encontraba hastiado el «Director» del egoísmo particularista que manifestaban los diversos grupos que participaban en la conjura. En la misma, Mola, entre otras cosas, le decía:
Al recibir su carta de ayer he adquirido el convencimiento de que estamos perdiendo el tiempo. El precio que usted pone para su colaboración no puede ser aceptado por nosotros. Al Ejército le interesa la salvación de España; nada tiene que ver con la ambición de los partidos. Recurrimos a ustedes porque contamos únicamente en los cuarteles con hombres uniformados, que no pueden llamarse soldados; de haberlos tenido, nos hubiéramos desenvuelto solos. El tradicionalismo (los carlistas) va a contribuir con su intransigencia de modo tan eficaz como el Frente popular al desastre español. De cuantos han actuado en esta aventura, la única víctima voy a ser yo. Será el pago a mi buena fe.
El día 10 de julio, el general Batet se entrevistó con Mola en el monasterio de Irache[153] —el mismo escenario donde Mola se había reunido para conspirar con el carlista Fal Conde muy poco antes— y le preguntó directamente si estaba implicado en una conspiración contra el Gobierno. Al final de la conversación, Mola dio al general Batet su palabra de honor de que no estaba «comprometido en ninguna aventura». No debía estar muy seguro el general del carácter de su respuesta cuando en el curso del viaje de regreso a Pamplona se preguntó retóricamente si «lanzarse a defender la Patria puede considerarse como una aventura». El 11 de julio de 1936 despegaba el Dragon Rapide encargado de recoger a Franco para que encabezara el golpe militar en África. A pesar de todo, Franco distaba mucho de estar adherido a la sublevación. Unas horas después envió a Mola una comunicación informándole de que no formaría parte de la insurrección.[154] Al final, las últimas suspicacias entre las distintas fuerzas que apoyaban el alzamiento contra el gobierno del Frente popular serían vencidas por un hecho inesperado incluso en el clima revolucionario en que se hallaba inmersa España.
A esas alturas, las fuerzas de seguridad —muy infiltradas por el PSOE— ya estaban llevando a cabo detenciones ilegales de derechistas conocidos[155] en un claro antecedente de lo que sería luego el terror rojo. El 12, el falangista Alfonso Gómez Cobián asesinó al teniente de la Guardia de Asalto, José del Castillo, cuando abandonaba su domicilio.[156] Se trataba de una represalia por el papel que Castillo había desempeñado en actividades violentas del Frente popular. Durante bastante tiempo se ha considerado que ese crimen fue la causa del asesinato unas horas después del político derechista Calvo Sotelo. La realidad es muy distinta. El asesinato de Castillo coincidió con la oleada de violencia que ya había puesto en funcionamiento el PSOE. De hecho, varios guardias de asalto de filiación socialista y muy relacionados con Indalecio Prieto se dirigieron a la casa de Goicoechea, el jefe de los monárquicos, y de Gil Robles con la intención de asesinarlos. Al no encontrarlos en su domicilio, se encaminaron al de Calvo Sotelo. Allí lo aprendeherían, para después asesinarlo y abandonar su cadáver en el cementerio. Sin embargo, la decisión para ese asesinato la había tomado la masonería mucho antes, el 9 de mayo de 1936, tal y como relataría en 1978, el masón Urbano Orad de la Torre.[157] Esta circunstancia explica que el jefe del gobierno, Santiago Casares Quiroga, también masón, hubiera amenazado a Calvo Sotelo con la muerte en una sesión parlamentaria celebrada menos de un mes antes. No en vano, Calvo Sotelo había denunciado «la infiltración de la masonería en todos los órganos del Estado, incluso en el de los militares». No exageraba. A la sazón eran masones el presidente de la República, el jefe del gobierno, el presidente de las Cortes, el ministro de Estado, el ministro de Marina, el director general de Seguridad —del que dependían las fuerzas de Orden Público— el jefe del cuartel de Pontejos y el capitán Fernando Condes, jefe del comando que asesinó a Calvo Sotelo. Pero lo peor no era que el gravísimo crimen tuviera una relación directa con la masonería. Lo peor era que lo habían perpetrado miembros de las fuerzas de seguridad del Estado al mando de un capitán de la Guardia Civil. En todos ellos, la fidelidad al Frente popular había prevalecido sobre su deber como funcionarios al servicio de todos los ciudadanos.
Cuando Julián Zugazagoitia, el director de El Socialista, se enteró de quiénes eran los autores del asesinato de Calvo Sotelo comentó: «Este atentado es la guerra». A decir verdad, el hecho de que el asesinato de Calvo Sotelo hubiera sido predicho en una sesión de las Cortes por el presidente del gobierno sólo sirvió para convencer a millones de personas de que el gobierno y las fuerzas que lo respaldaban en el parlamento perseguían poner en marcha a escala nacional unos acontecimientos semejantes a los que había padecido Asturias durante el mes de octubre de 1934 y, de manera lógica, contribuyó a limar las últimas diferencias existentes entre los que preparaban un golpe contra el Frente popular. El 14 de julio, Mola concluyó el acuerdo definitivo con los tradicionalistas, mientras José Antonio, el dirigente de Falange que estaba encarcelado desde primeros de año, enviaba desde la prisión de Alicante a un enlace (Garcerán) para que presionara en favor de adelantar el golpe. El asesinato tuvo incluso la consecuencia de disipar cualquier duda de Franco. El 15, Mola recibió un contramensaje en el que le anunciaba su participación definitiva en el alzamiento.[158]
El 16, Gil Robles afirmó ante las Cortes que no creía que el gobierno estuviera implicado en la muerte de Calvo Sotelo, pero que lo consideraba responsable moral y políticamente. El gobierno, por su parte, estaba al tanto de los preparativos de golpe, pero creía que la táctica mejor sería esperar a que se produjera para luego sofocarlo como el 10 de agosto de 1932. De hecho, el día 15 el ministro de Marina había ordenado telegráficamente que el destructor Churruca saliera destino a Cádiz para ponerse a las órdenes del gobernador civil, y el Almirante Ferrándiz hacia Barcelona. También ansiaban el alzamiento las fuerzas del Frente popular que creían en una rápida victoria en una guerra civil que habían contribuido, en especial desde 1934, decisivamente a desatar. Para ellas, 1936 iba a ser la consumación de una forma de pensamiento que se consideraba hiperlegitimada, que despreciaba el sistema parlamentario en la medida en que no respaldara la implantación de sus respectivas teorías, que ya había aniquilado un sistema constitucional y que se aprestaba a destruir otro más en la certeza de que el triunfo se hallaba más cerca que nunca. Chocarían así en una terrible guerra civil dos formas de violencia. Una, la revolucionaria —como en Rusia, Finlandia y México— estaba dispuesta en virtud de su cosmovisión anti-sistema y antiparlamentaria al exterminio del adversario considerando como tal a segmentos íntegros de la población; la otra, contrarrevolucionaria —como en Rusia, Finlandia y México— iba a lanzarse a una reacción violenta que impidiera la revolución, salvara a sectores enteros de la sociedad de sus efectos y disuadiera de intentos futuros de ese mismo signo. Si amplio era el espectro político del Frente popular —desde el republicanismo de izquierdas de corte mexicano al PCE y los anarquistas pasando por el PSOE— no menos lo era el de los alzados. Sin embargo, como ha señalado muy acertadamente Casas de la Vega existía un aglutinante indiscutible del alzamiento de 1936:
Sí señor, éste era el verdadero lazo de unión de las fuerzas nacionales, guste ahora o no guste. No era una cuestión de régimen o de bandera o de alianzas externas… Lo que caracterizaba a los que habían de estar del lado nacional, era que iban a misa o que pertenecían a una familia en la que se rezaba o que vivían en una casa en la que había imágenes religiosas colgadas en las paredes. Al igual que en México o Rusia los sublevados deseaban protegerse de los efectos devastadores de la revolución, la religión, la patria y la vida normal.