Por no ser Warvia
Había estado lloviendo desde el mediodía. Valavirgillin buscó huellas de Tegger sobre la roca desnuda, pero había manchones de lodo por todas partes.
Inclinándose, derrapando, procurando evitar un desastre, los vehículos se dirigieron río abajo, hacia el Nido de Sombras. Cuando la noche apenas mordía el sol, Vala ya había seleccionado un lugar alto donde establecer campamento.
El río tenía unos cuatrocientos pasos de ancho allí; Rooballabl y Fudghabladl deberían estar a salvo con eso. Los cruceros llenaron sus tanques de agua y luego subieron hasta la cresta. Estas alturas debían ser las últimas estribaciones de la Barrera de las Llamas, y el pico que las respaldaba debía pertenecer a la cordillera.
Los cruceros resbalaban a menudo por la pendiente del acantilado. ¿Demoraría la lluvia a los vampiros tanto como la demoraba a ella? Tenían que acampar pronto.
Afortunadamente, aún era de día cuando alcanzaron la posición.
Colocaron los vehículos popa contra popa, ambos cañones apuntando hacia la pendiente. Quienes habían de cocinar sus comidas, lo hicieron bajo un breve toldo mientras aún hubo luz. Warvia había abatido a una criatura lo bastante grande como para compartirla con la Gente de la Máquina. Con las últimas luces se lavaron, apilando luego las toallas con que se habían aseado a cierta distancia de los cruceros.
Los Recolectores se retiraron enseguida; no les gustaba la lluvia, y necesitaban dormir de noche. El resto de ellos conversó, durmió, o simplemente aguardó.
Vala hasta hubiera agradecido una alerta de los Chacales. Estaban ambos perchados en un desnudo pico granítíco, mirando hacia el Nido de sombras y discutiendo en su propia lengua, de espaldas al fuego y los carromatos.
Los otros homínidos dejaran que los de la Máquina llevaran el peso de la conversación. De acuerdo, entonces.
—Cualquier vampiro que alcanzara este lugar, debía caer exhausto después de trepar la colina —comentó—. Nuestro olor está en las toallas, y los distraerá. Serán presa fácil.
«Ahora os toca a vosotros», pensó. «¿He olvidado algo, acaso?».
—Podrían quizá descubrirnos al volver de donde hubieren cazado —dijo Barok—. No esperarían encontrar comida tan cerca de su cubil. No deben quedar presas por aquí.
—Ya veremos.
—Cuando lleguen, vendrán en hordas —aseguró Chit.
—Eso me recuerda algo —dijo Kay—. Recogí tres barriles de grava del río, Vala. ¿Quieres una parte? No nos ahorraremos la pólvora, pero sí munición.
—De acuerdo.
—¿Cómo está Warvia? —preguntó él en voz baja.
—Warvia hooki-Murf Thandarthal puede hablar por sí misma, Kaywerbrimmis —dijo la Roja, con voz dura—. Estoy bien. ¿Han tenido indicios de Tegger?
—Se ha llevado algunos pertrechos —comentó Vala—. Apenas lo necesario para llenar una mochila, y todo del Crucero Uno. Debe ser el ladrón más rápido que haya vivido…
Su mochila había sido revisada también, pero no echó nada en falta. Resolvió no mencionarlo.
—Pasemos al punto siguiente: ¿qué haremos mañana? ¿Qué sugerís vosotros, Amos de la Noche? —dijo, girándose hacia los vigías.
—Ven a ver —respondió Travesera.
Vala trepó a la roca. Era casi plana en la cima, y fría al tacto. Comprobó que Warvia la había seguido; se agachó y la ayudó a trepar el último tramo tendiéndole la mano.
Río abajo el cauce se dividía, y luego se dividía otra vez. Su mirada siguió el tramo principal hasta donde se sumergía en las sombras. La factoría flotante estaba ominosamente cerca, y era gigantesca.
Travesera no tenía casi olor; apenas un deje a pelo mojado. Señaló y dijo:
—Valavirgillin, ¿alcanzas a ver algo debajo del Flotante? Hay unos rizos colgados, justo en el centro de la vista desde aquí.
Era como Tegger la había descrito: un grueso disco que se acampanaba en el centro. Debajo… debajo sólo veía sombras, y una traza de alborotado movimiento se apreciaba en los bordes entre las tinieblas y el leve brillo nocturno.
—No alcanzo a ver nada —repuso Vala.
—Yo las veo —acotó Warvia—. Te las dibujaré cuando llegue el día.
—Esa hélice colgante —siguió la Chacal— es una rampa lo suficientemente ancha para permitir la subida de maquinaria pesada. Posee dientes en uno de los bordes, para que las máquinas no resbalen, y escaleras en el otro. Ningún ojo ha visto algo así, desde hace miles de falans. La descripción que te he hecho tiene más de veinte generaciones de antigüedad, y está conservada en una biblioteca lejos hacia giro; me fue entregada sólo hace unos días, en el fuerte del Thurl.
¿Cómo le habría sido entregada? Pero las comunicaciones eran el secreto de los Amos de la Noche, y lo que a Vala le interesaba ahora era…
—¿Tienes planos de esa cosa flotante?
—Sí. Son de antes de la Caída de las Ciudades, de antes de que todo se detuviera. He recibido los detalles apenas ayer, cuando estábamos sobre las nubes.
—Pero… cómo…
—Esa rampa no toca la tierra —interrumpió Warvia, que seguía mirando con sus penetrantes ojos.
Travesera asintió.
—Eso era lo que me pareció —dijo—; ahora me lo confirmas.
—Hace mucho tiempo que nuestro pueblo no se acerca aquí —agregó Arpista—. No había motivo antes de que Luis Wu hiciera hervir un mar, y después de eso fue demasiado peligroso.
Al fin, Vala cayó en la cuenta de lo referido por Warvia.
—¿Cómo es eso de que no toca el suelo?
—No puedo estar segura a causa de la distancia, Vala, pero la rampa parece colgar en medio del aire. El final de la hélice se extiende plano como una pala, pero la veo flotar al doble de la altura de los vampiros que caminan cerca de allí.
—No esperábamos eso —continuó Travesera—. Nuestro plan era forzar un sendero hasta la rampa, y subir al Flotante. Así, los vampiros habrían de llegar a nosotros a lo largo de una vía estrecha. Ellos prefieren las hordas, por lo que se sentirían incómodos. Incluso habrían tenido que enfrentar la luz del día, si llegaban hasta arriba.
Vala resolvió tragarse el enojo. La larga práctica hacía que ello le resultara sencillo ahora.
—Ya veo. Pero ¿no podremos alcanzar a subir, de todas formas?
—No veo la manera —declaró Arpista—. Pero hay aquí otras mentes que las nuestras. Permitámosles pensar en ello.
Corriendo a través de la niebla y el lodo, corriendo por su vida, sus ojos siempre mirando donde sus pies debían caer, Tegger se había visto libre de toda amenaza. Pero de pronto olió y jadeó, como si el recuerdo de Warvia le hubiera pegado en la cara. Se detuvo en un instante, recuperó el equilibrio, pasó la mano sobre su hombro y quedó armado, a la espera.
Unos dedos acariciaron su rostro. Descargó un mandoble a la altura de su cintura, adelante y atrás, antes de que oídos y ojos captaran nada.
El canto se elevó entonces, un chirrido agónico. Hincó el sable a la altura de la garganta. El silencio retornó. Tegger palmeó sus orejas y rompió a correr.
Y siguió corriendo.
¡Conocía ese olor! Ella estaba ahora tras él, muriendo; pero con la esencia en sus narices, la veía más claramente que a sus martilleantes pies. El sayo de cuero que vestía le caía demasiado grande y estaba desgarrado en tiras, y ella lo apartaba para mostrarle su desnudez. Su canción era desgarradoramente dulce. Era delgada y muy lampiña, tal vez adolescente; cabello flotante y blanco, las puntas de sus colmillos visibles tras sus rojos y carnosos labios…
¡Vampiro! Noche tras noche habían cantado tras los muros del Thurl. Tegger era más fuerte que su lujuria: lo había declarado incontables veces. Pero esta esencia lo llevaba atrás en el tiempo: era el mismo perfume de Warvia durante la parte accesible de su ciclo, y mucho más potente. Un creciente jadeo lo hacía vaciarse por la nariz, vaciarse de su mente, y siguió corriendo…
… fuera de la bruma, y entonces aflojó la marcha y se detuvo.
Durante todo un falan había estudiado el mapa, la maqueta que habían dado forma y recocido en las afueras del recinto del Thurl. Ahora era como si fuera una hormiga, viéndolo todo a la altura de sus ojos.
Trepó a rastras hacia una cima, para interponer un peñasco entre él y las criaturas en derredor del Flotante, antes de mirar de nuevo.
Una hormiga mirando un hormiguero. Todavía estaba lejos, pero no hay ojos como los de los Pastores Rojos. Formas homínidas, interactuando en lo que parecían comportamientos homínidos. Se meneaban como si estuvieran trabajando, o se reunían en pequeños grupos. Algunas portaban bultos, y por sus posturas, tales bultos debían ser sus cachorros. Se movían dentro y fuera de la sombra que yacía debajo de un enorme disco, del tamaño de una ciudad, que flotaba sobre ellos.
Los Chacales lo habían llamado complejo fabril, pero Tegger no comprendió el término, aunque pensó en ello como una ciudad flotante de los Ingenieros de las Ciudades. Una ciudad de vampiros, ahora.
No veía más que a una veintena de ellos, incluyendo unos pocos río abajo, pero podía haber miles bajo las sombras del Flotante. Si éste cayera de repente, mataría a la gran mayoría de ellos. Y una carga horizontal de metralla se encargaría fácilmente del resto, pensó.
Podía ver algo colgando debajo de la estructura, algo similar a una escalera en espiral sin soportales. No alcanzaba a ver el final. Tal vez pudiera trepar por ella.
Pero ¿cómo la alcanzaría? Según podía juzgar a través de la húmeda neblina, la ciudad flotante debía estar a unos dos mil pasos río abajo, sobre un amplio llano de lodo que el río había excavado en múltiples canales. El mayor de esos brazos corría directamente por debajo de la ciudad, pero otros varios la rodeaban. En el resto del río, los vampiros recibirían la luz del día si acaso bajaran a beber.
Bastante cerca del Nido de Sombras, los canales giraban alrededor de alguna tremenda cosa, una placa cuadrada claramente artificial, inclinada y medio enterrada en el lodo. Alguna reliquia de la Caída de las ciudades, sin duda. Los vampiros no parecían evitarla.
Era una pena que no supiera nadar. ¿Podría esconderse bajo las aguas y moverse río abajo? Quizá se congelara. Quizá, estando los vampiros en tal número, su olor fuera demasiado fuerte para él. La esencia de la mujer vampiro aún estaba en su mente, si bien ya no en su nariz.
¿Habría por allí alguna Gente del Río? Estaba deseando pedir algo de ayuda.
La bruma se movía a través del paisaje. Una fina lluvia comenzó a empaparlo, y una voz le susurró entre las guedejas de niebla:
—De modo que sí eres tan fuerte como pensabas…
Tegger resopló. Brillante reto: una hembra desarmada. Había sido un mero asesinato. Pero su mente se asustó de lo que la vampiro le hubiera enseñado acerca de sí mismo, y reaccionó con un acertijo:
—¿Porqué no te adelantas a mí, Murmullo?
Silencio.
Tegger estaba empezando a considerar que tal vez Murmullo era una máquina, algo que había sobrevivido a la Caída de las Ciudades. O tal vez, un alma en pena que ocultaba horribles secretos: Murmullo no respondía nunca acerca de sí misma.
Preguntemos otra cosa.
—¿Hay algún modo de hacer que la ciudad caiga sobre ellos?
—No sé de ninguno.
—Mi padre me contó una vez que los Ingenieros de las Ciudades hacían que el rayo corriera por unos alambres y moviera cosas. Quizá podríamos matarlos. Encontrar los alambres que la mantienen en vilo y cortarlos.
—Las placas flotantes no usan energía para flotar, aunque la energía sí es necesaria para construirlas. Fueron hechas para repeler el scrith, que es el material del fondo del Arco, y eso es lo que las hace flotar.
Era imposible, entonces. Siempre había sido imposible. Tegger dijo, con cierta amargura:
—Sabes demasiadas cosas, y ocultas también demasiado. ¿Eres acaso un Amo de la Noche?
Silencio.
Uno podría considerar que la distancia no debiera significar nada para un espíritu. O que la imaginación de un loco es tan rápida como el pensamiento. O que, dado que los Recolectores corren más rápido que los Rojos —más rápido que Tegger en la reciente carrera por su vida—, podría existir algo que fuera aún más rápido que los Pequeños.
Pero un Chacal no podría. De modo que, más allá de la verdad, aunque los Chacales eran tan elusivos como Murmullo, éste no podía ser un Amo de la Noche.
La niebla creció, derivó y se asentó. Era completa oscuridad, o casi. A través de las nubes, Tegger podía captar algún casual destello de blancoazul: el Arco no cambiaba, no importaba qué fuera a pasar dentro de su universo.
Debajo de la masa flotante, la actividad parecía irse incrementando. Los vampiros estarían despertando a la llamada de la oscuridad.
—Deberíamos ocultarnos.
—Conozco un sitio, pero no te será útil.
—¿Porqué no? —preguntó Tegger, e inmediatamente fue consciente de la humedad que corría por su piel. Mucho de eso sería lluvia, pero su propio olor después de tan forzada marcha atraería a los vampiros desde un día de distancia.
Esperó mientras la niebla se cerraba en torno a él…, y ya no se oía a Murmullo. Se acercó al río en cuatro patas, descubriendo la espada antes de entrar en él. No le importó en el momento qué cosa pudiera esconderse bajo las marrones aguas; si acaso un pez lo tocaba, Tegger habría encontrado su cena.
Se detuvo cuando las aguas llegaban a su falda. ¿Podría mojarse la tela de Valavirgillin?
La retiró de su cintura. Era una cosa diáfana, de muy fina trama, y muy fuerte. Pudo ver su mano a través de ella antes, cuando había luz; ahora estaba demasiado oscuro. La descubrió porque estaba fría, pero no la había sentido fría cuando la deslizó bajo la cintura de su falda. Durante su larga marcha la había olvidado por completo.
Sumergió con cuidado una de las esquinas en el agua.
No se disolvía. Eso era bueno. Pero la esquina superior, allí de donde la sostenía, se puso instantáneamente tan fría como el agua que corría entre sus piernas. Curioso.
Se sumergió, refregándose concienzudamente con lodo; salió rápido del río, se secó con urgencia. La marcha lo había mantenido caliente bajo el viento y la lluvia, pero ahora sentía la mordedura del frío. Tenía un poncho en la mochila, y el encendedor.
La tela de Vala era como un canal para el frío y el calor. ¿Qué pasaría si…?
—Murmullo, ¿qué pasará si pongo una esquina del trapo de Vala en el fuego? ¿Se quemará? ¿Se pondrá demasiado caliente para tocarla?
Pero no había Murmullo alguno en este trozo de fango.
Su propia mente le dijo que debía estar loco por tener la intención de encender un fuego en estos lares. Los homínidos usan fuego. No importaba lo estúpidos que fueran los vampiros, debían saber que el fuego significaba comida.
Se secó la cabeza, y retiró la toalla justo a tiempo para ver a seis vampiros corriendo hacia él, a través del lodo.
No cantaban, no gesticulaban, no sugerían con sus cuerpos. Venían rápido. Levantó su arma.
Una espada no los asustaría. Venían en fila india; abriéndose un poco luego, lo atacaron en jauría. Tegger corrió hacia la izquierda y golpeó, y golpeó. Dos de ellos cayeron con golpes fortuitos, suficientes para apartarlos, pensó Tegger, pero estaba demasiado ocupado para mirar. Los cuatro restantes lo rodearon.
Se tiró hacia atrás, giró a medias frenándose, con la espada vertical, y se volteó, y una vez más, y otra vez. Cuando era un niño había practicado muchas veces con sus amigos, usando palos en vez de armas. Sus mayores habían luchado de esta manera contra los Gigantes herbívoros.
Dos nuevos heridos se apartaron, arrastrándose a las sombras; los restantes —tres machos y una hembra— volvieron a rodearlo.
Él nunca supo —ninguno de los cazavampiros lo supo nunca— que cuando los nocturnos superaban notablemente en número a sus presas, no se molestaban en cantos, plegarias o esencias. Simplemente atacaban en masa.
Tenía que llegarse hasta los cruceros e informarles, si es que escapaba con vida. Aun si esto significaba encontrarse con Warvia de nuevo. Warvia…
Los vampiros no parecían temer apremios. No había razón para tenerlos. Muchos salían del Nido de Sombras; otros volverían allí desde las tierras más allá de las montañas…, y la noche apenas comenzaba.
—¡Murmullo! —clamó Tegger—. ¡Ocúltame!
Nada. La lluvia había cesado, y estaba en medio de un amplio llano barroso. Esta vez no había ningún sitio donde un espíritu pudiera ocultarse.
La esencia. No era muy fuerte, pero se estaba metiendo en su cabeza y nunca saldría. Recordó a la otra vampiro, recordó que la asesinó simplemente por no ser Warvia. Su mente se iba, y no había razón para esperar.
Y la mujer abrió sus brazos para él, implorándole.
Tegger saltó hacia atrás y giró, cimbreando la espada. ¡Sí! Los machos se acercaban por detrás, convergiendo hacia él mientras su mente dormía prisionera. El filo cruzó los ojos de los dos primeros, aunque falló al tercero; pero lo hizo regresar, aprovechando el impulso para partirle la garganta al ileso, y terminando el giro, hincarlo ciegamente donde debía de llegar la hembra. Ella golpeó contra él, con el hierro dentro hasta el puño, haciéndole perder el equilibrio y clavándole los colmillos en el bíceps; se la quitó de encima con la otra mano, mientras escuchaba un atroz aullido salir de su propia garganta.
Uno de los machos se arrastraba alejándose, mientras un río de sangre corría desde su cuello y lo dejaba sin vida. Otro parecía estar cegado. El tercero limpió de sangre sus ojos y vio que Tegger se le echaba encima; el Rojo lo tomó con ambas manos del cuello, y con el impulso lo hizo caer hacia atrás, enterrándolo a medias en el fango.
El resto fue en medio de la niebla. El hombre lo tomó de sus hombros, e intentó atraerlo hacia sus dientes. Tegger lo zarandeó como a una rata mientras terminaba de ahorcarlo.
La mujer casi había alcanzado el río cuando Tegger se aproximó a ella y recuperó su espada. Caminó demasiado cerca de uno que parecía estar muerto, sintió los dientes en su tobillo, apuñaló hacia abajo y siguió caminando. El que había quedado ciego se acercaba hacia él, olfateando. A Tegger le tomó tres golpes de su desafilada espada dejarlo sin cabeza. Jadeaba como un toro enfermo.
En la cambiante niebla, podía ver formas acercándose desde el Nido de Sombras.
«La mochila», se dijo, «no olvides la mochila». Bien. Ahora, ¿hacia dónde…?
—¡Murmullo! ¡Ocúltame!
Murmullo respondió al fin, pero no en un murmullo.
—¡Corre hacia mí!
La voz fue una restallante orden, con sólo una traza de impedimento vocal, viniendo desde lejos río abajo…, derecho a través del Nido de Sombras.
Tegger corrió. Llevaba dados unos cien pasos cuando la voz regresó, mucho más cercana ahora:
—¡Métete al río!
Tegger cambió de rumbo hacia el agua, siguiendo el consejo de Murmullo. ¿Había algo allí? Entre la lluvia y la oscuridad pudo atisbar una sombra en la niebla, demasiado grande para ser sólida. Y una lonja de oscuridad… ¿Una isla?
Los vampiros no debían saber nadar, o los Seres del Río lo habrían mencionado. Pero Tegger era un morador de los llanos; nunca había hecho el intento.
Entró mojándose los tobillos, luego las rodillas… Hizo una pausa para cargarse la mochila en las espaldas. Había perdido la falda. ¿La espada? En la funda, bien. Necesitaría las manos libres para nadar, si podía llegar a copiar a Rooballabl, si los Rojos podían nadar… Y se internó. El nivel del agua le subió a medio muslo, luego bajó.
—Aquí —dijo Murmullo, desde alguna distancia río abajo.
Tegger dio unos treinta pasos en el agua y salió a una superficie de barro que no merecía siquiera llamarse isleta. Varios vampiros se concentraron en la ribera; uno tras otro entraron en la corriente para seguirlo.
Corrió río abajo sobre el lodo, bajo una sombra demasiado grande para ser otra cosa que una acumulación de niebla. Se preguntaba si los vampiros podrían luchar con el agua estorbándoles los pies. Ése podía ser el mejor sitio para intentar una última resistencia.
No temía morir. «Maté a una mujer vampiro, simplemente por no ser Warvia», se dijo. Pero cuando enfrentó a los seis, se sintió como si matara a Warvia una y otra vez, por lo que había hecho esa noche, y se glorió por ello.
Si mataba suficientes vampiros, quizá al fin pudiera borrar a Warvia de su mente.
Mientras corría por el fango, vio que la monstruosa sombra cambiaba. Era demasiado rígida. De repente era sólida, y se mostró a su costado. Tomó su espada, y la descargó contra… algo. Luego la golpeó con el puño.
No era niebla; era laminar y algo elástico, como metal martillado.
Había visto esta cosa de mucho más lejos: una enorme placa torcida de forma cuadrada, con toda evidencia artificial, de cincuenta pasos de lado y medio enterrada en el lodo. Yacía en el fango en un ángulo de cuarenta grados; el barro se había apilado contra ella.
Tenía muescas a lo largo del borde, lo suficientemente anchas como para fijar cables. Un grueso poste salía de su centro. En una de sus esquinas visibles había lo que parecía una polea; si alguna vez había habido un cable, ya no estaba.
La esquina que había quedado más alta se veía abultada.
Murmullo se había llamado a silencio. De todas formas, hablaba con poca frecuencia. Quizá esperaba que Tegger se las arreglara por su cuenta, tal vez. Pero… ¿porqué?
No había esencia de vampiros allí.
Durante la caída de las ciudades, cientos de falans atrás, los vehículos llovían del cielo. La mayoría ya se habían perdido, enterrados o corroídos hasta ser irreconocibles. A veces se encontraba la cubierta de algún carro flotante, u hojas curvas de vidrio transparentes como el agua, llamadas «ventanas». Otras veces, se encontraban cosas mayores…
… como una gran placa transportadora, de las que se usaban para las cargas que no entraban en los móviles comunes.
La niebla se cerraba sobre él, asentándose nuevamente. La esquina más elevada de la placa tenía un bulto como pompas de jabón puestas juntas —facetada—, y lo mismo que con las pompas, se podía ver adentro de ellas. Una de las facetas tenía unas líneas, como si una telaraña la cubriera. Las otras estaban limpias.
Tegger intentó trepar hacia ella, pero la superficie de la placa era demasiado lisa y estaba resbalosa por el lodo y la lluvia.
Tenía que hacer algo. No dudaba en haber dejado atrás la última amenaza de los vampiros, pero tarde o temprano caería. Retrocedió unos pasos y luego corrió hacia la placa.
A mitad de camino saltó con ímpetu y cayó sobre ella, con brazos y piernas abiertas. El lodo no había llegado a esa altura, y la superficie era lo suficientemente rugosa como para ofrecer tracción aún bajo la lluvia. No era metal; o si lo era, estaba cubierto con algo. Siguió trepando a rastras.
El abultamiento era de una sola pieza, parte vidrio, parte metal pintado. Vio claramente una escotilla colgando de su gozne. Los dedos de Tegger alcanzaron el borde de la abertura, y sujetándose de ella trepó hasta arriba.
Desde su atalaya miró a un costado, y vio a un vampiro contemplándolo desde el lodo.
Luego dos, luego cuatro.
Se deslizó por la abertura. Sus embarrados pies cayeron sobre algo crujiente, pero no hizo caso. Alzó la poterna —no era pesada— y la cerró, buscando una forma de trabarla. Había algo que parecía un cerrojo, pero no acertó a accionarlo.
Los vampiros comenzaron a trepar y resbalar por la placa.
La puerta no los detendría, pero quizás la pendiente lo lograra. De otro modo, ese recinto sería su despensa.
—Murmullo, ¿qué sigue ahora? —preguntó, aunque sin esperanza.
Nada. Debía estar afuera, con los vampiros. Era extraño, pero no se preocupó lo más mínimo por la seguridad de Murmullo.
Se quitó la mochila. Necesitaba luz, y aquí ya no habría problemas si encendía fuego. Manipuló su encendedor hasta que consiguió una llama.
Estudió por un momento aquello crujiente que pisara al entrar. Conocía los huesos de las presas y del ganado, y también sabía cómo era su propia estructura. Su pie había atravesado las costillas de un homínido.
El piloto era de una especie desconocida, más grande que un Rojo, corpulento, de largos brazos. De su ropa sólo quedaban tiras, de ningún color particular. Su cráneo había caído con demasiada facilidad; tal vez se había quebrado el cuello cuando la plataforma se incrustó en el fango. Tenía la mandíbula grande de los herbívoros.
Un esqueleto armado de un homínido. Los Chacales no lo habrían encontrado.
Cuando la Caída de las Ciudades, los Amos de la Noche deben haber estado ocupados más allá de toda imaginación. Al no poder trepar hasta la escotilla para alcanzar el cuerpo, lo abandonaron. Nadie más podría trepar hasta allí —habrán pensado—, para descubrir el cuerpo y acusarlos por su desidia.
Bajo el resplandor de la llama no podía ver a los vampiros tras los cristales. El recinto se iluminó a su alrededor. La ventana no estaba cubierta por telarañas, como supuso, sino astillada; las piezas seguían juntas. Las otras ventanas estaban intactas.
Frente a sí vio unas palancas muy pequeñas, apenas para las puntas de sus dedos, que se movían horizontal o verticalmente. En un panel había una puerta cerrada del tamaño de su cabeza, y al lado otra del doble de tamaño, pero ninguna se abría. Vio una rueda sobre una columna; Tegger comprobó que podía moverse en todas direcciones, aunque necesitó ambas manos y buena parte de sus fuerzas. Movió todas las palancas, izquierda o derecha, arriba o abajo, según se movieran. Nada pasó.
Su yesca se estaba acabando, y no parecía haber allí nada que encender.
Si Warvia estuviera aquí, ella sabría qué hacer.
Si Warvia estuviera aquí… Debía decirle que jamás dudó de ella. Que ahora comprendía que ella no había elegido romper su compromiso, sino que se había visto sobrepasada por una esencia que bloqueaba la mente y se clavaba en el alma.
Estaban cantando… ¿Cuánto tiempo hacía que escuchaba el canto? La luz se apagó, y pudo ver una cara triangular de mujer que lo miraba largamente a través de una de las ventanas.
Un animal. Con una mente de la mitad del tamaño de la suya. Si ella llegara a entender qué cosa era una escotilla, él estaba condenado. Pero el peligro real, sabía Tegger, era una esencia que lo haría desear salir por sí mismo.
—¡Murmullo! —clamó.
Ella se asustó de su grito por un momento, luego contestó con su canto.
Tegger tiró un puñetazo con todas sus fuerzas a una de las portillas cerradas del panel.
La portilla saltó y quedó abierta. El compartimento no era grande, pero encontró lo que buscaba: un grueso libro repleto de hojas secas, que quemaría bien.
La mujer vampiro, o más bien las mujeres —eran dos ahora, y también un hombre— se alejaron de la luz, intentando no perder el equilibrio sobre la carcaza. Esperaron.
Tegger paseó una hoja encendida por el compartimento abierto. Estaba el libro —parecía un libro de mapas—, una bolsa de papel llena de moho seco, y una extraña y delgada daga que tomó. Nada más.
Descargó su puño sobre la otra portilla. Esta vez le dolió, pero se abrió.
La profundidad del nuevo compartimento no era mayor que unos centímetros, y lo que había allí era totalmente extraño, un laberinto de perillas coloreadas. El arma de un Ingeniero de las Ciudades, supuso Tegger, y curioso buscó los alambres que llevarían la energía. Se mostró muy disgustado cuando no encontró ninguno.
Tocó un par de esos bornes con los dedos.
Los músculos de su brazo saltaron espasmódicamente, y se vio arrojado hacia el asiento del piloto. Por un largo rato no pudo recordar cómo respirar siquiera.
¿Sería esto parecido al rayo, así se sentiría? ¡Energía! Pero podría matarlo.
Encendió otro papel y exploró el panel de cerca.
Algunos de los pequeños bornes estaban unidos por tenues senderos de polvo. Al tocarlos antes, varios de ellos se habían borrado.
Fue como si algo se hubiera encendido en su mente… Sacó la tela de Valavirgillin. La extraña daga no tenía filo —solo una punta aplanada—, de modo que usó el escaso filo restante en su espada para cortar una delgada tira de la tela.
Probaría colocarla siguiendo las líneas de polvo.
Rozó con la tela de Vala los bornes, moviéndose muy rápido. El rayo le pegó otra vez, sacudiéndolo por un instante.
El olor… No podría luchar por siempre con el vampiro que cantaba en su mente, pero al menos sí por un rato. Les echó una furibunda mirada, e intentó pensar.
Quizá un guante… Buscó la toalla e intentó colocar la tira de tela de Vala con su mano protegida por la toalla, pero no funcionó: perdía el tacto. Pensó entonces que podía quizá empujarla con la delgada daga. Arrolló el arma con la toalla, la sujetó, dejó caer la tira entre las perillas y la guió con el extremo plano, hasta que rodeó a dos bornes unidos por un rastro de polvo.
Algo se iluminó de repente fuera de la cabina, fuera de su vista. Los tres vampiros brillaron como soles. Aullaron, e intentaron apartarse de la luz. Las dos hembras resbalaron por la pendiente; el macho se cayó por el borde.
El reflejo de la extraña luz era suficiente para ver dentro de la cabina. Ya no necesitaría quemar papel.
Dejó la tira en su lugar, y cortó otra, testeando de nuevo. Le dolían los dientes de tanto mantenerlos apretados. Podía oír sus propios gemidos, y era consciente de cuánto deseaba estar con aquellas hembras de vampiro, entre el lodo, pero… se sentía feliz. «Warvia, ¡lo hice! ¡Hice que el rayo saliera!»
Pero, ¿porqué sólo consiguió la luz?
Debía ser, pensó, que la luz era sólo la parte más sencilla de la técnica de los Ingenieros, la parte que más perduraba. O quizá la que usaba menos energía, y era demasiado poca la que quedaba para las otras maravillas… Pero Tegger no podía creerlo. Él sintió el rayo en su cuerpo, y había sido terrible. No importaba qué fuera, tenía mucha energía. Y alejó a los vampiros.
La vieja calavera estaba tan limpia… Algo habría retirado la carne. Si no habían sido los Chacales… ¿los pájaros, quizá? Las órbitas vacías parecían mirarlo.
La guardó en el compartimento profundo, pero cambió de idea acerca de cerrarlo. Le dijo al piloto:
—¿Tú crees que has tenido un mal día? Yo he tenido un día que nadie hubiera querido para sí. Tú hubieras aguantado sólo unas pocas…
Pero debía haber sido una eterna agonía para el piloto, pensó para sí. Cayendo desde el cielo, tal vez en medio de una nube de pequeños vehículos, tal vez gritando a través de un enviador-de-voz que ya no funcionaría más, mientras cada parte de su hermosa máquina volante se apagaba y moría…
—Pero… ¡Claro!
Comenzó a mover palancas en desorden. Cuando las luces murieron, volvió atrás lo que había tocado.
—¡Sí!
Cada una de esas palancas estaba funcionando cuando eso cayó, ¡y antes él las había apagado todas! Todas menos la luz…, quizá porque estaría apagada. Debe de haber caído en pleno día…
Lo siguiente que sucedió fue un chisporroteo, y un olor de algo quemándose. Tegger temió haber roto alguna cosa.
Pero luego hubo un leve viento en la cabina, que se llevó la esencia de vampiro y dejó su cabeza clara y fría. Y entonces lanzó un grito de triunfo.
Dio la vuelta en el asiento, para ver a lo largo de la plataforma de carga. Era difícil distinguir a los vampiros. Las luces parecían surgir de ambos lados de la burbuja, formando sombras, y las bestias se habían refugiado en ellas. Creyó contar cinco vampiros, pero supuso que serían al menos el doble. Pero ya no se acercarían más.
Recordó ahora que estaba hambriento. Se preguntó si algún pájaro habría hecho su nido ahí adentro… Afuera estaba demasiado desnudo de vegetación. Debería esperar a que fuera de día, y luego pescar algo. Parecía que podría superar la noche.
¿De dónde provendría el rayo, la energía? No tenía la menor idea.
Cortó otra tira de tela y comenzó a averiguarlo.