Recuperación
Una incierta claridad se descubría hacia giro. Los cantos habían cesado. Vala no escuchaba el tañido de una ballesta desde hacía rato. De pronto los vampiros eran difíciles de hallar.
Sin darse cuenta, habían superado la terrible noche.
Si alguna vez estuvo más cansada que ahora, no lo guardaba en su memoria. Y allí llegaba Kaywerbrimmis, gritando:
—¿Te queda algo de munición?
—Algo. Nunca he recibido gravilla aquí.
—Barok y Forn se habían ido para cuando regresé al crucero…
Vala se restregó los ojos. No parecía haber nada más que decir.
Whandernothtee y Sopashintay llegaban, apoyados el uno en la otra.
—Qué noche —dijo Whand.
—Chit se emocionó con las voces —comentó Sopash—. Tuvimos que atarlo al crucero. Creo que puse demasiado alcohol en su paño… Ahora duerme como si… —se abrazó a sí misma, con desesperación—… como lo haría yo, si pudiera… dejar de temblar de miedo…
Oh, dormir… Y un centenar de machos Gigantes esperando…
—No podré hacer rishathra ahora —informó Vala. Había eliminado de su memoria el yacer con Kay. Eso podía traer malas consecuencias.
—Durmamos en los coches, al menos por hoy —sugirió Kaywerbrimmis—. Hola, mira quién viene… —tomó el hombro de Vala para hacerla girar.
Nueve Gigantes y una armadura plateada se acercaban hacia ellos. Su cansancio era visible, y también se podía oler.
—¿Cómo les ha ido, Gente de la Máquina? —dijo el Thurl.
—Hemos perdido la mitad de los nuestros —respondió Vala.
—Nunca esperamos que fueran tantos —reconoció Whand—. Pensábamos que podríamos enfrentarnos a cualquier cosa.
—Los viajantes nos habían contado que los cantos de los vampiros nos traerían la perdición.
—La mitad de la sabiduría —comentó Kay— consiste en aprender qué es lo que no hay que aprender.
—Nos habíamos preparado para el arma equivocada. ¡Esencia de vampiros! Nunca lo hubiéramos adivinado. ¡Pero los hemos hecho huir! —bramó el Toro—. ¿Saldremos a cazarlos por el llano?
Whand dejó caer los brazos y se alejó a los trompicones.
Vala, Kay y Sopash se miraron entre ellos. Si acaso los gigantes de los prados podían aún luchar… Whand estaba deshecho, pero alguien tendría que representar al Pueblo de la Máquina…
De modo que siguieron a los guerreros, bajando hacia el mojado campo de rastrojos, saliendo del refugio.
Unas formas se meneaban al pie del muro de tierra. Dos homínidos, desnudos. Todas las ballestas y pistolas giraron hacia ellos, pero las detuvo un alarido:
—¡No disparen! ¡No somos vampiros!
Un macho pequeño y una mujer enorme se apoyaban mutuamente para no caer. No, no eran vampiros; eran una hembra de los Gigantes y…
—¡Barok!
El rostro de Sabarokaresh estaba transido de terror. Miró a Valavirgillin como si ella hubiera sido un espectro, y no él. Sucio, exhausto y medio loco, lastimado… pero vivo.
—Creo que… estoy muy cansado…
Vala lo cargó en su hombro, feliz de sentirlo sólido bajo su mano. ¿Dónde estaría su hija? Pero no quiso preguntarle; en lugar de eso, dijo:
—Tendrás una buena historia que contar, supongo…, pero será luego.
El Thurl llamó a uno de los ballesteros —resultó ser Paroom—, y le encargó a la pareja. Paroom los guió y ayudó a trepar al refugio.
El Toro rompió entonces a trotar, alejándose del vallado hacia antigiro. Su gente lo siguió a regañadientes —una noche de terror, insomnio y copulaciones salvajes los había dejado sin fuerzas—, y luego los de la Máquina.
Comenzaron a encontrar cuerpos de vampiros. Nada de belleza sobrevivía en ellos una vez muertos. Un Gigante se detuvo a examinar a una hembra vampiro ensartada por un dardo. Sopash también se paró.
Vala recordó haber hecho lo mismo, cuarenta y tres años atrás. Primero sientes el olor a carne podrida. Luego, los restos de la esencia golpean en tu mente.
El Gigante trastabilló y se hizo a un lado; se inclinó hacia adelante y vomitó. Poco a poco se enderezó, aunque mantuvo la cabeza gacha. Sopash se enderezó de golpe, y salió corriendo hacia Vala, enterrando la cara en su pecho, rompiendo a sollozar.
—Tranquila, Sopash —le dijo Valavirgillin, comprendiendo—. No has hecho nada, recuerda. Sólo quisiste hacer el amor con el cadáver, pero esa no eres tú. Tranquila.
—Vala, si no podemos siquiera examinarlos, ¡no podremos aprender sobre ellos!
—Eso es lo que lo hace tan difícil, ¿comprendes? La lujuria y el tufo a carne corrupta no pueden mezclarse en la cabeza.
Los cadáveres más cercanos al muro habían sido muertos por dardos; los más alejados, aparecían reventados por las balas y la metralla. Vala observó que las armas del Pueblo de la Máquina habían matado unas cien veces más vampiros que las de los herbívoros.
A doscientos pasos de la pared, ya no hallaron más cuerpos de vampiros. Pero comenzaron a aparecer otros. Los gigantes yacían desnudos o a medio vestir, descarnados, las mejillas y los ojos hundidos. Salvajes heridas abrían sus cuellos, codos y muñecas.
Ese rostro… Vala había visto a esa hembra correr hacia la oscuridad, unas horas atrás. ¿Dónde estaban sus heridas? Su garganta estaba sana. El brazo izquierdo, extendido, no presentaba cortes. Vala se acercó y tomó su brazo derecho.
El interior del codo había sido desgarrado. Un macho gigante que miraba a su lado se volvió y trastabilló de regreso a la pared, haciendo arcadas.
Una mujer alta, un vampiro pequeño. No pudo alcanzar su cuello. Sopash tiene razón, pensó. Tenemos que aprender.
Algo más allá, el colorido de unas ropas atrajo su atención. Vala rompió a correr, luego se detuvo al llegar. Era el traje de fajina de Taratarafasht.
Lo alzó del suelo. Estaba limpio, sin sangre ni huellas de haber sido arrastrado por el campo. ¿Porqué Tarfa habría sido llevada tan lejos? ¿Dónde estaría ahora?
El Thurl había adelantado a la partida por una buena distancia. Casi había llegado al pasto sin cortar. ¿Cuánto pesaría esa armadura? Trepó a una pequeña colina —de no más de diez o quince metros de altura— y se detuvo en la cima, esperando al resto.
—No hay rastro de ellos —ladró—. Deben haberse escondido en alguna parte. Los viajeros cuentan que no resisten la luz del sol, ¿es cierto eso?
—Eso sí es verdad —respondió Kay.
—Entonces —continuó el Toro— yo diría que se han ido.
Nadie hizo comentario alguno. El Thurl resopló:
—¡Beedj!
—¡Thurl! —un macho se acercó trotando: maduro, más grande que la mayoría, con una energía que resultaba indecente.
—Aquí, Beedj; vendrás conmigo. Tarun, tú con el resto rodearás el muro por la izquierda; nos encontraremos del otro lado. Si no estás ahí, asumiré que has encontrado lucha.
—Sí, Thurl.
Beedj y el Thurl fueron hacia un lado; el resto de los gigantes hacia el otro. Vala dudó un momento, luego siguió al Toro.
Cuando el Gigante la escuchó seguirlo, detuvo su paso para esperarla. Beedj también lo hizo, pero un gesto del Toro lo volvió al camino.
—No encontraremos vampiros vivos allá en el pasto —comentó el Thurl—. El pasto crece hacia arriba; no hace sombra. La noche se cruza delante del sol, pero el sol ya no se mueve como antes. ¿Dónde puede esconderse un vampiro durante el día?
—¿De veras recuerdas cuando el sol se movía? —preguntó ella.
—Era sólo un niño. Fue una época temible.
No parecía muy asustado por ese recuerdo, pensó Vala. Luis Wu había estado entre esta gente; pero parecía que lo que le había contado a ella no se lo había dicho a los Gigantes.
—El mundo es un Anillo —le había explicado Luis Wu—. El Arco que se ve es la parte del Anillo en que no estamos parados. El sol comenzó a bambolearse porque el Anillo está fuera de su centro; dentro de pocos falans chocará con el sol. Pero yo juro que lo impediré, o moriré en el intento.
Poco tiempo más tarde, el sol había dejado de oscilar.
Beedj seguía trotando adelante, cerca del muro, deteniéndose aquí y allá a examinar cadáveres; de vez en cuando sujetaba una mata de pasto y tiraba un mandoble, por si escondía algo. Luego se la comía, una vez satisfecho con la revisión. Quemaba aún más energía que el Thurl. Vala no veía competencia entre ellos —uno ordenaba, el otro obedecía—, pero estaba segura de que en Beedj estaba contemplando al próximo Toro.
Se obligó a preguntar:
—Thurl, ¿vino alguna vez un homínido a ti, clamando venir de algún lugar del cielo?
El Thurl se detuvo de nuevo.
—¿Del cielo?
Era difícil que lo hubiera olvidado, pero debía esconder sus secretos.
—Un macho, con poderes de mago. Cara lisa y estrecha, piel de color del bronce, cabello negro y lacio, sólo una coleta detrás, y el resto afeitado. Algo más alto que yo y estrecho de hombros y cadera… —achinó los ojos con los dedos—. Tenía los ojos de esta forma. Hizo hervir un mar en esta zona, para terminar con la plaga de girasoles.
El Thurl asentía con la cabeza.
—Eso fue hecho por el anterior Thurl, con la ayuda de ese tal Luis Wu que describes. Pero… ¿cómo sabes tú de estas cosas?
—Luis Wu y yo viajamos juntos un trecho, lejos a babor de aquí. Sin la luz del sol, los girasoles quedaban indefensos, me dijo. Pero… las nubes nunca se fueron, ¿verdad?
—Nunca lo hicieron. Ahora sembramos nuestro pasto, tal como el mago nos sugirió. Los smerps y otros roedores comenzaron a emigrar por delante de nosotros. Allí donde fuéramos, encontrábamos girasoles con las raíces devoradas. El pasto no crece bien sin el sol, por lo que al principio tuvimos que comer girasoles.
»En tiempos de mi padre, los Rojos alimentaban su ganado con nuestros pastos, y mi pueblo y el suyo tuvieron que luchar. Pero cuando estas cosas que narras pasaron, nos siguieron a las nuevas tierras. Los Recolectores cazan a los roedores para alimentarse. La Gente del Agua regresó a los ríos de donde los habían expulsado los girasoles.
—Y ¿qué hay de los vampiros? —preguntó Vala.
—Parecen habérselas arreglado, también.
Ella hizo una mueca.
—Provienen de una región —siguió diciendo el Thurl— que todos evitamos. Los vampiros necesitan refugiarse de la luz diurna: vivirán en cuevas, o bajo los árboles, o alguna otra cosa. Desde que vinieron las nubes, aprovechan la ausencia del sol para llegar más lejos… Eso es todo lo que sabemos.
—Tendremos que preguntarle a los Chacales.
—¿El Pueblo de la Máquina trata con los Chacales? —al Thurl no parecía caerle bien la idea.
—No sé cómo se las arreglan, pero siempre se enteran de cuando caen los muertos. Tienen que saber dónde cazan los vampiros, y también el lugar en donde se ocultan durante el día.
—Los Chacales sólo salen de noche. Yo no sabría cómo hablarles.
—No hay problema —Vala intentó recordar, pero su mente no funcionaba bien. Estaba demasiado cansada—. Ya se ha hecho. Cuando una nueva religión aparece, o cuando un predicador muere y un rito ordena al nuevo chamán, éste debe comunicarse con los Amos de la Noche. Los Chacales deben conocer y aceptar todo rito que se solicite para los muertos.
El Toro asintió. Los Chacales seguirían los ritos, dentro de ciertos límites.
—¿Cómo lo hace tu gente?
—Hay que llamar su atención. Cortejarles. Cualquier cosa puede funcionar, pero son suspicaces. Es una verdadera prueba, también: un nuevo sacerdote no será tomado en serio hasta que no trate con los Chacales.
El Toro se había erizado de pavor.
—¿Cortejarles, has dicho?
—Hemos venido aquí a comerciar, Thurl. Los Chacales tienen lo que queremos: información. ¿Qué podemos ofrecerles a cambio? No mucho, en verdad. Los Chacales rigen el mundo, el Arco y todo… Sólo pregúntales.
—Cortejarles… —hizo rechinar los dientes—. ¿Cómo?
¿Qué sabía ella? Sólo cuentos narrados en reuniones; no mucho respecto a cómo hacer negocios con ellos. Pero una vez había visto Chacales, y había hablado con ellos.
—En mi ciudad, lejos hacia babor, los Amos de la Noche mantienen para nosotros una granja en sombras, debajo de un grupo de edificios flotantes. Les pagamos con herramientas, y los Ingenieros les dan privilegios de acceso a la Biblioteca. Ellos se interesan por la información.
—Pero… nosotros no «sabemos» nada.
—Casi estás en lo cierto.
—¿Qué otra cosa tenemos para ofrecerles? —clamó el Thurl—. Oh, Valavirgillin, eso es algo horrible…
—¿A qué te refieres?
El Thurl señaló alrededor. Podía verse un centenar de cadáveres de vampiros, todos yaciendo contra la pared, y unos cincuenta Gigantes desparramados entre el muro y el límite del pasto alto.
Beedj examinaba un cadáver pequeño. Vio que ella lo estaba mirando, y alzó la cabeza del muerto para que Vala pudiera verle la cara desde donde estaba. Era Himapertharee, de la tripulación de Anthrantillin.
Un escalofrío recorrió la espalda de Vala. Pero el Thurl tenía razón.
—Los Chacales tiene que comer —dijo, con voz afligida—. Más que eso: si todos estos cadáveres entran en putrefacción, puede haber plagas. Todo el mundo culparía a los Chacales si tal cosa pasara. Han de venir a limpiar.
—Pero, ¿porqué me escucharían? —se quejó el Thurl. Vala sacudió la cabeza; la sentía rellena de algodón—. Y una vez supiéramos dónde se esconden, ¿qué deberíamos hacer? ¿Atacarlos por nuestra cuenta?
—Los Chacales podrán decirnos eso, también…
El Thurl rompió a correr. Vala giró la cabeza y vio a Beedj tambaleándose, llevando… ¿qué cosa? En ese momento, el Gigante se sacudió violentamente, y luego arrojó lejos lo que llevaba. Allí donde aquella cosa cayó, se retorció y se quedó quieta, mientras Beedj aullaba de pavor.
Era una hembra vampiro, aún viva.
—Thurl, lo lamento —clamaba Beedj—. Estaba sólo herida, un dardo en la cadera. Pensé que podía hablarle, examinarle… algo… Pero el aroma…
—Cálmate, Beedj. Dime, ¿lanzó el olor de repente? ¿Quizá como defensa, al creerse atacado?
—¿Cómo una ventosidad, dices? ¿A veces lo guardas, a veces no? Bien… no estoy seguro…
—Sigue la marcha, entonces.
La espada de Beedj siguió rebuscando entre la hierba. El Thurl comenzó a caminar. Vala había estado meditando.
—Tendrás que destinar una delegación, aquí entre los muertos. Unos pocos hombres, con una tienda…
—¡Los encontraremos secos de sangre por la mañana!
—No. Creo que estaremos seguros por un par de noches. Ya han cazado antes por el área, y olerán los cadáveres de su gente. A pesar de ello, será mejor que armes a tus guerreros y… hum… acomoda juntos a hombres y mujeres.
—Oye, Valavirgillin…
—Conozco vuestras costumbres; pero si cantan los vampiros, será mejor que tus súbditos encuentren pronto con quién aparejarse.
¿Debía habérselo dicho? Al menos no lo dijo frente a otros Gigantes. El Toro bufó, pero accedió.
—Bien. Entiendo. Y lo que el Thurl no ha visto, jamás ha sucedido —hizo señas a Beedj para que se acercara—. ¿Tu grupo de Oteadores se unirá a nosotros ante los Chacales?
—Os acompañaremos. Dos especies en peligro harán más fuerza que una.
Los Oteadores normalmente evitaban los problemas, pero no podrían con éste: casi todo su combustible se fue en mojar trapos.
—Seremos tres las especies. Un gran número de Recolectores murieron la otra noche; imagino que ellos se nos unirán. ¿Más especies sería mejor? Los vampiros habrán hecho presa también entre los Rojos.
—Valdrá la pena preguntarles.
Cuando Beedj los alcanzó, el Thurl comenzó a hablarle más rápido de lo que Vala podía entender. Beedj intentó argüir, pero luego accedió.
—Deberíamos dormir durante el día —sugirió ella.
Su cuerpo entero clamaba por reposo.
Algo se cerró sobre su muñeca.
—¿Jefa?
Despertó de un salto, lanzando un quejido que había intentado ser un grito. Giró a un lado y se sentó… Pero sólo era Kaywerbrimmis.
—Jefa, ¿qué le has estado diciendo al Thurl?
Aún se sentía aturdida. Necesitaba un trago, un baño o… Ese tableteo, ¿era la lluvia? Y un relámpago, y un bramido lejano que debía ser un trueno.
Se había quitado las sucias ropas antes de acostarse. Ahora apartó las cobijas y se deslizó fuera de la cabina del carromato, alzándose bajo la fría lluvia. Kay observaba desde la tronera del cañón su danza bajo el diluvio.
Vala no quería problemas. Los comerciantes no se juntan entre ellos. Comparten rishathra con las razas que encuentran en su camino, pero no forman parejas dentro del grupo. No era bueno preñarse en medio de la expedición, o enzarzarse en juegos de dominio sexual, y mucho menos enamorarse.
Pero en reinos lejanos, entre homínidos extraños, no se podía huir por siempre, tampoco. De modo que Vala le hizo gestos a Kay para que se le uniera.
—¡Ven, quítate esa mugre! ¿Qué hora es?
—Está anocheciendo. Hemos dormido mucho —Kay se desnudaba con algo parecido al alivio—. Supongo que tendremos que armarnos contra los vampiros.
—Lo haremos. ¿Cómo está Barok?
—No lo sé.
Bebieron, se lavaron uno al otro, se secaron y comprendieron que podían resistir la urgencia por yacer juntos.
La lluvia se detuvo. Podía verse al viento remolinear las últimas gotas a lo lejos, sobre los rastrojos. Pinceladas de cielo azul ultramar se abrieron paso entre las rotas nubes, y un repentina línea vertical se destacó por encima del horizonte a giro, punteada de blanco y azul claro.
Vala se sorprendió. Hacía ya cuatro rotaciones que no veía el Arco.
Bajo el brillo del Arco, pudo ver formas moviéndose por el llano de rastrojos. Unos rectángulos pálidos sobre el suelo, dispuestos en semicírculo, una tienda de campaña en medio de ellos. Unos Gigantes se movían de aquí para allá, y una multitud de homínidos mucho más pequeños los seguían. Sobre los rectángulos —¿sábanas?— habían tendido unos cuantos cadáveres.
—¿Tú les has dicho que hicieran eso?
—No, pero no parece mala idea —dijo ella.
Encontraron a Barok en el crucero de Anthrantillin, con una mujer que tenía dos veces su talla. Parecía algo postrado, pero estaba sonriendo.
—Wemb, éstos son mis compañeros Kaywerbrimmis y Valavirgillin. Amigos, ésta es Wemb.
—Pensábamos que… —empezó diciendo Kay.
La risa de Barok no era del todo normal.
—Acertaron, si pensaron que dormimos todo el rato.
—Dormir aquí —dijo Wemb— nos permitió prescindir de los demás, y también del rishathra. Estuvimos cómodos los dos.
Forzando su mente a pensar, Barok se dio cuenta de algo:
—¿Qué hubo de Forn? ¿Habéis hallado a mi hija?
—Se ha ido —dijo Vala.
El cuerpo de Barok tembló, bajo un incontenible escalofrío. Su mano se cerró en la muñeca de Valavirgillin.
—Le grité, en medio de la batalla: «¡Carga!», pero no me respondió. Salí de la torreta del cañón para ver si la veía, para detenerla si acaso seguía los cantos. Me detuve afuera, y entonces mi mente se apagó. De pronto me encontré al pie del muro, con la lluvia cayendo sobre el terreno. Wemb había tropezado conmigo sobre la pared, y ambos caímos. Luego… Bueno, la palabra rishathra no sé si alcanza…
Wemb lo tomó por el hombro, volviéndolo hacia ella.
—Tal vez fuera amor compartido, o aún sexo; pero hemos de llamarlo rishathra, Barok.
—Rasgamos nuestras ropas —continuó él— y rishamos, y nuestras mentes se escurrían. Esas cosas pálidas nos rodeaban en semicírculo, acercándose. El viento y la lluvia deben haber lavado algo la esencia. Había ballestas en el suelo, todo a nuestro alrededor; los guerreros deben haberse descolgado de la pared a lo largo de la noche, arrojando allí sus armas y toda otra cosa que llevaran.
—Tomamos las ballestas —dijo Wemb—. Vi a Makee yaciendo con un vampiro en sus brazos, ambos muertos por el mismo dardo; su aljaba estaba frente de mí. Tomé la aljaba, vaciándola ante mis pies, y le pasé unos dardos a Barok. Comenzamos a disparar…
—Al principio —comentó él— no podía ni cargar la ballesta…
—¿Era ésa la causa de que aullaras? —le preguntó Wemb—. Nunca hablamos de ello antes.
—Aullaba porque mis fuerzas no alcanzaban a tender la cuerda. Esos malditos arcos no están hechos para la Gente de la Máquina…
—¿Estuvieron allí afuera toda la noche? —preguntó Vala.
Wemb asintió. Barok continuó con la narración:
—Cuando la lluvia comenzó a amainar, me procuré unos trapos. Había pilas de trapos ahí —su presión se hizo dolorosa en la muñeca de Vala—. Luego vimos porqué.
—Varios guerreros iban hacia los vampiros —dijo Wemb—. Disparé a Heerst en una pierna, pero no se detuvo. Siguió caminando tras las voces. Los vampiros se acercaron a él, le quitaron la tela del rostro y se lo llevaron con ellos. Era mi hijo…
—Si tenías algo en la cara, ¡te lo quitaban! Heerst tenía un trapo mojado con alcohol, pero la lluvia lo había lavado. Tomé unos trapos que olían a rayos… Wemb, ¿qué era?
—Pimentena y minch.
—Bien, ésos protegían de la esencia. Nos mantuvieron vivos, eso y el rishathra. Cada vez que nos sentíamos ir, rishábamos. Y los dardos… Los guardias dejaban caer las ballestas, pero no las aljabas. Tuvimos que ir buscando dardos, arrancándolos de los cadáveres.
—Vi algo que no entiendo aún —comentó Wemb—. He de decirle al Thurl. Los vampiros hacían rishathra con algunos, luego los guiaban fuera hacia el pasto alto, y más allá. ¿Por qué mantenerlos con vida? ¿Seguirán vivos todavía?
—Los Chacales han de saber porqué —dijo Vala.
—Los Amos de la Noche guardan bien sus secretos —aseveró Wemb.
El cielo se había cerrado nuevamente. En la creciente oscuridad, Barok comentó:
—Disparé a la hembra vampiro que se llevaba a Anth. Me costó dos dardos matarla. Otra recomenzó la canción, y también le disparé. Anth siguió a una tercera, pero para entonces ya estaba fuera del alcance de la ballesta. Lo llevaron hacia los pastos, y no volví a verlo. ¿Tendría que haberlo matado?
Nadie hizo comentarios. Sólo se miraron entre ellos.
—No podré vigilar esta noche —continuó Barok—. No podré hacer rishathra ahora. Mi cabeza está demasiado… No sé si lo puedo explicar…
Ellos palmearon suavemente su hombro, y le aseguraron que comprendían. Lo dejaron allí.