Capítulo 5

El Morador de la Red

VILLA DE LOS TEJEDORES, 2892

No supieron cuánto tiempo había estado por allí el mago. Los jóvenes habían ido al Bosque Grande, a competir atrapando aves. El chico Parald lanzaba con visible gracia; su red mantenía la forma por más tiempo en el aire y volaba más lejos que las de los demás. A pesar de que sólo había atrapado dos pájaros, Strill estaba meditando algo para decirle, cuando se le ocurrió levantar la vista.

El mago estaba sobre el río, flotando alto sobre las plateadas aguas, parado en un grueso piso en forma de moneda, no más amplio que la altura de un hombre.

Ellos dieron voces, pidiéndole que bajara. Cuando los escuchó, detuvo su imponente ascenso sobre los árboles y descendió lentamente. Sonrió, y habló en una lengua desconocida. La mayoría de su cuerpo era lampiño, pero eso no era raro entre los visitantes.

Lo guiaron a casa, charlando todo el camino. Algunos de los jóvenes tantearon su saber con insultos; Strill les reprochó por ello, y luego supieron que ella estuvo acertada al hacerlo.

El mago nunca aprendió su lengua más allá de unas pocas palabras —como flup, o rishathra—, pero portaba un collar que hablaba como un maestro para cuando alcanzaron la villa.

Cualquier individuo de una especie extraña puede enseñar algo. Un mago que vuela, servido por un vehículo mágico, debía ser un educador excelente.

Habían pasado nueve años desde que se despidió de Kawaresksenjajok y Harkabeeparolyn, y diez desde que Chmeee partió del mapa de la Tierra. Once habían pasado de aquel día en que abordaron el Patriarca Oculto y se hicieron a la mar inmensa. Doce desde el retorno a Mundo Anillo. Y cuarenta y uno desde que Luis Wu y sus extraños compañeros del Embustero chocaron contra la superficie, congelados en éstasis, a mil trescientos kilómetros por segundo.

Los primeros homínidos que había conocido eran unos seres pequeños, lanudos y religiosos fanáticos.

Estos jóvenes parlanchines parecían ser de una raza similar. Le llegaban al mentón, estaban cubiertos por un pelaje claro y bastante mullido, y vestían faldas de color marrón apagado. Lanzaban con increíble destreza sus redes, maravillosamente tejidas, en medio del laberinto de troncos por debajo de las copas de los árboles, que se desplegaban como la sombrilla de una seta.

Eran muy amigables. Todas las razas de alrededor del Gran Océano eran amistosas con los extranjeros; Luis ya estaba acostumbrado a ello.

La muchacha de mayor edad le preguntaba algo.

—¿Qué forma tiene el mundo?

Se hizo el silencio, y las cabezas se volvieron. ¿Sería una prueba, acaso?

—Yo debiera preguntar antes que contestarte, Strill. ¿Qué forma tiene el mundo?

—El Morador de la Red dice que es un círculo, la forma del infinito. Yo, sin embargo, no lo entiendo. Sólo veo un arco, como aquél… —ella señaló a lo lejos. Se veía una multitud de pequeños tejados cónicos al pie de la colina, diseminados entre los árboles: una gran ciudad engarzada a lo largo del vasto río. Corriente arriba, por donde ellos llegaban, aparecía un arco que encerraba al río; ancho en sus bases y haciéndose más delgado hacia la cima—. Como la Puerta del Río.

Entonces, todo estaba bien.

—El Arco es la parte del Anillo en la que no estás parada, Strill.

¿Quién será ese Morador de la Red?, se preguntó.

Caminaba a pie firme con ellos, mientras arrastraba con una mano la pila de platillos de carga, que flotaba a su lado.

Había millones de ésos en el Centro de Reparaciones, bajo el mapa de Marte. Luis había apilado varios, los había unido y luego soldado algunos aditamentos en el disco superior: un manillar, un respaldo para el somero asiento, un depósito para ropas y otro para alimentos, y un pequeño jet de posición, tomado de los repuestos de las sondas del Inferior. Y además, algo que había rescatado como botín de la batalla que había tenido lugar once años atrás: el botiquín de la aerosilla de Teela Brown.

En la villa, varios peludos adultos y niños vieron llegar temprano a los cazadores de aves. La mayoría continuó con sus tareas, pero un hombre y una mujer esperaron a un lado del arco para recibirlos. Strill les gritó:

—¡Es un mago! ¡Señor Kidada, me ha dicho que el mundo es un anillo!

El hombre tenía los ojos fijos en los platos de carga.

—¿Lo sabe usted, de veras?

—Lo he visto con mis propios ojos. Soy Luis Wu, del Pueblo de la Esfera.

No debería significar nada para ellos, pero sin embargo, los adultos se quedaron asombrados y los niños dijeron uuuhh.

—¿Luis Wu, de la Esfera? —repitió la mujer. La edad había tornado blanco una parte de su dorado pelaje, y más aún en el caso del hombre. Sus faldas, largas hasta la rodilla, eran de tan elaborada tapicería que serían valiosas en cualquier cultura—. Yo soy Sawur, y éste es Kidada, ambos del Concejo, ambos del Pueblo Tejedor. Tú no eres del Anillo, ¿verdad? El Morador de la Red nos ha asegurado que eres sabio y poderoso.

—¿El Morador de la Red?

¿Cómo podía alguien saber sobre él aquí?

—El Morador de la Red es ciertamente de otro mundo. ¡Posee dos cabezas! Y sus sirvientes, iguales a él, son incontables…

Oh, nej.

—¿Y qué más os ha dicho el tal Morador?

—Nos ha mostrado imágenes desde muy alto en el Arco.

—¿Y qué han visto en ellas? ¿Vampiros?

—Unos extraños seres blancos que viven en tinieblas, y una alianza de varias razas homínidas que se preparan a combatir con ellos. ¿Puedes informarnos algo sobre eso?

—Sé algunas cosas sobre los vampiros. Quizá el Morador sepa más que yo; no he hablado con él por treinta y seis falans.

—¿Cómo celebra rishathra tu gente? —preguntó Sawur, disimulando una risa nerviosa.

Luis sonrió ampliamente.

—Tan bien como podamos. ¿Y los vuestros?

—A los Tejedores se nos conoce por lo gentiles que somos con nuestras manos, y a los visitantes les agrada acariciar nuestro pelaje. Debo preguntarte: ¿habremos de darnos un baño?

—Ésa es una buena idea.

Se llamaban a sí mismos el Pueblo Tejedor.

Su villa —su ciudad— no parecía hacinada, pero crecía y crecía, trepando abajo y arriba por ambas márgenes del río, floreciendo entre los árboles de la vasta foresta. Sus viviendas eran caparazones de mimbre trenzado, como hongos bajos.

Luis estaba siendo guiado a través de un risco vertical, hecho de pálida y desnuda roca.

—¿Puedes ver el agua corriendo tras de esa cara del acantilado? —le preguntó Kidada—. Los baños están ahí abajo. La luz del sol calienta las aguas un poco, mientras fluyen.

La alberca era larga y estrecha. Había montículos de faldas entramadas, desparramados sobre unas mesas bajas; Sawur y Kidada añadieron las suyas a uno de los montones. Tres surcos paralelos corrían entre el pelaje de los glúteos del viejo, bordeados de pelos blancos; eso luego le daría pie a Luis para indagar acerca de posibles predadores.

Los Tejedores se bañaban solos. Los mayores y los más pequeños parecían mantenerse juntos, pero los adolescentes lo hacían aparte, y raramente en parejas. Luis había aprendido a tener en cuenta tales detalles.

El agua era barrosa, y no pudo ver toallas ni nada parecido. Se quitó las prendas —un atuendo de campaña de Canyon y una mochila, traídos desde doscientos años luz de distancia—, las puso sobre una de las mesas y entró caminando a la alberca. Cuando vas a Roma, haz como los romanos.

Tampoco estaba tan cálida; ni siquiera tibia.

Poco a poco se fueron mezclando las distintas generaciones, a medida que los Tejedores rodeaban al visitante extraño, al maestro. Los encuentros con una nueva especie siempre suscitan las mismas preguntas.

—Mis compañeros y yo guiamos aquella vez nuestra nave hasta las costas del Gran Océano, cuarenta falans atrás. Encontramos sólo desolación. Mucho antes de que cualquiera de vosotros hubiera nacido, el Puño-de-Dios alzó la costa a cuarenta alturas de hombre, a lo largo de veinte mil días de marcha.

Hubo alguna confusión entre ellos. El traductor de Luis acomodaba su descripción en medidas terrestres al día de treinta horas del Anillo, y a los setenta y cinco días que duraba un falan; pero la medida de los días de marcha variaban de especie a especie. Luis flotó sobre sus espaldas, removiendo el agua con sus manos, mientras discutían acerca de distancias, tiempos y alturas. No había prisas; ya conocía la música.

—Los pueblos más a giro de aquí recuerdan al Puño-de-Dios en sus leyendas. Algo mayor que cualquier montaña atravesó el suelo del mundo a velocidad de infierno, de abajo hacia arriba, hace unos tres mil quinientos falans —hacia el año 1200, supuso Luis por aproximación—. Empujó la tierra hacia arriba y se abrió camino a través de ella como una bola de fuego. Pueden ver desde aquí la montaña que dejó como huella, y los desiertos alrededor. La costa del Gran Océano se movió unos ciento cincuenta mil kilómetros más atrás. Todos los sistemas de vida cambiaron debido a ello.

El agua apenas le llegaba a las axilas, y era más plano aún en los extremos de la estrecha alberca, donde los más jóvenes estaban reunidos. Una especie de danza se estaba iniciando: no parecía un juego de cortejo, pero las hembras a su alrededor eran de la edad de emparejarse, y los machos de esa edad se retiraban hacia el exterior, formando un anillo. ¿Un baile de rishathra?

Su vista tropezó con la atenta mirada y hermosa sonrisa de Strill. Todos tenían preguntas que hacerle. Siempre las mismas. Pero Luis había detectado un brillo metálico en el desnudo risco sobre su cabeza. La telaraña fractal estaba fuera del alcance de los tejedores, y no resultaría salpicada por el agua que fluía hacia la alberca.

Por eso habló en beneficio de su oculta audiencia.

—Hubimos de volver al océano, o no hubiéramos encontrado qué comer. Viajamos por dos falans a lo largo de la costa, y descubrimos la enorme entrada de un río. De modo que nos movimos río arriba. Poco a poco las tierras volvieron a ser fértiles a lo largo del río, y permanecimos en el vasto valle del afluente por treinta y cinco falans. Entonces mis amigos, dos Ingenieros de las Ciudades, quisieron quedarse en un poblado río abajo, y me dejaron partir.

—¿Porqué te dejaron solo?

—Ellos tenían niños que cuidar. Yo continué río arriba. Afortunadamente, la gente ha sido muy amistosa dondequiera que he ido. Siempre les han gustado mis historias.

—¿Y porqué te sorprende eso, Luis Wu? —indagó Sawur.

Él sonrió a la mujer.

—Cuando llega un visitante a tu pueblo, probablemente no coma lo que tú comes, o no duerma donde tú lo haces, o no se sienta cómodo en tu casa. Aquí en el Anillo, un extraño nunca es competencia para quien lo recibe. Pero en las Esferas, hay sólo una raza en todos los mundos. Allí un visitante puede significar malas noticias.

A esto siguió un silencio algo incómodo. Lo rompió uno de los pequeños marrones, detrás de Strill.

—¿Puedes tú hacer esto, Luis Wu? —dijo, y pasó un brazo sobre su hombro y otro por detrás, tomándose las muñecas en su espalda.

Luis Wu rio. Alguna vez quizá hubiera podido hacerlo.

—No.

—Entonces habrá que lavarte las espaldas —dijo, y todos se acercaron.

La gran ventaja del Mundo Anillo era la variedad. Y lo bueno de la variedad era que el rishathra no sería tan útil como era si hubiera requerido de complicadas maniobras previas.

—¿Cómo celebra rishathra tu gente?

—Es necesario que declares tu sexo…

—¿Cuánto os aguantáis sin respirar? (el Pueblo de las Aguas).

—No, pero nos agrada hablar de ello.

—No lo hacemos. No os ofendáis por ello (los Pastores Rojos).

—Así fue como regimos el mundo (los Constructores de las Ciudades).

—Sólo con especies inteligentes. Ven, resuelve este acertijo…

—Sólo con especies no inteligentes. Preferimos no vernos involucrados…

—¿Podemos verte a ti con tu compañera? (Luis tuvo que explicar cierta vez que Chmeee no era un homínido, y que era macho).

Se preguntó cuánto sabrían los Tejedores acerca de la telaraña de bronce instalada sobre sus cabezas. Estaban separándose por parejas ahora, pero no copulaban en público. ¿Cómo harían el rishathra?

Sawur lo guió fuera de la alberca, y con ayuda de Luis se sacudió unos litros de agua de su pelambre marrón y blanca. Al advertir que él estaba temblando, lo secó con su propia falda.

Luis olió a carne de ave a la parrilla.

Después de vestirse, Sawur lo llevó hacia un círculo de viviendas hechas con mimbres trenzados.

—La Casa del Concejo —dijo, señalando una de ellas.

Las aves se cocían sobre un pozo con ascuas. El aroma era tentador. Aves y un enorme pescado, atendidos por…

—Sawur, ésos no son Tejedores.

—No, son Pescadores y Navegantes.

Un Tejedor de mediana edad cuidaba del menú, auxiliado por siete extraños, de dos especies distintas. Dos machos tenían las manos palmeadas y los pies amplios y planos, y un aceitoso pelaje cubría sus sinuosos y curvados cuerpos. Los otros cinco, tres machos y dos hembras, eran una versión más robusta y voluminosa de los mismos Tejedores, aunque con las mandíbulas distintas. Quizá lo suficientemente cercanos como para reproducirse, pensó Luis. Los siete vestían aquellas fantásticas faldas.

El mayor de los Pescadores, Shans Estrangula-Serpientes, hizo las presentaciones. Luis intentó recordar parte de los nombres. Su traductor los completaría, siempre que él recordara al menos un par de sílabas.

Shans estaba comentando:

—Los cambiamos por estas ropas, ¿comprendes? Somos competidores. Cuando Hishthare Clavados-desde-Rocas y yo ofrecimos cocer a la parrilla este monstruoso pescado que los Navegantes capturaron río abajo, ellos también se ofrecieron a hacerlo. Después de hablarlo con Kidada, aprendimos algo muy útil: pedir un precio menor.

—Mientras tanto, discutamos cómo cocinarás nuestro pescado —ése era el Navegante, Wheek—. Al menos, Kidada recibe sus aves en la forma en que las quiere.

—Yo diría que esas aves están listas —dijo Luis—. No estoy tan seguro respecto al pescado. ¿Cuánto hace que estás con él?

—Estará a punto en no más de cien respiraciones —aseveró Shans—. Cocido por debajo para los Navegantes, tibio por arriba para nosotros. ¿De dónde comerás tú?

—De abajo.

Los Tejedores, a medio secar aún, se agruparon para la comida. Las aves fueron retiradas del fuego; el pescado continuó allí. Luis pensó hacerse de algunos vegetales al día siguiente.

Conversaron.

Los hábiles dedos de los Tejedores construían redes para cazar las pequeñas aves y bestias del bosque, pero también vestiduras, que comerciaban aprovechando el río. Mallas, hamacas, redes de pesca, bolsos de cintura y mochilas… Una variedad de cosas, útiles para una variedad de especies.

Pescadores y Navegantes comerciaban a lo largo del río, acarreando la mercadería de los Tejedores, y también pescado ahumado o frito, sal, raíces…

Discutían de negocios, y Luis se aburría. Preguntó a Kidada por sus cicatrices, y le fue referido un encuentro con lo que parecía ser un enorme oso. Los otros Tejedores se abstrajeron de ellos; seguramente habrían oído lo mismo muchas veces. Kidada contó una buena historia, pero si había que juzgar por ella, sus cicatrices debieron haber estado en pleno pecho.

Al crepúsculo, todos los Tejedores parecieron desaparecer de repente. Sawur guió a Luis hacia un anillo de tiendas; sus pies crujían sobre hierbas secas.

Pescadores y Navegantes se quedaron conversando a la lumbre de los rescoldos. Alguien les recomendó desde lo oscuro:

—No se pongan a vagar por ahí. Sólo los Nocturnos usan esas sendas de noche.

Se agacharon para entrar bajo la protectora sombra de una cúpula de mimbre. Sawur se enrolló contra él, y cayó dormida al instante. Luis sintió una momentánea irritación, pero las especies difieren.

Dormir en lugares extraños ya era trivial para Luis Wu. No le había molestado en falans… no, en años. Ni dormir en los brazos de una mujer desconocida, ni aún rozándose contra un pelaje blando… como dormir con un perro grande. Tampoco el hecho de dormir en grupo. Pero con el ojo del Inferior cerca… Bien, eso lo mantuvo despierto un buen rato.

En algún momento de la noche, soñó que un monstruo hundía los dientes en su pierna. Se despertó, ahogando un grito.

Sawur le preguntó, sin abrir los ojos:

—¿Qué te sucede, maestro?

—Un calambre. En mi pierna —Luis rodó alejándose de su abrazo y se arrastró hacia la entrada.

—También me dan calambres a veces. Camina un poco —dijo Sawur, y se sumió en el sueño.

Se puso de pie fuera de la tienda, renqueando un poco. Un costado de su pantorrilla aún daba alaridos. Odiaba esos calambres.

La luz proyectada por las zonas iluminadas del Arco era bastante más clara que la reflejada por la Luna de la Tierra en su fase llena. El botiquín le curaría del calambre, pero no más rápido que una breve caminata.

Sus pies hollaron las hojas secas.

Follaje seco alrededor de las tiendas. Amigables como eran, los Tejedores debían tener sus métodos para prevenir los hurtos. Las hierbas secas quizá fueran su alerta.

El calambre ya cedía, pero se encontró totalmente despejado. La pila de plataformas de carga flotaba fuera de la cabaña de invitados. Subió a bordo, y cruzó los flecos de la valla sin hacer el menor sonido, moviéndose a través de los troncos del bosque.

Nada nocturnos, esos Tejedores. No había el menor signo de ellos. Durmiendo como lirones, ¿cómo podían evitar los robos? Los otros visitantes se habían retirado también. En el río, unas linternas iluminaban la proa y popa de un velero de casco largo y de poco calado, al que no había prestado atención antes.

Un par de minutos más tarde, flotaba silenciosamente sobre la alberca, bajo el reflejo del Arco.

Hubo un movimiento en el risco… y un relámpago iluminó su cara.

Luis maldijo, entrecerrando los ojos. Miró dentro del brillo, a través de una ventana de bordes desdibujados, hacia un impresionante cono color ceniza, cubierto de lo que parecía nieve sucia. En cualquier otro mundo eso era un volcán. Pero en Mundo Anillo, era un cráter meteorítico empujado desde abajo. Era muy parecido al Puño-de-Dios, coronado por el vacío y dejando al descubierto el material del suelo del Anillo.

¿Sería un mensaje del Inferior?

Si el titerote se había enterado del curso de Luis río arriba, podría haber hecho volar la sonda para colocar este artefacto espía en el acantilado, y en otros sitios, sin duda. Habló con los tejedores… Había sido sencillo, pero ¿para qué tomarse tantas molestias? ¿Qué era lo que quería?

Algo salió despedido del cráter. Algo más. Tres «algos» en diez segundos.

—Esto fue hace seiscientas diez horas —dijo una familiar voz de contralto—. Observa.

La vista se acercó a los tres objetos. Espacionaves de forma lenticular, y grandes. Diseño kzinti, supuso Luis. Se detuvieron sobre la cumbre, luego iniciaron un lento descenso, volando a dos o tres metros por encima de la congelada pared del cráter.

—Los acorazados se movieron muy despacio. Te lo mostraré en cámara rápida.

Las naves aceleraron enérgicamente montaña abajo. Por encima y por debajo de ellas, las nubes se deslizaron formando rulos aerodinámicos.

—Les llevó dos horas y veinte minutos cubrir unos dos mil kilómetros, porque se mantuvieron por debajo de la velocidad del sonido. Sorprendentemente prudentes, para ser kzinti. Luego se separaron, como ves.

El paisaje y los móviles frenaron de golpe. Dos de ellos giraron en ángulo recto y se alejaron, a ambos lados. El tercero retomó el rumbo.

Hubo un cegador relámpago de luz blanca. Luego la escena fue la misma de antes, pero las naves parecían medio derretidas, y reflejaban como espejos. Comenzaron a descender… No, a caer.

—Campos de éstasis. Han detenido tu rayo —dijo Luis.

—Me preocupas, Luis. Te has equivocado dos veces en pocas palabras. ¿Acaso tu cerebro está deteriorándose?

—Eso puede suceder —dijo Luis, ecuánime.

—El láser fue de muy alta intensidad. Un enorme flujo de energía quedó atrapado dentro de los campos antes de que pudieran siquiera formarse.

—Pero…

—Vosotros con Nessus habéis sobrevivido a un ataque similar, simplemente porque nuestros mecanismos de defensa actúan realmente rápido. Pero esos acorazados kzinti no son más que bombas ahora. Y fue la defensa antimeteoritos, pero… yo no la utilicé.

—Sí, seguro.

—Observa.

La vista cambió completamente, enfocando ahora al sol, oscurecido a límites tolerables para el ojo humano. De la fluida tormenta de la superficie se desprendió una pluma, en velocidad acelerada. Creció, moviéndose directamente hacia la cámara… cientos de miles de kilómetros. Una brillante onda de choque comenzó a crecer desde su base, y azotó luego la pluma, que se hizo de pronto terriblemente brillante.

—Un efecto láser supratérmico; definitivamente, la defensa contra meteoritos del Anillo, Luis. Pero no fui yo quien la utilizó.

El inferior podría estar mintiendo, pero ¿porqué golpear a unas naves invasoras?

—¡Jamás hubiera hecho semejante cosa! Yo quería entrar en contacto con ellos. Un hipermotor me libraría de este maldito sitio.

—Supongo que debo creerte, pero… Inferior, ¿piensas que alguien más está en el Centro de Reparación, contigo?

—No creo que mis defensas hayan sido superadas. Pero hay dos océanos, Luis.

Le llevó unos momentos a Luis comprender el alcance de las palabras del Ser Último.

Un único océano hubiera desbalanceado el Anillo. La masa de agua involucrada era tan grande como la de una luna de un planeta joviano. Tenía que haber al menos dos, en puntos opuestos del arco, y así era.

Ellos habían hallado el Centro de Reparaciones bajo el mapa de Marte, en el Océano más cercano. El otro permanecía inexplorado.

Y estaba del otro lado del Anillo. El diámetro del Anillo era de dieciséis minutos luz. Dieciséis minutos pasarían antes de que un segundo Centro de Reparaciones pudiera informarse de unas naves invasoras a través del Puño-de-Dios. Ocho minutos más tomaría el comenzar a influir sobre el sol. Bastante más tiempo —¿una hora? ¿Dos?— para lanzar una pluma de gas a lo largo de uno pocos millones de kilómetros, y luego hacerla lasear. La terrible espada de luz debía recorrer otros ocho minutos después de formarse.

Dos horas y veinte minutos era una conjetura plausible.

—Entiendo. Asumes que hay otro Centro de Reparaciones en el lado opuesto del Anillo, y un protector al mando.

—¿Porqué ha de ser un protector? Sin embargo, yo pienso lo mismo.

—Porque un protector encontraría el medio de llegar y acceder. Y en el difícil caso de que un simple homínido lo consiguiera, un criado, sería un protector ahora. El otro Centro también debe estar infestado con el Árbol de la Vida, igual que el que habitas. ¿Es por eso que me buscas? Tú sabes tanto de los protectores como yo, y ya es muy tarde en la noche. Mi cerebro no funciona bien a estas horas.

—La edad también debe estar afectando tu cerebro. Necesitamos conversar, y tengo otras cosas que mostrarte. Luis, ¿hice bien al presentarme ante los Tejedores y enterarles de tus poderes? ¿O no debí haberlo hecho?

—Muy considerado de tu parte, pero pudo haberse escapado de tu control.

Los Tejedores dormían, pero tanto los Pescadores como Los Navegantes podrían haber visto las imágenes, y ¿quién podía asegurar que no había algún Chacal por la zona?

Pero en realidad…

El Inferior no advirtió la repentina sonrisa que iluminó la cara de Luis.

—Esos Tejedores me parecieron muy hospitalarios —comentó el titerote.

—Todas las razas en derredor del Océano son fraternas, si vigilas bien lo que dices.

—¿Tienes noticias de los otros?

—Chmeee tomó un vehículo de asalto para cargar su equipo. ¿Has puesto una cámara en él?

—La ha quitado y enterrado —se lamentó el titerote.

Luis rio de buena gana.

—Bien, podrá desenterrarla si acaso necesitara ayuda. ¿Qué hay de los Ingenieros? —preguntó el Inferior.

—Cuando los dejé, Kawaresksenjajok y Harkabeeparolyn tenían dos hijos crecidos y otro en camino. No podría decir que nos aburríamos juntos, pero… en fin. Se quedaron en una villa río abajo, con uno de los botes de asalto. Enseñan allí, y a lo largo de la costa. ¿Cómo estás tú?

—En estos momentos no estoy presentable. Luis… —los tres globos plateados rodando montaña abajo fueron reemplazados por un brillo de nieve, una cadena montañosa bajo la plena luz del día. Un círculo de color verde rodeaba dos puntos que trepaban por un paso entre montañas—… permíteme dirigir tu atención hacia esto. Hace diez años te mostré…

—Lo recuerdo. ¿Es en la misma zona?

—Sí. Fue tomada hace tres días, por una cámara que monté en una estructura flotante sobre un nido de vampiros.

—¿Es esto lo que has mostrado a los Tejedores?

—Sí.

La imagen se acercó. Eran dos grandes y burdos vehículos de seis ruedas, posiblemente movidos por vapor. Uno de ellos estaba dando la vuelta, sobre la pendiente. La cámara se centró en el otro, enfocando el asiento de conducción.

—Dime, Luis, ¿esos son Gente de la Máquina?

—Correcto —respondió—. Nota las barbas. También los vehículos son de los suyos, pienso. Oye, un momento…

—Luis, el programa de reconocimiento de mi computador…

—¡Esa es Valavirgillin!