Lovecraft
La sonda giró y ascendió a diez gravedades, muy cerca del Muro. El resplandor azul convergió y luego dejó de verse.
El borde del Anillo era delgado. La sonda lo superó por unos pocos cientos de metros, y se arqueó para pasar del otro lado. Una bocanada del motor de fusión le puso sombrero a su caída y la llevó al otro lado, detrás una pared sombreada de negro de tal tamaño que parecía llegar a los cielos.
Bajó la velocidad, sobrevoló y se apagó.
Una ventana se abrió, cubriendo a las anteriores. Mostraba a la sonda rondando la llama color índigo; luego cayó y sólo se vieron las estrellas.
—Ahora ya tienes una vista de más allá del Muro —dijo el Ser Último.
—Necesitamos ver el fondo del Anillo. Llévala allí —ordenó Bram.
—Sí, señor —dijo el titerote, pero no movió sus cabezas.
—¡Haz lo que te digo!
—La sonda está cumpliendo ahora mis instrucciones: apaga los motores y rota. Quiero ver qué hay ahí.
La sonda giraba mientras caía. La vista cambiaba, como consecuencia de ello: el negro del Muro, el reflejo solar, el campo estrellado… Una hebra plateada brilló de pronto contra el cielo estrellado, por debajo del campo de visión de la sonda.
—¡Allí! —dijo Luis— ¿Lo ves? Has de encender el motor, o la impactarás.
—Encendido, de acuerdo —un despliegue de sonidos, y luego—. ¿Qué es eso?
—No es el saliente de un espaciopuerto. Es demasiado delgado.
Esperaron, a causa de la demora debida a la velocidad de la luz. El trazo de plata se hizo mayor y más claro. Ahora se veían unas bandas en él, como si se tratara de una lombriz plateada. Once minutos…
La rotación de la sonda se detuvo. La vista tembló, debido al encendido del motor de fusión, y la emisión de rayos X iluminó la pared.
Un brillo incandescente ingresó por la pantalla.
Luis, cubriéndose los ojos con las manos, hubo de cubrirse también los oídos, cuando un alarido inhumano gritó:
—¡Mi sonda de repostar ha sido destruida!
La voz de Bram era fría como el hielo.
—Lo único que me importa es saber quién nos disparó.
—¡Nos han desafiado! —un alarido bestial, de plena locura—. ¡Dénme armas y envíenme!
Acólito. ¿Sería su idea de una distracción? ¿O acaso estábamos encerrados con un kzin enloquecido?
—Déjame entrar en mi cabina —pidió el Ser Último—. Debo ver si algo aún funciona…
—¿Qué puede funcionar todavía? Tu sonda ha sido destruida y nos han atacado; por lo tanto, saben que estamos aquí. ¿Puede un invasor actuar tan rápidamente, o hemos de pensar en un protector?
—El disco pedestre al menos debe estar en condiciones.
Luis abrió muy grandes los ojos.
—¿Porqué lo dices?
—¡No soy un tonto! —baló el titerote—. Conecté el disco apenas la sonda cruzó al otro lado. Un chorro de plasma, armas cinéticas, cualquier amenaza, pasaría a través de él.
—A través… ¿hacia dónde? —Luis parpadeó; aún veía manchas.
—Lo conecté al disco sobre el monte Olimpo.
Luis rio. Era demasiado bueno esperarlo, pero se imaginó a mil marcianos tendiendo una nueva trampa, cuando el disco pedestre comenzó a tirar plasma a temperaturas de sol sobre ellos… ¡Ouch!
Unas garras se clavaban sobre sus hombros, mientras un aliento a carne fresca le ladraba en la cara:
—Estamos en guerra, Luis Wu. ¡No es tiempo de distracciones!
Distracciones. De acuerdo.
—Acólito, ve por tu traje. Trae el mío, y un lanzador de cámaras red también… y mi pila de platos de carga, donde sea que… Bram, ¿dónde la has puesto?
—Quedó en el comedor del Patriarca Oculto —dijo el protector.
—Inferior, encamina el circuito del disco allí primero. Bram, dale algunas armas. Si tenemos un disco en funciones en la sonda, deberíamos usarlo.
—De acuerdo —dijo Bram.
El Ser Último orquestó unas órdenes. Acólito saltó al disco y desapareció. El Inferior se paró donde había estado el bloque de granito y pasó a la cabina, donde se puso a lamer con sus lenguas lo que parecía ser un ajedrez alienígena, pero debía ser un teclado virtual. Una de las cabezas se alzó para decir:
—Tenemos contacto. El disco en la sonda sigue operando.
—Prueba el lanzador de cámaras —ordenó Bram.
—Pero… ¿dónde la pondrás?
—En el vacío.
Once minutos después, la negra pantalla latió otra vez: un cielo estrellado, girando lentamente. Luis podía imaginar una cámara red en caída libre a través del vacío, con cierto momento de giro —¿estaría girando la sonda, también?—, alejándose lentamente del disco pedestre. Entonces, mientras el protector estaba preocupándose por el kzin, intentando mantener vigilado al titerote y a las cuatro ventanas holográficas, Luis se arrodilló sobre el disco pedestre y levantó el borde.
Un pequeño holograma de puntos y líneas apareció justo por encima del disco: el mapa de la red de discos pedestres. Su pequeña escala lo hacía invisible para el protector. Luis hizo los cambios lo más rápido que pudo y bajó el borde.
—¿Puedes verlo?
—Inferior, explícame cómo pudimos haber olvidado eso hasta ahora…
Era muy difícil que Bram y el Ser Último lo hubieran visto meter mano en el disco, se dijo Luis al volverse y ver de lo que hablaban.
Visto a través de la cámara en caída libre, el hilo plateado se había convertido en una cinta de plata con los bordes alzados, un canal de poca profundidad no muy distinto a un Mundo Anillo en miniatura, pero desplegado en forma lineal. Unos esbeltos toroides se arqueaban sobre él.
No había modo de confundirse: era el sistema transportador del borde, la pista de levitación magnética que corría sobre la cima del Muro a lo largo de un tercio de su circunferencia. La tripulación de Teela debía haberlo movido de lugar, quitándolo del borde superior y emplazándolo bajo el borde del Muro, sobre el lado externo.
—Bueno —dijo Luis—, al menos yo no he estado mirando el Muro en los últimos seis meses…
—Debimos haber mirado desde más cerca —comentó el Ser Último.
El riel plateado quedó atrás; ahora sólo se veían estrellas. La cámara red estaba escapando del Anillo, cayendo hacia el universo.
—Debí haberlo imaginado —dijo Luis—. Y tú también, Bram. ¿Qué otra cosa podría haber usado la gente de Teela para mover los estatorreactores recuperados?
»El final del recorrido del transportador debe estar lejos hacia giro, probablemente en una de las salientes usadas como espaciopuerto. Estamos buscando la fábrica en el lugar equivocado.
Sobre el disco pedestre aparecieron las plataformas de Luis, junto a su equipo de presión y el proyector de cámaras red. Luis desplazó la masa flotante para hacer lugar al kzin.
Acólito apareció dentro de su traje de vacío: una serie de globos claros unidos por las articulaciones, y una escafandra como una pecera. Se quitó el casquete y preguntó:
—¿Estamos listos?
Luis señaló al paisaje estelar de la cámara que caía.
—No querrás saltar a ese sitio…
Inesperadamente, el Ser Último dijo:
—El disco aún está operativo, y ha dejado de moverse.
—¿Qué demonios…? —dijo Luis.
Bram restalló:
—Quemado con plasma, cayendo durante miles de kilómetros… y ¿aún funciona? ¡Imposible!
Luis retiró el proyector de cámaras de encima de las plataformas.
—Ya veremos.
Las cabezas se volvieron hacia él. No habían caído en la cuenta. De modo que Luis dijo:
—Inferior, voy a lanzar una cámara red a través de la conexión. Ajústala. Veremos a qué le impactamos.
El Ser Último silbó.
—Adelante —dijo.
Luis lanzó una red de bronce hacia el disco pedestre y la vio desvanecerse.
Esperaron. Acólito aprovechó la demora para darse una ducha. Treinta y cinco grados de arco del Anillo: cinco minutos y medio en tránsito, luego el mismo tiempo hasta recibir la señal. Las cabinas de transferencia actuaban a la velocidad de la luz, y por lo visto, lo mismo les ocurría a los discos pedestres.
—Tenemos señal —dijo el Ser Último, y su otra lengua se extendió. Una quinta ventana se abrió en la pared.
Se veía un campo de estrellas, cruzado por la sombra del Muro. Una mole borrosa al borde de la vista debía de ser la sonda. Era una vista pésima, pero demostraba que la sonda no estaba cayendo: había aterrizado en la superficie del transportador lineal.
—Acólito —ordenó Bram—, toma el proyector. Ve a través, e instala una cámara en un sitio donde podamos ver mejor. Retorna al instante y repórtate. No esperes a que te llegue una amenaza. Sabemos que están ahí.
«Demasiado pronto», pensó Luis. Apenas estaba comenzando a calzarse el traje. Acólito se habría ido antes de que él estuviera listo…
—Espera —dijo—. ¡Bram, deberías proporcionarle un arma!
—¿Contra unos protectores conocedores del terreno? Prefiero que vaya claramente desarmado. Vete ya.
El kzin saltó.
Luis terminó de ponerse el traje. Habría que esperar once minutos.
¿Habría pensado realmente Chmeee que un viejo como Luis podría refrenar y proteger a un poderoso macho kzin de once años?
Cuando apenas iban cuatro minutos, algo apareció en la pantalla.
Vieron una mancha oscura moverse en los bordes de la ventana, inspeccionando a placer la sonda. Luego se la vio cerca y claramente: un elegante traje de presión alienígena con un casco burbuja, y una cara triangular cuya boca parecía todo hueso. Un dedo enfundado se acercó aún más, trazando curvas que Luis no pudo ver. Había descubierto la cámara.
De repente, se apartó como el rayo, pero no fue lo suficientemente rápido. Algo negro y veloz cruzó la imagen y se perdió fuera de rango.
El elegante traje del intruso había sido rajado a lo largo del costado izquierdo. Éste levantó un arma parecida a un viejo cohete químico terrestre, y lanzó una llamarada violeta tras el atacante. Debió haber fallado, porque siguió disparando con una mano, mientras con la otra intentaba cerrar la rajadura del traje. Una ráfaga de cristales de hielo comenzó a salir y girar alrededor de él.
—Esa fue Anne —dijo Bram.
—¿Cuál de los dos?
—Quien atacó, Luis. Ambos son protectores vampiro, pero recuerdo cómo se mueve Anne.
—¿Cómo alertaremos a Acólito?
—No podemos.
Luis se descubrió a sí mismo haciendo crujir los dientes. Acólito no era nada en ese momento: una señal, un punto, un cuanto de energía moviéndose a velocidad luz hacia donde un protector había matado a otro e iba por más.
—Vuestra Teela era demasiado confiada —dijo Bram—. Hizo protector a un vampiro, y ése debe haber cambiado a otros de su especie antes de que Teela lo acabara. Pero Anne y yo somos de diferente especie que ellos.
—Tenemos señal —dijo el Ser Último, mientras su otra lengua se proyectaba afuera. Ahora había dos cámaras mostrando el sistema transportador.
Acólito había llegado, e instalado una cámara en… Luis no sabría decir dónde. En algún sitio sobre su cabeza. No había señales de otro intruso. El kzin posó apoyado en la sonda. Parecía a medio derretir y bastante apaleada, y había caído bloqueando la pista.
Alguno de los protectores debería quitar el obstáculo.
—Maldita sea, ¿por qué no se va?
La pista se extendía por detrás hasta el infinito. Parecía tener unos sesenta metros de anchura, y ser geométricamente recta.
Acólito giraba lentamente, registrando los alrededores. Lanzó otra cámara; luego se metió en el disco y desapareció.
—Ha cruzado —dijo el Ser Último.
—Bien, ¿dónde ha ido?
—¿Acaso crees que quiero recibir plasma de fusión en mi cabina?
—¿Adónde lleva la conexión? ¿Dónde lo has enviado?
El titerote no respondía, y Luis de pronto lo supo.
—¿Al monte Olimpo, bicho malnacido?
Se abalanzó hacia el disco, pero a último momento retrocedió y se trepó a la pila de plataformas. Pasó una correa por el manillar, atándola luego a su cinturón de herramientas: una pobre red de seguridad.
—¡Chmeee me quitará las orejas y las tripas!
Elevó las plataformas y las deslizó hacia el disco pedestre.
El cielo era mitad estrellas, mitad negrura. Una filigrana de fractales plateados bajo sus pies, y las estrellas viéndose a través de ello.
Maravilloso.
Echó una mirada hacia ambos sentidos de la pista Maglev. Estaba en paz, como el mismísimo infierno. Nada se movía.
Encaje plateado. ¿Dónde había visto antes este patrón fractal? Había esperado que el acelerador Maglev fuera sólido, pero se podía ver del otro lado de la malla.
Ah, sí. Lo había visto en el Molinete, la antigua estación orbital, aún usada para transferir carga entre la Tierra y la Luna, o el Cinturón. La malla fractal distribuía mejor las tensiones. Pero qué importaba eso ahora…
—Bram, Inferior, la pista es un bordado de encaje fractal. ¿Pueden verlo desde ahí? Si tuviera el proyector, podría poner una cámara en él. A través del encaje, detectaríamos a cualquiera que intentara ocultarse en la sombra del Anillo.
Ellos lo escucharían recién dentro de cinco minutos y medio. La Aguja Candente de la Cuestión estaba a esa distancia, yendo a velocidad luz.
Un borrón negro como la tinta se alzó sobre el borde de la pista y caminó hacia Luis… una sombra como un saco de patatas pintado de negro, llevando negligentemente en una mano un tubo ardiente.
Luis tocó el control de elevación.
La plataforma no se movió. Había una pista Maglev debajo de él, pero no tenía la suficiente masa para proporcionarle repulsión.
—Lleva un arma de la Brazo… —descubrió Luis. Los otros lo escucharían, y enseguida imaginarían el resto: los invasores de la Tierra habían alcanzado el espaciopuerto, y perecido a manos de los protectores.
¿Cómo activar el disco pedestre, si ni siquiera podía apearse? Estaría muerto para cuando Bram y el Inferior escucharan eso. Debería haberse traído una orquesta… o al menos, una grabación de la orden.
El protector —Anne, recordó— examinó a Luis con aire de propietario. Su aspecto era delgado, su cuerpo embutido en un traje diseñado para alguien de mayor talla. Sus cavernosas órbitas se asomaban por sobre el protector de la barbilla del casco, y de pronto se agrandaron en un gesto de sorpresa.
Flip.
Luis se encontró cabeza abajo, cayendo en medio de una luz rojiza.
Había roca roja todo a su alrededor, y cientos de metros de lava encarnada corriendo hacia abajo. La pila de platos de carga había surgido invertida, y pudo sentir la fricción de las cuerdas que formaban su primitivo arnés cuando la estabilidad inherente de las placas las hizo girar para recuperar la posición correcta.
El estómago y los oídos internos de Luis quedaron revueltos, al igual que sus pensamientos. Pasó algún tiempo antes de que sus ojos pudieran enfocar en forma coherente.
No había marcianos en los alrededores.
Se deslizaba a lo largo de una cinta de lava vitrificada que caía directamente por… caramba… unos trescientos metros, antes de ponerse horizontal como un trampolín de esquí. Pudo ver una mancha anaranjada al fondo: Acólito, en su traje translúcido. Pudo haber sobrevivido a semejante caída… o no.
Luis decidió que no tenía nada que temer de los marcianos.
Esta vez, los marcianos habían montado el disco pedestre en posición invertida, en el risco más alto que encontraron. Luego la llama que había destruido la sonda penetró a través del disco, cocinando a cualesquiera de ellos que estuvieran vigilando. La vertiente del risco se había derretido y fluido, formando un tobogán.
Luis detuvo las plataformas, se soltó las correas y saltó al piso.
Acólito yacía en un extraño ángulo sobre la roca caliente.
Luis acomodó uno de sus hombros debajo del kzin pero no fue suficiente para alzarlo, por lo que tironeó de él, intentando colocárselo a sus espaldas. Acólito era una masa inerte; Luis podía sentir varias costillas rotas a través de su traje.
Habría sido bueno contar con verdadera gravedad marciana…
Tensó los músculos de su abdomen, rodillas y espalda, gruñó y lo alzó. Un kzin casi totalmente crecido, con el peso agregado del atuendo espacial… Apenas pudo levantarlo lo suficiente para dejarlo caer rodando sobre las plataformas.
Luis se arrastró a bordo, y ató al kzin con las correas. Elevó la pila de platos de carga, usando el pequeño propulsor para colocarse justo debajo del disco pedestre. Se elevó lentamente, encogiéndose hasta que sus hombros lo tocaron.
Flip.
Se encontraba dentro de la Aguja, con todo el peso de las plataformas y el kzin cargando sobre su espalda…
Bram hizo el resto: le quitó de encima los platos de carga, soltó las correas que sujetaban al kzin, abrió el traje y lo extrajo de él. Los ojos de Acólito parpadearon, se enfocaron, hallaron a Luis. Por lo demás, parecía imposibilitado de moverse.
Bram ayudó a Luis a quitarse su traje, lo alzó acercándolo al kzin, y lo revisó. Eso dolía.
—Te has desgarrado algunos músculos y tendones —dijo el protector—. Habrás de pasar por el autodoc, pero el kzin lo necesita más.
—Él irá primero —dijo Luis. Si Acólito moría, ¿qué iba a decirle a Chmeee?
Bram solivió al kzin sin esfuerzo aparente, lo descargó en el ataúd y cerró la cubierta sobre él. Una idea extraña: ¿acaso Bram le había solicitado permiso?
No, no era tan extraña. A Luis comenzaba a dolerle de veras todo el cuerpo, y no podía impedir que Bram lo supiera. Pero Luis era un homínido y Acólito no lo era, y el protector debía «necesitar» su aquiescencia como «criador» para auxiliar a un alienígena en primer término.
Bram lo alzó y lo depositó sobre la plataforma en un único y suave movimiento. El dolor retumbó en sus huesos, dejándolo sin respiración y reduciendo su grito a un lamento. Bram le conectó líneas y tubos desde el botiquín de Teela Brown, soldado a las plataformas.
—Varios de los depósitos necesitan recarga, Inferior. ¿Puede tu doc generar medicamentos para él?
—La cocina tiene un menú de farmacia —dijo el titerote.
A proa y estribor, las paredes brillaban con fulgores naranja.
En otra ventana, vio una forma oscura y abolsada esconderse tras el borde de la pista Maglev. Luego nada, salvo el sendero plateado hacia el infinito.
El dolor iba retrocediendo. Luis supo que no se conservaría lúcido por mucho tiempo.
Sintió unos magros y nudosos brazos alrededor. Duros dedos lo revisaban aquí y allí. Una costilla dolió un poco, luego se calmó el dolor. Su espalda chasqueó, y otra vez algo más abajo, y luego su cadera, y luego su rodilla derecha.
Bram habló cerca de su oreja, pero no a Luis.
—Los Chacales se tomaron muchas molestias para mostrarnos una villa de los habitantes de las montañas derramadas; una en particular, entre decenas de miles. ¿Porqué lo harían?
—¿Acaso no ves…? —comenzó a responder el titerote, pero Luis se durmió.