CAPÍTULO 1

El avance de la revolución (I):
las guerras civiles en el primer tercio del siglo XX: Rusia

La Historia del siglo XX ha consistido, en buena medida, en un enfrentamiento titánico entre la revolución y la contrarrevolución. Este hecho, de naturaleza indiscutible, ha quedado muy opacado por fenómenos como las terribles guerras mundiales sin percatarse de que la primera concluyó con una cadena de revoluciones que alteraron trágicamente el orden mundial y que la segunda vino seguida por un encadenamiento de procesos revolucionarios cuyas consecuencias persisten en la actualidad. En lugar de contemplar la segunda guerra mundial, como a menudo se hace, como el eje sobre el que gira la Historia del siglo XX, hay que llegar a la conclusión de que no fue sino un episodio —el más cruento, pero episodio a fin de cuentas— de la gran oleada revolucionaria que comenzó a asolar Europa en 1917.

De manera semejante, la guerra civil española no puede entenderse sobre la base de una guerra mundial que aún estaba en el futuro cuando se inició. Semejante acercamiento es irreal aunque se convierta a la contienda española —de manera artificial, porque no lo fue— en «primer capítulo» de la segunda guerra mundial. En realidad, la guerra civil española fue una más —no la primera ni la última— de una serie de guerras civiles provocadas por el fenómeno revolucionario y la reacción que éste provocó y, para poder contextualizarla correctamente, hay que hacer referencia, primero, a los fenómenos similares que tuvieron lugar en otras naciones en los años inmediatamente anteriores, por razones semejantes, y, segundo, hay que indicar los antecedentes de esos mismos procesos en el caso particular de España. Ese análisis nos conduce de manera ineludible a la nación donde estalló la peor guerra civil del siglo XX menos de dos décadas antes de que se iniciara la española.

La guerra civil rusa (I): la revolución frustrada[1]

En febrero de 1917, Rusia —que combatía en el campo de las potencias aliadas contra los Imperios centrales— se vio sacudida por una inesperada convulsión que se tradujo en el derrocamiento del zar y en una casi inmediata proclamación de la República. Los retos que se presentaban al gobierno provisional —un gobierno formado de manera mayoritaria por miembros de la masonería pertenecientes a sectores ilustrados de la población— eran de una enorme magnitud. Por un lado, debía cumplir con sus compromisos con las potencias aliadas continuando la lucha contra Alemania, Austria-Hungría y Turquía; por otro, tenía que articular la convocatoria de una Asamblea constituyente que transformara el imperio de los zares en un sistema democrático de corte parlamentario y llevar a cabo un conjunto de importantes reformas sociales incluida la agraria. Lo cierto es que la disolución del aparato zarista resultó tan imprevista que los partidos de carácter socialista consideraron que debían sumarse a la revolución burguesa como un paso hacia una ulterior revolución marxista. Esa revolución —siguiendo a Marx— tendría como meta la implantación de una dictadura socialista, pero, de momento, parecía estar situada en algún momento indeterminado del futuro. De esa opinión ni siquiera se separaba el pequeño partido bolchevique cuyos dirigentes habían abogado no por apoyar al gobierno ruso —como habían hecho con sus respectivos gobiernos otros partidos socialistas de todo el mundo— sino por desencadenar una guerra civil que llevara a la implantación del socialismo. En su práctica totalidad, los jefes del partido bolchevique habían pasado la mayor parte de los años previos en el exilio y su conocimiento de la realidad rusa era, como mínimo, escaso y desenfocado.

En apariencia, Rusia había entrado en el terreno de una gran ocasión histórica de la que debía arrancar un país democrático que se enfrentaría a los grandes retos sociales y políticos que había intentado solventar con mayor o menor fortuna en las décadas anteriores. Si la situación política se vio modificada radicalmente se debió al impulso directo de Lenin, el dirigente máximo del partido bolchevique. En abril, Lenin llegaba a Petrogrado, la antigua San Petersburgo, y dictaba sus conocidas Tesis en las que expresaba la voluntad —y la oportunidad— de llevar a cabo una revolución socialista que concluyera con el establecimiento de la dictadura del proletariado. Para conseguir sus propósitos, Lenin iba a desarrollar una estrategia de enorme audacia consistente en infiltrar los consejos (soviets) de obreros, campesinos y soldados para, a través de estos organismos de dudosa representatividad, erosionar y derribar al gobierno republicano.

Durante meses, la táctica de Lenin pareció no dar resultados. De hecho, el Soviet de Petrogrado siguió apoyando al gobierno provisional en cuestiones tan delicadas como la continuación de la guerra contra Alemania y el peso de los bolcheviques en la política continuó siendo escaso. A mediados de julio de 1917, incluso parecía que los bolcheviques estaban condenados ya que se había publicado cómo el káiser alemán había apoyado a Lenin y además por qué fracasó un intento de sublevación en ese mismo mes. La noticia de que Lenin había contado con el respaldo del káiser para regresar a Rusia llevó a creer a muchos que sus días en política estaban contados.

De manera bastante lógica, la desaparición de los bolcheviques del primer plano vino seguida de un clima de relativa estabilidad y del deseo de terminar de asentar el gobierno hasta la apertura de la Asamblea Constituyente que diera forma definitiva al nuevo sistema. El nuevo presidente del gobierno provisional, Alieksandr Kérensky, decidió aprovechar la situación para convocar el 12 de julio una Conferencia de Estado donde todas las fuerzas políticas y sociales pudieran manifestar su visión del presente y del futuro. Un mes después se celebró la citada conferencia en Moscú, teniendo como escenario el Teatro Bolshoi. Salvo los bolcheviques, que se vieron excluidos y que no se atrevieron ni siquiera a convocar manifestaciones de protesta por miedo a las consecuencias,[2] allí estuvo presente todo el abigarrado mundo de la política rusa. De manera sorprendente, parecía existir una voluntad generalizada por garantizar la permanencia de la democracia rusa aunque eso implicara cesiones en las posturas de todos. Una visión retrospectiva de aquel episodio obliga a preguntarse si los participantes no fueron demasiado optimistas y no se dejaron llevar más por el entusiasmo propio de las revoluciones más que por un examen frío de la realidad. A decir verdad, y por encima de los diversos pronunciamientos, el gobierno provisional distaba mucho de controlar la situación en zonas amplísimas de Rusia y el vacío de poder había degenerado en no pocos lugares en abierta anarquía.

Con una actitud que cuenta con paralelos en otros procesos revolucionarios, Kérensky creyó que los peligros procederían no de la izquierda, sino sólo de la derecha. Así, el 26 de agosto, depuso al general Kornílov de su cargo de comandante en jefe, en base a sospechas, no del todo fundadas, de que pudiera dar un golpe de Estado. La realidad era que Kornílov se limitaba a alertar sobre una situación de desorden que podía resultar fatal para el gobierno ruso. El fracaso, total e incruento, de Kornílov —que, por añadidura, fue arrestado— paradójicamente no fortaleció al Gobierno provisional presidido por Kérensky. En realidad, proporcionó un nuevo aliento a los bolcheviques. Casi de la noche a la mañana dejaron de ser considerados unos traidores vendidos a los alemanes para convertirse en defensores de la revolución contra la reacción. Por añadidura —y de nuevo los paralelos con otras revoluciones saltan a la vista— resultó verosímil la campaña de opinión dirigida a crear la convicción de que Kérensky sólo ambicionaba convertirse en un dictador aprovechando un esfuerzo bélico que cada día era más impopular. No existía base para esa afirmación, pero, a pesar del paso del tiempo, la calumnia antikerenskysta ha seguido haciendo acto de presencia en obras posteriores sobre la Revolución rusa. En aquellos momentos, con un sentido de la oportunidad especialmente afinado, Lenin no dudó en retomar el lema de «todo el poder a los soviets», una consigna que buscaba privar de legitimidad al gobierno provisional. De hecho, en el mes de septiembre concluyó su obra El Estado y la revolución[3] donde abogaba de manera explícita por destruir el parlamentarismo, sustituyéndolo por «la dictadura revolucionaria del proletariado».

De momento, sin embargo, el soviet no tenía intención ni de seguir los patrones de conducta que convenían a los bolcheviques ni de intentar derribar al Gobierno provisional. Todo lo contrario. Deseaba su estabilidad y precisamente para conseguirla renunció a la idea de que debiera tener una composición totalmente burguesa o completamente socialista.[4] En el curso de una conferencia democrática convocada por el soviet al poco de producirse el episodio Kornílov setecientos sesenta y seis delegados (contra seiscientos ochenta y ocho, y treinta ocho abstenciones) votaron en favor de un gobierno de coalición. El 25 de septiembre se procedió a su formación. Kérensky continuó desempeñando la función de primer ministro mientras que las carteras eran ocupadas por eseristas5[5] moderados, mencheviques,[6] kadetes,[7] socialistas sin afiliación e incluso personas que no pertenecían a ningún partido concreto. Era el último cartucho de la Revolución de febrero para no derivar hacia una solución dictatorial. Sin embargo, se recurrió a él cuando la situación era prácticamente incontrolable quizá no en Petrogrado, pero sí en buena parte del resto de Rusia. Y es que si algo caracterizó a Rusia durante los días finales de septiembre y los primeros de octubre de 1917 fue la sensación de que no existía ningún tipo de orden ni autoridad. El Gobierno provisional, que había dependido para su supervivencia de una institución como el Soviet de Petrogrado, era incapaz de evitar la oleada de saqueos, incendios, motines y crímenes que se producían por todo el país. El ejército —en cuyo seno Kérensky era odiado profundamente tras la ofensiva de verano que se había saldado con un fracaso— se desintegraba en masa y los comités de soldados favorecían el desplome con peligro para la vida de los oficiales. A todo ello se sumaban el hambre y la desesperación. Con cerca de diez millones de soldados, el estado apenas tenía recursos para malalimentar a siete. En esas fechas, el número de desertores llegó a los dos millones y sólo un diez por ciento pudo ser obligado a regresar al frente.

La situación entre los civiles apenas era mejor. En buen número de poblaciones el pan escaseaba y las manifestaciones para protestar por esa situación acabaran degenerando en actos de violencia de los que no estaba ausente la barbarie. Incluso se había vuelto a la práctica de atacar a los judíos como chivos expiatorios. Por lo que se refiere al campo, septiembre fue el mes en que empezaron las destrucciones provocadas no pocas veces por el mero deseo de dar salida a la cólera y al resentimiento. Cuando se inició el mes de octubre, las provincias de Minsk, Moguiliov y Vitébsk en Bielorrusia y las regiones centrales y de las provincias del Volga eran presa de una situación de absoluta anarquía que hacía presagiar un invierno de hambre y desolación. La última esperanza de Rusia descansaba en la ya cercana elección de la Asamblea Constituyente que habría contado con la legitimación suficiente para formar un Gobierno con autoridad (y, sobre todo, no provisional) y para solventar de una vez por todas cuestiones tan relevantes como la política agraria. Precisamente por ello, Lenin decidió dar los pasos que le separaban de la toma del poder.

La guerra civil rusa (II): el golpe bolchevique[8]

En septiembre de 1917, el Gobierno provisional era una institución sin capacidad para imponer sus decisiones, dependiente del soviet de Petrogrado para su supervivencia y limitada en cuanto a su existencia por la teóricamente próxima constitución de la Asamblea Constituyente. Los eseristas o socialistas revolucionarios eran posiblemente el partido más fuerte al contar no sólo con una importancia considerable en los soviets urbanos sino al controlar también los de campesinos y las tropas de primera línea. Los cadetes o constitucionales democráticos mantenían una influencia limitada a sectores ilustrados de la población que deseaban mantener las libertades conquistadas por la revolución de febrero. Los mencheviques, el grupo marxista mayoritario, habían experimentado un enorme retroceso en relación con su superioridad en los soviets de los primeros meses de la revolución pero la seguían manteniendo en la región del Cáucaso y, muy especialmente, de Georgia. Por lo que se refiere a los bolcheviques, con un 51% de los votos, habían ganado las elecciones en Moscú y, por primera vez en su historia, logrado una mayoría absoluta en un centro urbano importante. Aunque esta situación no se repitió en otros lugares, aunque la práctica totalidad de los soviets obreros de Rusia seguían controlados mayoritariamente por eseristas y mencheviques, y aunque los soviets campesinos eran abiertamente eseristas no podía negarse que la influencia bolchevique estaba aumentando casi a diario.[9] En ese contexto, Lenin pidió al Comité central bolchevique que diera inicio a los preparativos para una insurrección armada contra el gobierno provisional. Sin embargo, el Comité central no veía las cosas con tanta claridad. Zinóviev y Kámeñev, dos de sus miembros, se opusieron especialmente porque consideraban con razón que el partido bolchevique no tenía el apoyo de la mayoría del pueblo ni del proletariado internacional. A su juicio, resultaba mucho más sensato esperar a obtener una sólida mayoría en la futura Asamblea Constituyente. Por supuesto, Zinóviev y Kámeñev no dejaban de lado la idea de implantar una dictadura bolchevique en el futuro, pero consideraban que, siquiera por prudencia táctica, tal posibilidad debía estar respaldada por la mayoría del pueblo ruso. Para Lenin, por el contrario, se trataba de conseguir la implantación de esa dictadura mediante la acción de un partido que era considerablemente minoritario pero que, al menos en teoría, captaba cuáles eran los intereses de la mayoría mejor que ésta misma. Un enfoque similar mantenía Trotsky, que a lo largo de la revolución había adoptado como totalmente propios los puntos de vista de Lenin compartiéndolos incluso donde eran rechazados por los antiguos bolcheviques. Lo que, finalmente, arrancó al Comité central de sus dudas fue la amenaza de Lenin de dimitir del Comité central y continuar realizando su tarea de agitación desde la base del partido. Finalmente, el 10 de octubre se decidió iniciar los preparativos para una insurrección armada.

El mayor problema con el que se enfrentaban los bolcheviques en Petrogrado era el hecho incontestable de que la guarnición de la ciudad seguía siendo partidaria de apoyar al Gobierno provisional o al soviet.10[10] Para obtener su apoyo, por lo tanto, los bolcheviques tenían que idear una artimaña lo suficientemente sólida como para que las tropas creyeran que defendían precisamente aquello que iban a derribar con su concurso o, siquiera, con su pasividad. Las circunstancias vinieron en apoyo de los bolcheviques a la hora de vencer esta dificultad. En la segunda semana de octubre, los alemanes se apoderaron de algunas islas rusas en el golfo de Riga. Inmediatamente corrieron rumores de que esta operación naval sólo era un anticipo de un ataque sobre Petrogrado. Kérensky, siguiendo el consejo de sus asesores militares, pensó en la posibilidad de trasladar la capital a Moscú, pero no pudo llevar a cabo tal medida ante la oposición socialista en el soviet que le acusaba de abandonar la ciudad al enemigo. El 9 de octubre, los mencheviques del Soviet de Petrogrado propusieron la formación de un Comité de Defensa Revolucionaria que pudiera proteger la ciudad. Los bolcheviques aprovecharon la ocasión y lograron incluso que el Comité ejecutivo del soviet se transformara en un comité militar revolucionario. Por una paradoja de la historia, los mencheviques —que habían sido sus adversarios durante décadas— habían puesto en sus manos a la única fuerza que podía resistirles proporcionándoles además la pantalla que permitiría enmascarar como una acción global de las fuerzas obreras lo que era un golpe de un solo partido.

Por su parte, Kérensky decidió no actuar esperando que los bolcheviques se alzaran para poder suprimirlos con facilidad y de una manera definitiva.[11] Empleando el argumento —radicalmente falso como confesaría Trotsky—[12] de que la guarnición de Petrogrado iba a ser enviada al frente y de que la ciudad tenía que ser protegida de la contrarrevolución, el comité militar revolucionario intentó asegurarse el apoyo de la tropa. Para consolidar esa posición, Lenin incluso cursó órdenes a los marineros bolcheviques del acorazado Aurora para que difundieran la noticia, también falsa, de que la contrarrevolución había desencadenado una ofensiva. En el curso de la noche del 21 al 22 de octubre, el comité militar revolucionario había comenzado a lograr que las tropas quedaran separadas de sus mandos naturales y aceptaran sólo sus órdenes.

El 24 de octubre, Kérensky, de nuevo en claro paralelo con otros procesos revolucionarios, no se atrevió a arrestar al comité por temor a dar pábulo a las calumnias que lo acusaban de desear instaurar una dictadura personal. Durante aquella misma noche, las tropas convencidas de que estaban combatiendo a la reacción y la Guardia Roja formada por obreros industriales entraron en acción. Por la mañana, casi sin derramamiento de sangre tenían bajo su control todos los puntos estratégicos de la ciudad. El único edificio que no pasó de manera inmediata a manos de los golpistas fue el Palacio de Invierno. La película Oktyabr de Eisenstein ha contribuido a crear toda una mitología del asalto bolchevique a este símbolo de la autocracia, primero, y de la burguesía, después. La realidad histórica fue totalmente diferente. El palacio, defendido por un batallón de mujeres, un pelotón de inválidos de guerra, algunos ciclistas y unos cuantos cadetes nunca fue tomado al asalto. De hecho, fueron sus defensores los que abandonaron el palacio ya que se corrió la voz de que Kérensky[13] había huido de la ciudad. Con la entrega pacífica de los ministros, el golpe pudo darse por concluido. Para la mayor parte de la población se había tratado sólo de una crisis gubernamental más.

Mientras los mencheviques, los eseristas moderados, algunas organizaciones campesinas, algunos sindicatos y algunos miembros del Consejo de la República formaban un comité cuya finalidad era salvar al país y a la revolución y oponerse al golpe de los bolcheviques, éstos se disponían a iniciar la articulación de su dictadura. Se creó así un gobierno que recibió el nombre de Consejo de Comisarios del Pueblo. Formado exclusivamente por bolcheviques y presidido por Lenin, promulgó de manera inmediata los decretos sobre la tierra[14] y la paz[15] Su carácter inestable y minoritario iba a quedar bien pronto de manifiesto.[16] A pesar de imponer la promulgación de los decretos sobre la paz y la tierra, los resultados en las elecciones a la Asamblea Constituyente le resultaron profundamente desalentadores. De un total de 41 686 000 votos emitidos, los bolcheviques sólo consiguieron 9 844 000, es decir, algo menos del 24%; los eseristas, 17 940 000; los socialistas ucranianos, aliados de éstos, 4 957 000; los kadetes, 1 986 000; los mencheviques, 1 248 000; y los musulmanes y otras minorías étnicas, 3 300 000. En términos de diputados, los eseristas obtuvieron 370 de los 707 logrando la mayoría absoluta; los eseristas de izquierda, favorables a un acuerdo con Lenin, 40; los bolcheviques, 175; los kadetes, 17; los mencheviques, 16; y las minorías étnicas, 89. Aquel resultado presentaba una configuración especialmente sombría para los bolcheviques. Por un lado, y dado el carácter socialista de la mayoría de los representantes elegidos, les impedía afirmar que la Asamblea era un fruto de la reacción que era legítimo desarraigar; por otro, les convertía en una minoría que difícilmente podía seguir aspirando a contar con el monopolio del poder. Pese a que Lenin intentaría presentar aquellas elecciones como un éxito argumentando que el voto importante era el del proletariado de Petrogrado y Moscú,[17] el resultado era punto menos que desastroso. Hubiera deseado disolver la Asamblea y comenzar a gobernar dictatorialmente, pero el temor a perder el apoyo de los eseristas de izquierdas se lo impidió. Con todo, Lenin ordenó el traslado a Petrogrado de varias unidades leales de tiradores letones, promulgó un decreto que situó fuera de la ley a los kadetes ordenando su detención y procedió a arrestar a algunos de los diputados eseristas de más peso político.[18] Cuando, finalmente, se fijó la fecha de apertura de la Asamblea para el 18 de enero de 1918, Lenin ya había adoptado la decisión de que aquel hecho no tuviera lugar.

Tras disolver a tiros una manifestación convocada por los mencheviques y los eseristas, los bolcheviques irrumpieron en la Asamblea por la fuerza leyendo la Declaración de los Derechos del pueblo trabajador y explotado[19] debida a Lenin, Stalin y Bujarin. El texto no sólo insistía en el traspaso de todo el poder a los soviets —lo que privaba de cualquier contenido a la Asamblea recientemente elegida— sino que además anunciaba que si alguien intentaba asumir las funciones de Gobierno los bolcheviques se enfrentarían con él haciendo uso de la fuerza armada. La Asamblea, en lugar de plegarse a los deseos de los bolcheviques, eligió como presidente a Viktor Chernov, el dirigente eserista por 244 votos contra 151. La respuesta de los bolcheviques[20] fue levantarse en bloque y abandonar la reunión. Los diputados no lo sabían, pero la Asamblea acababa de morir. El 19 de enero de 1918 el Comité de comisarios del pueblo la declaró disuelta.

Eliminada aquella institución, Lenin necesitaba librarse inmediatamente de la guerra con el imperio alemán que había constituido el talón de Aquiles del Gobierno provisional y que tanto había contribuido a su desprestigio y deterioro.[21] Tras no pocos forcejeos diplomáticos —y la amenaza de una invasión germana— el 3 de marzo de 1918, los delegados rusos firmaron el tratado de paz de Brest-Litovsk en el que no sólo Alemania salió beneficiada, sino que incluso Turquía obtuvo sustanciales partes de Transcaucasia. Rusia perdió un territorio cercano a los dos millones y medio de kilómetros cuadrados en el que vivían sesenta y dos millones de personas.[22] En términos económicos, con la pérdida de Ucrania, Rusia quedaba privada de su producción de carbón y acero y de prácticamente toda la de azúcar. Y eso no fue todo. En agosto de 1918, el gobierno bolchevique firmó un tratado adicional en virtud del cual aceptaba pagar a Alemania seis mil millones de marcos como indemnización de guerra. Tal y como quedaba trazado el futuro, poco puede dudarse de que si Gran Bretaña y Francia hubieran perdido la Primera Guerra Mundial aquel mismo año, Alemania hubiera terminado por convertir a Rusia en un satélite. Pero ni Lenin ni los bolcheviques sentían interés alguno por la nación rusa. Su meta prioritaria era mantener la revolución socialista.

Las consecuencias del tratado de Brest-Litovsk fueron de una extraordinaria importancia en otros terrenos siquiera porque había eliminado la principal causa de impopularidad de los anteriores Gobiernos revolucionarios y así ayudó a los bolcheviques a conservar el poder. Plejánov, el fundador del marxismo ruso, afirmaría que con la disolución de la Asamblea Constituyente los bolcheviques acababan de instaurar una dictadura pero que no era «la del pueblo trabajador, sino la de una pandilla». El jefe de la «pandilla», Lenin, era plenamente consciente de que con el apoyo minoritario con que contaba en el país su metodología de gobierno debía incluir de manera esencial el terror. Eliminado el freno de la Asamblea Constituyente y la amenaza de una derrota militar que deteriorara al nuevo poder, pudo entregarse a la cabeza de los bolcheviques a esa práctica en toda profundidad.[23]

El 20 de diciembre de 1917, prácticamente un mes antes de que se abriera la Asamblea Constituyente en cuyas elecciones tan mal parados habían quedado los bolcheviques, Lenin ya había ordenado a un bolchevique polaco llamado Felix Dzerzhinsky la organización de una Comisión especial para combatir a los contrarrevolucionarios y especuladores. La citada Comisión, más conocida por las iniciales ChK (abreviatura de la Vserossiskaya Chrezvytchainaia komissia po bor’bes kontr’—revoliutsii, spekuliatsei i sabotaguem— la Comisión pan-rusa extraordinaria de lucha contra la contrarrevolución, la especulación y el sabotaje) iba a dar su nombre a un fenómeno represivo que se extendería menos de dos décadas después a España. En realidad, la Cheká no era ni más ni menos que un servicio secreto cuya finalidad consistía en implantar un régimen de absoluto terror de Estado que permitiera a los bolcheviques mantenerse en el poder y consolidar su dictadura. Con los nombres sucesivos de GPU, OGPU, NKVD, MVD y KGB continuó existiendo hasta la desaparición de la dictadura soviética ya en las postrimerías del siglo XX.

El uso del terror por parte del sistema soviético ni empezó con Stalin ni fue un trágico accidente provocado por la intervención extranjera o por el deseo de defender la revolución. Más bien se trató de un elemento de gobierno concebido por Lenin bastantes años atrás y considerado por él como indispensable para salvar un golpe que liquidaría en el espacio de unas semanas cualquier vestigio de la democracia en Rusia. Sin embargo, tampoco nació del ardor de las circunstancias revolucionarias. De hecho, Lenin ya mencionó la necesidad de utilizar el terror masivo y sistemático al menos desde 1908. En una conversación con su amigo Adoratsky en Ginebra le había indicado que el sistema sería sencillo y que consistiría en fusilar a todos los que se manifestaran contrarios a su revolución.[24] De ahí que cuando se enteró de que, a sugerencia de Kaméñev, los bolcheviques habían abolido la pena de muerte para la deserción (un castigo reimplantado por Kérensky), Lenin manifestara su irritación y calificara la medida de «debilidad inexcusable». Convencido, no obstante, de lo impopular que podría ser la derogación de la nueva norma, ordenó que se mantuviera formalmente, pero que se siguieran realizando las ejecuciones como antes. Ha sido el propio Trotsky —que tendría un papel bien destacado en el uso del terror y que incluso escribió un libro sobre el tema—[25] el que nos ha transmitido el testimonio de un enfrentamiento entre los eseristas de izquierda y Lenin con ocasión de un llamamiento bolchevique en el que se advertía que quien ayudase o alentase al enemigo sería fusilado en el acto. Mientras que los eseristas encontraban tal medida intolerable, Lenin les dio una respuesta preñada de un pragmatismo descarnado y que indicaba hasta qué punto era realista en cuanto a su verdadero apoyo popular: «¿Creéis realmente que podemos salir victoriosos sin utilizar el terror más despiadado?». Como el mismo Trotsky señalar, aquélla era una época en la que Lenin no perdía ocasión para inculcarles que la utilización del terror era inevitable.[26]

La elección de Dzerzhinsky como jefe de la Cheká no pudo ser por todo ello más adecuada. Ya en agosto de 1917 había señalado que la correlación de fuerzas políticas, tan desfavorable para los bolcheviques, se podía variar «sometiendo o exterminando a determinadas clases sociales».[27] Como señalaría en su primer discurso pronunciado en calidad de jefe de la Cheká, su función no era la de establecer «justicia revolucionaria» sino la de acabar con aquellos a los que se consideraba adversarios.[28] Con todo, su misión era la de un subordinado —convencido, sumiso y competente, pero subordinado a fin de cuentas— de Lenin.

El 8 de enero de 1918, antes de proceder a disolver la Asamblea Constituyente, pero cuando las elecciones para la misma ya se habían celebrado en todos los distritos electorales, el Consejo de Comisarios del pueblo ordenó la formación de batallones de hombres y mujeres de la burguesía cuya finalidad era la de abrir trincheras. La Guardia Roja tenía orden expresa de disparar inmediatamente sobre todo aquel que se resistiera. Al mes siguiente, la Cheká anunció que todos los que huyeran a la región del Don serían fusilados en el acto por sus escuadras. Lo mismo sucedió con los que difundieran propaganda contra los bolcheviques e incluso con delitos que no eran políticos como violar el toque de queda. Obviamente, apenas a un trimestre de que los bolcheviques tomaran el poder, Rusia había dejado de ser «el país más libre del mundo» para transformarse en una dictadura de la peor especie. En 1918, el gobierno bolchevique decidió trasladarse a Moscú (una medida que en su día Kérensky no se atrevió a llevar a la práctica por el temor a la oposición del Soviet). Allí en el número 22 de la calle Lubianka, en el antiguo edificio de la compañía de seguros Rossiya iba a establecerse la sede central de la Cheká.

A la vez que se apoderaba de todos los medios de comunicación,[29] el nuevo poder bolchevique no sólo iba a utilizar conceptos como los de «terror de Estado» o «exterminio de clases enteras» sino que además crearía tipos legales que facilitarían esa labor de represión: la de «enemigo del pueblo» y la de «sospechoso». El 28 de noviembre (10 de diciembre) de 1917, el Gobierno institucionalizó la noción de «enemigo del pueblo». Un decreto firmado por Lenin estipulaba que «los miembros de las instancias dirigentes del partido kadete, partido de los enemigos del pueblo, quedan fuera de la ley y son susceptibles de arresto inmediato y de comparecencia ante los tribunales revolucionarios».[30] Estos tribunales acababan de ser instituidos en virtud del «Decreto número 1 sobre los tribunales». En términos de este texto quedaban abolidas todas las leyes que estaban «en contradicción con los decretos del gobierno obrero y campesino así como de los programas políticos de los partidos kadete y eserista». De esta manera, tanto liberales como socialistas quedaban fuera de la ley y además se abría la posibilidad de reprimir prácticamente a cualquier sector de la población una vez que se le identificara como «enemigo del pueblo».

En paralelo, la Comisión de investigación militar, creada el 10 (23) de noviembre, recibió la misión de proceder al arresto de los oficiales «contrarrevolucionarios» denunciados por regla general por sus soldados, de los miembros de los partidos «burgueses» y de los funcionarios sospechosos de «sabotaje» así como a los que se atribuía «pertenencia a una clase hostil».[31] Cuando el jefe de la Cheká, en la tarde del 7 (20) de diciembre, presentó su proyecto de acción al Consejo de comisarios del pueblo, afirmó taxativamente:

Debemos enviar a ese frente, el más peligroso y el más cruel de los frentes, a camaradas determinados, duros, sólidos, sin escrúpulos, dispuestos a sacrificarse por la salvación de la revolución. No penséis, camaradas, que busco una forma de justicia revolucionaria. ¡No tenemos nada que ver con la «justicia»! ¡Estamos en guerra, en el frente más cruel, porque el enemigo avanza enmascarado y se trata de una lucha a muerte! ¡Propongo, exijo la creación de un órgano que ajuste las cuentas a los contrarrevolucionarios de manera revolucionaria, auténticamente bolchevique!

Las palabras, sin duda sobrecogedoras, se pronunciaban precisamente en unos momentos en que los bolcheviques no tenían que enfrentarse con ninguna oposición seria. Sin embargo, la represión bolchevique, vertebrada en torno a la Cheká, resultó pavorosa en lugares como Ucrania, el Kubán, la región del Don y Crimea. Los hombres de Lenin no se moderaron a la hora de practicar detenciones y fusilamientos. Además abundaron en el uso de la tortura y en la comisión de atrocidades que incluyeron desde arrojar a prisioneros a un alto horno a lanzarlos al mar pasando por las castraciones o las decapitaciones.[32] Se trataba de una conducta tan significativa como el hecho de que la primera acción de la Cheká consistiera en aplastar la huelga de funcionarios de Petrogrado, y que la primera gran redada de la Cheká —que se produjo durante la noche del 11 al 12 de abril de 1918— tuviera como objetivo a un grupo político tan lejano de la reacción como los anarquistas. Los detenidos serían denominados «bandidos», un término que iba a hacer fortuna en el futuro aplicándose lo mismo a los obreros que osaran sumarse a una huelga que a los campesinos reticentes a dejarse despojar de sus cosechas o a los que eludían el reclutamiento en el Ejército Rojo.[33]

En mayo y junio de 1918, doscientos cinco periódicos de la oposición socialista fueron definitivamente cerrados. Los sóviets, de mayoría menchevique o socialista revolucionaria, de Kaluga, Tver, Yaroslavl, Riazán, Kostroma, Kazán, Saratov, Penza, Tambov, Voronezh, Orel y Vologda fueron disueltos por la fuerza[34] y, como colofón, el 14 de julio de 1918, se llevó a cabo la expulsión de los mencheviques y de los eseristas del Comité ejecutivo pan-ruso de los sóviets. A decir verdad, el tenor se extendía de una manera que nadie hubiera podido imaginar. Reinstaurada la pena de muerte en junio de 1918,[35] la Cheká iba a utilizar profusamente esta nueva reforma legal para sofocar las cerca de ciento cuarenta revueltas e insurrecciones que estallaron en el territorio controlado por los bolcheviques. Las acciones llevadas a cabo por las tropas de Lenin —que no podemos tratar aquí de manera exhaustiva— incluyeron la tortura, la detención sin ningún tipo de garantías judiciales y, por supuesto, los fusilamientos en masa. Tan sólo en Yaroslavl del 24 al 28 de julio de 1918, por citar un ejemplo, los chequistas ejecutaron a cuatrocientas veintiocho personas.[36] Se trataba del terror de masas y así lo expresó Lenin en un telegrama que el 9 de agosto de 1918 envió al presidente del comité ejecutivo del sóviet de Nizhni Novgorod:

Hay que formar inmediatamente una «troika» dictatorial (usted mismo, Markin y otro), implantar el terror de masas, fusilar o deportar a los centenares de prostitutas que hacen beber a los soldados, a todos los antiguos oficiales, etc. No hay un minuto que perder… Se trata de actuar con resolución: requisas masivas. Ejecución por llevar armas. Deportaciones en masa de los mencheviques y de otros elementos sospechosos.[37]

Entre las nuevas medidas adoptadas por los bolcheviques para llevar a cabo la práctica del terror de masas que tanto preconizaba Lenin se hallaban además las detenciones y la «reclusión de todos los rehenes y sospechosos en campos de concentración»[38] así como de sectores enteros de la población por el simple hecho de existir. Éstos eran, en palabras de Lenin, «los kulaks, los sacerdotes, los guardias blancos y otros elementos dudosos».[39] La reclusión en los campos de concentración —una figura punitiva desconocida por el zarismo— no estaba precedida por ningún juicio y se realizaba sin la menor garantía legal. Bastaba una orden de arresto como la que el 15 de agosto de 1918 firmaron Lenin y Dzerzhinsky contra los principales dirigentes del partido menchevique —Martov, Dan, Potressov, Goldman— que habían pasado de ser admirados socialistas a enemigos del pueblo.[40]

Ocasionalmente, se ha intentado explicar la despiadada dureza de la represión llevada a cabo por los bolcheviques apelando a las difíciles condiciones del momento. La verdad es muy otra. Desde antes de llegar al gobierno, los bolcheviques, empezando por Lenin, estaban dispuestos a exterminar a sectores enteros de la sociedad con una frialdad y una metodicidad absolutas conscientes de que no existía otra manera de afianzar su poder. Al respecto resulta especialmente reveladora una conversación que mantuvo el dirigente menchevique Rafael Abramovich con Felix Dzerzhinsky, el futuro jefe de la Cheká, en agosto de 1917, es decir, un trimestre antes de que los bolcheviques dieran el golpe que les llevaría al poder:

«Abramovich ¿te acuerdas del discurso de Lasalle sobre la esencia de una constitución?

—Por supuesto.

—Decía que toda constitución está determinada por la relación de las fuerzas sociales en un país y en un momento dados. Me pregunto cómo podía cambiar esa correlación entre lo político y lo social.

—Pues bien, mediante los diversos procesos de evolución económica y política, mediante la emergencia de nuevas formas económicas, el ascenso de ciertas clases sociales, etc., todas esas cosas que tú conoces perfectamente, Felix.

—Sí, ¿pero no se podría cambiar radicalmente esa correlación?, ¿por ejemplo, mediante la sumisión o el exterminio de algunas clases de la sociedad?»[41]

No se trataba sólo de palabras. En dos meses del otoño de 1918, la Cheká dio muerte a una cifra de detenidos situada entre las diez y las quince mil personas. Por primera vez en la Historia, junto con los muertos aparecieron enormes fosas colectivas en las que se les arrojaba. El número de los asesinados por los bolcheviques adquiere además una dimensión contrastada si se tiene en cuenta que entre 1825 y 1917 los tribunales zaristas dictaron seis mil trescientas veintiuna sentencias de muerte que, por añadidura, no siempre fueron ejecutadas. En términos de ejecuciones, la Cheká había más que duplicado toda la represión zarista en tan sólo unas semanas. Sin embargo, antes de concluir 1918, Latsis, uno de los principales dirigentes de la Cheká afirmaba:

Si se puede acusar a la Cheká de algo, no es de exceso de celo en las ejecuciones, sino de insuficiencia en la aplicación de las medidas supremas de castigo, es decir, una mano de hierro disminuye siempre la cantidad de víctimas.[42]

Por lo que se refiere a los campos de concentración —los «oficiales»— tenían ya cerca de ochenta mil reclusos en septiembre de 1921,[43] pero esa cifra no incluía, por ejemplo, los campos establecidos en regiones sublevadas contra la dictadura bolchevique como era el caso de Tambov donde en el verano de 1921 los internados ya superaban los cincuenta mil. Por añadidura, la Cheká llegó a establecer un manual de tortura en el que se indicaba incluso el uso de ratas para destrozar el recto y los intestinos del detenido y forzar sus confesiones.[44]

La guerra civil rusa (III): la reacción[45]

Como era lógico esperar, el golpe bolchevique provocó una resistencia que acabó derivando en una guerra civil que se extendió desde 1918 a 1920. De hecho, la política llevada a cabo por los bolcheviques resultaba tan obvia para cualquiera que no fuera un ingenuo (como los mencheviques que decidieron no oponerse al poder soviético confiando en que el sentido común del pueblo ruso acabaría prevaleciendo) que, cuando aquéllos disolvieron la Asamblea Constituyente y decidieron ceder millones de kilómetros cuadrados de territorio a Alemania para mantenerse en el poder, las reacciones se multiplicaron. Aunque la propaganda soviética las presentaría como fruto del derechismo más brutal y reaccionario, lo cierto es que estas respuestas fueron no pocas veces capitaneadas por la izquierda —la misma izquierda que había ganado las elecciones a la Asamblea Constituyente— y que incluso los generales blancos más conservadores en ningún momento anunciaron que tuvieran el propósito de restaurar la autocracia zarista sino más bien todo lo contrario. A decir verdad, en términos generales, los blancos eran patriotas y hundían sus raíces ideológicas en las tradiciones históricas de Rusia, pero, a la vez, abogaban por reformas políticas como el reparto de tierras o la libertad de culto.

De manera nada sorprendente, la oposición a los bolcheviques se hizo con el control de algunas zonas de Rusia. Así, por ejemplo, en diciembre de 1917, los eseristas y los kadetes se unieron para constituir en Tomsk una Duma regional siberiana (Sibirkaya Oblastnaya Duma). Se trataba de un gobierno autónomo[46] formado por las dos principales fuerzas políticas del país ya que en las elecciones a la Asamblea Constituyente, los votos sumados de ambos se acercaron a las tres cuartas partes del total.[47] Cuando los bolcheviques liquidaron la Asamblea Constituyente, la respuesta de la Duma siberiana fue declarar la independencia de la región y formar un gobierno. A inicios de julio, este gobierno emitió una declaración en la que señalaba que su separación de Rusia era sólo temporal y que su relación final con ella sería determinada por una Asamblea Constituyente de toda Rusia.

Mientras el Gobierno de Tomsk se ceñía a Siberia en sus pretensiones, en Samara se constituyó el 8 de junio de 1918 el Comité de Miembros de la Asamblea Constituyente (Komuch) que se consideraba el único gobierno legítimo de Rusia, un argumento con una base formal indiscutible si se tiene en cuenta que la Asamblea había sido un órgano elegido democráticamente y disuelto «manu militari» por los bolcheviques. El Komuch se asentaba sobre una plataforma socialista y democrática y el gobierno derivado del mismo (formado por catorce eseristas y un menchevique) no sólo aceptó los repartos de tierras realizados en febrero de 1917 sino también el Decreto de la tierra redactado por los bolcheviques. Lo que le parecía intolerable era que los bolcheviques implantaran una dictadura. En agosto de 1918, el Komuch ejercía su autoridad sobre las provincias de Samara, Simbirsk, Kazán y Ufa, así como algunos distritos de Saratov.

La guerra civil rusa, con diferencia, sería la más terrible y sanguinaria de la primera mitad del siglo XX. Este conflicto extraordinariamente complejo y fragmentado se desarrolló a lo largo de tres fases relativamente bien definidas.

La primera fase se desarrolló desde el golpe bolchevique hasta el final de la Primera Guerra Mundial. A finales de noviembre de 1917, el gobierno bolchevique decidió apoderarse de las tierras de los cosacos y someterlas a un régimen de control estatal. La medida era absurda ya que se trataba de territorios que ni siquiera eran de propiedad privada sino comunales que se cultivaban anualmente después de un sorteo en cada aldea. De manera comprensible, la respuesta de los cosacos fue sublevarse en la región del Don a las órdenes de Kaledin y en Siberia a las de Semionov. A esta revuelta inicial se sumaron otras motivadas directamente por las acciones de los bolcheviques. Los motivos que impulsaron ahora a los rebeldes no fueron en ningún momento la restauración monárquica —como tantas veces se ha dicho— sino la oposición al tratado con Alemania y a la supresión de la Asamblea Constituyente. En noviembre, el general Alekseiev comenzó a organizar el denominado Ejército de voluntarios (Dobrovokheskaya Armya) en Novocherkassk. Al mes siguiente, se le sumó Kornílov. En diciembre de 1917, los cosacos se apoderaron de Róstov.

A la rebelión de los cosacos en el sur, se sumó ya a inicios de 1918, la rebelión en el norte. A ella contribuyeron, por un lado, fuerzas extranjeras asentadas en Rusia y la izquierda decidida a oponerse al terror leninista. En el norte de Rusia estaba destacada la denominada Legión checa, unos treinta mil prisioneros de guerra que procedían del Ejército austro-húngaro y que se habían unido al ruso. Su intención era continuar combatiendo contra Alemania. Los bolcheviques habían decidido hacer exactamente lo contrario, pero, obviamente, no deseaban tener una fuerza de esa magnitud en el interior de la Rusia que se esforzaban en controlar. Llegaron, por lo tanto, a un acuerdo con los checos para embarcarlos en Vladivostok de manera que pudieran regresar a su casa. El pacto fracasó precisamente cuando los bolcheviques intentaron desarmar a los checos. Éstos no sólo se resistieron sino que además desarmaron a los bolcheviques y se apoderaron de Cheliabinsk en junio de 1918. Un mes después, la Legión checa controlaba la mayor parte del tren transiberiano desde el lago Baikal hasta los Urales. En julio, habían alcanzado incluso Yekaterinburg, aunque no llegaron a tiempo para salvar a la familia del zar que había sido asesinada en la ciudad siguiendo órdenes directas de Lenin.

El esfuerzo de la Legión checa se había combinado a esas alturas con la ayuda de los mencheviques y eseristas que se resistían a los planes de los bolcheviques. Fue precisamente el respaldo de los checos lo que les permitió tomar Samara y Saratov estableciendo el Komuch al que ya nos hemos referido.

En septiembre de 1918, los distintos gobiernos de carácter anti-bolchevique se reunieron en Ufá. Como resultado de esta reunión, formaron un nuevo gobierno provisional que sustituyera al que había padecido el golpe bolchevique. Su sede iba a residir en Omsk y estaría compuesto por un directorio de cinco miembros de los que tres pertenecían a los eseristas y dos a los kadetes. De esa manera, no sólo apelaban a la legitimidad inicial de la revolución sino que además incluían un espectro político que iba desde el centro-izquierda hasta la izquierda radical con exclusión de los bolcheviques.

En términos generales, estas primeras operaciones se distinguieron fundamentalmente por rápidos movimientos de tropas que chocaban de manera esporádica. Aunque el papel de fuerzas no-rusas[48] resultó especialmente importante y a pesar de que los escenarios bélicos se hallaban enclavados en la periferia, Lenin captó perfectamente el peligro que se cernía sobre el régimen que había creado y durante el otoño de 1918 procedió a crear el denominado Ejército Rojo como un intento más articulado —y clásico— de responder al problema militar. A su frente colocaría a Trotsky, uno de sus colaboradores más despiadados.

La segunda fase de la guerra, que duró de marzo a noviembre de 1919, fue absolutamente decisiva. Mientras que los bolcheviques controlaban el centro de Rusia llegando desde Petrogrado en el norte a Volgogrado en el sur, los blancos se hallaban dispersos en cuatro grandes focos de resistencia. En oriente, en noviembre de 1918, el poder había pasado al almirante Kolchák en un intento de proporcionar una dirección militar al esfuerzo de guerra; en el sur, los cosacos controlaban buena parte de la zona del Don y de Ucrania; en el norte, el general Yudenich estaba organizando un ejército con la ayuda de la recientemente independizada Estonia para combatir a los bolcheviques y, finalmente, en el Cáucaso, el general Denikin mandaba otro ejército. La propaganda soviética insistiría en el hecho de que los blancos estaban recibiendo una masiva ayuda extranjera, pero la afirmación no se corresponde con la verdad. Ciertamente, se produjeron desembarcos de fuerzas aliadas —los franceses en Odessa, los británicos en Murmansk, los anglo-norteamericanos en Arjanguelsk y los japoneses en Vladivostok— pero su finalidad era meramente estratégica y ni combatieron contra los bolcheviques ni entregaron suministros significativos a los blancos. A decir verdad, Winston Churchill se percató del peligro que implicaba la victoria de Lenin y deseaba una intervención aliada que abortara la revolución bolchevique. Sin embargo, como sucedería después con sus advertencias sobre el nacionalsocialismo alemán nadie le prestó atención, lo que tendría consecuencias desastrosas para la libertad mundial.

Trotsky demostró una notable combinación de espíritu práctico y carencia de escrúpulos lo que tuvo una extraordinaria repercusión en la marcha del Ejército Rojo. Aunque no descuidó el poder de la propaganda, comprendió la necesidad de utilizar oficiales profesionales e incorporó a más de 75 000 oficiales del antiguo ejército zarista en el Ejército rojo. Para asegurarse de que no desertarían, ordenó que se formaran expedientes de sus familias advirtiéndoles de que la retirada o la deserción significaría el fusilamiento de sus seres queridos. De manera semejante, adoptó medidas disciplinarias severas como la constitución de pelotones de soldados que disparaban directamente sobre sus compañeros para evitar que se batieran en retirada. Aunque esas medidas volvieron a ser utilizadas por Stalin durante la segunda guerra mundial, su creación —y aplicación— se debió a Trotsky.

El primer objetivo militar de Trotsky era Ucrania. Su carácter de granero de Rusia y su situación estratégica determinaban en cierta medida esa decisión. Los cosacos fueron incapaces de contener la ofensiva del Ejército Rojo iniciada en enero de 1919. El 3 de febrero, Kíev caía ante los bolcheviques y diez días más tarde Kaledin se suicidaba. Cuando al mes siguiente, las fuerzas rojas entraron en Róstov, el Ejército voluntario se retiró hacia el Kubán donde se sumaron a los cosacos de esta región. A la desgracia de la retirada se sumó otra de especial relevancia. El 13 de abril cayó en combate el general Kornílov. Cinco días antes, las fuerzas francesas —que no habían intervenido en el combate— se retiraron de Odessa. A la ciudad habían confluido decenas de miles de refugiados que huían del Ejército Rojo y que tenían la esperanza de ser evacuados por la flota francesa. No fue así y la entrada de los bolcheviques en la ciudad fue seguida por millares de fusilamientos sin siquiera un simulacro de juicio. Se trataba de una clara manifestación la denominada justicia revolucionaria.

En paralelo con la ofensiva sobre Ucrania, Trotsky había lanzado una ofensiva contra Kolchák. A las órdenes de Tujachevsky —uno de los jefes más competentes del Ejército Rojo que años después sería ejecutado por orden de Stalin— el Ejército Rojo recuperó Yekaterinburg el 27 de enero de 1918 y siguió avanzando a lo largo del Transiberiano. Durante meses, las operaciones fueron una sucesión de golpes y contragolpes que ponen de manifiesto hasta qué punto son injustas las acusaciones de incompetencia militar que repetidamente se han lanzado sobre Kolchák. A decir verdad, lo que llama la atención es la manera en que, con enorme inferioridad numérica, pudo hacer frente al Ejército Rojo.

De hecho, esa aplastante superioridad en número de hombres y en material no pudo impedir que las fuerzas de Trotsky se encontraran en una situación crítica durante el verano de 1919. A inicios de la estación, el Ejército del Cáucaso atacó en dirección norte en un intento de aliviar la presión que sufría Kolchák e incluso de enlazar con él. El 17 de junio de 1919, los blancos entraron en Volgogrado. La respuesta de Trotsky fue enviar a Tujachevsky con un nuevo ejército que, muy superior numéricamente, obligó a los blancos a abandonar Volgogrado y a retirarse hacia el sur.

Sin embargo, la hora de la victoria no se dibujaba aún en el horizonte próximo. El 2 de septiembre, el ejército del Don a las órdenes del atamán cosaco Krásnov arrojó a los rojos de Kiev y continuó avanzando hacia Voronézh. Como en el caso de Volgogrado, Trotsky comprendió que Voronézh constituía un punto esencial en la lucha contra los blancos y recurrió una vez a Tujachevsky. Nuevamente, el general rojo demostró estar a la altura de las circunstancias. El 24 de octubre, derrotó a Krásnov y, acto seguido, se dirigió contra los restos del Ejército voluntario. Al mes siguiente, lo derrotaba en Oriol y el 17 de diciembre, volvía a tomar Kíev. Los cosacos emprendieron entonces la retirada hacia el mar Negro.

En paralelo a estas operaciones, la guerra había cambiado radicalmente de signo en Siberia y en el norte de Rusia. Así, el 14 de noviembre de 1919, los bolcheviques habían tomado Omsk concluyendo la guerra en Siberia al mes siguiente. En el norte de Rusia, en octubre, Yudenich había lanzado una ofensiva contra Petrogrado que le llevó hasta los suburbios de la ciudad. La situación llegó a ser tan desesperada que Lenin pensó en abandonarla y continuar la resistencia contra los blancos desde Moscú. Si no sucedió así se debió al empeño personal de Trotsky en defender la antigua capital. Valiéndose de las líneas férreas que controlaba el Ejército Rojo envió tropas hacia Petrogrado de tal manera que, al cabo de una semanas, triplicaban los efectivos de Yudenich. El general blanco no tuvo otra salida que retirarse hacia Estonia donde su ejército fue desarmado. La sucesión de victorias del Ejército Rojo en apenas el espacio de un mes habían cambiado el curso de la guerra de manera ya decisiva.

Kolchák era un caballero a la antigua usanza y, a pesar de que podría haber escapado de Rusia cuando los británicos y los americanos abandonaron Murmansk y Arjanguelsk, prefirió quedarse con sus hombres. Así selló su destino. Cuando se dirigía hacia Irkutsk fue detenido y entregado en febrero de 1920 al Ejército Rojo en el curso de una maniobra en la que intervino el agregado militar francés. Fue fusilado dos semanas después por orden de Lenin. En un gesto de crueldad innecesaria, el comisario encargado de la tarea se negó a que pudiera ser visitado por la mujer a la que amaba unos horas antes de la ejecución. Sin embargo, el drama personal de Kolchák casi parece insignificante si tenemos en cuenta las decenas de miles de soldados blancos prisioneros que eran fusilados sin formación de causa por el Ejército Rojo.

La derrota de Kolchák, Yudenich y las fuerzas cosacas significó, prácticamente, el final de la guerra. En abril de 1920, los últimos restos de la Legión checa habían salido de Rusia y los escasos componentes del ejército blanco de Siberia pasaban a China. Frente al Ejército Rojo sólo se encontraban las tropas que al mando del general Wrangel se habían retirado a Crimea tras la derrota de Volgogrado. De manera heroica, incluso romántica, Wrangel había decidido resistir. No sólo eso. Wrangel acariciaba la esperanza de crear una nueva Rusia, una Rusia que dejara de manifiesto cómo se podían asumir las reformas de la revolución de 1917 sin caer en el totalitarismo bolchevique. Su ilusión era que, convertida en un ejemplo, pudiera animar a muchos rusos a sumarse a su causa. Aquel trozo de Rusia blanca consiguió algunos logros verdaderamente admirables durante su breve supervivencia. Por ejemplo, sus cosechas de trigo superaron proporcionalmente a la de la Rusia gobernada por los bolcheviques e incluso pudieron ser destinadas a la exportación a un precio cuatro veces más barato que el exigido por Lenin. Ciertamente, era posible otra Rusia —más justa, más nacional, más próspera, más culta— que la que ofrecían los bolcheviques, pero el sueño tuvo una escasa duración.

Aprovechando la derrota de los bolcheviques en Polonia al intentar implantar un gobierno comunista, Wrangel desencadenó una ofensiva en el norte. El Ejército Rojo logró detenerla y no tardó en desencadenar una contraofensiva destinada a acabar con el último reducto blanco. Así a los 37 220 soldados blancos se enfrentaron a 133 600 rojos entre los que se encontraban las unidades del anarquista Nestor Majnó.[49] Pese a la enorme inferioridad numérica, las tropas de Wrangel se retiraron ordenadamente y sin dejar de combatir. El 14 de noviembre, ochenta y tres mil civiles y militares blancos fueron evacuados hacia Constantinopla por barcos rusos, franceses y británicos. El último en subir a bordo fue Wrangel. En tierra quedaron unos trescientos mil antibolcheviques que prefirieron confiar en el vencedor. Los fusilamientos de prisioneros realizados por el Ejército Rojo en Crimea se convertirían en un ejemplo más del paradigma del uso del terror preconizado por los bolcheviques. Aunque la filmografía soviética presentaría esa retirada como una sucesión de escenas de pánico y violencia, los escasos metros de película que se han conservado del evento nos muestran a unos soldados blancos subiendo a los barcos de manera disciplinada y serena, una actitud tanto más admirable cuanto era sabido que lo peor esperaba a los que no pudieran embarcar. En los años siguientes, aquellos refugiados se dirigieron de manera preeminente a Yugoslavia donde ejercieron una extraordinaria labor docente, cultural y profesional. Por lo que se refiere a Wrangel sería asesinado en el exilio por agentes bolcheviques.

La derrota de Wrangel es considerada de manera convencional como la conclusión de la guerra civil rusa.[50] Se trata, sin embargo, de una afirmación que exige importantes matices. Es cierto que ya no quedaron ejércitos más o menos regulares que se enfrentaran con el Ejército Rojo. No lo es menos que durante años los bolcheviques tuvieron que enfrentarse con alzamientos campesinos —lo que algunos han denominado la guerra contra los verdes— que sofocaron con extraordinaria crueldad. Lejos de considerar que el bolchevismo fuera un adelanto social, en su inmensa mayoría, los campesinos opinaban que no era sino una forma de despojo del fruto de su trabajo más despótica que la vivida bajo los zares y llevada a cabo por gente que ignoraba totalmente en qué consistía la vida rural. Los intentos de imponer el bolchevismo en el agro tuvieron, pues, como consecuencia directa el desencadenamiento de revueltas no pocas veces desesperadas. Lenin intentó quebrantar en primer lugar la resistencia campesina recurriendo a medidas represivas de carácter policial, pero no tardó en comprobar que sería precisa la intervención del Ejército Rojo para liquidar los focos rebeldes. Sin embargo, para sorpresa suya, ni siquiera unas tropas dotadas de armamento moderno lograron imponerse, en parte, por el apoyo que la población prestaba a los sublevados y, en parte, por la propia geografía rusa que propiciaba la huida y guarecimiento de los mismos en zonas boscosas. Al cabo de unos meses, no eran sólo combatientes aislados sino poblaciones enteras las que buscaban abrigo en los bosques. ¿Cómo se podía hacer frente a esa resistencia? Lenin llegó a la conclusión de que exterminándola en el sentido más literal y que para ello la utilización del gas podía constituir un instrumento privilegiado.[51]

El 27 de abril de 1921, el Politburó presidido por Lenin nombró a Tujachevsky —que tanto éxito había tenido en la lucha contra los Ejércitos blancos— comandante en jefe de la región de Tambov con órdenes de acabar con la revuelta campesina en un mes y de informar semanalmente de los progresos conseguidos. Sin embargo, Tujachevsky no logró el éxito rápido que ansiaba Lenin a pesar de contar con más de cincuenta mil soldados a sus órdenes. Entonces, el 12 de junio de 1921 dictó órdenes en las que establecía el uso de gas para acabar con las poblaciones escondidas en el bosque. En la orden en cuestión se indicaba que «debe hacerse un cálculo cuidadoso para asegurar que la nube de gas asfixiante se extienda a través del bosque y extermine todo lo que se oculte allí». A continuación se estipulaba que debía entregarse «el número necesario de bombas de gas y los especialistas necesarios en las localidades». Finalmente, los fusilamientos en masa, las deportaciones indiscriminadas y el uso del gas contra poblaciones civiles acabaron con la rebelión de Tambov en mayo de 1922, es decir, más de un año después de la designación de Tujachevsky. Aún faltaba un lustro para que Hitler mencionara en Mein Kampf la posibilidad de utilizar el gas venenoso para matar a «unos millares de judíos» y casi dos décadas para Auschwitz. El paso para incluir tal recurso en la metodología del genocidio se había debido a Lenin y los bolcheviques.

Al referirse a los blancos —sobre los verdes procuró correr un tupido velo— la propaganda bolchevique insistiría en que se trataba de fuerzas reaccionarias. La realidad no podía ser más diferente. De hecho, la aceptación por parte de Kolchák de un programa democrático[52] y la declaración de Denikin en el sentido de que todas las leyes promulgadas por el Gobierno Provisional seguían en vigor[53] fueron al respecto bien elocuentes. Tanto Kolchák como Denikin implicaban una combinación de las mejores tradiciones nacionales de Rusia —el amor a la patria, la fidelidad a la Historia, la lealtad, la nobleza de espíritu…— con un espíritu reformador que deseaba preservar la libertad frente al embate totalitario de los bolcheviques. Ignoramos si su victoria habría significado el triunfo de su programa reformador. Sí sabemos que su derrota implicó el establecimiento del primer estado totalitario de la Historia.

La guerra civil rusa (IV): Razones de una victoria, razones de una derrota

Como sucedería con otros aspectos de este período histórico, la historiografía comunista deformaría considerablemente las razones de la victoria bolchevique e insistiría en presentarla como el triunfo del pueblo frente a la reacción. Las razones de la victoria fueron muy distintas. En primer lugar, hay que señalar que, en términos militares, la ventaja inicial de los bolcheviques era extraordinaria. Demográficamente, mientras que éstos controlaban un territorio poblado por más de setenta millones de personas; los blancos Kolchák y Denikin controlaron respectivamente territorios con ocho y nueve millones de habitantes como media.[54] Sólo durante el verano de 1919 su control se extendió a un territorio mayor, pero fue tan breve en términos cronológicos que no tuvo impacto significativo en el número de alistamientos. A finales de 1919, Trotsky tenía a sus órdenes más de tres millones de soldados. Cuando acabó la guerra civil la cifra llegaba a los cinco millones. Por su parte, los blancos nunca tuvieron en conjunto más de un cuarto de millón de soldados.

Geográficamente, la situación también era muy favorable a los bolcheviques ya que al controlar la Rusia central podían coordinar las acciones de sus fuerzas y mantenerlas unidas. Por el contrario, los blancos estaban separados por largas distancias que les impedían establecer una estrategia común e incluso en buen número de ocasiones mantener la más mínima comunicación. Logística y armamentísticamente, los bolcheviques contaron desde el principio con los depósitos de material de guerra existentes, con las fábricas e incluso con una red férrea muy superior. Los suministros de los blancos resultaron, sin embargo, muy deficientes desde los inicios. Mientras que Trotsky pudo coordinar en todo momento a sus ejércitos e incluso desplazarlos con rapidez de un frente a otro, los blancos nunca coordinaron sus movimientos de tropas ni dispusieron de un mando único.

Por otro lado, aunque la propaganda bolchevique insistió en que la reacción internacional movilizó desde el principio una legión de ejércitos extranjeros para combatir la revolución tal afirmación resulta históricamente insostenible. La única intervención que mereció el nombre de tal fue la de Japón que, en abril de 1918, desembarcó en Vladivostok, pero no con la finalidad de acabar con la revolución bolchevique sino con la de asegurarse alguna anexión territorial en Rusia. La actitud japonesa provocó una inmediata reacción norteamericana que temía un fortalecimiento nipón en el Pacífico. La misma se concretó en un desembarco temporal con la finalidad de prevenir el avance japonés, pero las unidades norteamericanas en ningún momento entraron en combate contra los bolcheviques.[55]

La realidad es que cuando en noviembre de 1918 concluyó la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras deseaban estabilizar la situación política rusa con la finalidad de poder llegar a un acuerdo sobre las fronteras de Finlandia, los estados del Báltico, Polonia, el Cáucaso y la región situada al otro lado del mar Caspio. Incluso Gran Bretaña y Estados Unidos barajaron la posibilidad de concluir la guerra civil mediante un acuerdo de los dos bandos,[56] pero no fueron más allá. De hecho, como ya indicamos, la única figura política de talla que se manifestó favorable a la intervención en contra de los bolcheviques fue Winston Churchill precisamente porque preveía lo que el comunismo podía significar en la posguerra. Sin embargo, sus logros fueron muy magros y no se concretaron en más de unas entregas de material de guerra muy reducidas, el entrenamiento de algunos oficiales blancos y la colaboración en la evacuación de las tropas blancas tras de su derrota.

A la superioridad inicial de los bolcheviques —ciertamente muy importante— se unieron otros factores de enorme trascendencia. El primero fue el pragmatismo despiadado de Lenin y Trotsky. Éste se manifestó, en primer lugar, por la insistencia en incorporar al Ejército Rojo a todos los antiguos oficiales zaristas.[57] Lenin pudo ser un maestro de la demagogia, pero no tanto como para dejarse cegar por ella. Igual que era consciente de que sin el uso del terror no podría controlar a la población civil, sabía que sin la colaboración de técnicos la victoria militar resultaría imposible. Su opinión, secundada por Trotsky, chocó con alguna oposición, pero acabó imponiéndose.[58] Durante la guerra unos setenta y cinco mil oficiales zaristas combatirían en el Ejército Rojo incluyendo setecientos setenta y cinco generales y mil setecientos veintiséis oficiales del Alto Estado Mayor imperial.[59] En otras palabras, y pese a lo que pudiera decir la propaganda comunista posterior, lo cierto es que el 85 por ciento de los mandos de frentes, el 82 por ciento de los mandos de ejércitos y el 70 por ciento de los mandos de divisiones fueron antiguos oficiales zaristas,[60] en cuya labor no interfirieron, por órdenes expresas de Trotsky, los políticos.

Fruto también de este pragmatismo fue la centralización del mando militar y la supresión de los comités democráticos en el Ejército. A diferencia de lo sucedido durante la guerra mundial y los primeros meses de la revolución, los bolcheviques tenían ahora interés en ganar la guerra y no en desmoronar divisiones. En septiembre de 1918 se creó el Soviet militar revolucionario de la República (Revoliutsionny Voennyi Soviet Respubliki o Revvoensoviet) que asumió el mando supremo de la guerra, que dependía directamente del Comité central del partido bolchevique y que tenía como presidente a Trotsky. Las enormes limitaciones de Trotsky como militar —de nuevo a pesar de la leyenda— han sido puestas de manifiesto precisamente por un historiador militar que ha tenido acceso a documentación clasificada hasta hace poco.[61] Pero esas deficiencias quedaron suplidas no sólo por las decisiones de centralizar el mando del ejército y confiarlo a oficiales profesionales por encima de criterios políticos, sino también por un segundo factor en el que Trotsky coincidía plenamente con Lenin. Nos referimos a la utilización masiva del terror. Que como en el caso de la población civil el terror resultaba indispensable a los bolcheviques es un asunto que, en términos documentales, no admite discusión posible. Se trataba no sólo de compensar con él su apoyo minoritario, sino también de evitar la enorme propensión a desertar que presentaban sus soldados. Sólo durante el año 1919 tuvieron 1 761 105 desertores en sus filas.[62]

Resulta bien significativo que fueran Lenin y Trotsky los primeros en articular medidas de represión terrorista cuya invención luego se atribuiría inexacta e injustamente a Stalin. La pena de muerte pasó así a castigar no sólo la traición sino también la derrota o la retirada «injustificada».[63] De igual manera Trostsky dio la orden de 28 de diciembre de 1918 en virtud de la cual debían formarse archivos con datos sobre las familias de los oficiales haciéndoles saber a éstos[64] que cualquier paso sospechoso sería castigado con represalias contra sus parientes.[65]

El terror no se limitó a ser individual sino que pronto adquirió características masivas. A finales de agosto de 1918 se cursaron órdenes de Trotsky con la aprobación expresa de Lenin para que se procediera a diezmar a determinadas unidades.[66] Un año más tarde, Trotsky creó en el frente sur los zagradietelnye otriady, unas unidades cuya finalidad consistía en vigilar los caminos cercanos a la zona de combate para evitar las retiradas haciendo uso, por ejemplo, de ametralladoras que se dispararían sobre las tropas rojas que retrocedieran.[67] Era una traducción a las fuerzas armadas de un principio que, por ejemplo, se aplicaba también a los civiles como cuando Lenin amenazó con «hacer una matanza» con toda la población de Maikop y Groznyi si se producían sabotajes en los campos de petróleo.[68] Eran medidas terribles, sin paralelo en los ejércitos blancos[69] y que, sin duda, dieron su resultado.

El costo de la victoria bolchevique en la guerra civil fue, pese a todo, inmenso. Entre 1918 y 1920 perecieron en combate 701 847 soldados del Ejército Rojo[70] según los datos de sus propios archivos. Las pérdidas del Ejército blanco resultan más difíciles de calcular pero debieron de superar en no mucho los cien mil muertos en combate[71] y, por supuesto, no incluyen las decenas de miles de soldados que en la posguerra fueron fusilados o murieron en los campos de concentración. Además cerca de un cuarto de millón de campesinos perdió la vida en los distintos alzamientos y más de dos millones de personas perecieron como consecuencia del hambre, el frío, la enfermedad o el suicidio.[72] Posiblemente la cifra de un 91 por ciento de fallecidos civi1es[73] resulte excesiva pero es muy probable que la mayoría de los muertos en la guerra no fueran soldados. A esta sangría demográfica —que afectó especialmente a Rusia, ya que los territorios bajo control blanco experimentaron un aumento demográfico—[74] se sumó la del exilio que afectó a cerca de otros dos millones de personas en buena medida pertenecientes a los estratos más educados de la población. Nunca antes ni nunca después tendría lugar un exilio cultural, artístico y profesional de esas dimensiones.

Sin embargo, el coste de la victoria bolchevique no puede medirse sólo en términos de la guerra civil. En paralelo, se había terminado de producir un proceso interior de consolidación de la dictadura bolchevique cuyos primeros pasos se habían dado en octubre de 1917 y cuya conclusión se produjo antes del término de la guerra civil. En su famosa orden de 8 de agosto de 1918, Lenin conectó el denominado terror de masas con el internamiento de los sospechosos en campos de concentración.[75] En un telegrama dirigido al Soviet de Nizhni-Novgorod aquel mismo día, insistía en que incluso las prostitutas debían ser sometidas a ese «terror de masas».[76] El 17 de marzo de 1921, el aplastamiento de los marinos de Kronstadt[77] —que se habían opuesto a Kérensky en el verano de 1917, habían ayudado a Lenin a tomar el poder en octubre del mismo año y habían defendido Petrogrado del avance de Yudenich— dejó de manifiesto que, tras la eliminación del centro, de la derecha y de los estratos a los que consideraba dignos de exterminio, los bolcheviques acabarían con cualquier disidencia en el seno de la izquierda.

Lenin, de esa manera, había dejado señalado el patrón del resto de revoluciones de izquierdas que serían vividas en el curso del siglo. Se trataría de revoluciones que seguirían un patrón cuádruple:

I. La subversión del orden democrático por una minoría autolegitimada

La visión bolchevique consideraba —considera— que la democracia occidental carece de sentido y que, como mucho, tiene un valor instrumental en la medida en que permite un margen de libertad propicio a la propagación de las ideas bolcheviques y una notable tolerancia a la hora de consentir los atentados dirigidos contra ella. En ese sentido, para Lenin el objetivo no era consolidar la democracia establecida a partir de la revolución de febrero de 1917 sino aniquilarla dando paso a una dictadura controlada por el partido comunista. Para legitimar ese paso, se apoyaba en organizaciones que podían ser manipuladas con relativa facilidad y que dejaban notar su presencia en la calle aunque su representatividad fuera más que problemática. Como es fácil comprender, para lograr mantener un impulso que era contrario a la mayoría del pueblo al que decía representar, Lenin tenía que recurrir a un método concreto cuya necesidad indispensable no se escapó ni a él ni a sus seguidores: el terror.

II. La utilización del terror de masas en etapas

El propósito de implantar la dictadura del proletariado —con la aniquilación lógica de cualquier estructura política previa incluso democrática— sólo podía provocar una reacción que lo mismo vendría desde la derecha que desde la izquierda. Frente a esa reacción —considerada siempre en términos negativos— Lenin (y con él Trotsky, Zinóviev, Stalin, Dzerzhinsky, Latsis…) abogó por la práctica del terror de masas. Éste, sin embargo, se realizaría en etapas concretas. Inicialmente, se dirigiría contra aquellos segmentos sociales a los que pudiera asociarse propagandísticamente con la reacción. Así, en una primera fase, los bolcheviques descargaron sus golpes sobre la aristocracia, la oficialidad zarista, el clero, los terratenientes, los partidos conservadores y los liberales. En todos y cada uno de los casos, podía alegarse —y obtener con ello el apoyo de las izquierdas— que sólo se estaba eliminando a los sectores reaccionarios que se oponían al progreso del pueblo. Sin embargo, en una segunda fase, el foco de atención de la represión se desplazaría hacia la izquierda aniquilando de manera similar a los que no se plegaran a los dictados comunistas. Anarquistas y socialistas pasarían así a convertirse en objetivos del terror, un terror que exigiría la aniquilación de segmentos sociales enteros.

III. La aniquilación de clases enteras

El comunismo iba a instaurar un principio hasta entonces desconocido consistente en propugnar la desaparición de clases íntegras en su proceso de conquista y consolidación del poder. Lejos de considerar a sus enemigos de manera aislada e individual, el bolchevismo partiría de la base de que segmentos sociales completos debían desaparecer aunque esto implicara el asesinato de millones de seres humanos. El resultado final tenía que ser la dictadura del proletariado ejercida sobre una sociedad sin fisuras de la que previamente habría que exterminar no sólo al disidente sino al que pertenecía a una clase o a una familia o, meramente, era sospechoso. Hasta que Hitler señaló a los judíos en bloque para el exterminio, la acción de los comunistas careció de paralelo histórico.

IV. La creación de aparatos represivos

El propósito de llevar a cabo un amplio programa de terror de masas y exterminio implicaría en el caso de los bolcheviques la inmediata creación de una batería de medidas represivas sin paralelo en la Historia. Junto con la creación de difusas categorías penales (enemigo del pueblo, etc.) —que permitían el ejercicio más arbitrario y cruento del poder— y la supresión de las garantías jurídicas ya que la denominada justicia revolucionaria se legitimaba a sí misma, Lenin dio inicio a una metodología del terror que carecía de precedentes y que causaría en tan sólo unas semanas muchas más víctimas que la represión zarista del siglo anterior. Así, estableció una policía secreta que detenía, torturaba y ejecutaba sin trabas; ordenó el confinamiento de rehenes y sospechosos sin base fáctica alguna; creó una red de campos de concentración donde internarlos; dispuso ejecuciones masivas con carácter ejemplarizante que dieron lugar a los primeros fusilamientos colectivos seguidos de enterramientos en fosas comunes e incluso, ocasionalmente y adelantándose a Hitler en casi dos décadas, utilizó el gas para exterminar a poblaciones civiles.

Las víctimas de este gigantesco edificio destinado a la planificación y a la práctica del terror de masas no fueron sólo los sectores sociales considerados reaccionarios. También incluyeron a la izquierda no-bolchevique; a los sectores sociales (campesinos y obreros) a los que el comunismo decía defender y a los que reprimió con una dureza sin precedentes; y, eventualmente, a algunos comunistas. De la existencia de esas atrocidades nunca faltaron pruebas. Sin embargo, la labor propagandística —ejercida fundamentalmente a través de intelectuales identificados con el socialismo o de los simpatizantes a los que se denominó compañeros de viajes— logró en buena medida no sólo ocultar las atrocidades del comunismo sino además vilipendiar a los que tenían el valor y la osadía de señalarlas. De esa manera, casi década y media antes de que el partido nazi llegara al poder en Alemania, los comunistas habían creado el primer estado totalitario de la Historia, un estado que ya había causado millones de víctimas y que tenía la pretensión de extender la dictadura del proletariado al resto del orbe.

Sin embargo, si Lenin había marcado el patrón para el asalto al poder por parte del socialismo revolucionario, los ejércitos blancos mostrarían en sus acciones no pocos de los rasgos que caracterizaron a las reacciones antirrevolucionarias de los años siguientes. Frente al totalitarismo de izquierdas, se apelaría a la Historia nacional despreciada por los comunistas, a la defensa del cristianismo perseguido, al respeto a la propiedad privada y, de manera bien significativa, a la necesidad de librarse de un exterminio iniciado y encaminado a su consumación. El primer ejemplo de esa dinámica terrible y cruenta de revolución y contrarrevolución que desembocaba en guerra civil tendría lugar en Finlandia.