El avance de la revolución (II):
las guerras civiles en el primer tercio del siglo XX: Finlandia y México
A pesar del tiempo pasado —casi un siglo— desde el estallido de la guerra civil en Finlandia, no existe acuerdo sobre la manera de denominarla.
Para los vencedores, se trató de una vapaussota (guerra de liberación) —ya que en el curso de la misma se vieron libres del sometimiento a una dictadura comunista— o punakapina (rebelión roja). Para los derrotados se habría tratado de una luokkasota (guerra de clases). No han faltado tampoco definiciones como la más emotiva de veljessota (guerra fratricida) o la más neutra de kansalaissota o sisällissota (guerra civil). En términos generales, todos los calificativos encierran una parte de verdad. Ciertamente se trató de una guerra civil —la primera que estallaba en Europa tras la rusa en un intento de implantar una dictadura socialista— de una guerra fratricida y de una guerra de liberación en la medida en que un bando la vivió como un intento de resistencia frente a la creación de un régimen como el bolchevique en suelo finlandés.
Finlandia formaba parte del imperio ruso en calidad de Gran ducado desde 1889. Diez años después se emprendió una intensa campaña de rusificación que incluyó, entre otras medidas, la supresión del ejército finlandés. Los nacionalistas finlandeses procuraron seguir conservando una cierta autonomía política e incluso en los últimos años del s. XIX realizaron importantes acercamientos con Alemania en la medida que ésta se había convertido en una potencia báltica tras su reunificación en 1871.
La revolución de 1905 fue el escenario de la formación de milicias finlandesas rojas y blancas. Mientras que las primeras eran denominadas guardias para la protección de los trabajadores (Punakarti)) las segundas recibieron el nombre de Guardias de protección (Suojeluskunnat). Ocultas ambas como unidades de bomberos, a pocos se les ocultaba que eran formaciones encaminadas a implantar el socialismo y a impedirlo respectivamente. En julio de 1906 tuvo lugar el primer choque armado entre guardias rojos y blancos. El escenario de la confrontación fue Helsinki, pero su trascendencia fue mínima en la medida en que se seguía considerando a Rusia como el enemigo común.
Al producirse el estallido de la revolución rusa en febrero de 1917, la izquierda socialista era partidaria de una ruptura con Rusia, mientras que las fuerzas de centro y derecha se inclinaban a apoyar al gobierno provisional presidido por Alieksandr Kérensky y mantener la unión con Rusia junto con una notable autonomía política. La radicalización revolucionaria en Rusia se tradujo en Finlandia en la reaparición de los guardias rojos y blancos, pero la situación no alcanzó características preocupantes hasta el golpe bolchevique de octubre de 1917.
Las elecciones generales en Finlandia llevaron al poder a un gobierno no-socialista que no podía dejar de ver con preocupación la agitación de los socialistas finlandeses y la agresividad bolchevique en la cercana Petrogrado. De manera comprensible, y atemorizados ante la posibilidad de verse sometidos a la dictadura de Lenin, las fuerzas no-socialistas abogaron por la independencia, mientras que los socialistas, también con bastante lógica, buscaron la ayuda de los bolcheviques. En medio de ese clima, el senado impulsado por Pehr Evind Svinhufvud, un héroe nacional, propuso una Declaración de independencia que el parlamento aprobó el 6 de diciembre de 1917.
La independencia no se tradujo en la paz y la prosperidad sino, por el contrario, en una creciente tensión social entre los socialistas partidarios de tomar el poder como había hecho Lenin en Rusia y los blancos determinados a impedirlo. Con un trasfondo en el que se multiplicaban los asesinatos políticos, se sumaban los enfrentamientos callejeros y se declaraba la huelga general, el Comité Central Revolucionario de los Trabajadores decidió por votación conquistar el poder de manera violenta, tal y como lo habían hecho los bolcheviques en la cercana Rusia. Sólo la carencia de mandos profesionales evitó que el golpe se produjera.
Sin embargo, a esas alturas era obvio que los socialistas asaltarían el poder en cualquier momento y más teniendo en cuenta que los guardias rojos ya superaban los treinta mil efectivos. El 12 de enero, el parlamento otorgó poderes al senado para crear una «fuerte autoridad de policía» que impusiera el orden, evitara un trastorno civil y desarmara a los cuarenta mil soldados rusos que estaban acantonados en territorio finlandés. La noche del 19 de enero se produjeron los primeros choques armados iniciados por los socialistas finlandeses que contaban con la promesa de respaldo de los bolcheviques. Para ellos resultaba obvio que se podía conquistar el poder y su actitud acabó provocando una decisión crucial. El 25 de ese mismo mes, el senado decidió convertir a los guardias blancos en tropas del gobierno de Finlandia. La decisión provocó las reacciones más airadas en las izquierdas, pero tenía una enorme lógica. Sólo una fuerza que no dependiera de los socialistas podía evitar que éstos tomaran el poder o estaría dispuesta a enfrentarse con unas tropas rusas que, en cualquier momento, podían ser utilizadas por Lenin para acabar con la independencia finlandesa.
Durante las primeras horas del 28 de enero, los rojos se apoderaron de Helsinki, mientras que los senadores finlandeses se veían obligados a huir y buscar refugio en la ciudad de Vaasa, en la costa occidental de Finlandia, donde los blancos mantenían el control. De hecho, Vaasa iba a ser la capital de los blancos durante los meses siguientes.
Como se sospechaba, los bolcheviques rusos respaldaron inmediatamente a los socialistas finlandeses a pesar de que tan sólo tres semanas antes habían reconocido la independencia de Finlandia. Esta circunstancia iba a tener una enorme relevancia porque no sólo ponía de manifiesto que los temores de los blancos se correspondían con la realidad, sino que al elemento de lucha de clases se sumó el de combate por la independencia nacional. Si los socialistas aspiraban a implantar un régimen como el bolchevique en Finlandia, los blancos deseaban preservar la independencia y la libertad nacionales. Esta circunstancia explica que la dirección política de su movimiento recayera en el presidente del senado, Pehr Evind Svinhufvud, y la militar en Mannerheim. No menos obvia fue la separación en clases y zonas geográficas. Mientras que los socialistas recibían su apoyo del proletariado urbano y de las zonas industriales, los blancos contaban con el respaldo de las clases medias e ilustradas y estaban especialmente arraigados en zonas agrarias. Así, los rojos no tuvieron dificultad en hacerse con el poder en el sur de la nación, mientras que los blancos dominaban las zonas centrales y norteñas. Como en el caso de la guerra civil rusa, ambos bandos contaban con medios desproporcionados y la superioridad recayó en los rojos. Si éstos llegaron a contar con una fuerza de entre cien y ciento cuarenta mil soldados durante la guerra, los blancos nunca superaron los setenta mil.
La guerra civil no tardó en degenerar en fusilamientos y en el uso del terror. Hoy en día, existe una práctica unanimidad en señalar que la razón para ese comportamiento arrancó de la matanza de Suinula al inicio de la guerra. En esta localidad, el socialista Hyrskymurto ordenó el fusilamiento en masa de los prisioneros de guerra blancos —sólo conseguirían escapar quince y de ellos únicamente cinco llegarían a territorio blanco— y la reacción de los blancos fue responder con represalias. Desde ese episodio, los fusilamientos serían comunes en ambos bandos, en parte de manera incontrolada, y, en parte, aplicando principios como el del terror bolchevique y el de las represalias.
En un intento de equilibrar la ayuda que los rojos recibían de los bolcheviques, los blancos buscaron el apoyo de una Alemania todavía implicada en la primera guerra mundial. La respuesta alemana fue positiva en la medida en que pensaron que una intervención en Finlandia podría obligar a los bolcheviques a concluir una paz por separado. Así, el 25 de febrero, llegaron a Finlandia los Jager alemanes. La noticia —mala para los rojos— se convirtió en alarmante cuando los bolcheviques, siguiendo los términos del tratado de Brest-Litovsk suscrito con Alemania, comenzaron a retirar sus tropas en marzo de 1918. El 15 de ese mismo mes, los blancos lanzaron un contraataque en la denominada Operación Tampere. Los combates resultaron encarnizados, pero, al final, el 6 de abril, los blancos entraron en Tampere capturando a diez mil soldados rojos. La victoria marcó un verdadero punto de inflexión en el conflicto ya que dejaba de manifiesto que los blancos podían ganar la guerra.
El 7 de abril, tropas alemanas desembarcaron en Hanko, lo que ayudó a los blancos a avanzar con rapidez hacia el este y entrar en Helsinki el día 13 del mismo mes. El 28 y el 29 de abril, rojos y blancos se enfrentaron en Vipuri. Se trató de la última gran batalla de la guerra en la que los blancos volvieron a imponerse. El 7 de mayo capitularon los últimos reductos rojos.
La guerra había durado apenas unos meses, pero las pérdidas fueron verdaderamente extraordinarias. En lo que a muertes se refiere, más del uno por ciento de la población finlandesa pereció en la guerra, una proporción superior, por ejemplo, a la de la guerra civil española, aunque no a la de la guerra civil rusa. De los muertos, tan sólo una cuarta parte perdió la vida en el campo de batalla. Por añadidura, el temor a una revolución socialista apoyada por Moscú desencadenó una represión dirigida contra las izquierdas. Al concluir la guerra, no menos de setenta y cinco mil rojos fueron encarcelados —unos 265 serían fusilados— y sus hijos entregados a orfanatos o familias adoptivas. El número de los muertos en reclusión debió rondar las trece mil personas. Por añadidura, se privó durante años a las izquierdas de la posibilidad de participar en las conmemoraciones de la independencia e incluso de presencia en la política. El Partido comunista fue declarado fuera de la ley en 1923 y 1930, y desde 1931 a 1937, Svinhufvud fue elegido presidente sobre la base de una plataforma que pretendía mantener a las izquierdas fuera del gobierno. Tampoco fue mejor la situación de los exiliados. Un número considerable de rojos finlandeses se dirigió a la Rusia bolchevique, pero en un porcentaje muy elevado desapareció durante las purgas de Stalin en los años treinta.
Las razones de la victoria blanca resultan fáciles de determinar. Ciertamente, los blancos eran inferiores numéricamente, pero afrontaron las operaciones desde una perspectiva militar —Mannerheim demostró ser muy competente en sus acciones— y no se dejaron distraer con veleidades revolucionarias. Deseaban, ante todo, ganar una guerra en la que se jugaban la libertad, su supervivencia como clase y la independencia de su nación frente al empuje comunista. Los rojos contaban con medios superiores, pero desearon sumar la revolución —con la ola de violencia que siempre va unida a esos fenómenos— al esfuerzo bélico. El resultado fue la derrota.
La tercera gran guerra civil previa a la guerra civil española fue la denominada revolución de los cristeros en México. A pesar de su distancia geográfica, la guerra de los cristeros muestra considerables paralelos con la librada en España pocos años después y como tal fue vista por numerosos españoles.
El enfrentamiento entre el Estado mexicano y la Iglesia católica derivó en buena medida de una Constitución —la de 1917— marcada por un acento notablemente anticlerical. El peso de la masonería en la revolución mexicana fue extraordinario[79] y, como en tantos casos antes y después, tuvo, entre otras consecuencias, una impronta anticristiana y abiertamente intervencionista en áreas como la educación. Esa visión —de auténtica ingeniería social— quedaba recogida de manera especialmente clara en cinco artículos de la Constitución mexicana de 1917. El artículo 3 que imponía un modelo de educación laicista; el artículo 5 que declaraba fuera de la ley a las órdenes religiosas; el artículo 24 que prohibía cualquier acto religioso fuera de los templos; el artículo 27 que restringía el derecho de propiedad de las organizaciones religiosas hasta el punto de eliminarlo prácticamente y el artículo 130 que privaba al clero de derechos básicos convirtiéndolo en ciudadano de segunda clase.
A todo lo anterior se unía un espíritu agresivamente laicista que intentó borrar cualquier vestigio de cristianismo en la sociedad. En algunos casos, se bordeó el ridículo. Por ejemplo, al cambiar los nombres de ciudades y transformar Vera Cruz en Veracruz.
Las restricciones legales no se aplicaban sólo sobre la Iglesia católica, sino que recaían también en otras confesiones. Sin embargo, dado el peso histórico del catolicismo en México y su especial configuración —otras confesiones no contaban, por ejemplo, con órdenes religiosas— fue la Iglesia católica la más perjudicada.
Por si fuera poco, la Constitución de 1917 sólo era democrática en términos formales. En la práctica, implicaba la consagración de un sistema en el que sólo la izquierda revolucionaria —cada vez más institucionalizada— podría gobernar. La oposición, semitolerada y con alguna libertad de expresión, no podía aspirar a gobernar nunca. Se establecían así las bases para lo que sería durante décadas el gobierno del PRI, una oligarquía de izquierdas con un control casi absoluto de los medios de comunicación y unos resultados electorales absolutamente previsibles.
Las medidas no provocaron reacciones en los primeros años fundamentalmente por la laxitud con que se aplicaron. En 1917, cuando entró en vigor la Constitución, era presidente Venustiano Carranza, pero dos años después fue derrocado por Álvaro Obregón. Veterano de la revolución, Obregón era un pragmático que no deseaba conflictos innecesarios con la Iglesia católica, aunque, al fin y a la postre, pensara en una erradicación total de su influencia. Las normas antirreligiosas se aplicaron, pero de manera selectiva, circunscribiéndose prácticamente a las zonas en que no eran susceptibles de provocar una reacción. De esa manera, el proyecto laicista del Estado mexicano no se detuvo ni cambió, pero también logró sortear una oposición articulada.
La situación experimentó un cambio radical al acceder a la presidencia Plutarco Elías Calles. Vinculado a la masonería y fanático anticlerical, en junio de 1926, Calles firmó un decreto de reforma del código penal conocido como la ley Calles. En virtud del mismo, se desarrollaban las prohibiciones del texto constitucional y, por ejemplo, se penaba a los sacerdotes con 500 pesos tan sólo por llevar sotana. De la misma manera, se establecía una pena de cinco años de prisión si criticaban al gobierno.
La ley Calles provocó una reacción del episcopado mexicano que el 11 de julio de 1926 decidió suspender los cultos públicos en México a partir del 11 de agosto. Tres días después, los obispos apoyaron un plan de boicot económico contra el gobierno planteado por la Liga nacional para la defensa de la libertad religiosa. La medida debía afectar a los espectáculos, al transporte en autobuses o tranvías y a la enseñanza en la que no prestarían su servicio los maestros católicos. De manera bien significativa, el boicot había fracasado en octubre y lo había hecho por la falta de apoyo de católicos acaudalados. Éstos no se encontraban dispuestos a perder dinero e incluso llegaron a pagar al ejército federal para que atacara a los que se manifestaban en favor del boicot.
El abandono de los católicos acomodados y la represión gubernamental provocaron que durante el verano la situación se fuera radicalizando. Así, el 3 de agosto, unos cuatrocientos católicos armados tomaron el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. El lugar escogido estaba cargado de significado no sólo por su contenido religioso, sino también por su conexión con la lucha por la independencia nacional. El combate con las tropas federales concluyó cuando los católicos se quedaron sin municiones. Para entonces habían muerto 18 personas y 40 habían sido heridas.
Las fuerzas gubernamentales decidieron entonces reprimir cualquier reacción católica futura. Al día siguiente del episodio en el santuario de la Virgen de Guadalupe, en Azuayo, Michoacán, doscientos cuarenta soldados asaltaron la parroquia matando a varias personas incluyendo al párroco. El 14 de agosto, en Chalchihuites, agentes gubernamentales cayeron sobre el grupo de la juventud católica de la localidad y fusilaron a su consiliario, el padre Luis Batís.
La matanza de Chalchihuites provocó una serie de reacciones en cadena. En Chalchihuites se declaró en rebelión un grupo a las órdenes de Pedro Quintanar, un ranchero que había servido como coronel del ejército; en Pénjamo, el 28 de septiembre se alzó en armas Luis Navarro Origel; en Durango, se levantó al día siguiente Trinidad Mora y el 4 de octubre, la rebelión se extendió al sur de Guanajuato encabezada por Rodolfo Gallegos, un antiguo general.
Los alzamientos habían sido en su totalidad espontáneos y provocados por la violencia gubernamental, pero los alzados no tardaron en percatarse de que se trataba sólo de un inicio y de que tenían que formar un frente común. La Liga nacional para la defensa de la libertad religiosa eligió a un dirigente oficial para el movimiento —el carismático René Capistrán Garza de veintisiete años de edad— y una fecha para el inicio de las hostilidades que sería el 1 de enero de 1927. Ese mismo día, René Capistrán Garza lanzó un manifiesto dirigido A la Nación en el que apelaba a los católicos para acabar con la persecución religiosa de la que eran objeto.
La rebelión —centrada en Jalisco— no provocó inicialmente ninguna inquietud en el gobierno. De hecho, el comandante federal de Jalisco, el general Jesús Ferreira se permitió afirmar que todo el episodio sería más una cacería que una campaña. Los hechos iban a desarrollarse de una manera muy diferente. El 23 de febrero de 1927, los cristeros derrotaron a un ejército en San Francisco del Rincón, en el estado de Guanajuato. Se trató del inicio porque en las semanas siguientes, volvieron a vencer por dos veces a las tropas gubernamentales y en el segundo caso, en San Julián, en Jalisco, la victoria la obtuvieron sobre una fuerza de caballería de élite.
El 19 de abril se produjo un acontecimiento que el gobierno utilizaría para volver a la opinión pública contra los cristeros. Un contingente de rebeldes al mando del padre José Reyes Vega asaltó un tren con la intención de hacerse con el dinero que transportaba. Vega era un sacerdote famoso por sus excesos con el alcohol y las mujeres, y también era conocido por su crueldad. Esas circunstancias explican lo que sucedió en aquella jornada. En el curso del ataque, el hermano del padre Vega fue muerto por la escolta que defendía el tren y el sacerdote ordenó que se rociara con gasolina los vagones y se les prendiera fuego. La muerte de 51 civiles constituyó una atrocidad sin posible justificación, pero, sobre todo, sirvió para que el gobierno justificara la expulsión de los obispos de México y la represión que el gobierno llevaría a cabo en Los Altos, la zona foco de la rebelión. De forma despiadada, concentró a las poblaciones campesinas en centros urbanos y declaró el campo zona de guerra. De esa manera, no sólo privó a los cristeros de cualquier posible apoyo campesino, sino que además pudo proceder a realizar requisas indiscriminadas. Los fusilamientos de sacerdotes y prisioneros de guerra, y la profanación de lugares de culto se convirtieron en prácticas cotidianas a lo largo de la guerra. Durante el verano de 1927 se podía pensar que la rebelión de los cristeros estaba agonizando.
Si no fue así, se debió a la labor de Victoriano Ramírez «El Catorce». La leyenda afirmaba que su apodo se debía a que había logrado escapar de la cárcel tras dar muerte a los catorce miembros de un destacamento enviado para atraparlo. «El Catorce» era analfabeto, pero tenía un talento especial para la guerrilla y la rebelión que parecía casi concluida en Los Altos recobró su vigor.
A pesar de las acciones de «El Catorce» y del apoyo popular innegable de que gozaba la rebelión de los cristeros, no eran pocos los que se percataban de que la guerra sólo podría ser ganada bajo un mando único que además contara con la competencia militar indispensable. Impulsada por esa convicción, la Liga nacional para la defensa de la libertad religiosa decidió contratar a un profesional. El elegido —al que se le entregó un salario que duplicaba el de un general del ejército federal— fue Enrique Gorostieta. Antiguo general, Gorostieta no compartía en absoluto los ideales de la revuelta cristera. Masón y liberal, tampoco se controlaba a la hora de burlarse de las creencias religiosas de sus hombres. Sin embargo, era competente y durante 1928 logró cambiar el signo de la guerra.
A inicios de 1929, el gobierno federal se encontró no sólo con que la resistencia de los cristeros no disminuía, sino que además se producía una rebelión militar en las filas del ejército gubernamental. Aunque fue sofocada con cierta rapidez, había dejado de manifiesto que el gobierno no contaba con toda la fuerza que hubiera sido de desear. El 19 de abril, para remate, los cristeros obtuvieron una gran victoria en Tepatitlán, en Los Altos.
El hecho de que Calles concluyera su mandato presidencial sumarlo a los triunfos militares de los cristeros abrió la puerta a un cambio en la situación, cambio que además impulsaba Dwight Whitney Morrow, el embajador de Estados Unidos en México desde octubre de 1927. El 1 de mayo de 1929, Portes Gil, el presidente interino de México, quiso dar una muestra de buena voluntad al anunciar que el clero católico podía reiniciar el culto si lo deseaba y al alabar a los representantes del catolicismo que aconsejaban el respeto a la ley y la autoridad. Al día siguiente, el arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, que estaba exiliado en Washington, declaró que las razones que habían llevado a la jerarquía a suspender el culto era que se aplicaran las leyes anticlericales. El mensaje era que no se pedía del gobierno mexicano que derogara la legislación anticlerical, sino tan sólo que se cumpliera de una manera más suave. A esas alturas, resultaba obvio que tanto la jerarquía de México como el gobierno deseaban llegar a una solución pactada. De manera bien significativa, ambas partes compartían al menos una razón para llegar a un arreglo. Siguiendo la estela de Gorostieta, algunos masones que no estaban presentes en el reparto del poder protagonizado por Calles y Portes Gil se habían sumado a los cristeros. Su finalidad no era lograr la libertad religiosa para los católicos, sino utilizarlos como vehículo que les permitiera alcanzar el poder. Ni la jerarquía católica podía ver con buenos ojos una revolución dirigida por masones y encauzada sobre la sangre de católicos entusiastas, ni Portes Gil estaba dispuesto a un nuevo reparto del poder. Por primera vez, desde 1917 ambas partes podían llegar a un acuerdo que las beneficiara. Ni siquiera la muerte de Gorostieta, el 2 de junio, en el curso de una emboscada cambió esa estimación. A la sazón, los cristeros contaban con cincuenta mil hombres en armas que no se consideraban en absoluto vencidos, sino más bien confiados en un triunfo final.
El 21 de junio de 1929, la jerarquía católica y el gobierno de México concluyeron los denominados «arreglos». Aunque la Constitución de 1917 conservaba toda su vigencia, volvió a celebrarse el culto católico en México y el gobierno aceptó llevar a cabo tres concesiones. En primer lugar, la ley que ordenaba registrar a los sacerdotes sólo se aplicaría a los que hubieran sido nombrados por sus superiores jerárquicos. Además, la instrucción religiosa —prohibida en las escuelas— se toleraría en las iglesias y, finalmente, todos los ciudadanos, sin excluir a los miembros del clero, gozarían del derecho de petición para la reforma o derogación de cualquier ley. La libertad religiosa no se implantaría en México hasta finales del s. XX y durante las décadas siguientes, la situación de los católicos no resultaría fácil. No obstante, la guerra de los cristeros había concluido. El 27 de junio de 1929 —por primera vez en casi tres años— volvieron a sonar las campanas de las iglesias en México.
El coste de la guerra fue considerable. El número de muertos en combate se acercó a las 90 000 personas —unos 30 000 cristeros y 56 882 soldados federales— a las que hay que sumar los civiles asesinados por ser católicos incluso después del final de la guerra. No menor fue el impacto psicológico, sobre todo si se tiene en cuenta el aspecto de la persecución religiosa. El 21 de mayo de 2000, el papa Juan Pablo II canonizó a veinticinco mártires de este período. En su mayoría se trataba de sacerdotes que no habían tomado las armas, pero que, al negarse a abandonar a sus fieles, habían sido fusilados por las tropas del ejército gubernamental. El 20 de noviembre de 2005, otros 13 mártires fueron beatificados.
La guerra de los cristeros iba a marcar considerablemente —y es comprensible que así fuera— la mentalidad de los católicos de todo el mundo. De hecho, no es en absoluto casual que Graham Greene escogiera ese tema para su novela El poder y la gloria donde abordaba temas de enorme hondura espiritual y humana. Aunque en Rusia, la persecución religiosa desencadenada por los bolcheviques fue feroz —posiblemente la peor de todo el siglo XX— lo cierto es que había afectado en su mayoría a los fieles ortodoxos y, sólo en menor medida, a católicos y protestantes. La de los cristeros, sin embargo, había sido sufrida en una nación históricamente católica, enclavada en Hispanoamérica y sometida ahora a un anticlericalismo de inspiración masónica. Para muchos, no resultaba en absoluto exagerado temer que el episodio pudiera repetirse en otras naciones de características similares. Desgraciadamente, no se equivocaron en sus apreciaciones.
En los tres casos mencionados —Rusia, Finlandia, México— el origen de la guerra se encuentra en la implantación de manera más o menos violenta de un modelo social, político y legal que se dirigía contra un sector de la sociedad al que pretendía aislar o incluso exterminar. Si el punto de partida fue en algún caso el modelo bolchevique (Rusia, Finlandia); en otro, se trató de un modelo laicista impulsado por la masonería (México). En los tres casos, se produjo una reacción armada que pretendía contrapesar la exclusión social, la persecución religiosa o el exterminio a manos de un nuevo régimen totalitario. Estas circunstancias explican que, por el lado revolucionario, la represión fuera feroz e incluso buscara el exterminio directo de sectores enteros de la población, y que, por el contrarrevolucionario, la respuesta fuera también durísima en una mezcla de venganza, represalia o aplicación de la justicia ulterior al conflicto. Las víctimas de la guerra civil rusa superaron holgadamente las de cualquier enfrentamiento civil de la primera mitad del siglo XX. Las de la finlandesa también fueron mayores —en términos proporcionales— a las del resto de guerras civiles, con exclusión de la rusa, e incluso hay que señalar que esa sangría se produjo en apenas unos meses y no en varios años como en el caso español, ruso o mexicano. Posiblemente, sólo el carácter localizado de la guerra de los cristeros impidió que alcanzara cifras tan elevadas de muertos como en los casos anteriores.
En los tres casos, la clave de la victoria final vino siempre determinada —por mucho que afirmara la propaganda— por criterios militares y no ideológicos. Sin duda, el entusiasmo patriótico de los rusos blancos les permitió resistir en pésimas circunstancias durante años, pero no pudo evitar por sí solo la derrota. Lo mismo podría decirse, aunque en sentido opuesto, de los revolucionarios finlandeses a los que el deseo de implantar el socialismo no les otorgó la victoria. Tanto en un caso como en otro, el triunfo derivó de circunstancias militares como, por otra parte, sucede en todas las guerras. Sólo en el caso mexicano presenta alguna peculiaridad ya que se llegó a una transacción entre ambos bandos. La razón fundamental de ese desenlace fue que el tercer peligro político que se dibujaba en el horizonte —una revolución dirigida por masones y ejecutada por entusiastas católicos— les resultaba muy inquietante a las partes implicadas. La guerra civil española —a pesar de sus innegables peculiaridades— presentaría notables paralelos en causas, desarrollo y conclusión con estas tres guerras civiles que la precedieron en tan sólo unos años.